25. Última visita al castillo
Habíamos decidido entrar en el castillo por última vez.
David quería recoger algunas espadas (volvió a lamentarse por la que olvidó al cruzar el bosque de la muerte) y un montón de cosas que había dejado a la puerta del laboratorio. El caballero de la cicatriz tenía interés en ver el cuadro de su antepasado e investigar entre los trastos que habíamos encontrado en el sótano.
Supuso que allí podía estar guardado lo que llevaba tanto tiempo buscando: la copia de un testamento en el que se nombraba heredero del castillo a uno de sus tatarabuelos, que fue un mago o un científico y uno de los miembros secretos del castillo de los guerreros sin cabeza, como se le conocía en la comarca.
—¿Por qué se llamaba así el castillo? —aquel nombre me seguía intrigando.
—No lo sé exactamente. En aquella época la gente era muy supersticiosa y estaba llena de fantasías sin sentido.
—¡Ah!
Registramos al tío Lucas y encontramos una llave grande, que debía de ser la de la puerta de la cámara secreta. Así que nos decidimos a visitar el castillo, dejando al malvado encerrado en un armario, vigilado por Sabab y Erika, que ya no quería ir a ningún sitio sin su perro.
Esta vez el recorrido por el pasadizo fue muy distinto. Más que andar con cautela, corríamos, volábamos sin ningún miedo. Alcanzamos los sótanos del castillo y aquel cuarto donde habían almacenado todos los objetos robados, aquella cámara secreta cuya puerta estaba sin cerrojo, pero cerrada.
No hubo problemas. La llave de los ladrones era la llave del delito y de nuestra salvación.
Conducidos por David, al que nunca había visto correr tanto, llegamos hasta el laboratorio. Raimundo encendió una antorcha muy antigua que había allí y que, curiosamente, ardía como si fuese recién comprada, y nos pusimos a enredar entre aquellos trastos que queríamos llevarnos a casa como recuerdo de nuestra aventura.
David ya había amontonado cinco espadas, varios puñales más, flechas, lanzas y una ballesta, además de una de las armaduras que encontró la vez anterior.
—¡Mira, el casco que te di antes! —vino hacia mí—. ¿No lo quieres?
—¿Para qué? ¡Si no me entra!
—Sí, es un misterio. Tan grande por fuera y luego no le sirve ni a un gorrión… —dijo, sin darle más vueltas, y añadió—: Pero es bonito y antiguo. ¿Te lo quedas?
—¡Bueno!
—¡Pues toma, llévalo tú! —y al entregármelo, añadió—: ¡Es tu regalo de cumpleaños, ya sabes!
Cuando empezó a temblar la luz amarillenta de la antorcha, llegó Raimundo con la ropa llena de telarañas, los ojos apagados y las manos vacías.
—¡Nada! —suspiró, desencantado—. Por aquí no está el pergamino que buscaba. Ya sabía que era una aventura imposible, pero… ¡tenía que intentarlo! —y derrotado, suspiró—. ¡Toda una vida buscándolo!
Nos quedamos un poco tristes al ver la desolación en la cara de aquel tipo que no era el malvado de la historia, como yo había pensado, y por una vez me alegré de equivocarme.
Había que volver.
—¡Vámonos! —nos gritó Belén, que llevaba una lanza y la armadura que le había pedido su hermana.
Todos habíamos escogido algún recuerdo de aquel castillo: Cris, una ballesta con dos flechas; Fernando, un escudo y una espada, y yo, otra espada y aquel inútil casco que quería colocar encima de la puerta de mi cuarto, entre el póster de Einstein y el de Marilyn Monroe.
El caballero de la cicatriz tan sólo se quedó el retrato de su antepasado y se puso en cabeza de la marcha.
David la cerraba, muy a su pesar:
—¡Esperadme!… —refunfuñaba—. ¡No vayáis tan deprisa! ¡Así no hay manera de seguiros!
Me volví, dispuesto a echarle una mano, pero David iba mucho más cargado de lo que me imaginaba. Parecía un arsenal «andante», aunque la verdad es que no «andaba» demasiado.
—¿Qué haces? ¿Te quieres llevar el castillo encima?
—¡Es que…! —y asomó su cabeza entre las armas—. Es que he decidido hacer colección de espadas antiguas, ¡mira, todas son diferentes! Y de lanzas. Y bueno, también de puñales, que son muy pequeñitos… Y esta armadura tan alta, ¿no querrás que la abandonemos aquí para que se oxide?
—¡Así no puedes seguir, David! Yo te ayudo, pero tienes que dejar algunas cosas.
—¡Está bien! —dijo, tras pensar un momento y cargarme a mí con varias de sus espadas y puñales—. Tú, sígueme —dijo, aliviado por el peso que se había quitado de encima, y nos internamos, al fin, en el pasadizo.
Fuimos los últimos en aparecer en el comedor del monasterio. Allí estaban todos menos Fer y Belén, que habían ido a recoger unas bolsas de las bicis.
—¡Anda! —dijo Erika—, si te has traído el casco grande pequeño.
Aquella definición era propia de David, pero él y yo la entendimos.
—¡Es mi regalo de cumpleaños! —intervino mi amigo.
—¿Me dejas que me lo pruebe? —y Erika lo tomó—. ¡Yo tengo la cabeza más pequeña que vosotros! —se lo puso encima, pero tampoco le entraba.
—¿Quién es el cabezón aquí? —preguntó David.
—Es que… —dijo, mirando el interior del casco—. ¡Es absurdo un casco tan grande para…!
—¡Eso mismo pienso yo! —me acerqué a Erika, y ambos empezamos a toquetear minuciosamente, como si buscáramos algo muy concreto que no sabíamos bien qué era.
—¡Al fin! —dijo Erika.
Al presionar la punta de una estrella, el casco se abrió como si fuese un cofre secreto.
Allí apareció un doble fondo, con un papel antiguo que cayó al suelo.
—¡Ahí está! —señalé.
Todos comprendimos que aquel papel, guardado tan en secreto, era algo muy valioso.
David y Erika pensaron en el mapa de un tesoro, pero fueron los únicos. Cris, que lo recogió, se lo entregó directamente a Raimundo González, cuyo rostro seco y recio empezó a brillar a medida que leía aquel texto en castellano antiguo.
Al acabar, unas lágrimas asomaban a sus ojos.
—¡Esto es lo que he estado buscando desde hace tanto tiempo! ¡Toda una vida!
Al entrar Belén y Fernando con las mochilas, David, que se había alegrado con tal descubrimiento, se puso de puntillas y, extendiendo su brazo, se dirigió a los recién llegados.
—¡Chicos, os presento al nuevo dueño del castillo maldito de los guerreros sin cabeza!
Y una vez que bajó el brazo, se dijo, una vez más:
—¿Por qué guerreros sin cabeza?