7. El segundo encuentro
Bajo el sol parece que nada inquietante puede suceder. La luz del día da fuerzas, mientras que por la noche todo se ve muy distinto. Debíamos averiguar cuanto antes lo que sucedía en aquel monasterio tan cerrado.
Así lo comenté. Erika y David me apoyaron. Cris, en cambio, era partidaria de esperar a los demás.
—¡Llámalos otra vez, si quieres, a ver dónde se han metido! —le dije.
No tenía sentido quedarnos allí sin hacer nada.
Nuestros amigos seguían sin contestar, por lo que decidimos pasar a la acción y trepar por el muro.
Ya estábamos en lo alto, observando el huerto abandonado y el silencioso monasterio, cuando oímos una voz a nuestras espaldas.
—Eh, chicos, ¿qué hacéis ahí?
Miramos hacia atrás y vimos a un señor que se nos acercaba. Parecía preocupado. Llegó hasta nosotros y, con un tono familiar, como si nos conociera, sugirió:
—¡Bajad de ahí, muchachos, que os podéis caer!
—¡Tratamos de averiguar qué es lo que pasa en este monasterio! —comenzó a explicar Cris en cuanto pusimos los pies en el suelo—. ¿Sabe por qué está cerrado hoy?
—¿Por qué está cerrado hoy? —repitió el recién llegado, como si fuese una pregunta insólita—. Lo raro es que estuviera abierto. En ese viejo monasterio no vive nadie.
—No puede ser —dije, acordándome de la historia de Fernando—. El hermano de un amigo nuestro estuvo alojado aquí hace cuatro años.
—Cuatro años son mucho tiempo —se llevó la mano a los labios, y prosiguió—. Es cierto que los cuatro monjes que quedaban decidieron alquilar algunas celdas, como si fuese una casa rural, de ésas que están tan de moda. Pero su invento duró poco. El primer verano tuvieron algunos visitantes, lo recuerdo bien. En cuanto llegaron el otoño y las lluvias, esto parecía el fin del mundo. Así que …
—¿Cerraron? —preguntó David, que seguía la historia con tanto interés como si fuese un videojuego.
—Sí, cerraron; ¿ya os lo he contado? —preguntó, extrañado de que hubiésemos adivinado algo tan simple—. Pensaban abrirlo al verano siguiente, pero …
Y se quedó pensativo, como si no estuviera seguro de continuar su relato. Nosotros le mirábamos atentamente. Erika no pudo más y gritó.
—¿Pero quéeeeee?
—Está bien, os lo contaré, pero prometedme que no os vais a asustar y que luego os iréis de aquí lo más lejos posible. ¡Este lugar no es seguro!
Nos miramos los unos a los otros sin abrir la boca y echamos un vistazo rápidamente a nuestro alrededor, como para comprobar las palabras de aquel desconocido.
—¡Nunca se supo más de ellos! —suspiró, misterioso.
—¿De quién? —preguntó Erika.
—De los cuatro monjes de este monasterio —se calló un momento y con la mirada perdida, continuó—. Fue un invierno muy duro. Cayeron grandes nevadas. Si el pueblo estuvo incomunicado durante casi dos semanas, imaginaos cómo estaría este lugar que parece olvidado de la mano de Dios.
—¿Y qué pasó con los monjes?
—No se sabe. Unos dicen que se fueron a otro monasterio que la Orden tiene en el sur, pero nadie los vio partir. Otros creen que murieron de frío y hambre. ¡Normal, estaban todo el día rezando! Se les congelaría la poca comida, aunque …
—¿Qué?
—No se encontraron sus cuerpos. En primavera entró la Guardia Civil y no vieron nada. Intentaron recuperar el monasterio, pero los voluntarios se desanimaron a los pocos días y huyeron aterrados. Contaron que habían visto aparecer a los antiguos monjes.
—¿Estaban escondidos?
—No exactamente.
—¿Entonces?
Nos volvió a mirar, dudó y, bajando la voz, nos advirtió que nos fuésemos de allí cuanto antes. Nosotros no aguantábamos tanto misterio sin aclarar.
—¿Estaban muertos? —preguntó Cris.
—¿Eran fantasmas? —insistió David.
—Sí, eso es —intervino el señor—. Parecían fantasmas o espectros o espíritus o como se quieran llamar; en fin, nada bueno.
—¿Y usted los ha visto?
—Ni por todo el oro del mundo entraría ahí. ¡Hay cosas que es mejor no tentar! ¡Cuanto más lejos, mejor!
—Entonces —dijo Erika—, ¿por qué viene por aquí?
—¿Venir?… —la pregunta le sorprendió—. Oh, sí, niña, ¡qué listas que son las chicas hoy! Lo hago para prevenir a los despistados, como vosotros.
—¿No decía que nunca viene nadie?
—Casi nunca. Algunos excursionistas que se pierden y poco más. Y yo tengo que advertirles. ¿Lo entendéis? Este lugar está desierto.
—Se equivoca —le interrumpió David—. Hay un pastor que desaparece en cuanto se le ve.
—¿Un pastor? ¡Imposible que lleguen tan lejos! La hierba de aquí es escasa, y cuando sopla el viento del oeste no se puede parar. ¡Te vuelve loco, o te puede matar si te acercas demasiado!
—¿Demasiado a qué? —pregunté.
En esos momentos sonó uno de los walkies que teníamos en la mochila. Cris corrió hacia las bicicletas para contestar, y el hombre aprovechó la interrupción para darse media vuelta y volver por donde había venido, pero antes, repitió:
—¡Marchaos de aquí cuantos antes, chiquillos! Marchaos de aquí y no olvidéis lo que os ha dicho el tío Lucas.
—¿El tío Lucas? —los tres nos miramos tan sorprendidos como divertidos, y llegamos a la misma conclusión—: ¡Ese tipo está loco!
Cuando colgó Cris, se acercó con una cara más relajada.
—¡Ya vienen! ¡Han tomado el camino que conduce directo hacia acá! —nos informó, y luego se rio—. Han preguntado cómo era la habitación que nos ha tocado.
—¿Les has dicho que no hay ni habitación ni monasterio?
—¿Para qué preocuparles antes de tiempo? Es mejor que vengan y lo vean con sus propios ojos.
—Mientras llegan —sugerí—, ¿por qué no exploramos un poco el monasterio?
—¡Vamos! —dijo Erika—. Trepemos por ahí, a ver si ahora no nos interrumpe nadie.
—Yo también me apunto —afirmó David.
—Pues yo prefiero esperar aquí tranquilamente —dijo Cris, que fue hacia las bicicletas.
Sin embargo, en aquel lugar se oía el viento, se movían las hojas, como en una novela que había leído el fin de semana, y empezó a sentirse demasiado sola. Sin pensarlo, al rato se puso en pie y gritó:
—¡Esperadme, que os acompaño! ¡Esperadme! —y al llegar hasta nosotros, preguntó—. ¿No os creeréis lo que nos acaba de contar el tipo ese que ha desaparecido?
—Pues …
«¡Piiiiiiiii iiiiiiiiii iiiiiiii iiiiiiiiiiiiiiii…!».
Antes de que le pudiésemos contestar, los cuatro nos llevamos las manos a los oídos instintivamente, y nuestras caras mostraron un gesto de desagrado y casi dolor.
—¡Huy! —grité, al tiempo que me rascaba el oído, como si se me hubiese metido agua, para evitar ese picor que me estaba dejando sordo.