24. Llegan las explicaciones

Cuando no se sabe qué hacer, no se hace nada. Ése debía ser nuestro lema. Permanecimos detrás de un pedrusco, tratando de averiguar qué es lo que pasaba y dónde habían escondido a Belén.

Porque allí, delante de nosotros, estaba el tío Lucas, atado y amordazado. A su alrededor se veía merodear al caballero de la cicatriz.

Era evidente que lo había cogido prisionero, pero ¿qué había hecho con nuestra amiga?

Aunque éramos tres y un perro, no nos atrevíamos a salir y asaltar al malvado por si tenía una pistola o un cómplice.

Decidimos ir en busca de ayuda.

Corríamos tan rápidos y desesperados que no veíamos más allá de nuestros propios pasos, y de pronto me tropecé con …

—¡Oh! —suspiré al alzar la vista.

—¡El pastor que desaparece! —exclamó David.

—¿Os pasa algo, chiquillos? —nos dijo, pero nos quedamos mudos—. ¡Ya os advertí que os mantuvieseis alejados de ese monasterio que nada bueno os puede traer!

Tratamos de explicarle la situación y comenzamos a hablar los tres a la vez.

El pastor apenas se enteró de lo que le estábamos contando, pero entendió, al menos, que nuestra amiga estaba en peligro y que había que ir a ayudarla.

Inmediatamente nos pusimos en marcha.

Cuando ya se divisaba el pedrusco, Sabab, en lugar de detenerse, aceleró su trote y vimos cómo se echaba a los brazos de…

—¡¡¡Belén!!!

Detrás de ella andaban Fernando, Cristina y el caballero de la cicatriz, que sonreía, lo que le daba un aspecto muy distinto al que habíamos visto poco antes.

También estaba el tío Lucas, que seguía atado y amordazado.

Al verlo, el pastor se puso tan nervioso como si tuviese delante a un fantasma, y empezó a hablar torpemente, tratando de justificarse:

—Yo no sé nada, lo juro, yo no sabía lo que pasaba en el monasterio, yo no sé nada …

Todos le miramos sorprendidos, excepto el caballero de la cicatriz, que era el único que sabía de qué iba toda la historia. El pastor prosiguió:

—Soy inocente. Este tipo —dijo señalando al tío Lucas— me pagaba para que mantuviera alejados a los curiosos. Pero no he hecho nada malo. Nada malo —repitió—. Sólo advertía a la gente de que aquí ocurrían cosas muy extrañas, y es cierto. A veces he visto luces y he oído ruidos por las noches, pero no me he acercado. Prefería no enterarme.

—¿Y la puerta del monasterio? —preguntó Cris.

—Sí, lo confieso. Os la cerré yo para daros un pequeño susto, pero luego la abrí, y si no llego a veros —dijo, mirando a Cris—, hubiese entrado a rescataros. No quise haceros daño, lo juro.

—¿Y aquel pitido que casi nos destroza los tímpanos? —preguntó David, llevándose las manos a los oídos al recordarlo, y mostró un gesto de dolor como si realmente lo estuviera oyendo otra vez.

Todos miramos a David, preocupados, y el pastor aprovechó ese momento de despiste para correr hacia los árboles. Antes de que alzáramos la vista ya había desaparecido.

—¡Dejadlo! —dijo el caballero de la cicatriz—. Ya no es peligroso. En el fondo dice la verdad. No es un malvado, como éstos, aunque estuve a punto de perder la vida por él.

Y se dispuso a contarnos su historia.

No empezó por el principio, sino por su incidente en el pasadizo.

Al parecer, había entrado una noche para llegar hasta el castillo, pero oyó voces de varios hombres (y miró al tío Lucas). Cuando quiso huir por donde había entrado, alguien (y señaló hacia el lugar por el que había huido el pastor) le había tapado la salida. Desesperado, buscó bien por todos los lados, y en el suelo vio un pequeño trozo de periódico que estaba incrustado en la pared. Entonces supo que allí había una salida, una puerta secreta.

—¡Menos mal! —suspiraron Fernando y Cristina.

El caballero de la cicatriz había descubierto a la banda de ladrones de arte, que robaban en las iglesias de la zona, pero no quiso denunciarlos a la Guardia Civil porque no tenía pruebas y porque…

Se calló.

—¿Por qué?

Fue Belén, que ya conocía la historia, la que contestó.

—Porque no quería que la policía encontrara el pasadizo secreto. No, todavía.

La miramos ansiosos para que no se parara en lo más emocionante, y Belén prosiguió:

—Es que Raimundo González —y señaló al tipo de la cicatriz— es el dueño de ese castillo. Bueno, el descendiente de los caballeros que vivieron allí hace siglos. Eso es lo que me ha contado, y yo le creo.

—¡Yo, también! —dije, convencido, para sorpresa de Cris y Fer, y entonces les expliqué nuestro valioso descubrimiento: el misterioso cuadro.

—¡Lo encontré yo! —añadió, orgulloso, David.

Ni siquiera el caballero de la cicatriz conocía aquel retrato. En realidad, tenía un plano del castillo, pero nunca había conseguido adentrarse en él. Nos contó que cuando los monjes abrieron el monasterio para los huéspedes se alojó allí en busca del pasadizo secreto.

—No fue fácil. Aquella zona del monasterio era la parte privada, a la que no se podía entrar. Además, estaban ellos —y señaló otra vez hacia el tío Lucas—. Ese tipo y otros dos compinches andaban por allí como huéspedes, pero tenían un comportamiento muy sospechoso. Seguro que fue entonces cuando se les ocurrió la idea del robo en las iglesias.

—¿También estaba el pastor que desaparece? —preguntó David.

—No, ése es un pobre hombre que no tiene mucho que ver con todo esto. Los otros sí que eran peligrosos. Un día descubrieron el pasadizo y ya sabéis todo lo demás.

—¡No lo sabemos! —Fernando se había quedado a medias.

Cris, también, y preguntó:

—¿Qué pasó con los cuatro monjes que había?

—No está muy claro. Se dice que tres de ellos desaparecieron una noche, como si se les hubiese tragado la tierra. Algunos creen que los asesinaron —y volvió a mirar al tío Lucas—. Nunca se encontraron sus cuerpos, y la policía dejó de investigar al poco tiempo.

—¿Y el cuarto monje?

—¡Ah, fray Bernardino…! —los ojos de Raimundo se entristecieron de repente—. ¡Es una lástima! Cuando yo le conocí, hacía dos meses que había ingresado en la Orden. Era el mejor, siempre estaba dispuesto a ayudar a todo el mundo —comenzó a recordarlo y suspiró—. ¡Nunca había conocido a un monje pelirrojo!

—¿Pelirrojo? —a Cris le tembló la voz.

—Sí, tenía el pelo rizado, más largo de lo permitido por la vida monacal. Era su único capricho. ¡Pobre Bernardino! Tras la desaparición de sus compañeros, permaneció unos días en el monasterio y los que estuvieron por aquí dicen que se volvió loco… Luego, se esfumó, como sus compañeros. Se cuenta que, a veces, regresa para vigilar el monasterio, y que su espíritu vuela por los tejados.

—¡Oh! —suspiraron David y Erika.

—A mí esa leyenda me venía muy bien para tener alejados a los curiosos; especialmente, a estos pillos —volvió a señalar al tío Lucas—, pero la verdad es que no hay que creerla: son exageraciones de gente no cultivada que tiene mucho tiempo libre. ¡Ya sabéis cómo son estas cosas!

—¿Y si tienen razón? —dijo Cris, con la mirada perdida en el pasado.