12. Una cabeza rodante

Por más que miraba, no veía nada más que lo que ya me sabía de memoria: la pared de cajones, la chimenea, las dos ventanas redondas, muy altas y demasiado pequeñas para que alguien se colara por allí… Y todo ello en un lugar que debía de ser una despensa. Me pareció absurdo.

Era tan absurdo que, al observar de nuevo, fue como si tuviese una revelación.

—¡No se necesita una chimenea tan grande para calentar esta habitación enana!

—Exacto, Watson —dijo David, aficionado a las películas y los libros de Sherlock Holmes.

—Esa chimenea no está aquí para hacer fuego sino por otro motivo… —seguí con mis deducciones—. ¿Cuál puede ser?

Se me iluminaron los ojos y me abalancé hacia ella. David notó que lo había adivinado.

—Elemental, mi querido amigo —continuó—. Esa chimenea debe de ser la entrada de un pasadizo secreto. Erika lo descubrió. Lo que no entiendo es por qué no vino a contárnoslo ni qué ha podido pasar con ella.

—¡Eso lo vamos a averiguar ahora mismo! —dije, muy decidido, como si fuese el lema de una misión secreta.

Nos agachamos y entramos por el tiro de la chimenea. Detrás había un hueco más amplio. Cabíamos perfectamente los dos de pie.

Alumbramos en busca de algún resorte que abriese una puerta secreta, como habíamos visto en tantas películas, y al empujar uno de los ladrillos que sobresalía, sentimos una corriente de aire, y… ¡¡¡la pared de la chimenea se abrió a la altura de nuestras piernas!!!

Sin pensárnoslo dos veces entramos por allí y bajamos unas escaleras rudimentarias; al doblar un recodo, llegamos a un túnel por el que podíamos andar tranquilamente. Estaba oscuro, pero no nos separábamos de las linternas.

—¡Erika! ¡Erika! —David comenzó a llamar a la hermana de Belén, e «ika, ika», como la respuesta del eco, nos llegó por todos los lados.

—¡Será mejor que nos callemos! —le advertí—. Puedes provocar un derrumbamiento.

—¿Tan fuerte soy? —dijo, forzando su voz.

Dentro de la tierra el tiempo transcurre de otro modo. Avanzábamos tan despacio y con tanto cuidado que aquel pasadizo parecía eterno.

—¿Crees que seguiremos en España cuando salgamos de aquí? —preguntó David.

—¡Qué tonterías dices!

—Era una broma, ¿o no se nota? —las bromas de David no se suelen notar; no son muy diferentes a lo que dice o hace normalmente, y se justificó—: Es para entretenernos. ¡Cómo no hay mucho que ver!

—¡Alumbra bien!

Despreocupado, comenzó a girar el foco hacia arriba, como si fuese una campanilla, y lo hizo con tantas ansias que se le cayó la linterna al suelo y, ¡zas!, se rompió la bombilla.

—¡Vaya! Ahora sólo nos queda una —exclamó, y como si él fuese todo un ejemplo, sugirió—: ¡Sujétala bien!

En aquel momento de casi oscuridad y confusión, sonó el aparato que llevaba.

—¡Fernando! —dije, y le pasé la linterna a David—. No hagas el tonto con ella.

Era Cristina la que llamaba. Ya había encontrado su walkie, tal como me dijo, aunque la conexión se interrumpía continuamente, había ruidos de fondo y a veces se iban las palabras. Quizá fuese porque estábamos dentro de la tierra.

El diálogo resultó complicado, lleno de «¿qué dices?, ¡repite!, ¿seguro?, ¡no entiendo!, ¡se te va la voz!, ¿me oyes?, ¿me oyes?, pero ¿dónde estás?».

—¿Dónde está Cris? —preguntó David nada más colgar.

—Donde siempre, en el monasterio, pero se le ha ido un poco la olla.

—¿Qué dices?

Traté de ordenar y resumir a David mi enrevesada conversación:

—Al parecer —comencé—, Cristina había olvidado su walkie en la habitación blanca. Cuando dejó de hablar con el pastor, y como no nos vio en la cocina, recordó que dijiste que aquel lugar sería el punto de encuentro si nos perdíamos —David sonrió, orgulloso— y fue a buscarnos. Al empujar la puerta vio la habitación a oscuras y se inquietó, pues sabía que habíamos dejado la ventana abierta. ¿Te acuerdas?

—Claro. Nos asomamos y estaban las bicis enfrente.

—Así que todo era tan extraño que pensó que queríamos asustarla y se dispuso a contraatacar: entró despacio, se acercó en silencio hasta la ventana, la abrió para darnos una sorpresa, y la sorpresa se la llevó ella cuando levantó las sábanas de la cama.

—¿Qué vio? —a David se le disparó la imaginación—: ¿un fantasma?, ¿un fraile de los que dicen que habían desaparecido y que no se fue?, ¿un okupa?, ¿el muerto viviente?

—No lo sé. Algo muy diferente a lo que esperaba. Allí no estábamos nosotros, sino un tipo, medio dormido, que parecía un poco chiflado.

—¿Chiflado? ¿En qué lo notó? ¿En que llevaba la camiseta al revés?

—No, en que decía cosas alucinadas: que el monasterio estaba poseído, que se oían ruidos debajo de las habitaciones, que por la noche solía haber movimiento.

—¿Y qué más dijo? —David no estaba impresionado.

—Poco más. El tipo se escabulló en cuanto Cris, que creyó haber oído la llegada de Fer y Belén, se volvió a mirar por la ventana.

—¡Menudo cuento! Yo creo que se lo ha inventado —David no se lo podía creer—. ¿Y no va a venir a buscarnos?

—Dice que prefiere esperar afuera a los demás.

—¡Tiene miedo! —dedujo David—. ¡Qué tontería! ¡Este lugar es tan seguro como la habitación de mi casa! ¿Qué podría ocurrir en un pasadizo secreto y desconocido?

Nada más pronunciar estas palabras, la luz de nuestra única linterna comenzó a amarillear. A los pocos pasos se puso a temblar y se apagó.

De repente estábamos a oscuras. David se alejó instintivamente, buscando la protección de un hueco en la pared.

—¡No es nada! —dije—. Se ha acabado la pila, pero tengo otra aquí. Voy a buscarla. Espera, pero… ¿dónde estás?

—Aquí, escondido, por si acaso.

—¿En dónde? —prefería hablar para asegurarme de que no estaba solo.

—En un hueco que hay en la pared —susurró—. ¡Y se está bien!

—¿Es grande? —pregunté; podía tratarse de otro pasadizo.

—Creo que no —alargó su brazo, intentando tocar la pared, y…—. ¡¡¡Agghhh!!!

Salió disparado en dirección hacia donde se oía mi voz, y como no se veía nada, chocamos en el momento en el que yo había sacado del bolsillo una pila nueva, que rodó por el suelo.

—¡Mira lo que has hecho! —le grité—. Ahora, ¿cómo vamos a ver?

—Es que…, es que…, es que… —no le salían las palabras—. Es que ¡había un cadáver escondido! ¡Un cadáver sin cabeza!

No di crédito a lo que decía, preocupado por hallar la pila de la linterna. Ante mi silencio, David repitió:

—¡Era un cadáver de verdad! No me lo estoy inventado. ¡Qué frío y qué rígido estaba! ¡Parecía de hierro! Y no tenía cabeza, lo sé bien, no tenía cabeza. Sólo un cuello duro, que me ha arañado, seguro, ¡uff, cómo escuece!, pero era un cadáver sin cabeza, ¿me crees?

Seguía agachado, palpando, palmo a palmo, el suelo. Y por increíble que parezca, de repente afirmé, convencido:

—¡Te creo!

—¡No creo que me creas! —dijo David, que se dio cuenta de lo absurdo de lo que me contaba y supuso que habría una explicación más normal.

—¡Créeme que sí!

No andábamos para hacer juegos de palabras, pero a veces las cosas suceden así.

—¿Por qué me crees? —preguntó David.

—Porque lo que acabo de tocar aquí, en el suelo, es… ¡una cabeza!