9. Explorando, explorando
No entendía por qué Erika me dirigía a mí la pregunta. Lo único que se me ocurría era alejarnos de aquella absurda despensa que no conducía a ninguna parte.
—¡No lo sé! —le contesté a Erika—. Sigamos explorando.
David se me acercó:
—¡Este lugar me da mala espina! Es extraño, muy extraño… —dijo en voz baja.
No era para hacerle caso. David suele repetir esa frase cada diez minutos, pero ahora yo tuve la misma sensación.
Salimos a grandes zancadas; cruzamos, en un suspiro, la cocina; abordamos el breve pasillo que nos llevó a una larga estancia donde entraba la luz por unas ventanas pequeñas que se veían encima de los cerrados ventanales.
Ante nuestros ojos aparecían unas cuantas mesas con sus bancos corridos y, a un lado de la pared, un púlpito, como el que usan los curas en las iglesias para explicar el sermón.
—¡Esto es el comedor! —dijo David, orgulloso por su sagacidad, aunque los demás habíamos pensado lo mismo.
No era muy difícil: bancos y mesas al lado de la cocina, ¿qué otra cosa podía ser?
—Desde ahí —dijo Cris, señalando el púlpito— leían la Biblia mientras comían. ¿Sabíais que hay algunos monasterios que tienen el voto de silencio?
—¿Qué votaban? —preguntó Erika.
—Nada. El voto de silencio significa que no podían hablar.
—¿Nunca? —David no se lo podía creer.
—Nunca, sólo cuando se confesaban, creo.
—¡Qué vida tan aburrida! Estar aquí encerrado sin tele ni vídeos y sin poder hablar. ¿Qué hacían en todo el día?
—¡Rezar!
—¡Y en silencio!
—¡Estaban locos!
Entretenidos con la conversación, cruzamos el largo comedor casi sin darnos cuenta y alcanzamos la entrada del monasterio con su portalón principal. Estaba tan cerrado como una pared.
Enfrente teníamos las escaleras, que subían y bajaban; y a nuestra derecha, una puerta especial, con láminas de bronce y una cruz (del tamaño de una espada) en la mitad.
—¡Ésa es la iglesia del monasterio! —señaló Cris, se acercó y empujó la puerta, que no se movió.
—¡Menos mal! —las capillas solitarias me ponen un poco nervioso, y pregunté—: ¿Subimos o bajamos?
—¡¡¡Subimos!!! —dijeron todos.
La escalera era ancha, bien conservada, y se acababa en la primera planta, donde estaban los dormitorios.
Fuimos abriéndolos uno a uno. Nos sorprendió que fueran tan amplios, con armario, dos mesillas y una cama grande de barrotes de hierro. Por las ventanas entornadas se filtraban algunos rayos de luz.
—¡Veámoslo mejor! —dijo Cris, que entró en la habitación del fondo, abrió la contraventana y se asomó al exterior—. ¡No puede ser!
—¿Qué has visto?
—¡Qué casualidad! Esta ventana da al lugar exacto donde dejamos las bicis. ¡Miradlas, están ahí enfrente!
—¡Es más que una casualidad! —suspiró David, enigmático—. Es toda una señal —se calló, e inmediatamente sugirió—: A partir de ahora este sitio, que llamaremos la habitación blanca, será nuestro punto de encuentro por si alguno se despista. ¿Qué os parece?
No me podía imaginar que alguien de nosotros pudiera perderse.
—¡De acuerdo! —dijeron las chicas, sin prestar mucha atención, mientras seguían curioseando el cuarto, abriendo armarios y cajones …
—¡No vivían mal los monjes! —suspiró Erika.
—No creo que viviesen aquí —apuntó Cris—. ¡Éstas serían las habitaciones que alquilaban!
—¿Y ellos dónde dormían?
—En otra planta. Seguramente, arriba.
Y salió, como si quisiera comprobarlo.
Al final del pasillo había una puerta que comunicaba con otras escaleras, ya más estrechas y antiguas.
—¡Por ahí! —dijo Cris, orgullosa al observar que sus deducciones eran correctas.
—¿Cómo lo sabías? —le preguntó, asombrada, Erika.
—¡He leído muchos libros!
—Pues yo vi una vez una película que …
Pero David se quedó con la palabra en la boca, porque Cris ya estaba subiendo aquellas escaleras —en forma de caracol—, seguida de Erika.
—¡Vamos! —le corté a mi amigo—, que las chicas nos están dejando atrás.
—¡Eso no lo podemos consentir! —comenzó a trotar, me adelantó, adelantó a Erika, alcanzó a Cris cuando había llegado al estrecho pasillo de la planta de arriba, y se lanzó a abrir la primera puerta que tenían delante.
El honor de los chicos estaba en juego.
—¡Glug! —suspiró, como si tuviera ganas de vomitar, y con el mismo impulso que abrió la puerta, la cerró—. ¡Vámonos, rápido!
—¿Qué pasa?
—¡He visto un cadáver!
No le creíamos, pero tenía la cara morada, como si se hubiese tragado un sapo, así que fuimos empujando la puerta muy despacio, tratando de que no se notara, sin hacer ruido.
No fue necesario abrirla totalmente: en la semioscuridad (a nadie se le ocurrió iluminar con su linterna) vimos una habitación revuelta, un bulto, como el de un hombre, en el suelo, y unos enormes zapatos en primer término.
—¡¡¡Oh, no!!!
Bajamos a toda velocidad las escaleras de caracol; recorrimos el pasillo de la primera planta como si fuésemos unos caballos de carreras; llegamos hasta la entrada, cruzamos el largo comedor en un vuelo y nos adentramos por el pequeño pasillo hasta alcanzar la puerta de servicio por la que habíamos entrado.
—¡Está cerrada! —informó David.
—¿Seguro que lo has hecho bien? —le dije, y empujé la puerta hacia afuera y hacia dentro, pues ya no recordaba en qué sentido giraba.
—¡Oye, que sé abrir una puerta! —se quejó David.
—¡Nos han encerrado! —clamó Erika.
E instintivamente, nos echamos las manos a los oídos alarmados y molestos, con desagrado: «¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!».
El chirrido de ultratumba que habíamos oído al saltar la tapia volvía a aparecer.
—¿Otra vez?