20. Cruzando el bosque de la muerte
Sin pensárselo dos veces, Erika llamó a su perro y echó a correr, como si le fuese la vida en ello.
David, que había dejado casi todos sus tesoros, nos seguía a gran distancia.
—¡Esperad! ¡Esperadme! ¡No os canséis! —gritaba, arrastrando una espada en la mano—. ¡No conviene que corramos mucho…!
—¡Es cierto! —suspiré y me paré.
Entonces me di cuenta de algo esencial: debíamos llegar al borde del bosque de la muerte con toda la energía para cruzarlo lo más veloces posible. Nuestra vida dependía de ello.
Erika no me escuchaba, así que corrí tras ella.
—¡Alto, detente! —grité, y al alcanzarla, repetí—: ¡Descansa! Descansemos. ¡Lo vamos a necesitar!
Y le expliqué lo peligroso que podía ser precipitarnos.
—¡Hay que hacer algo! —gritó Erika, que seguía pensando en la situación de su hermana—. Llama a la policía, llama …
—No podemos con este trasto, y mi móvil está en la bici y sin cobertura.
Una vez que llegó David, avanzamos lentamente hacia el bosque de la muerte. Respirábamos con fuerza, pues aún no se percibía su envolvente y mortífero olor.
—¡Tenemos suerte! El viento sopla del este —dije, señalando a nuestra espalda—. Ahora estoy seguro de que cruzaremos ese terrible lugar.
—¿Por qué? —se precipitó David, y mientras lo preguntaba, adivinó la razón y se contestó a sí mismo—. ¡Ah, claro! Tenemos el viento de espaldas. Así nos empujará, correremos más y… ¡no habrá que respirarlo de frente!
—¡Ni yo lo hubiese explicado mejor! —comenté.
—Es que… —sonrió, orgulloso—, cuando me pongo a darle a la cabeza, no hay quien me gane.
A pesar del buen humor que reinaba entre nosotros, aquel lugar no era nada tranquilizador. Lo miré atentamente, desde fuera, y suspiré:
—¡Menos mal que aún hay luz!
—Por la noche —dijo David—, ¡ni loco me meto yo ahí!
—¡Callaos! —intervino Erika, señalando a su perro—. Dejad que se concentre. Sabab está buscando la pista del camino más seguro.
Alzamos la vista y contemplamos el paisaje fantasmal que íbamos a atravesar. Parecía un milagro que no se cayeran a trozos aquellos árboles que eran pura corteza en ruinas, sin hojas y con ramas como alambres. La visión me recordó el cuadro de un viejo tan viejo que sólo tenía arrugas, pellejo y huesos. Lo vi una vez en un museo. Este bosque era igual: un cadáver viviente.
A los pies de algunos árboles se asomaban las raíces, que se extendían varios metros a su alrededor, salían y entraban en la tierra y casi se confundían con el color gris del suelo.
—¡Glub! —dijo David—. Si tuviesen vida, nos estrangulaban como serpientes.
—Tranquilo, esas raíces no se mueven de ahí ni aunque haya un terremoto —señalé—. Son como piedras.
—¿Tú crees? —David ya se las estaba imaginando con vida, arrastrándose sigilosamente tras la espalda de los que se atrevían a pasar, y empezó a comentármelo.
Pero ni Erika ni yo andábamos para escuchar historias absurdas. Teníamos algo que nos preocupaba más.
Ambos mirábamos a Sabab, que olfateaba una y otra vez los mismos lugares, sin decidirse por ninguno de ellos para penetrar en el bosque de la muerte.
—¿Seguro que tu perro ha venido por aquí? —le pregunté, impaciente.
—Pues, sí. Yo creo que sí —y empezó a dudar—. ¿Por qué otro lugar ha podido llegar?
Y los tres volvimos la cabeza para divisar en la distancia el castillo que, como bien sabíamos, estaba rodeado de rocas por todos los lados menos por aquel bosque.
Por si acaso nos fijamos atentamente en las rocas. Todas estaban cortadas como una pared, por lo que era imposible descender por ellas sin cuerdas de alpinista, así que, convencidos de que Sabab había cruzado el bosque, volvimos a mirarle, y le vimos tan perdido como un marciano.
—¡Igual se le ha estropeado el olfato! —dijo Erika, tratando de hallar una explicación.
—No me extraña —reconoció David—. Con este olor nauseabundo se pierden hasta las ganas de jugar a la Play.
—Por eso andaba tan raro cuando me encontró —Erika intentaba atar cabos—. ¿Recordáis que os dije que le lloraban los ojos y que al principio me miró como si no me reconociese?
—Eso es porque estos vapores afectan —dije tapándome la nariz—, ya lo sabéis. Pero no pudo perder el olfato, al menos entonces, porque a ti sí que te encontró, y no estabas a simple vista.
Y mientras Erika y yo hablábamos sobre Sabab, David se alejó un poco de nosotros y se tumbó en el suelo a descansar, mirando tranquilamente hacia el cielo.
Al poco, llegó hasta nosotros, gritando angustiado.
—¡Nos atacan! ¡Nos atacan! ¡Nos van a atacar! —y señaló hacia arriba—. ¡Mirad!
Una bandada de pajarracos oscuros había surgido de lo alto de aquellas montañas y se dirigía hacia donde estábamos.
—¡Es imposible que nos hayan visto desde tan lejos! —pensé rápidamente—. Quedaos quietos. No os mováis. Así, quizá no nos descubran.
—¡Pero si son águilas! —dijo David, para nuestro pesar.
No necesitó recordarnos que esos bichos eran capaces de distinguir una mosca a un kilómetro.
—¡Águilas… carnívoras…! ¡Águilas carnívoras! ¡Águilas…!
Inmediatamente me acordé de lo que nos había contado Fernando: las águilas eran los únicos seres vivos que se veían alrededor del bosque de la muerte. Ya las habíamos divisado cuando estábamos en la torre del castillo, pero entonces estaban lejanas y ajenas, y ni siquiera se preocuparon de nosotros. En cambio ahora…
Erika debió de pensar lo mismo al ver que se acercaban cada vez más.
—Las muy tontas creen que vamos a quedar atrapados en ese bosque. Y no saben que con Sabab… —bajó los ojos para mirar a su perro—. ¡Sabab! Sabab, ¿dónde estás? —y al no verle se volvió hacia mí, llorosa, y gritó—: ¡He perdido a Sabab! ¡He perdido…!
—¡Tranquila, Erika! —traté de consolarla—. Seguro que… —y me callé, mientras trataba de pensar en algo lógico—, que se ha ido por ahí a buscar una pista.
A nuestro lado, David alzaba su espada hacia el cielo y daba torpes golpes en el vacío, al tiempo que gritaba:
—¡Largaos de aquí, bichos inmundos!
Las águilas seguían revoloteando a nuestro alrededor y no sé por qué extraña razón se aproximaban a David de una manera peligrosa.
Inmediatamente me agaché, tomé una piedra y la lancé hacia los pajarracos que estaban más cerca de nosotros. No di a ninguno.
—¡Menos mal! —me dijo Erika, que sabe mucho de animales pues su padre es veterinario—. No se te ocurra meterte con ellas. No empieces una batalla porque no nos conviene nada. Son demasiadas y estamos en su territorio.
—¿Entonces?
—Hay que aguantar, mostrarse fuerte, no seguir su juego. Nos están provocando, pero no se atreverán a atacarnos directamente.
—¿Segura? —David dudaba—. Estas águilas no son como las que conocemos. Parecen más primitivas y con este bosque al lado estarán majaras …
—¡Majaras, no sé, pero sí inmunizadas! —dije yo, al ver a varias águilas posarse sobre las ramas de los árboles.
Poco a poco, el resto de los pajarracos que teníamos encima se fue distribuyendo, como si lo hubieran planeado, por el bosque de la muerte.
En vez de sentir alivio, nos preocupamos aún más al contemplar la siluetas oscuras, inmóviles, rotundas de aquellas águilas carnívoras que ya no atacaban, ni siquiera movían una pluma. Se limitaban a observarnos atentamente y a esperar en silencio, en un silencio amenazador.
—¿Se habrán rendido? —preguntó David, sin creer demasiado lo que decía mientras guardaba su pesada espada.
—¡Qué va! Están esperando a que caigamos. ¡Mirad con qué seguridad nos miran! —dijo Erika, y luego, temblando, suspiró—. ¡Ay, si estuviese aquí Sabab!