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Los dos emires descabalgados tensaron sus arcos y se apuntaron casi a un tiempo. El circasiano había entendido y aceptó lo que se le ofrecía. Ninguno de ellos perdería la vida a manos de los tártaros. Sintió su nombre sin sonido y el impacto de la flecha del bahrí en el lado izquierdo del pecho. La que él disparó dio mortalmente en el blanco una fracción de segundo después y el incomparable compañero trató de dirigir unos pasos a su encuentro. Se desplomó cuando el otro intentaba hacer lo mismo y al caer acababa de traspasarse el corazón. Todo quedó borrado en su mente hasta creer que había transcurrido una eternidad. Tuvo la sensación de un oscuro suspiro como el silbo de una rapaz nocturna y de ver la cabeza de piedra de un lobo bajo unas alas muy tenues y unos diabólicos ojos. Luego tornaron los colores y las palabras, los pensamientos y los signos; las imágenes y los sueños de aquel otro mundo por el que desfilaron tierras y se erigieron instantáneamente edificios. Nacieron y murieron seres dirigidos al olvido, refulgieron verdades estériles y arbitrarios crímenes; hermosuras y horrores sin cuento entre deseos humanos que eran genios y monstruos llevando un cadáver gigante por el cielo.

Repetían Allah akbar, Allah akbar, mientras ejecutaban una especie de danza entre nubes o descendían sobre el desierto para atender sordas llamadas. Unas pronunciaban Zahir y otras citaban demonios imaginados por gentes de aquellas tierras, demonios que invadían vengativamente las almas y se decían Vishap o Spandaramet de los armenios, Erlik o Daitsin Tengri de los muertos mongoles. Invocaban a los emires y sultanes aún no nacidos, herraban con fuegos fríos sus caballos sacrificados, se burlaban de las torpezas y las zozobras humanas, mareaban las conciencias y los designios benéficos. Zahir percibía su presencia incorpórea y la de él mismo derribado en tierra. Sabía que estaba pensando, mientras volvía a galopar por encima del campo de batalla. Superaba los torrentes de sangre que iban a dar al Éufrates. Giraba alrededor del infierno de los tártaros y los gazis, de un monte de cascos y plumas timuríes, un bosque de lanzas donde sirios y egipcios eran derrotados.

Zahir al Muqaddin consideró aquel umbral de su propia muerte con absoluta perplejidad. Se preguntó cuanto duraría su agonía, cómo aún montaba sobre al Hadat Nakir, cómo persistía la sensación de presencia de las cosas y los seres, cómo se estiraba el tiempo de unos lugares próximos a otros desconocidos, a una dimensión nueva y a la vez muy antigua donde nada era remoto. En ella Barquq regresaba a El Cairo para seguir siendo sultán; sus dos hijos an Nasir Faraj y Abd al Aziz le sucedían y eran asesinados. Se vio guiando las manos y las armas de los asesinos, penetrando en las heridas como un pez que se abriese camino por dentro de las ramas de un árbol, por las espinas de un rosal de Alejandría.

De tal modo se adentró en los dominios de al Adil Mustain de los abbasíes y a la vez vio a Timur en Samarcanda. Asistió a la fábrica de su mausoleo, al hundimiento de su cúpula y a su posterior reconstrucción; a nuevas ruinas y levantamientos. Atravesó Persia y Mesopotamia junto al ponzoñoso clavario Ahriman y la cerda leonina Lamastu; Palestina y el Sinaí con el satánico hipopótamo Behemot y el cabrón Sahirim; Arabia y Hijaz con los malvados ángeles del libro sagrado Harut, Marut y Azrail. Fue detrás de sus dragones de El Cairo a Tanis, en Birkat al Hajj, en la mezquita llena de peregrinos, en las guaridas de los perros de Barquq.

Estuvo en las masacres de cristianos en Bizancio, en los enterramientos de hombres vivos de Bayazid, en el descuartizamiento de la pequeña Salma y el obtuso Ibn Yahan en Granada, en los mismos garfios que sacaron los ojos a Mariem y en los sexos que la violaron. Estuvo en las traiciones y en las revanchas, en las pequeñas o en las grandes mentiras, en las provocaciones renunciadas y en los cráneos vacíos, en la tierra y en el Mar Rojo, en Mansura, en Menfis, en la gran pirámide junto a una harpía llamada Khwand. Vio la belleza celeste y la sanguinaria obscenidad del poder, los afanes malditos, la vocación siniestra de los hombres, la impotencia y el eterno engaño, la estúpida obediencia y la voluntaria ceguera, la mísera condición.

Acompañó a los espectros del hambre y la ignominia. Recorrió las secas planicies y los pueblos enfermos, la locura homicida de los esclavos comprados y los sultanes descendientes de Barquq, la apestada humillación y la tiranía sin esperanza, las epidemias de camellos y los inútiles martirios.

El joven emir al Muqaddim expiraba entre el silencio universal y la nada. Subía su indiferencia a una atmósfera deslumbrante bajo la que se reflejaba el mundo a lo largo de las aguas. Las remontó por un angosto mar en cuyas costas no estaba La Meca. Subió en un delirio por el Delta y sus canales brillaron rojos y verdes hacia los inhóspitos dominios del futuro. Pasó por los reinos de al Mansur y Nasir, por la isla de Chipre arrebatada a los cristianos con su entorno de lágrimas y sangre donde flotaban cuerpos de piratas francos y delfines, por las tumbas de Umm Ashraf y un emir ajusticiado en la necrópolis.

Notó cómo levantaban su cuerpo y lo transportaban hacia alguna parte. Vio a los mongoles de Timur Lenk inclinarse sobre él y de pronto despegó de la extensa superficie de muertos para encontrarse otra vez en El Cairo. Allí entró en el atestado caravasar y en el Mercado de las Armas. Las palabras flotaban y se cruzaban desde las bocas de los hombres. Fluían entre lenguas como enjambres de moscas. Se referían a la caída de Constantinopla en poder de los gazis, al pavor de las gentes de dos tierras y dos mares, a la doblez del sultán mameluco ante los osmanlíes. Los egipcios sufrían y estaban confundidos; estaban rodeados por cañones al rojo vivo y mudas explosiones de pólvora.

Se despedía Zahir de aquellos acontecimientos que aún no habían ocurrido, de ensoñaciones muy reales que tal vez nunca tendrían lugar. Abandonaba las admiradas mezquitas, las madrasas y khanqas, los complejos funerarios y hospitales, las villas juzgadas espléndidas, la temida ciudadela, los dulces jardines que serían prodigios para el mundo y que ahora le parecían meras fulguraciones de polvo. Estaba arriba y abajo, en los alminares con barcos y medias lunas o en los zocos y en las cuadras. Pensó en su impotencia para decir adiós, para desaparecer del todo. Esperó todavía bajo el arco de Bab Zuwayla y pensó en números, en decenas de soldados y años fundidos, en un ejército de jinetes y en uno solo, en otro mundo inimaginable. Pensó en el mal como en una necesidad del universo construido por la historia, en la vocación del mal contra la existencia. Soñó que soñaba una vía distinta, un arranque contrario a todo lo conocido. Soñó que los hombres querían salirse torpe y cobardemente de sí mismos. Que construían fuerzas sobrenaturales para que los destruyeran o los convirtieran en otros seres. Pensó una vez más en aquella nefasta memoria, en aquella sombría esperanza.

Se sentó en Bab Zuwayla y esperó, sabiendo lo que ocurriría. Pasó una nube de abejas y cernícalos por las azoteas, tal vez un minuto o un siglo, una crecida del río que llevaba caballos y ánsares ahogados. Pasaron los mamelucos que habían asesinado a sus propios sultanes. Se dijo que por amor o amistad las personas podían, o acaso deberían, matarse. Deberían vivir. El mal se podía vencer muriendo, porque el espíritu no prevalecería. Habría que haber vivido en la corteza o por dentro de la tierra, lejos del fuego y el mar. Pero ya era tarde para rectificar nada. El reino de los esclavos coronados no tardaría en extinguirse.

Así llegaron por fin los tiempos últimos de los sultanes burjíes. Un resurgir en la agonía, un tardío revuelo de nobleza y heroísmo. Se ocultaron tras negras nubes la furia Anat y el lince Ammit, Beset la de las piernas abiertas y la serpiente Apofis, el demonio Huwawa del país de la montaña de cedros. Quedaron erguidas sobre las aborrecibles pasiones las cúpulas del infortunado eunuco Kuz al Asal, las de la khanqa y la wakala de Bab al Wazir, la soberbia de la mezquita del sultán, que era a la vez su cárcel y sería patíbulo.

Antes el viejo avaro habría vencido sin armas de fuego, que seguramente le repugnaban, a una flota de Occidente que hundía mercantes egipcios. En el combate aliado con los venecianos moriría el capitán y se establecería una tregua forzada con los nuevos enemigos. En cuanto a los osmanlíes, acababan finalmente con los mamelucos en un desierto semejante al de la batalla con los mongoles. Morían y desfilaban elefantes y emires, funcionarios civiles con ropajes fantásticos, cadíes y príncipes del Islam portando múltiples ejemplares del Corán sobre sus cabezas, timbaleros vestidos de sedas negras, el nuevo sultán y el califa con sus turbantes bagdadíes, caballos y camellos con penachos y sillas. Daban vueltas en torno a una fortaleza y se convertían en luz, en espejismos de arena por oasis y brumas. Se despedían de sí mismos y huían por el Nilo, regresaban a El Cairo con un viento khamsin de primavera.

El que contemplaba la batalla intuía que le faltaban muchas perspectivas de la misma. Sabía que aún tardaría mucho en suceder, que él se había adelantado en el tiempo para no poder hacer nada en ella. Ni siquiera lamentar tanta muerte y destrucción, tantos traidores y sufrimientos y cabezas cortadas; para ser testigo innecesario de un imperio que desaparecía como la niebla. No sabía qué era lo que estaba perdiendo, lo que terminaba con su conciencia de cauce tan magnífico, la acogedora tierra que fue un instante puente y frontera, baluarte de sabiduría y honor contra las hienas tártaras y los miserables cristianos; contra la jihad igualmente fanática y la ridícula exquisitez, como diría Ibn Khaldun, de la pereza árabe.

Le arrebató un olvido más alto e ingrávido. Desapareció de los peldaños conocidos cuando sus piedras se hicieron humo. Tuvo la feliz sospecha de una suspensión acelerada que lo sacaba de El Cairo y Egipto. Sopló un viento negro con jirones de púrpura que incluyó entre sus ráfagas los ojos de an Nakir. Entendió Kibuka y Katavi desintegrándose. Fango de Nubia y Etiopía. Ululando en un eco cerca de unas colinas doradas y esmeraldas. Vio estrellas por el río, pelícanos y peces voladores, monedas sepultadas. Vio cobras y tortugas, hombres negros desnudos, cataratas coronadas por ibis que ardían sin consumirse. Resbaló por arroyos de hielo y buceó en lagos sin fondo. Surgió a una superficie de nieve rodeada de metálica oscuridad. Ascendió a un punto ínfimo por una pura gota de agua, a la cima donde se anulaban dos líneas al tocarse.