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Ibn Abd az Zaher es abrazado por el sultán y los emires próximos al cabo de tan inspirada recitación. Ya antes de finalizar ésta, había empezado a oírse el sonido lánguido de una flauta, que tras la voz va adquiriendo una cadencia renovadora. A la flauta se unen unas cuerdas pinzadas desde varios puntos del círculo y el parche de un pandero golpeado en principio con timidez.

Ibn Abd az Zaher monta inopinadamente a caballo e inicia un galope muy corto y frenado, pronto seguido en círculos contiguos por otros jinetes. Nunca llegan a ser muchos, pero me veo envuelto en su recogimiento, que así homenajea sin voz la voz callada del poeta. Me acompaso a esos círculos hasta que los caballos entran en sus respectivas inercias. Se dejan llevar y llevan sin esfuerzo a los hombres, alzando y abatiendo los cuellos curvados hacia la tierra según los trancos de sus patas, primero trémulas y en seguida mecánicas y en rotación.

Me sumo a esas órbitas animales que aprehenden la música y la conducen a mi sueño. Veo hacer a los contempladores gestos mudos de habla, ademanes entorpecidos por la tristeza y la esperanza. Sueño que estoy soñando una época de juventud inmediata, una conciencia extática del deseo y la culpa, del miedo y la ebriedad encima de la muerte. También sobre ella, veo ir y venir al sultán dando órdenes, absorbido al galope por una oscuridad en que sólo brillan cascos y escudos, espadas y lanzas.

Soy testigo de su preparación anterior, del empleo sangriento en una ciudad reinvadida que resulta ser Trípoli. Antes Antioquía, el castillo de Beaufort y otros hasta de Armenia quedan arrasados. Nuestro ejército va sembrando la desolación. Saquea e incendia como un relámpago los territorios de Hetum y va cubriendo de muertos las plazas y los campos. Los miles de cautivos no saben dónde termina la danza ecuestre y empieza la macabra, dónde termina la música del recogimiento espiritual y empieza la del sacrificio. En tal Babel son arrastrados a Siria y después a Egipto, donde Baybars es aclamado por todos como el verdadero sultán, consagrado por el califa títere, al Hakim, que él ha impuesto.

Se abre así un paréntesis de paz ficticia. Una tregua de contención o cansancio de las armas, transformadas en herramientas de reconstrucción y fortalecimiento. Asisto a muchas obras emprendidas en El Cairo, al trazado y rápido levantamiento de la nueva muralla de la ciudadela de Rawda, del palacio del sultán, las madrasas y escuelas militares; a la apertura de otros canales desde el Nilo y al dragado y modernización de los antiguos.

Durante un tiempo muy acumulado, casi instantáneo, participo en el servicio de correos del sultán. En el envío y recepción de palomas y caballos desde una posta fluvial situada en un oasis que viene a encerrarse en otro. Estamos entre un bosque de sauces y un palmeral muy tupido, en unas casas campesinas habilitadas para tan distinta actividad. Nos camuflan alrededor huertas y naranjales, campos de bersim al borde de un canal lleno de norias y cigüeñales. También se ven no muy lejos, entre claros de árboles, las falúas que pescan en el río y los bandos de garcillas bueyeras que vuelan de isla a isla.

De vez en cuando hago cortos viajes a El Cairo, solo o acompañado por algún ayudante. Nos reunimos con responsables del diwan, emires de confianza de Baybars, o con el sultán en persona. Tratamos asuntos de comunicaciones, mensajes que nos comprometen, censurados, multiplicados, o difundidos, inventados a veces como sondas políticas.

La información es tan rápida, o se produce tan próxima, que me entero de lo que ocurre en el sultanato y en sus fronteras casi antes de que los hechos se produzcan. Sé, por ejemplo, que Hulagu Khan va a morir desde la noticia de sus honras fúnebres y la consternación de sus tropas. Pero poco después sé que el jefe mogol está vivo y sus hombres despreocupados y llenos de moral de victoria.

Antes aún de que eso ocurra, me encuentro hablando con el anciano emir Aqtai y sé que va a cesar esta época de idas y venidas, este oasis entre recolectores de dátiles, hortelanos y caballerizos. El emir me informa de algo que pronto hubiera sabido de todos modos: Baybars ha matado por la espalda al anterior sultán, al Muzaffar Qutuz, en una cacería de liebres y en presencia de los principales jefes del ejército.

Qutuz no llegará entonces a El Cairo, adonde regresaba desde Siria, ni yo regresaré a las amadas terrazas del Nilo. Antes bien, ascenderemos al Sinaí, donde Baybars será solamente el más brillante emir de Qutuz. Luego simple aspirante a señor de Alepo y manumiso en Hama, hasta encontrarnos en más grande ocasión que la de una cacería de liebres, como dirá sin duda la historia.

Tal ocasión, o segunda puerta de Baybars al erigido reino (la primera será al Mansura, última para mí), ocurre en un lugar de Palestina llamado Ayn Jalut o Fuente de Goliat. Aquí lucha una parte decisiva del ejército mongol al mando de Kitbuka, lugarteniente de Hulagu. Otra división sale de Siria con el khan, tras saquear Damasco y conocer la noticia de la muerte de Mangu, hermano de Hulagu y Kubilai, nietos los tres de Gengis Khan. Por último, la guarnición tártara de Gaza es aniquilada por nuestros mamelucos en avance hacia Acre, con lo que las cosas se complican para Kitbuka, quien debe además reprimir una revuelta musulmana en Damasco.

Contemplo la quema de iglesias cristianas en respuesta a la intolerable cobardía o connivencia franca con los mongoles, mientras Kitbuka pierde tiempo y fuerzas. No está bien informado sobre el número y la eficacia de los soldados de Qutuz al mando de Baybars y eso les da a éstos una considerable ventaja. En la aldea de Ayn Jalut sólo una vanguardia de tropas al mando de Baybars se enfrenta en principio a toda la fuerza tártara en Siria. Nuestros hombres se baten valerosamente, pero adoptan pronto una táctica de repliegue en luna menguante, haciendo que los mongoles confíen en su aparente superioridad y entren en el semicírculo móvil.

Kitbuka intenta romper la clave de nuestras pespunteadas filas, creyendo que se trata de una dispersión por inferioridad y razonable miedo. Sin embargo, aunque el cerco se expande mucho y bastantes jinetes musulmanes son abatidos, no acaban de producirse brechas reales en la desbandada. ¿Cómo es posible que esa media luna que retrocede, cuya curva completa los perseguidores naturalmente no ven, se vaya abriendo sin huecos a pesar de las bajas? Kitbuka no llega a hacerse cargo de que el grueso del ejército, escondido por los alrededores con Qutuz al mando, se ha ido uniendo al arco envolvente, reforzándolo. Hay tres jinetes mamelucos turnándose en cada puesto, con lo que sus armas se renuevan sin cesar y aparecen como invulnerables.

Lo que resulta sin embargo más destructivo para los mongoles es saber que empezaron a combatir con una fogosidad triunfal contra un grupo fugitivo, y que ahora ese grupo sube en número y precisión, en metódica contundencia homicida. Los de Kitbuka van muriendo exhaustos, destrozados por una máquina de indiferencia, por flechazos y golpes tan aniquiladores que a la vez los deslumbran como un espejismo. Al fondo está Baybars y su reconocido valor de haber mantenido la formación inicial. La fe en él hasta la muerte y la disciplina de sus jinetes obran la proeza de reducir a la nada un poderoso ejército de demonios mongoles.

Con la cabeza cortada del burlado jefe Kitbuka, entramos al atardecer de un día de los últimos del verano en una ruinosa, pero ufana, Damasco. Sus hombres, mujeres y niños nos acogen entusiasmados, como liberadores de dos yugos sucesivos, no sólo para la ciudad, sino para todo el territorio sirio.

Salgo de él y del jihad de Qutuz poco antes de su famoso golpe de estado, dirigiéndome otra vez hacia el Sur con una caravana beduina que va con otras a La Meca. Empleamos muchos meses en ese viaje imprescindible para los musulmanes, pero que en mí es más el cumplimiento, aunque no renegado, de mi lejana juventud. Veo en ella a mi padre en un horizonte de polvo, al padre de mi padre ya fuera del Islam, fuera de los límites de este mundo, que yo también abandonaré pronto y para siempre.

En seguida estaré postrado con miles de peregrinos ante la negra Kaaba que muy pocos logran tocar, marchando alrededor de la mezquita entre zocos improvisados, entre músicas y plegarias cuya fe reconcilia o solivianta. Ya me veo tendido en el suelo bajo un silencio que sólo espera la voz del muecín, la voz del Profeta desvelando la herida nostálgica de la eternidad, el pétreo corazón de la nada.