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Desde aquella noche, tan memorable para Zahir como para Sawba y Kuz al Asal, los acontecimientos registraron un gran cambio en la ciudadela y en todo El Cairo. Las preocupaciones que habían tenido los tres aventureros nocturnos por volver sin problemas a sus burlados alojamientos quedaron pronto minimizadas, no sólo porque nadie que pudiera haberles castigado descubrió sus andanzas, sino porque otros hechos realmente graves impusieron su protagonismo.

El amanecer siguiente fue de una luminosidad inmisericorde y en ella continuaron los días. Los relieves de las cosas amenazaban saltar como una cuerda de laúd tensada en exceso. Llegaron noticias trágicas de varios puntos de la ciudad, de los escenarios de las luchas simultáneas que habían provocado los partidarios del derrotado príncipe Yalbuga. No sólo por los alrededores de los mausoleos de los emires Sayf ad Din Salar y Sanjar al Jawli (en el arrasado barrio de Qalaat al Qass) las tropelías y represalias habían sido numerosas, sino también de modo parecido en la mezquita de Sargatmish, que resultó arruinada, y junto a la madrasa del sultán reinante, al Ashraf Shaaban.

Su amigo y defensor, el príncipe al Muakhkhir, salió airoso de la prueba, aunque con algún descalabro personal, en distintos aspectos, y de caballos y hombres a su mando. Subió aún más en respeto y admiración, llegando a situarse muy cerca del sultanato (al final no asumido) a la muerte de Shaaban, acaecida pocos años después.

Zahir apenas tuvo ocasión de alegrarse por aquel éxito de su protector, que de algún modo también a él alcanzaba, porque de inmediato hubo de lamentar otra noticia. El viejo maestro Khayran ibn Tayfur al Andalusí había aparecido muerto en su cámara, envenenado según se difundió en la ciudadela, por los infiltrados insurrectos de Yalbuga, los mismos que, por fortuna (los que habían sobrevivido), estaban siendo perseguidos sin tregua, desenmascarados y ejecutados allí donde se encontraban.

Zahir se enteró de la muerte de Khayran al final de una tarde de ejercicios ecuestres y prácticas de lanza y arco. Había pasado por los baños de la escuela militar con los demás reclutas y había escuchado la última oración del almuédano, cuya especial elocuencia se refería a las vísperas del mes de recogimiento y ayuno. Él se había retirado de momento a una de las dependencias de la gran sala donde Ibn Tayfur y otros maestros impartían sus enseñanzas, y había empezado a ensayar con la viola.

Un joven de los de la banda mameluca, que también tocaba por libre la flauta de caña y a quien había acompañado en alguna ocasión, fue a decirle, conteniendo las lágrimas, que habían encontrado muerto a Ibn Tayfur y que toda la ciudadela se preparaba para rendirle honras fúnebres. El sultán había jurado apresar a los asesinos y también había llorado ante los visires convocados y los jefes del ejército. Había declarado que la pérdida de aquel único hombre era más grande que todas las recientes destrucciones de El Cairo, más lamentable que todos los infortunios del sultanato, tan triste para él como la muerte del mejor padre que se pudiera imaginar. Había decretado luto oficial ilimitado en el reino, llamando a todos los hombres y mujeres de la fortaleza a la mezquita de an Nasir.

Ya estaba anocheciendo y el cielo aparecía limpio y silencioso, sin rastro de pájaros ni vestigios de luna. El aire empezó a pesar en el corazón y en las manos del que tocaba, que las dejó quietas sobre la viola. Las cuerdas exhalaron un estertor grave, descompuesto. Una inarmonía traductora de la consternación de Zahir. Se quedó con los ojos muy abiertos escuchando el entrecortado discurso del mensajero y dijo que en seguida iría donde le reclamaban, que le dejara solo unos momentos.

Los dedos de su mano izquierda oprimieron en un acto reflejo las cuerdas y la derecha tiró del arco sobre la línea en que se había detenido. El sonido desagradable de la brutal parada se invirtió para reingresar en las notas abandonadas. Desde allí, como una réplica contra la muerte del maestro, enlazó con un lamento que nunca antes había tocado y que nunca después llegaría a repetir. Las últimas cuerdas casi se ahogaron en una frase lenta que en efecto huyera como un perro por delante del viento, un perro enloquecido que la estepa llevara para siempre en sus brumas. Evolucionó hacia un trémolo algo menos grave que se confundió con un ataque de llanto y un vuelo agudo a la extinción. Cómo homenajear a Ibn Tayfur. Cómo expresar en la viola, que había sido suya, un toque aproximado, un atisbo fiel de lo que el hombre fue.

Zahir se levantó y dio unos pasos hacia la salida, tratando de refrenar los sollozos. Había admirado mucho al Andalusí. Lo había querido tanto y sentía que aún podría quererlo más, aun después de muerto. De nadie había aprendido como de él, y su agradecimiento era quizá superior al que sentía por al Muakhkhir. Su amargura prolongaba otra apenas vivida, aventada por la fatal urgencia de los acontecimientos, la muerte de su padre, cuya recreación doliente y llena de afecto, de renacida veneración, también tendría ahora que asumir o tal vez olvidar. Qué le quedaría entonces cuando su emir protector también muriera en alguna batalla o en alguna envidiosa traición. Qué le quedaría cuando Aruz Sawba fuera engullida o repudiada por el harén, cuando fuera decapitada como otras concubinas por orden de cualquier sultana intrigante y celosa...

Levantó los ojos al techo de mocárabes y se le representó la faz de Khayran Ibn Tayfur como la primera vez que lo había visto fuera de la ciudadela. Había sido en una expedición de cetrería por algún lugar del Nilo cuyo nombre nunca supo. Zahir había ido de ayudante novato de Ashraf y con él y otros emires y mamelucos liberados también estaba El Andalusí. Recordó que no lo había visto entonces muy entusiasmado con las proezas de los halcones, pero desde el primer momento observó la riqueza de nobles fondos que aseguraban sus rasgos.

Ibn Tayfur parecía un beduino muy refinado. Reunía el ideal árabe de la sencillez y la grandeza de alma en un rostro puro, sin escollos ni torceduras. Hacía tiempo que había prescindido del turbante distintivo y las ropas de dignidad oficial para cubrirse con una simple kuffiyya blanca y negra sobre una vieja chilaba gris. La barba y el pelo canos los llevaba muy recortados, pero sin perfilamientos. Llamaban la atención sus cejas pobladas y fruncidas, pero sobre todo atraían sus ojos entrecerrados, la profunda y hospitalaria mirada ante cualquiera que tuviese delante.

Zahir lo había visto aquella tarde infausta, y lo volvería a ver, bajo un sol de mediodía, con la piel muy tostada entre surcos simétricos y un color de los dátiles al desierto. Brillaba en el fondo de sus pupilas un vasto respeto por todo lo humano y en realidad por todo lo existente, pero también una radical ironía sobre los seres y los hechos particulares, una mesura gestual luego no tan observada en sus palabras. El joven discípulo había tenido que aceptar que por la concentración de aquellos ojos imborrables había sido conducido a una nueva fe, a un acuerdo sentimental e ingenuo, olvidadizo de injurias y humillaciones. Había sido conquistado, reenviado a sí mismo, sometido a sus pobrezas infantiles o adolescentes y rescatado por el recto pensamiento, por la maravillada contemplación y la música.

Continuó pensando en ese misterio, ahora doloroso, cuando estuvo en la formación militar ante sus jefes, cuando vio entre los emires a Ashraf al Muakhkhir preparándose con toda la guarnición para asistir a la llamada del sultán. Pensó en la ignominia de haber asesinado a Ibn Tayfur, si esa era la verdad, y en la sonrisa comprensiva que el anciano hubiera sido capaz de esbozar ante su muerte. Estuvo a punto de entender un perdón abstracto, un perdón hipotético sin objeto correspondiente, pero la idea se escabulló como un fantasma, como una estrella fugaz que dejó, en cambio, una herrumbrosa cólera, un odio lacerante.

Después, mientras salían a la explanada iluminada por antorchas, ese áspero desconsuelo dio paso a una melancolía extendida hasta unos bordes febriles, a un agradecimiento igualmente sin aplicación concreta, más bien a la potencia para agradecer la vida, para no valorarla de modos tan estrechos como los habituales. Pensó que después de Ibn Tayfur ya no podía dejar de creer en la nobleza humana, esa misma nobleza que podía contemplar en la cara de Ashraf, en su gesto al volver la cabeza desde el caballo para saludarlo con un leve asentimiento.

Zahir comparó entonces las imágenes que tenía de los dos hombres que habían supuesto tan buena suerte para él y dedujo de al Muakhkhir un matiz de poder que no estaba en Ibn Tayfur. Éste no mostraba altivez alguna, ambición o desprecio. No podía, por consiguiente, ser humillado. Sin embargo el emir vivo sí adolecía de un punto vulnerable, el marcado por su credulidad, por aquella aceptación de formas jerárquicas o disciplinadas, una obediencia en sí que acaso fuera una terrible génesis de peligro, de perdición o condena. Era desde luego un buen mameluco, un hombre al servicio del sultán. Pero Ibn Tayfur no había estado al servicio de nadie, ni probablemente de nada. Ni siquiera de la filosofía, la fe o el arte. Ni siquiera quizá de la virtud de interpretar las oscuridades de la música, las impresiones que podía subrayar el arco del rabel, que podía crear hacia una idea de plenitud, que ahora él pensaba que tendía solamente a la muerte.

Zahir se encontró muy pronto, junto a la mayoría de los soldados de Qasr al Ablaq, en medio de una muchedumbre apenada que iba a honrar el cadáver de Ibn Tayfur. Todos los mamelucos estaban armados y en redobladas guardias vigilaban las puertas de la ciudadela. Se habían abierto Bab as Silsila y Bab al Mudarraj, por donde pasaban un riguroso control las gentes de El Cairo que iban a despedir a Ibn Tayfur. Tenían que dejar en la primera puerta sus armas (los que las llevaban) y luego las recogerían al salir. Por Bab al Mudarraj entraron también muchas mujeres y con ellas las del harén del sultán. Iba Umm al Fidai a la cabeza y cerrando filas Kuz al Asal con los otros eunucos. Numerosas luminarias estratégicamente colocadas rompían las tinieblas y daban a los rostros cubiertos por velos y a los visibles ojos, también encendidos, una sobrecogedora transparencia.

Hubo largos rezos, discursos y desfiles de multitudes, turnos de vela y plantos que a veces tenían que ser acallados por la fuerza. Sonaron los tambores mamelucos antes y después de otras músicas más acordes con los últimos gustos del maestro. Habló el Príncipe de los Creyentes, el califa de El Cairo al Mutawakkil, perentoriamente llevado a la ciudadela para la ocasión, y habló el sultán al Ashraf Shaaban con aparente sinceridad y voz algo teatral y quebrada. También tuvo una breve pero conmovedora intervención un circasiano a quien Zahir Muhammad sólo conocía de vista, pero que ya tenía en la ciudad alguna fama de buen soldado y hombre atento a varios saberes. A muy temprana edad había recibido su iqta de mameluco emancipado y era, desde los veinticinco años, un eficaz instructor de tropas y un inteligente estratega. Pronto sería emir de cien mamelucos, luego de mil, gran atabek del ejército y, con el tiempo, sultán de Egipto y Siria con el nombre de az Zahir Barquq al Burji. Impondría el nombre de su clan, los zahiríes, y hasta el de una dinastía que aún iba a reinar muchos años. Pero nada de eso podía naturalmente preverse aquella noche anterior al comienzo del ramadán en la que el joven Barquq cerró los discursos fúnebres antes de los rezos murmurados en memoria de El Andalusí.

Zahir notó en su interior un súbito desmoronamiento. También un esquinado orgullo por estar presente en aquel lugar; por haber sido distinguido un día por Khayran y llevar el nombre del admirado emir que con voz tan clara rendía honores al maestro. Pensó con alguna vanidad en que también se daba en Ashraf la coincidencia de llamarse como el sultán y sonrió para dentro con los ojos arrasados. Entonces Barquq estaba encomendando a Dios a Ibn Tayfur, lo mismo que formulariamente habían hecho el califa y el sultán. Zahir no recordaría demasiado los discursos de ambos personajes, pero sí las palabras siguientes de Barquq, las justas excelencias con que describió al anciano, destacando su rigor y su tolerancia, la honestidad de su pensamiento dubitativo, la simple elegancia del escepticismo en quien tanto había amado a Egipto; él, que podía haber adoptado otras patrias, que era uno de los hombres más libres que se pudieran conocer...

Barquq vaciló en un punto del discurso en que, ya para concluir, se refirió sin nombrarlo a un poeta persa como inspirador de alguna inclinación de Ibn Tayfur. Dijo que lo aludía no como influencia religiosa, sino por coincidir con su sentido presente de la vida, con su defensa del instante de las cosas y el olvido de los seres. Él, Ibn Tayfur, no hubiera querido llantos ni panegíricos en su muerte, como tampoco los hubiera querido el poeta. Ambos debían considerarse dos modelos humanos de sabiduría y humildad, muy distintos en la fe, pero a pesar de todo unidos por los modos propios del Islam. La liberal exigencia del persa, sus dudas de pensador sin prejuicios, abonaban la curiosidad espiritual del andalusí, su bondad para dar otros frutos, su ejemplo de evolución, de apertura pacífica a todos los horizontes. Un orgullo para Egipto y una referencia para cualquier amante de la verdad.

Concluyó con nuevas invocaciones a Dios y dejó que discurriera el cortejo de rezos nocturnos. La sucesión de atemperados lamentos, envíos que iban siendo cada vez más sobrios, aumentando en dignidad a medida que las antorchas se consumían. Se retiraron con sus séquitos el califa y el sultán, probablemente hasta el día en que tuviera lugar el entierro, y lo fueron haciendo asimismo diversos grupos de residentes en la fortaleza y hombres y mujeres de la ciudad.

Zahir no había dejado de pensar en las palabras del último orador. Le intrigaron sus vacilaciones y los motivos por los que habría aludido a quien, para él, aparte de que era el único poeta persa que conocía, no podía ser otro que Ornar Khayyam. Para no llegar a nombrarlo, Barquq podía haberse ahorrado insinuar su posible influencia en Khayran. Efectivamente, no sólo el persa era una de sus lecturas favoritas, sino que había copiado algunas de sus rubaiyyat, las cuales declamó en un par de ocasiones con gran aceptación ante unos pocos discípulos. Zahir sabía dónde guardaba Ibn Tayfur el breve manuscrito y suponía su peligro para la ortodoxia musulmana, según el secreto y el temor que envolvían a Khayyam. Decidió que recuperaría aquellos poemas para tratar de averiguar dónde estaba su aún no descubierta maldad, para rescatar además al leerlos algo de Ibn Tayfur y situar mejor la personalidad de Barquq.

A Zahir se le ocurrió que a lo mejor muy pocos de los presentes sabrían quién era Khayyam y por eso las alusiones de Barquq, tampoco bien entendidas, no habrían sido tan arriesgadas. Aventuró a propósito una debilidad en el emir, que de momento se le escapaba, mientras iba acercándose a la puerta de la mezquita donde se exponía el cadáver. Contempló al cabo la más honda serenidad en el rostro dormido y se sintió vapuleado por un vasto desconsuelo, algo no sólo debido al sentimiento humano y a la muerte.

Tuvo que volver a ocupar su puesto en las filas mamelucas para retirarse a un ordenado descanso en Qasr al Ablaq. Iban a iniciar la marcha para los pabellones militares, cuando el grupo de mujeres del sultán pasó junto al muro paralelo a la formación donde estaban. Distinguió a Aruz en la noche aun cuando bajo los velos todas parecían la misma mujer. Adivinó sus ojos antes de que la cabeza de ella se volviera buscándolo. Hubo un segundo de identificación mutua, una sola sombra que llenaba dos moldes atormentados, zozobras y ansiedades que deseaban fundirse como gotas de agua en los limbos del mar.

Las horas siguientes transcurrieron lentas y desabridas para los dos jóvenes circasianos, así como para muchos otros habitantes de la fortaleza insomne. Pesaban más las mortificaciones por el crimen de Ibn Tayfur, con la amenazadora impotencia que su impunidad comunicaba, que las del inminente amanecer del Ramadán, con sus presumibles excesos y contagiosas histerias. No es que éstas fueran muy de los mamelucos, y ni siquiera de la ciudadela, pero en todo caso Zahir temía los incrementos de lo incomprensible, ciertas gestualidades obligadas, sugeridoras desde los barrios de la ciudad de una desolada inquietud.

Él ya tenía bastante con la rabia y el dolor, con la sensación de que, tras la noche del sabil kuttab, la suerte que había empezado a sonreírle en El Cairo se rompía en buena parte o retrocedía asustada. Pensó en su amigo Ashraf, tratando de dormir, de apartarse al menos un poco de la hiriente nostalgia de Aruz. Quiso olvidar también la melodía que pugnaba por sonar en su cerebro, las palabras que habían faltado en el discurso de Barquq, los funestos e infantiles presagios que caían de nuevo sobre su corazón, insinuando que podrían aplastarlo fácilmente.

Sin embargo los días fueron recuperando su ritmo a partir de que el cuerpo de Ibn Tayfur fuera sepultado en el cementerio de los mamelucos. Los peregrinos, que no cesaban de llegar a la ciudadela, fueron al fin desviados por el sultán fuera de los muros, con lo que la vida militar también salió de su estado de excepción. Se habían cauterizado las secuelas rebeldes de Yalbuga y, trabajosamente, se habían empezado a despejar las destrucciones perpetradas, a rehacer las calles y casas que se podía, o a allanar sin contemplaciones lo irreparable.

El desescombro fue también de las conciencias, hasta que una madrugada se corrió la voz de que la luna había empezado a crecer de forma inusitada. Se había visto doble. Había saltado hacia un desfase que sólo podía indicar una favorable renovación para las gentes de El Cairo.

Tales visiones, aceleradoras del ramadán y superadoras del otoño sangriento, eran naturalmente risibles para muchos, entre los que, por fortuna para Zahir, se encontraba el emir Ashraf. Se alegró al oírlo reír una mañana en la que llegó a Qasr al Ablaq tras sus planes de cacería del día anterior. Había coincidido además con la prudente recuperación de las rubaiyyat de Khayyam en la copia de Ibn Tayfur, por lo que Zahir estaba algo excitado y bien dispuesto a cualquier cambio en la disciplina militar.

Había leído parte del manuscrito, que había vuelto a guardar en lugar prácticamente inaccesible, y deseaba corresponder con su mejor humor a la confianza del Andalusí. Quería imitar su generosidad, su altiva indiferencia, contemplar con otros ojos la ribera del Nilo por donde cazarían, concebir nuevas esperanzas respecto a Aruz, hacerse fuerte y prestigioso como Barquq y Ashraf.

Ya en el camino de Jazira, por el mausoleo de Sayyida Zaynab, fue recitando mentalmente una de las rubaiyyat que, casi sin querer, se había aprendido de memoria: «No te gane la pena de esta inicua morada. / No te acuerdes de aquéllos que ya no están. / Dale tu amor a un hada de labios dulcísimos. / Goza y no esparzas tu vida en el viento.»

Sonrió mirando la lámina de agua que se divisaba a lo lejos. No podría cumplir lo que decía el poema de no acordarse de los muertos. Eso no valía para los hombres que habían dicho y repetido tales palabras. Sin embargo éstas tenían algo enervante al recitarlas una y otra vez. Se hacían aire y absurdo, volaban como espíritus en el viento suave que llegaba del desierto.

Zahir hizo una profunda inspiración y acarició sobre su pecho el talismán del lobo. Galopó tras el grupo de jinetes y lebreles. Observó a los que llevaban los encaperuzados halcones y azores al puño. Intercambiaban miradas fieras y felices. Gritaban albórbolas o azuzaban a los perros. Zahir sintió en sus muslos la potencia del caballo, su natural ahínco al competir con los otros. Notó una bronca exigencia desde el mismo esqueleto, como una reprimenda por sus debilidades. Aflojó las riendas observando la forma en que el animal plegaba las orejas sobre el cuello, cómo se encrespaban las crines y sonaban los herrajes. Alcanzó al grupo que iba en cabeza, para situarse al lado de Ashraf, y ya cabalgó así hasta el final, con los jinetes inmediatos Farid al Bas y Mehmed al Qadimi.

Llegaron a una zona en que el río se ensanchaba en meandros que se convertían en lagunas. En algunas partes quedaban separadas por cañaverales y papiros, y en otras las orillas aparecían limpias y resecas al justo borde del desierto. El lugar era muy tranquilo y hermoso. Parcialmente rodeado de macizos de arbustos y antiguos palmerales abandonados, se extendía al fondo hacia un horizonte en que hasta los lomos de las dunas se veían azules.

Se detuvieron junto a un semicírculo de acacias, tras el cual se enmarañaban tamarindos y espinos de camello, con intención de descansar lo suficiente como para poder emprender la cacería. Querían aprovechar lo poco que les quedaba de mañana y después, ya avanzada la tarde, regresarían al sitio acotado para acampar. El tiempo era espléndido. El viento había amainado hasta una brisa todavía tibia, por lo que, si continuaba así y la caza se daba, se quedarían, como estaba previsto, dos días más en el mismo lugar. Iban en total cuatro emires y dieciséis mamelucos, entre veteranos y reclutas. Llevaban ocho galgos, cuatro halcones y dos azores experimentados, con otros dos pájaros nuevos en proceso de aprendizaje.

Se dividieron en tres grupos antes de empezar a cazar, dejando a cuatro guardianes en la base con los preparativos para tender. A Zahir le correspondió ir con los emires Ashraf y Farid al Bas junto con otros tres soldados, entre los que estaba su compañero músico, que se llamaba Ibn Qulzum.

Apenas habían rebasado la primera laguna a la izquierda del brazo más occidental del río, cuando surgió delante de ellos un pequeño bando de garcetas, volando sobre el palmeral en dirección al Norte. Todos lo vieron casi a un tiempo, pero fue Farid al Bas quien indicó calma por señas y que marcharan despacio hacia la parte más cubierta de la ribera. En seguida puso el caballo al trote y gradualmente lo dejó galopar pegado a la sombra de los arbustos. Los demás imitaron su táctica y fueron preparándose para destapar las cabezas de los pájaros.

Las garcetas continuaron su rumbo, ya que volver entonces al palmeral hubiera supuesto acortar distancias respecto a los perseguidores, y éstos dejaron aún que siguieran unos instantes sin demasiada alarma. Podría tratarse de la persecución de una liebre, según las carreras despistadas de los galgos, por lo que mantendrían el régimen de vuelo sin dejar de recelar de los movimientos de abajo.

En ese momento Ashraf, entendiéndose sin palabras ni gestos con Farid, soltó las riendas sobre el arzón y quitó a su halcón la caperuza. El caballo se apartó algo del borde del palmeral y corrió a la máxima velocidad hacia el bando de garcetas, de pronto revolucionadas. Quizá los ojos de la rapaz fueron vistos por las zancudas y entre ellas cundió el pánico y la desbandada. El halcón tardó muy poco en comprender la situación y fue libre sobre el puño del jinete, inclinado contra el viento con las alas apenas desplegadas.

Zahir no tuvo tiempo de entretenerse en el escalofrío de emoción que le produjo el despegue del pájaro. Aprovechó la velocidad del caballo y batió alas desde el puño, arrojándose al aire. Salió disparado por delante y de pronto subió casi verticalmente, girando a la derecha en posición oblicua. Se alejó muy por encima de las palmeras pareciendo renunciar a la persecución de las garcetas, con lo que éstas recuperaron parte de su compostura y confluyeron de nuevo en un vuelo descendente y nervioso.

Fue el momento de galopar todos directamente para el bando y soltar Ibn Qulzum, a una seña de Farid, el azor joven. Atacó también el pájaro sin disimulos ni estrategias, volando a ras de tierra como era su costumbre, procurando atacar a la presa desde abajo y seguido a corta distancia por los lebreles. Era un ave potente y brava, de una gran envergadura para su edad y especie, y una cola proporcionalmente más corta de lo normal. En pocos segundos alcanzó en campo abierto a unas cuantas garcetas desprendidas del bando, que, ya descompuesto del todo, trataba de elevarse y volver al palmeral por donde se había esfumado el halcón. El azor dudó entre dos de las zancudas que tenía más cerca, hasta que se vio cómo en un aleteo ascendente se decidió por una. Dio ésta un quiebro y burló a la rapaz, cuyo empleo a fondo pero impreciso le hizo perder fuerzas. Una racha de viento, que notaron los rezagados, favoreció al bando disperso, que de todos modos procuraba a la desesperada un cañaveral ralo junto a otra laguna.

En ese instante Farid al Bas iba a soltar su azor adulto para que diera una lección al otro, cuando se entrevió caer desde el cielo una especie de piedra negra que fue a chocar contra el pecho de una garceta que giraba elevándose. Aunque todos lo sabían, tardaron unas fracciones de segundo en aceptar que aquello que llegó por el aire como un punto milagrosamente creciente era, por supuesto, el halcón que antes se había remontado. El impacto del atacante en la presa esparció una nube de plumas blancas, mientras el halcón trazaba una comba hacia abajo para recobrar a la que caía. La apresó entre sus garras y estuvo a punto de irse al suelo con ella. Poco antes consiguió equilibrar el vuelo y dirigirse en soberbio planeo hacia los caballos.

Farid al Bas adelantó el suyo hasta la otra orilla de la laguna en la que empezaba un pequeño oasis, todavía comunicado seguramente por aguas freáticas. Seguido por Ibn Qulzum, los otros dos ayudantes y los perros, soltó por fin su azor ya casi en la línea del resurgido palmeral. El pájaro voló sin vacilar para los troncos y se metió entre ellos antes de que llegaran las garcetas. Fue como si supiera por dónde iban a entrar las primeras aves y a ese punto se lanzó en vuelo rasante haciendo veloces quiebros y perdiéndose a trechos de vista. Podría decirse que las aterrorizadas, zancudas fueron al encuentro del azor, pues la confluencia resultó de una exactitud matemática. La rapaz no tuvo más que abrir las alas y las garras para recibir a la primera garceta que se le echó encima. La cobró sin esfuerzo y salió de entre las palmeras trazando un amplio círculo hasta Farid.

Tras las exclamaciones de entusiasmo, tuvieron que entretenerse unos minutos en recuperar el azor de Ibn Qulzum, que iba de un lado a otro en virajes erráticos o como avergonzados. Al fin se posó en el puño y pudieron continuar la marcha. Rebasaron el palmeral, sin saber ya nada de los otros, hasta encontrar un canal que separaba una zona de huertas desde al Mansuriyya a Birqash. Los hortelanos que se afanaban en sus cigüeñales y norias interrumpían sus tareas para saludar con humildes ademanes de ofrecimiento a los mamelucos. Éstos iban devolviendo los saludos y Zahir vio, sin oír, cómo Farid hablaba con un hombre que llevaba del ramal un camello cargado de dátiles. Se paró, inclinándose ante el que se acercaba a caballo, y estuvo después un rato indicándole determinados lugares en la distancia. A ellos se dirigieron al paso por un camino que recorrían una y otra vez rojas golondrinas y pájaros zarceros. Las rapaces iban de nuevo cubiertas bajo sus calmosos familiares, elanios y milanos en sobrevuelo, mientras los galgos trotaban impacientes, jadeando, pero con todos sus músculos en tensión, deseosos de aplicarse a la tarea que les correspondía. No estaban cansados, a pesar de las carreras ociosas, y levantaban sus cabezas a los caballos y los hombres, indagando qué era lo siguiente que iban a hacer.

Aún caminaron bastante por entre aquellas huertas hasta salir a un gran claro soleado cubierto de rastrojos de sorgo y avena. Su límite lo marcaba al fondo una banda verde clara que estaría formada de nuevo por acacias o por sauces. Se dirigieron al centro de la llanura, donde esperaban levantar liebres, para después volver a las lagunas del Este, y ya regresar a la margen del río en procura de ánades y palomas. Pronto fueron una vibración horizontal sobre la tierra, un temblor que iba decreciendo, tragado por un múltiple espejismo entre desértico y palustre. Los campesinos oyeron lejanos sus gritos y galopes, vieron desaparecer en el cielo la altanería de sus pájaros y borrarse por los juncos los lebreles que arrastraba una legendaria pasión, un mortal denuedo. Luego retornaron a sus quehaceres, al ritmo que marcaban los asnos en las norias y al agua que discurría por las acequias.

Los cazadores tuvieron regular suerte aquella tarde en cuanto a piezas cobradas, aunque se dieron por satisfechos de la excursión cumplida respecto al adiestramiento de los novatos, humanos y animales. No podían sospechar sin embargo que el lance más importante iba a suceder poco después del amanecer del día siguiente, el antepenúltimo del ramadán.

Ya al regresar al campamento, Ashraf pensó que no se quedarían un día entero más de caza, sino que volverían a dormir a la ciudadela, tal vez entreteniéndose en algún otro ejercicio de camino. El sol se ocultaba por el desierto, dejando una atmósfera densa de malvas y amarillos, mientras el viento llevaba una sequedad de reptiles ardientes o huesos pulverizados. Zahir vio a lo lejos el grupo de al Qadimi galopando a su encuentro. También se divisaba una columna de humo por donde el campamento y una polvareda tras ellos, que en seguida se comprobó que correspondía al tercer grupo de cazadores.

Se encontraron con saludos y parabienes, con exclamaciones sinceras o más o menos paródicas, e iniciaron el recuento de las peripecias de la jornada. Seguidamente el de las piezas cobradas, que, al reunirse todos ya junto a las hogueras y las tiendas, arrojó el número de ocho liebres en total, cinco garcetas y cuatro garzas estriadas, ocho ánades, entre silbones y rabudos, y otras tantas palomas y tórtolas. Las gaviotas no las contaban, pero como remates curiosos, y útiles seguramente para algún estudioso naturalista, los jóvenes mamelucos habían capturado un pollo de morito y una venenosa cerasta o víbora de cuernos.

Transcurrieron las horas siguientes llevando a abrevar los caballos, desensillándolos y preparándoles el pienso, distribuyendo la comida a los perros y disponiéndose los hombres para la cena y el descanso. Todos estaban muertos de sed y hambre, pero muy alegres y satisfechos en medio de una confiada camaradería. Nadie tenía intención de observar la ortodoxia del ramadán en cuanto a oraciones y ayuno. Por otro lado podían considerarse viajeros y por lo tanto dispensados de ciertas obligaciones, teniendo en cuenta además que ya habían ayunado bastante durante casi todo el día.

Se sentaron en torno a las dos hogueras y algunos empezaron a canturrear entre risas y todos a consumir los alimentos preparados por la intendencia. Celebraban la caza, las capturas al fin logradas con todo tipo de fallos por los pájaros jóvenes, los últimos acontecimientos favorables de El Cairo una vez superadas las recientes desgracias. Muchos de los reunidos eran circasianos aspirantes a soldados libres y estaban muy atentos a los comentarios surgidos de los emires, que no se molestaban en ocultar demasiado sus informaciones y expectativas políticas. No obstante Zahir sospechaba que Abu Hatim y al Qadimi, así como Farid al Bas y Ashraf, no estaban completamente seguros del futuro del sultán ni de la erradicación de las conjuras que con tanta sangre acababan de ser cubiertas. ¿No era precipitada e innecesaria la partida del día siguiente para la ciudad? ¿No habían dicho que seguramente iban a estar cazando hasta el día primero de shawwal?

Pronto tendría respuesta por impensables vías a esas preguntas y a otras que se irían desencadenando con rapidez. Antes le fue dado asistir a una suerte de ritual mameluco, sólo inicialmente conocido: una exhibición de monta, esa noche además a pelo, que le resultó de lo más impresionante que hubiera visto nunca. Tanto, que no tardaría mucho en participar en su práctica, atraído por el efecto que producía en los jinetes, en los caballos y en los espectadores.

Oyó que alguien mencionaba una relación con el dhikr de los derviches persas o con un supuesto baile de los antiguos ayyubíes. Luego risas, negaciones de sentido sagrado y enérgicas defensas de naturalidad a cargo de al Qadimi. Se levantó diciendo que iba a demostrar en qué consistía ese ejercicio y al momento estuvo galopando en círculos muy cerrados alrededor de las hogueras. Luego se colocó entre ambas e inició una espiral de unos siete codos de diámetro, para quedar al fin rotando en su centro e invadiendo sólo el espacio de un cuerpo de caballo, y aun se diría que menos. Guiaba al animal directamente con las piernas y frenándolo por la izquierda con una larga correa sujeta a la cabezada, pero sin bocado y sin bridas.

Empezó a oírse la percusión rítmica de un pequeño tambor de barro, al que en seguida se añadió otro y poco después la flauta de Ibn Qulzum. La música y los movimientos del caballo se adaptaron con gran facilidad, hasta que otros jinetes imitaron a al Qadimi. Montaron de igual modo, a pelo y con una sola rienda, Farid al Bas, Abu Hatim y Ashraf, añadiéndoseles más tarde uno de los que se habían quedado de intendencia, el cual ya no era ningún joven y atendía por el aceptado apodo de at Timsah.

Primero, los incorporados galoparon en círculo en torno a al Qadimi y las dos hogueras, hasta que fueron ocupando puestos de rotación equidistantes de las llamas. Desde donde se pusieron los contempladores y los que tocaban, se veía en el centro y entre los dos fuegos a al Qadimi, y a ambos lados de la primera hoguera a Ashraf y Abu Hatim. Al fondo, en posiciones simétricas y flanqueando el segundo fuego, estaban Farid al Bas y at Timsah, girando todos a un tiempo en sus caballos como en órbitas alucinadas.

Continuaron en esas posiciones hasta que pareció que no empleaban ninguna energía en el galope, que los animales y los hombres habían encontrado unos cauces sin resistencia, una suspensión neutra en la que ni los caballos sudaban, ni espumeaban sus belfos, ni los jinetes mostraban respiraciones alteradas. Las llamas decrecieron con lentitud hasta consumirse azuleando sobre los tizones. Pronto quedaron sólo rescoldos de las hogueras iluminando apenas las acompasadas evoluciones de los que galopaban.

Los que estaban en tierra se miraron asombrados y casi no se percataron de que el primero que había comenzado a llevar el ritmo con el atabal había variado la frecuencia y la fuerza de sus golpes. El de la flauta lo siguió con un gesto de entusiasmo contenido, con una concentración en la mirada que no acababa de ser una sonrisa. Los animales se desprendieron de sus órbitas y se pusieron a correr un poco más rápidos, de forma similar a la del principio. De pronto Ashraf abandonó el círculo hecho y describió uno exterior que incluía a los de a pie. Se perdió en las tinieblas y reapareció al punto, deteniéndose. Desmontó palmeando el cuello del animal, que se diría contrariado, quién sabía si impaciente por retornar.

Se vio entonces que hombre y caballo sí estaban agitados, como si fuera en aquella pausa cuando acusaran alguna reacción de esfuerzo. No obstante, el emir puso la correa en la mano de Zahir y le invitó con un gesto a montar. Éste acabó aceptando, ante el estupor de sus compañeros, al paso que, ralentizándose, cambiaba de nuevo la melodía de Ibn Qulzum. Se atrevió a entrar Zahir en el círculo y, apenas dadas dos vueltas, at Timsah hizo lo mismo que Ashraf, entregando ahora su caballo a otro de los jóvenes circasianos. Simultáneamente, los incansables al Qadimi, Farid al Bas y Abu Hatim habían vuelto a rotar en otros lugares, componiendo la figura anterior y esperando sin duda que los dos invitados ocuparan las posiciones vacantes. Así lo hicieron ambos, conducidos más bien por los caballos, iniciando su inclinación circular sobre la dócil rienda.

No supieron cómo ni cuánto habían cabalgado. Soñaron que las estrellas se acercaban y que oían relinchos por dentro del silbo de la flauta, muy al fondo de sus recuerdos. Se encontraron tendidos en el suelo, escuchando un murmullo de aguas y todavía los ecos del entusiasmo vivido. Se habían felicitado por la nueva experiencia, abrazado hombres y bestias, ahora perdidas en la noche. Sentían girar la tierra en sus cabezas despejadas y los cantos de los pájaros que madrugaban en la espesura. Soplaba una brisa dulce, caldeada por las llamas de las hogueras avivadas. Unos levantaban ya el campamento, mientras otros volvían de sus abluciones en los canales cercanos. Aparecieron las siluetas de los caballos en el amanecer. Aún dormían como estatuas en sus características posturas, de las que después saldrían medio hipnotizados.

Sonaron voces relajadas y otras de mando, golpes de cascos retumbando en los oídos agudizados y cantos quejumbrosos. Alguien chistó al graznido de un azor, que se calló entre carcajadas, mientras ensillaban y cargaban los aparejos de la expedición. Montaron los emires y dieron la orden de partir. Dijeron sin embargo que no había prisa en llegar a la ciudadela. Irían cazando mientras regresaban por un camino distinto y podrían hacer algún alto para comer y descansar o para prácticas de tiro. Zahir miró atrás contemplando las brumas ascendentes desde los caños y el río. Pensó en Ibn Tayfur, con quien hubiera deseado compartir las sensaciones de aquel día y aquella noche, en seguida en Aruz y en el dirham lunar que le había regalado. Captó cada relieve, cada estridencia del canto de los pájaros, la potencia de un tornado secreto que ocurriera sin cesar en aquel sitio.

Volvió la cabeza hacia donde quedaba la ciudad, desde allí invisible, y observó el alba naranja que se elevaba sobre una sucesión de copas de palmeras. Luego, al fondo, aparecieron las siluetas de las pirámides de Abu Rawash, y Ashraf y al Qadimi se detuvieron ante su vista, señalando algo en su dirección. Zahir no escuchó lo que decían al aproximarse con los demás al trote de sus caballos. Se detuvieron todos mirando a su alrededor y esperando que los emires terminaran de comentar lo que fuera, quizá una ruta posible a la ciudad. Entonces apareció el ave solitaria que sería la llave de insospechados acontecimientos.

Inmediatamente distinguieron una paloma. Volaba hacia el Noroeste a gran velocidad, justo para donde los jinetes, y fue Farid al Bas quien primero reaccionó. Al no llevar en ese momento ningún pájaro al puño, descolgó el arco en un movimiento mecánico y a la vez sacó una flecha de la aljaba, colocándola y apuntando al aire. Tensó el arco siguiendo el vuelo rectilíneo y al cabo soltó la flecha, que partió con un zumbido. Atravesó a la imprudente y aun la proyectó por encima de su línea de vuelo, cortando de paso la respiración de los que miraban. A un tiempo, al Bas dirigió el caballo con las piernas y galopó mirando al cielo para la dirección del disparo. Recogió el cuerpo del ave antes de que llegara a tierra o a las fauces de los lebreles y dio media vuelta para regresar al grupo.

Todos notaron la sorpresa en el rostro del emir, mientras se acercaba contemplando alguna peculiaridad en la presa. Por lo visto, llevaba algo atado a una pata, un pequeño cartucho de cuero, de cuyo interior Farid extrajo un rollo de papel basto, muy vegetal y flexible. Había derribado una paloma mensajera. Hubo un revuelo en torno a lo que el papel pudiera mostrar, que no era otra cosa que un caligrama árabe. Primero los emires vieron un emblema circular, dentro del cual la escritura trazaba las figuras de un águila y una copa con una espada horizontal interpuesta. Se miraron interrogantes y súbitamente serios. Reconocieron rasgos heráldicos del sultán Muzaffar, depuesto y ejecutado hacía más de veinte años.

A continuación trataron de descifrar las abreviaturas caligráficas del mensaje haciendo girar el papel para seguir sus líneas. Leyeron las letras aisladas Alif, Mim, Mim, Fa, Ba, otra vez Alif, Ha y Qaf. Luego las palabras sin aparente orden «emir, músicos, ausentes, ramadán, último, antes, (varias ininteligibles), muerte, Cairo y sultán». Tornaron a mirarse, a conjeturar o excluir significados y a pensar en las posibles relaciones contemporáneas del emblema.

—Vamos a ver —reflexionó at Timsah—: que yo sepa, hoy ya no vive nadie que pueda relacionarse con ese escudo. El último hombre al que quizá hubiera podido corresponder, si llevara dos rombos en lugar de esa copa...

—No parece una copa —dijo Ashraf—. Es más bien un vaso, o un tarro. ¿A qué hombre te refieres?

—A Kemal at Tair. Así lo llamaban cuando yo vivía en Alejandría. Entonces era muy joven, casi un niño, pero ya se hacía llamar además Hajji, que era el segundo nombre de Muzaffar. Desde luego se le tenía por hijo de aquel maldito sultán, y de una de sus esposas repudiadas, no recuerdo su nombre. Pero ya digo que toda esa casta desapareció.

—Es posible. Y ojalá tuvieras razón. Pero sí hay un hombre que podría ser ese at Tair. Nadie ha dado testimonio directo de su muerte ¿verdad? Sin embargo sabemos por nuestros informadores que en Alejandría desembarcó hará unos diez meses un tal Abdallah Ahmad. Primero llegó a Siria desde Anatolia, y allí es donde, según versiones que habrás oído, se perdió el último rastro de at Tair Hajji...

—Lo que yo oí es que murió en Alepo.

—Sí, claro: murió en Alepo. Pero luego vivió en Konya. No lo sé. Lo cierto es que tenemos sospechas de que Abdallah Ahmad y at Tair ibn Muzaffar son la misma persona. Surgieron cuando investigamos las conexiones de Yalbuga. Al fin se descartó su colaboración, sin embargo no me extrañaría que esta paloma casual nos esté dando otra clave tan peligrosa.

—De lo que no hay duda —añadió Farid al Bas— es de que venía de El Cairo en dirección a Alejandría.

Asintieron los emires, juntaron las cabezas sobre el rollo extendido e intercambiaron deducciones. No todos estaban muy seguros de su árabe, menos en aquel dibujo, así como tampoco lo estarían los demás miembros del grupo. No obstante, Zahir se acercó algo impaciente a Ashraf y le preguntó si podía ver más de cerca el mensaje. Él había estudiado árabe con Ibn Tayfur, incluso en jeroglíficos parecidos a aquel, y además creía haber visto un emblema semejante en otro sitio. El conciliábulo de emires se abrió y Ashraf dijo en voz alta que por supuesto, y que los que quisieran podían ver detenidamente el mensaje. Que trataran de dar, si sabían, alguna interpretación fundamentada, y que, en cualquier caso, por su propia seguridad, fueran al volver absolutamente discretos sobre el hallazgo. Podría quedar en nada, pero también resultar de él algún grave desenlace.

Zahir pensó si se habría precipitado en lo que había dicho, aun antes de examinar el papel. Podía haberse concedido una oportunidad más prudente, o el beneficio de una ignorancia menos comprometida. Pero ya no había marcha atrás y, por otro lado, le impulsaba su deseo de saber, su miedo por Ashraf, su amargura por Ibn Tayfur. Hizo memoria y leyó con atención las palabras del mensaje. Repasó las líneas del caligrama y alternativamente entornó y abrió los ojos en distintos enfoques. No tuvo ninguna duda de la coincidencia de rasgos en los dibujos, ni más remedio que mencionar el códice de Ibn Tayfur con las rubaiyyat de Khayyam. Al rescatar el libro para guardarlo por su cuenta, había visto en él que no sólo el andalusí había copiado los poemas del persa, sino que, tras unas páginas en blanco, había escrito y dibujado cosas aparentemente más personales. Zahir había querido relegarlas al olvido, aplazar la recreación de Ibn Tayfur, alargar en el tiempo su apropiación afectuosa. Ahora le era obligado actualizar lo que había visto, confirmar su doble fidelidad y su franqueza, hacerse digno de confianza. De todos modos se le ofuscaron las ideas y no pudo seguir las divergencias de su pensamiento. Miró a Ashraf y a los otros emires, para acabar rompiendo a hablar con voz algo trémula:

—Hay un manuscrito que me dejó Ibn Tayfur. Sobre todo es una serie de rubaiyyat del poeta Ornar Khayyam de Nishapur, copiadas en persa o traducidas al árabe. Pero en el libro hay también otras anotaciones, números y apuntes de Ibn Tayfur. Un texto sin terminar y con muchas tachaduras, que sólo he leído a saltos y por encima. Parece como un resumen de consejos, un «testamento espiritual» creo que dice. A continuación hay frases, letras sueltas y dibujos. Entre ellos unos cuantos emblemas, escudos de armas de sultanes y emires antiguos y de ahora, unos extraños, al menos para mí, no sé si inventados, y otros muy conocidos. Pocos saben que existe ese libro. Nadie que está en mi poder, y muy bien guardado. Sentiría perderlo, pues sé que Ibn Tayfur querría que yo lo tuviera. Pero sí lo puedo mostrar. Podréis estudiarlo con calma cuando os parezca, el tiempo que haga falta. O enseñarlo a quien sea de fiar y sepa más. Yo aseguro desde ahora que en el manuscrito, en una hoja aparte, hay un emblema muy parecido a éste. El águila del libro no tiene las alas abiertas. Y creo que sí, que hay dos rombos al lado. Luego los demás rasgos y la disposición del dibujo son iguales.

—¿Recuerdas si hay palabras o iniciales que se refieran a los emblemas? —preguntó at Timsah.

—Sí, en casi todos hay algo: flechas, indicaciones o letras. En éste en concreto, ahora que lo pienso al verlo aquí, había cinco letras: Ha, Ba, Qaf, Alif y Fa, con una línea que se dirigía a la espada... La copa, o el vaso —puso el índice sobre el papel—, tenía encima unas aspas, o una tachadura. Podréis verlo con vuestros ojos. No lo diría si no me acordara. Claro que entonces lo que vi sólo me pareció curioso, muy de Ibn Tayfur, pero no le di otra importancia.

—Un momento. Repite esas letras —exclamó at Timsah.

—Ha, Ba, Qaf, Alif, Fa —repitió Zahir—. Se me quedaron porque pensé que en ellas, pronunciando Alif como U, podría leerse habaq-uff...

—¡Hafsa, Bint Qasim, Umm al Fidai! —cortó las risas casi en un grito at Timsah—. Es la misma. La madre del eunuco. He recordado el nombre de la esposa repudiada de Muzaffar: Hafsa bint Qasim. Y nunca supimos muy bien quién era al Fidai. Pero creo que no pudo ser otro que Ali Bakr, ese sí que muerto y bien muerto. El escudo tenía un águila con las alas cerradas. Y resulta que ahora las ha abierto. Así que los tres eran también hermanos. Y el pájaro que quiere volar es ese Abdallah Ahmad. ¿No encaja todo demasiado bien? ¿Y qué cree nuestro inteligente observador que significa el mensaje?

—Yo lo diré —atajó al Ashraf—. Se convoca al destinatario a la ciudad de El Cairo. El emir soy yo. Lo de los músicos es una burla. Sois vosotros y era Ibn Tayfur. En cierto modo, la palabra nos incluiría a todos. Esas son nuestras iniciales, y algunas más. Estamos ausentes de la ciudadela y el último día de ramadán (o sea, pasado mañana) ocurrirá una muerte. O antes. Todo el mundo supone que no volveremos hasta el día siguiente. Y esa muerte, importante en el Cairo, será la de Shaaban, a quien sustituirá otro sultán: Abdallah Ahmad o Kemal at Tair ibn Muzaffar. Estamos a tiempo de preparar una estrategia para impedir que este hombre tome el poder, para evitar que Shaaban sea asesinado. Si el mensaje está mal entendido, no importa. No perderíamos nada. A no ser que alguien proponga otra interpretación.

—Si es así, si Umm al Fidai es la mujer que fue repudiada por Muzaffar —dijo al Qadimi—, y si Ahmad y at Tair son la misma persona, y quien pretende tomar el sultanato, la flecha de Farid ha sido providencial. Estos días habrán pasado otras palomas con parecidos mensajes. ¿Habríamos ido a interceptar el definitivo?

—¿Por qué no? —respondió Farid—. Es una gran casualidad haber acertado a esa paloma. Pero tampoco es tan raro, ni habrá sido la primera vez que se intercepte un mensaje. Yo también creo, y sabemos que se hace así, ¿no?, que se suelen enviar varias palomas con el mismo mensaje, por si falla alguna. Eso siempre es posible, y no por la flecha de un arquero, sino por las rapaces o algún otro accidente.

—Sea como sea —dijo Ashraf—, debemos actuar como si el papel hubiera llegado a su destino. Es cierto que pueden haberse enviado o estarse enviando ahora otras palomas semejantes.

—Estoy pensando —casi interrumpió at Timsah— que esa copa de los emblemas también podría haberse transformado, como el águila. Quizá es un «tarro de miel», Kuz al Asal en árabe, supongo que todos lo sabéis. Ese eunuco aparentemente retrasado ¿no será por el contrario un vaso de veneno? ¿Quién se lo dio directamente a Ibn Tayfur?

Continuaron los emires atando cabos mientras reanudaban el regreso y Zahir temiendo una nueva adversidad, el probable fracaso de las complicidades del eunuco en relación con Aruz y el de la iniciada amistad. Marchó al lado de Ashraf escuchando sus planes. Irían a El Cairo atravesando las ramificaciones del río hacia la antigua Heliópolis para descender ya de noche a la ciudad bordeando Jabal al Muqattam por Levante. Desde ahí tratarían de introducir un espía emisario en la fortaleza y en el palacio del sultán y avisar a los emires Yaharks al Khalili e Ismail Rayhan fuera de la ciudadela. Ellos establecerían los contactos necesarios y reunirían las tropas, que deberían prepararse desde Menfis, Jiza, Abu Rawash y otros lugares estratégicos que ya acordarían. A esas horas los conspiradores estarían tal vez en marcha y contarían con enlaces en El Cairo, que de un modo u otro ellos habrían de burlar o neutralizar.

Zahir cabalgaba del abatimiento a la excitación. ¿Era inminente el día en que tendría que entrar con sus compañeros en un combate real, o la muerte no estaba tampoco muy lejos de aquellos campos? Se llevó la mano al pecho, que latía con fuerza, y tocó el talismán de Aruz. Pensaba también en Kuz al Asal según las insinuaciones de at Timsah; en las demás mujeres del harén y el sultán, que siempre defendería junto a su emir. Pensaba en el libro de Ibn Tayfur. El emblema del mensaje ganaba un relieve obsesivo, una referencia más clara. Tal vez el maestro avisaba a un tiempo de su propia muerte, daba las claves indicativas junto a las de la trama de la conspiración. Había tantas coincidencias y conexiones que todo sonaba como un juego equívoco. Hasta los caballos parecían querer superar cuanto antes aquel viaje, urgir la resolución de un enigma. Zahir apenas podía contener sus emociones. Volaban sus lágrimas hacia atrás y sonreía. Pensaba en el poder de un conjuro que nunca hubiese creído. En la media luna de plata que estaría tocando Aruz, en el ibis morito capturado, que tal vez era at Tair, y en la venenosa cerasta, que igualmente podría verse como un fidedigno aviso.