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Acordaron mantener los tres grupos, hasta que se resolviera la situación, tal como se habían organizado para cazar, at Timsah quedaría incorporado al del emir Ashraf y los otros mamelucos intendentes a los de Abu Hatim y al Qadimi. Empezaron por separarse para ir llegando con las debidas precauciones a la guarnición de Heliópolis. Acomodaron allí provisionalmente los perros y los pájaros y metieron en las cuadras los caballos desensillados para que repusieran fuerzas durante unas horas. Los hombres cambiaron sus equipos y armas lo mejor que pudieron, tratando de descansar a su vez hasta que llegara la noche y de combinar las acciones que habrían de emprender.

Algunos de los soldados de la guarnición ejercerían de mensajeros con Rayhan, al Khalili y los emires leales que pudieran localizarse. Debían advertir que no se hiciera en ninguna zona de la ciudad un despliegue visible de fuerzas, sino que todos procedieran con discreción y apariencia de rutina. En cuanto a los tres grupos de cazadores, se dirigirían con igual oportunidad a sus puestos, correspondiéndole a Ashraf apostarse con sus hombres tras la colina de Muqattam, lo más cerca posible de la fortaleza.

Así comenzaron a actuar unos y otros, calculando que aún tendrían un día entero y algunas horas para reaccionar ante el posible ataque. Las muertes del sultán, de sus ayudantes, esposas y allegados estarían entonces previstas para poco antes, y se habría fijado en ellas el detonante de la toma del fuerte, el palacio y los cuarteles.

Ashraf al Muakhkhir dio las órdenes pertinentes, asumiendo sin acuerdo formal alguno la coordinación defensiva. No tenía dudas acerca de que at Tair se dirigiría a El Cairo con efectivos considerables, con tropas cuidadosamente reunidas durante bastante tiempo y restos asimilados de la facción de Yalbuga. Sin embargo no sabía cómo tratar de impedir la muerte del sultán sin dar tiempo a que los de Alejandría fueran advertidos. Quería que los de Ibn Muzaffar, con el mayor número posible de enemigos de Shaaban, se metieran en un callejón sin salida. Que llegaran a las puertas de la ciudadela y fueran allí envueltos desde cuatro formaciones en arco: una desde Menfis y Rawda con Ismail Rayhan, otra desde las pirámides de Abu Rawash y Jiza con Yaharks al Khalili, una tercera desde Heliópolis con al Qadimi, y la suya desde el monte Muqattam. A un tiempo debería saber, por una rápida transmisión de mensajeros, que los soldados disponibles estarían preparados una hora antes del amanecer, como muy tarde, para que durante el día no se vieran movimientos de caballería por ningún sitio, o bien todos pudieran intervenir si los acontecimientos se aceleraban.

Ese penúltimo día de ramadán sería especialmente angustioso para Ashraf. Tenía que resolver cómo introducir un espía en palacio, cómo avisar a Barquq, si estaba en la ciudadela, si podía fiarse de él por completo, si no había sido alejado o eliminado en su ausencia. Pensó que tampoco sabía si sus movimientos de caza habían sido vigilados, si algún informador de Umm al Fidai ya había comunicado que los expedicionarios habían decidido volver antes de lo previsto. Recordó haber estado atento durante la cacería y no haber observado nada sospechoso por los alrededores. Pero quizá era inverosímil para cualquiera un regreso tan rápido, o el golpe tramado tenía demasiada confianza en su fuerza, en recursos que desde fuera no se podían imaginar. Quiso colocar en rincones más oscuros de su mente esas preocupaciones y dedicarse a la urdimbre de la contraofensiva. Muchos lazos tenían que quedar sueltos en un bando y en otro. Además había que pensar también en aceptar la muerte del sultán, tratar de evitarla dándola por cumplida, y arbitrar otras acciones que aun en tal circunstancia superasen las insidias de aquella mujer, los revanchismos de los clanes resentidos.

Tras la colina de Muqattam, a vista de las torres de la ciudadela, al Muakhkhir experimentó una confusión paralizante. Se sentó en la arena con las piernas cruzadas, mientras en torno suyo decrecieron las palabras hasta un silencio casi completo. Sólo se oía el resuello y el piafar amortiguado de los caballos. El emir estuvo así unos instantes que se hicieron muy largos, pero que tuvieron la virtud de aligerar la situación, de reducir la tensión de los corazones a un estado semiabsurdo de calma y seguridad. Huyó de su mente en blanco y se levantó. Se quedó firme y de brazos cruzados mirando hacia las almenas, cuyos perfiles iban siendo borrados por las primeras sombras. No tardaría en aparecer la luna, y era preferible actuar antes de que eso ocurriera.

Zahir se colocó frente al emir y, en un tono bajo pero inequívoco, le dijo:

—Me ofrezco voluntario para entrar. Hay varios ángulos en la muralla por donde no será difícil escalar. Puedo ir por los tejados y los adarves desde Qasr al Ablaq hasta el harén y el palacio. En parte, ya he hecho ese recorrido. He subido alguna noche con el rabel al sabil kuttab abandonado. Y Sawba y Kuz al Asal han llegado hasta la azotea de las cuadras. Somos amigos, o lo éramos. Me encontraron guiados por la música, pero porque lo sabían. Nadie nos descubrió. Llegamos a tocarnos de una terraza a otra. Así que se puede saltar.

El emir se quedó mirando al muchacho con una translúcida intensidad. Entreabrió los labios y vaciló como pensando en otra cosa.

—¡Qué dices! —reaccionó— Es imposible hacer un recorrido como ése y que no te descubra la guardia.

—No, es posible. Casi lo he hecho ya. Y el eunuco y Sawba en el otro tramo. Confía en mí. Además: ¿qué podemos hacer que no sea descubrirlo todo y estropearlo? O equivocarnos y ponernos en evidencia.

—Pero qué harás luego, si eres capaz de llegar sin que te vean al tejado de palacio. ¿Cómo vas a entrar? ¿Cómo vas a poder avisar al sultán? Si no te matan los vigilantes desde los torreones y, por ejemplo, no sé, consigues descolgarte por una ventana...

—Descolgarme, tú lo has dicho. Sólo necesito una cuerda; y un papel con tu firma para el sultán...

—Pero no podrás llegar directamente a él. Te matarán y servirás de paso de coartada. Aprovecharán para asesinar de ese otro modo, quizá más rápido, a Shaaban. Dirán que tú lo mataste y que un guardia indignado te mató luego a ti. Verán la cuerda y explicarán muy bien tu supuesto atentado. Pondrán en tu mano un puñal, tal vez el auténtico, el mismo que antes habrán clavado en el sultán. Lo pondrán en tu mano con su sangre. Y además verán mi firma en el papel. Eso no me importa, porque llegado el caso sabría defenderme, pero tendrán un dato aún más importante para su coartada. La conjura sería entonces la mía. Muchos en El Cairo no querrían creerla, y otros apoyarían que yo tratara de ocupar el sultanato. Pero ésa no es de ningún modo mi intención, y las pruebas nos acusarían. Claro que en el papel puedo acusar directamente a Ibn Muzaffar. No sé qué resultado tendría. Cuál será en estos momentos la información que tiene Shaaban.

—Lo malo es —intervino at Timsah— que los planes de at Tair y Umm al Fidai cambien por alguna razón o que no sean exactamente los supuestos.

—En cualquier caso, podríamos salvar al sultán —dijo Ashraf—. Estoy seguro de que su vida corre peligro. Por otras informaciones y sospechas, aparte del mensaje de la paloma.

—Pues no tenemos tiempo que perder —urgió Zahir—. Traed una cuerda y escribe el papel. Será sólo para Shaaban, o para una extrema necesidad. Yo sabré arreglármelas, y jugar mis cartas llegado el momento. No creo que vaya a morir en ésta. Hablaré antes o hablará tu firma. Habrá muchos dentro de la ciudadela que querrían matarme, pero también otros que querrían salvarme la vida. Hay que actuar ahora. Si no, la luna iluminará la zona de la colina por donde deberé acercarme a la muralla. Piensa que no es tanto el riesgo que corro, y que además quiero correrlo. Por el sultán y por todos nosotros, pero también por mis propios motivos personales.

Discutieron aún unos minutos y Ashraf se decidió al fin a enviar por una cuerda, una pluma, papel y tinta. Escribió con esmero una nota muy breve y la firmó. Esperó a que la tinta se secara y entregó a Zahir la que sería su credencial. Éste la plegó y se la guardó, recogiendo luego la cuerda y atándosela a la cintura. En el preciso instante de las últimas dudas sobre la espera, la salida de Zahir por uno u otro sitio, el reencuentro lo antes posible y demás arduas previsiones para la noche y la madrugada, llegó ante Ashraf un mensajero enviado de Heliópolis por al Qadimi.

Reprimiendo su agitación, dijo que, por fin, el ejército de Abdallah Ahmad at Tair había sido visto acampado por los alrededores de Hathrib, a medio camino entre Tanta y El Cairo. Un suspiro de alivio de los que estaban junto al emir acogió la información. Al menos no habían dado la alarma en vano, no se habían equivocado en su interpretación del mensaje de la paloma y los de Ibn Muzaffar no demostraban sospechar que su avance hacia la ciudad ya era esperado por las armas de los mamelucos de Shaaban.

Por lo visto, el ejército que descansaba de su viaje desde diversos puntos del Norte estaba compuesto por tres cuerpos aún no reunidos pero ya comunicados. En conjunto, serían unos seis o siete mil hombres los que marcharían sobre El Cairo bajo las banderas y los estandartes del águila con las alas desplegadas y la espada horizontal. Había que informar a los otros dos frentes de Jiza y Abu Rawash, y advertir a sus emires, así como a los de Heliópolis, del plan de introducir un mensajero espía en la ciudadela. Se empezó a difundir entonces que por el joven Zahir esa noche se trataría de hacer llegar a Shaaban un aviso de al Muakhkhir y que también se informaría, si era posible, a otros emires incondicionales que estarían desprevenidos. Al tiempo que los mensajeros partían con esas noticias, quien tenía que realizar la más delicada misión iniciaba con todo sigilo su marcha hacia las murallas.

Salió Zahir con Ibn Qulzum y ambos se separaron al pie de la colina. Subirían desde puntos distintos hacia el cubo del fuerte por donde sería la escalada y así Ibn Qulzum podría observar en un ángulo retrasado la aproximación de su compañero. Esperaría hasta verlo trepar y desaparecer al otro lado de las almenas y al cabo de un rato regresaría al destacamento a informar al emir y a los demás.

Ocurrió tal como habían planeado y en un silencio casi absoluto. No se veían luces, ni siluetas de vigilantes sobre los muros. No soplaba ninguna brisa ni asomaba todavía la luna, cuando Zahir llegó al rincón elegido entre un lienzo de la fortificación y una de las numerosas torres menores.

Inopinadamente empezó a sonar intramuros un canto lejano de tarawih, una plegaria espontánea como tantas de las que en ramadán celebraban algún aniversario profético. Zahir no prestó atención a su sentido más que para pensar que aquella voz podría favorecerlo como referencia probable de atenciones internas. Aprovechó para apoyarse en los salientes y depresiones de las dos paredes y dar el primer impulso hacia arriba. No le fue difícil seguir ascendiendo con bastante rapidez, pues la unión de los muros formaba, más que un quiebro recto, un recoveco irregular y agudo que facilitaba estribaderos laterales y descansos. Así no tardó en asomar la cabeza por el hueco de la almena al espacio del otro lado que recorría el adarve.

Echado en el suelo, protegido por un pequeño repecho, Ibn Qulzum vio un instante la silueta del escalador coronando el muro y en seguida dedujo que había pasado sin problemas el primer obstáculo. Notó que ya no se oía la extraordinaria oración y que ésta habría estimulado a los chacales, pues habían iniciado por los alrededores la cantinela de sus aullidos. Se levantó con celeridad y corrió de regreso al campamento con una excitación eufórica en el pecho y un pálpito de buenos augurios contra las dificultades de la empresa.

Zahir por su parte se había encaramado, una vez dentro, a un pequeño torreón que se unía por otro adarve a la gran torre de vigilancia contigua a Qasr al Ablaq. Comprobó en la casi completa oscuridad del recinto escasas sombras móviles en torno a la mezquita y ninguna actividad junto a las caballerizas, el campo de tiro y los jardines de separación. Tampoco había nadie por Bab al Laylat ni por el sabil kuttab, cuyo tejado sólo se entreveía y menos aún las torres de Bab as Silsila o la de los Leones. Dirigió la vista sin embargo aún más lejos, para la puerta de Salah ad Din y los edificios del harén y el palacio, sin distinguir todavía los bultos de los centinelas en sus puestos habituales.

Sufrió un fugaz desasosiego, un amago de temor a la facilidad del fracaso, al acecho de los numerosos obstáculos que tendría que salvar. Venció la sensación al reparar en los inmediatos lugares donde se había rehecho su vida, en ese despiadado reducto donde de pronto sintió que había sido feliz. Recordó sus antiguas melodías perfeccionadas por Ibn Tayfur y comprendió que no tenía gran cosa que perder, si no era el amable trato con el emir o la remota esperanza de Aruz. Se reincorporó animado por ellos, por la luna que asomaba entonces frente a él y por las voces de los chacales que también escuchaba desde la altura. Todavía se volvió hacia aquellas soledades grises, hacia los barrios donde estaban las tumbas de los califas y la mezquita de Ibn Tulun. Vio la luz de la luna, ya entera, desparramándose hacia la isla de Rawda y adivinó los palmerales y los campos al oeste del Nilo, por donde tal vez llegarían los enemigos de Shaaban.

Salió de su refugio y se dirigió agachado a la torre aneja a los cuarteles anteriores a Qasr al Ablaq. Oyó pasos y retrocedió al rincón sombrío que formaba la mole de refuerzo con la simple pared de la muralla. Se asomó por intuición al exterior, mirando hacia abajo, y vio una cornisa desdentada con una hilera de huecos distribuidos por encima. No tuvo otra opción que subirse a la almena y suspenderse por fuera sujetándose con las manos al saliente, tratando de meter al menos un pie en algún agujero. Cuando lo consiguió, pudo flexionarse de lado y ocultar la cabeza a medias para seguir mirando de refilón hacia el adarve. Vio pasar al causante del ruido de pasos. Creyó conocer al centinela que paseaba con un aire preocupado, pero todavía esperó a que diera la vuelta. Cuando lo vio de nuevo ante él, ya estuvo seguro de que se trataba de Sirhan Mahmud, un mameluco sirio de unos cincuenta años al que había conocido en las charlas de Ibn Tayfur y con quien sabía que Ashraf tenía bastante confianza.

Pronunció su nombre en voz baja una primera vez, luego en un susurro más audible y al fin una tercera, seguida del propio nombre de identificación de Zahir al Muqaddim. El sirio se detuvo. Se había oído llamar dos veces, pero sólo creyó real la última. Aunque muy sorprendido, no reaccionó con brusquedad al escuchar también el nombre de Zahir. Se volvió para comprobar cómo su joven colega de armas aparecía por el vano de la almena y se apresuró hacia él estupefacto.

—Pero de dónde sales —preguntó—. No me digas que has subido por esa pared. ¿O has llegado volando? Creí que estabas de caza con al Muakhkhir.

—Estaba, pero ya he vuelto —dijo Zahir—. ¿Sabes lo que pasa?

Terminó la frase interrogativa ralentizándola. Una helada sospecha se clavó en su cerebro sin saber muy bien de dónde procedía. Sufrió el vértigo que antes había ignorado y se impuso la disciplina de unos gestos y ademanes desmadejados. ¿Cómo era que Mahmud se sorprendía más de que ya hubiera regresado de la excursión de caza que de su irrupción por la almena? ¿Cómo un hecho tan verosímil, y obvio, parecía interesarle más que una extraordinaria circunstancia? Descubrió un destello refrenado en los ojos del centinela, un balbuceo interior que se emboscaba y que le hizo seguirlo por dentro de sus palabras. Decir «o has llegado volando» indicaba, por un lado, una broma forzada o nada oportuna; por otro, como un deseo de que realmente él estuviera lejos.

Cuando Sirhan respondió que a qué se refería con su pregunta de si sabía lo que pasaba, Zahir supo que debería optar por una explicación detallada cercana a la verdad, pero con algún desvío, que nada lo ayudaría más en aquellos momentos. En un tono de franca confidencia, dijo que él tenía la misión de advertir al sultán de una conjura. Personas muy próximas e influyentes en el palacio pensaban matarlo. Ashraf y Abu Hatim creían además que a los restos confabulados del ejército de Yalbuga se les franquearía luego el fuerte, por lo que los dos emires y Mehmed al Qadimi se adelantarían al amanecer hasta la ciudadela para avisar a los mamelucos de Barquq y Shaaban y organizar juntos una contraofensiva. Añadió, extremando la inteligencia y el aire de camaradería, que Ashraf había recibido en plena cacería un mensajero de Rawda con información sobre la conjura contra el sultán, y que comunicaba desde ese instante a Qasr al Ablaq que se mantuviera alerta, pero sin alterar el ritmo nocturno de la ciudadela. Sólo el emir en jefe de los mamelucos del sultán debía ser informado de la operación, y, si acaso, el oficial de guardia. Mientras, él tenía órdenes directas de Ashraf de tratar de introducirse desde el tejado en el palacio y avisar a Shaaban.

Sirhan Mahmud preguntó aún que por qué el emir lo había elegido a él, cómo llegaría ante el sultán sin ser antes descubierto o en todo caso sin intermediarios, y si llevaba alguna acreditación escrita de Ashraf. Zahir asintió impaciente y dijo que él ya había hecho otras noches, casi completo, el camino de Qasr al Ablaq a palacio por los tejados y contramuros del fuerte. Nadie lo había visto, ni siquiera con luna, y se había aventurado por pura curiosidad. Así que ahora que tenía una misión tan importante que cumplir, no iba a dejar que lo descubrieran, pues sabía dónde ocultarse de la guardia a lo largo del trayecto. En cuanto a la acreditación, claro que la tenía, era un mensaje directo para Shaaban. Sacó rápidamente el papel plegado e hizo ademán de mostrarlo, pero el otro lo rechazó como indicando que bastaba. Al mismo tiempo Zahir creyó útil mencionar a Kuz al Asal y dijo al centinela que él era amigo del eunuco. Si hacía falta, sabía dónde encontrarlo y cómo ponerse en contacto con él. En tal caso, el hijo de Umm al Fidai lo ayudaría a entrar desde los tejados del harén o de alguna otra dependencia. Además ¿no merecía la vida de al Ashraf Shaaban exponerse a algún peligro?

Mahmud afirmó con un movimiento de cabeza y deseó a Zahir buena suerte. Él comunicaría al oficial de guardia lo que le había dicho, y éste lo pondría en conocimiento del jefe de los mamelucos del sultán. Que se fuera sin perder más tiempo y tuviera cuidado. A pesar de lo que había dicho, la luna podría muy pronto iluminarle demasiado el camino, ya que estaba a punto de asomar por encima de las murallas.

Se apresuró Zahir por el adarve y torció a la izquierda en el inmediato recodo. Consideró que había acertado en su arriesgada conversación con Mahmud y tuvo que hacer un fugaz esfuerzo para relajarse de la tensión mental que había soportado ante el centinela. Instantáneamente relacionó las preguntas razonables, casi obligadas, que el sirio no le había hecho y dedujo que su impaciencia le había traicionado. De lo más raro era que no se hubiera interesado por el número de hombres y el tiempo de actuación de Ashraf, ni por si sospechaban quién o quiénes podrían estar implicados en concreto en el plan de asesinar a Shaaban. Tuvo que eliminar del pensamiento la cadena de gestos y actitudes de Sirhan que tampoco encajaban, para actuar él mismo con mayor libertad y eficacia.

Volvió atrás medio agazapado lo más rápido que pudo y se asomó por fuera de una almena saliente al tramo de muralla que llevaba al porche de la sala de armas de Qasr al Ablaq. Vio pasar por tres o cuatro almenas la sombra de alguien que corría con cierta pesadez y que no podía ser otro que Sirhan Mahmud. Corrió él también procurando adaptarse a los pasos del sirio para que éste creyera oír sólo los suyos.

Zahir llegó al mismo lugar donde acababa de encontrarse con el vigilante y comprobó que ni él estaba ni ningún relevo. Supuso la urgencia, o más aún la precipitación, por transmitir sus informaciones y se deslizó con el corazón desbocado por el interior de los arcos hasta la única puerta. Escuchó a través de su cerradura y distinguió con claridad la voz de Mahmud, primero, y luego la contrariada pero inconfundible de Tijin Babr, que sería el oficial de guardia. Estaba hablando de él. Le preguntaba al otro por qué había dejado pasar a Zahir. Aquella forma de entrar en la fortificación bastaba para detener a cualquiera. Además ¿por qué no le había llamado a él? ¿Qué ganaban con hacer creer a Zahir que su misión no se frustraría? ¿Quién era Zahir, aparte de un trepador y un loco? Podía haberlo sonsacado cuanto hubiera querido, pero desde luego para detenerlo.

—He creído que tú preferirías que lo dejara continuar —respondió Sirhan Mahmud—. Si hubiera tratado de retenerlo por la fuerza quizá hubiera podido dar una voz de alarma y ser escuchado desde fuera. Ahora, si le damos tiempo para avanzar hacia el palacio, lo podremos interceptar donde su posible aviso sea ya inútil. También se me ocurrió de pronto que, si seguía sin recelar nada hacia donde cree que va, nos podría servir para una mejor coartada. Que a lo mejor podríamos utilizarlo para hacer recaer responsabilidades en al Muakhkhir...

—¡Qué responsabilidades, y quién las creería! Basta ya de al Muakhkhir. No nos importa lo que haga. Pronto será también eliminado, y no necesitamos ninguna coartada. Ya sabemos que hay muchos que están con Shaaban. Lo único que nos interesa es que no sean alertados cerca de él. Estamos perdiendo el tiempo. De todos modos es igual. Pero ya puedes darte prisa en avisar al harén, eso sí; y en detener a ese estúpido antes de que llegue más lejos. Asegúrate de que no vaya a levantar esa caza... ni ninguna otra. Qué vale ese muchacho. Qué cuesta a estas alturas hacerlo desaparecer.

Zahir retiró la cabeza de la cerradura y vio en ella el parpadeo de una luz. Se había tranquilizado por completo desde que oyó que lo juzgaban loco. Pasaron unos segundos en los que nada escuchó. Se retiró dos pasos de la puerta y se mantuvo inmóvil en la oscuridad. Con movimientos mecánicos se llevó la mano derecha al amuleto del lobo y después al yatagán que llevaba oculto a la cintura. La puerta se abrió y cerró de pronto, aunque sin mucho ruido. Mahmud salió a la penumbra, girando rápido a su derecha. Un instantáneo impulso hizo volar a Zahir sobre el torpe centinela. Casi antes de sujetarlo con la mano libre, la punta y la hoja entera del arma penetraron en su garganta. No emitió más que un estertor. Se dobló suavemente hacia el suelo, donde fue ayudado a quedar tendido de espaldas. Zahir sacó el puñal de la garganta del primer hombre que mataba y limpió la hoja en sus ropas, guardándolo al punto. A la luz de un rayo de luna vio algo extrañado que no brotaba sangre de la herida, mientras desenfundaba el sable del caído. Se colocó de nuevo junto a la puerta y, sin pensarlo dos veces, dio en ella tres golpes mesurados y otros tres más urgentes.

Oyó la voz de Tijin Babr preguntando:

—¿Qué ocurre ahora? ¿Todavía estás ahí?

Zahir precisó toda su capacidad imitativa para responder con voz grave y razonablemente alterada por una gran preocupación:

—Sí, es que hay complicaciones. Zahir ha matado a un centinela, y ha desaparecido.

—¿Qué? ¡Cómo que ha desaparecido! —se escuchó el malhumor de Tijin Babr—. Y ¿por qué vuelves a decirme eso? ¿Tengo yo que resolverlo todo?

Antes de concluir esa frase, algo había rodado por el suelo dentro del cuarto. Tijin Babr debía de haber saltado del lecho, donde seguramente no dormía, y un roce iracundo había llegado a la puerta. Se abrió de pronto tras un giro violento de llave y apareció el oficial. Fue a exclamar algo, pero se quedó mudo, con un pasmo tragicómico en la expresión. Recibió el golpe del sable de Mahmud bajo el esternón, en una trayectoria ascendente. Dio unos pasos hacia atrás interrogando al rostro de Zahir, que lo seguía, para después dirigir los ojos desorbitados a la empuñadura del arma como pensando en su inequívoca hoja.

Zahir salió de la habitación con paso seguro para donde estaba el cadáver de Mahmud. Lo arrastró por los pies hasta la puerta abierta y lo hizo pasar, no sin dificultades, el umbral. Lo acercó al segundo hombre que con tanta facilidad había matado y anduvo por el cuarto buscando algo. Encontró una daga de Tijin Babr enfundada en su vaina y la sacó para volver con ella donde los cuerpos. La sangre se había quedado por dentro de la garganta del desgraciado centinela, en cuya herida Zahir clavó y desenclavó la daga. La puso en la mano del que había sido su dueño y salió con cuidado del cuarto del oficial, cerrando la puerta a sus espaldas.

Lo acogió la luz de la luna llena como una caricia siniestra, la rutilante indiferencia del cielo. Tuvo que reprimir una carcajada cuando marchó de nuevo pegado al muro hasta llegar al sabil kuttab. Allí lo asaltó un temblor de frío, una convulsión que le hizo acurrucarse un rato en posición fetal. Paseó la mirada por el rincón donde había tocado el rabel y reclamó en su memoria la voz de Ibn Tayfur. Atravesó por una región de ternura, de justicia y fatalismo. Se resolvió a erguirse y avanzar hasta la balaustrada. Saltó sobre la azotea de la caballeriza, flexionando las piernas al caer para no hacer ruido. Oyó golpes y resoplidos abajo, antes de decidirse a recorrer el tramo que no conocía y en el que los mayores peligros supuestos eran las torres de Bab as Silsila y los Leones. También las garitas de la policía por la puerta de Salah ad Din y los adarves fronterizos del harén.

Empezó a pensar cómo era posible tanta suerte, cómo iba siendo tan fácil burlar a los centinelas. ¿Sería objeto de alguna singular protección, o todo estaba colaborando para dejarlo caer en una trampa? Se puso a idear qué podía hacer, que no fuera huir hacia adelante, y no se le ocurrió nada. Alimentó la tentación de la temeridad, la obsesión de que seguía una vía insensatamente afortunada. Se convenció con la imagen de que él también estaba siendo otra punta de daga que se abría paso en el corazón, un destino que no había más remedio que asumir como fuera.

En ese instante vio las siluetas de dos guardias que se movían sobre Bab as Silsila y tuvo que ocultarse tras la torre interior de Nur ad Din, en la que no tenía por qué haber vigilancia. Al bordearla hacia el interior del recinto, quedó visible una gran extensión de patios donde solían realizar ejercicios de tiro y ecuestres. Zahir divisó también desde allí la banda de terrazas ajardinadas paralela a la cocinas y a los alojamientos de la servidumbre de palacio. Mientras esperaba mejor ocasión para avanzar, entrevió y escuchó por aquella parte el débil llamear de una hoguera y como postrimerías apagadas de algún canto de ramadán. Vio abajo y en las almenas sombras en retirada, que le llevaron a valorar la posibilidad de descender a los patios. Consideró un cambio en la idea de llegar al harén por los tejados. Podría presentarse sin más ante la guardia de una de las puertas principales y decir que llevaba un mensaje directo de Tijin Babr para la jefa del harén. No debía descartar sin embargo que los soldados lo reconocieran y se alarmaran al verlo de regreso de la cacería con al Muakhkhir. Trataría en tal caso de acercarse a los restos del fuego cuando lo abandonasen y se extinguiera, y ennegrecería a conciencia su rostro y sus manos con los tizones carbonizados. Así pasaría por uno de los esclavos nubios de Qasr al Ablaq y tal vez conseguiría llegar a presencia de Umm al Fidai. Podría matarla, resolver de un golpe gran parte de la complicada situación...

Descartó el plan por escasa confianza en sus probabilidades de éxito, dándose cuenta al tiempo de que el contramuro de paso por Bab as Silsila se había quedado entonces libre de la observación de los centinelas. Se habían alejado paseando hacia el exterior de la torre, por lo que Zahir se dirigió a la base de la misma cruzando de un salto la poterna de acceso, corriendo después agachado hasta la conexión del adarve con la azotea del cuartel de la policía. Reptó para el extremo opuesto y, tras el bajo parapeto situado casi al borde, rebasó el ángulo más favorable desde la atalaya inmediata. Sólo tuvo que aguardar hasta atreverse a deslizarse bajo el puesto de Salah ad Din y en pocos minutos se encontró a cubierto, pegado al último torreón solitario.

Zahir tenía otra vez la respiración agitada. Pensó en las ejecuciones que acababa de cometer como si no fueran cosa suya. Mirando a ese Sur donde daba de plano la luna, vio en medio los dos minaretes de la mezquita de an Nasir como airosos e inexorables vigías. Luego giró la cabeza en dirección opuesta, identificando a lo lejos el dibujo muy distinto de la mezquita de Aqsunqur y otras cúpulas inciertas. Se separó de la pared y saltó a un corredor, que sería ya del harén o de otras dependencias del palacio. Vio luz tras cuatro o cinco vidrieras alternas y supo con bastante aproximación dónde estaba. Casi seguro que no lejos del lugar por donde Aruz y Kuz al Asal tendrían su salida a los tejados.

La serie de hechos enlazados a continuación resultó casi un prodigio de adecuación y hasta de ritmo, una racha de encajes que hubieran sido impensables si no hubiesen ocurrido. Apenas Zahir comenzó a calcular por qué indicios se guiaría en su búsqueda, el rumor de una conversación le llevó a acercarse a uno de los vitrales iluminados. Le extrañó la resonancia con que le llegaba una voz femenina solemne y autoritaria sobre la de un interlocutor casi infantil. Pronto descubrió que faltaba en la ventana uno de los cristales exagonales y que el piso interior no estaba tan bajo como había supuesto. Entendió palabras o sílabas sueltas por encima de un cuchicheo emitido por varias mujeres, que justo entonces salían de la estancia tras haber dejado algo en ella. Zahir no siguió al pronto el hilo de las diversas acciones que sucedieron dentro, porque le bastó con la sorpresa de haber acertado ya con algo que en su conjunto tenía el aire de los acontecimientos demasiado azarosos o demasiado importantes. Miró con mejor inclinación a través del hueco del vidrio desaparecido y su cabeza dio un respingo instintivo hacia atrás: eran Umm al Fidai y Kuz al Asal quienes estaban hablando.

Cuando se quedaron solos, Zahir percibió a la vez dos cosas que se le antojaron relacionadas: una orden inaudible de la mujer al eunuco y un vaho que surgía por el hueco del vitral. En seguida vio un gran cortinaje de seda azul al fondo, una hilera de velas encendidas ante una superficie de almohadones amarillos y otros rojos desmayados contra la pared. Vio a Kuz al Asal pasar tras una celosía y luego salir de la estancia por la derecha, mientras Umm al Fidai se levantaba y empezaba a moverse por la alfombra con muestras de nerviosismo. También desapareció de la vista del observador para reaparecer una y otra vez.

Los efluvios que subían desde un rincón ilocalizable y algunos ruidos metálicos hacían suponer que abajo habría una mesa o una bandeja seguramente con alimentos y bebidas, infusiones calientes, confituras o vino aromatizado. El vaho se convertía en un humo de canela y limones secos, una mezcla dulzona y acre donde se incluían yerbas desconocidas o piedras ardientes.

En algún sitio se abrieron y cerraron puertas sucesivas y se produjeron intermitencias de otras voces más graves e instrumentos afinándose. Zahir calculó las horas que faltarían para el amanecer y, maquinalmente, sin saber por qué, extrajo de entre sus ropas el papel que había firmado Ashraf. Leyó la advertencia sobre la vida de Shaaban y la conspiración contra él, los nombres de Sayf Mabruk y Yusuf al Mawali, los mamelucos más cercanos al sultán en palacio, a quienes, por lo visto, el sultán debería recurrir antes que a nadie. Después releyó la firma de Ashraf al Mualdikhir ibn Sayyed y volvió recalcitrante al recuerdo de Ibn Tayfur. Pensó en su envenenamiento, en la muerte de Yazid al Qass, en el nuevo jefe de la guardia real, Jaafar Husayn, a quien al Ashraf no mencionaba.

Tuvo que atender a un ruido exterior que lo sobresaltó. Venía de fuera de las murallas y resultó ser el galope de dos o tres caballos bordeando la ciudadela por el Norte. Se reconcentró en el interior de la estancia y escuchó más acordados los instrumentos que se tañerían en alguna dependencia próxima. Comparó de modo instintivo la música con la mezcla de aromas, entre los que alguno le resultaba discordante, a la vez que Umm al Fidai desaparecía parcialmente de su vista y colocaba o disponía algo por debajo de donde él estaba.

Se abrió entonces la puerta y entró otra vez Kuz al Asal. En seguida salió y retornó con un raro sigilo a presencia de su madre. Tras él se hicieron presentes en la habitación, que Zahir ya había deducido antesala de otras cámaras más íntimas, varias jóvenes portando flautas e instrumentos de cuerda. Desaparecieron tras los cortinajes del fondo y recomenzó a sonar su música como un eco lejano. La melodía era además poco definida, más que nada una base para diversos cantos posibles, una sugerencia de un tono de conversación o de un contrapunto vocal improvisado.

Zahir se dio cuenta de que con las mujeres de la pequeña orquesta habían llegado ante Umm al Fidai otras tres muchachas, que se habían quedado y hablaban entre susurros y risas con el eunuco. Iban apenas vestidas, pero con ricas telas transparentes, y se vislumbraban sus ojos muy oscuros, ribeteados de kohl, y sus manos pintadas con henna. La jefa del harén se acercó a ellas en el centro de la habitación y, para mejor examinarlas, hizo que se dieran una vuelta sobre sí mismas. Colocó y recolocó las túnicas y los velos con toques de sus dedos trémulos y afilados. Al ver cómo se movían, Zahir no pudo evitar un escalofrío. Apartaron el pelo que cubría gran parte del rostro de la última muchacha, y ésta ladeó la cabeza hacia las vidrieras. Los ojos de Aruz Sawba pasaron, sin verlos, por los del espía, que se retiró del observatorio como si su fulgor incomprensible lo hubiera espantado.

Umm al Fidai condujo a las muchachas hacia la izquierda de la estancia y Zahir creyó reconocer también a una de las esclavas que habían sido adquiridas con él mismo y Aruz. Ambas sostenían amplias bandejas, cuyos contenidos no llegaban a verse bien desde el hueco del vitral. Aún exhalaban vapores aromáticos al salir por una estrecha puerta escoltadas por Kuz al Asal. El eunuco retrocedió pronto sin embargo y Zahir dedujo hacia dónde se dirigiría el trío de mujeres. Se apartó de la vidriera para seguir andando hasta el límite del corredor del que arrancaba entre altos muros un patio que conducía a otro edificio. Zahir supuso guardias en salas previas que flanquearían el pasillo y se adelantó al rumbo de las mujeres pasando por encima del muro izquierdo. Notó a su alrededor una templada gravitación del aire, una tangible calidez en la noche, una paz que resultaba casi irreal y muy ajena a cualquier idea de muerte. Oyó la música dispersa por los relieves y el claro de luna, un rumor de aguas que se acercaban a articulaciones eufónicas.

Observó con mayor atención el lugar donde estaba y vio que, a pesar de que era una zona de sombra, los vigilantes de los cuarteles de la policía podrían descubrirlo si miraban hacia allí. Dio la vuelta para el otro lado y se metió entre la cúpula horadada de lo que sería un hammam privado y un templete octogonal con celosías que sólo podía ser el remate de un conducto de ventilación. Se agachó nuevamente para el patio y llegó a la otra pared cubierta de yedras y jazmines. Asomó al rincón que formaba el muro con otro voladizo sobre arcos, que conducirían a los salones más recónditos del sultán, y llegó a tiempo de ver cómo las tres muchachas, ya solas, alcanzaban en fila el pórtico hacia el interior. Tuvo la suerte de que Aruz iba la última, portando la bandeja humeante que antes apenas había podido observar.

Zahir adelantó la cabeza entre la espesura de los jazmines y la apoyó en el paramento del muro. Recordó el canto del autillo que había oído y visto imitar a Aruz y empezó a tratar de reproducirlo cuando ya la joven circasiana desaparecía de su vista. Remedó varias veces el silbo del pájaro, procurando frenarse hasta una frecuencia aceptable, satisfecho por unos segundos del realismo conseguido. Sin embargo no tardó en pensar que no obtendría ningún resultado y que en aquel tiempo perdido podría accionarse la clave de la conspiración. Aruz reapareció entonces por el arco lateral, sosteniendo aún la bandeja y mirando hacia arriba con los ojos muy abiertos.

—¡Zahir! ¿Estás loco? —exclamó en un susurro.

—Sí, lo estoy. Más por ti que por nada. Pero ahora es cuestión de vida o muerte para el sultán...

—No puedo estar aquí. Nos matarán a los dos.

—¡Espera! Adelanta la bandeja. —Se movió hasta situarse justo en la vertical, rechazó un temor aciago y sacó la credencial de Ashraf—. Es para el sultán ¿no? Que no tome nada de lo que traéis, y dale ese mensaje sin que lo vea nadie. —Dejó caer el papel plegado sobre la bandeja y añadió—: Su vida corre peligro. Y la nuestra. Adiós. Espero que nos veamos...

No pudo terminar lo que iba a decir, porque Aruz se retiró bajo el pórtico. Seguramente le habrían llegado de dentro señales urgentes, imposibles de desatender. Zahir experimentó un violento vuelco de felicidad. Supo que no debía permanecer más tiempo en aquel lugar, pero a la vez se le antojó insuficiente lo que había hecho. Sintió la necesidad de comprobar que su misión prosperaba, que Aruz cumplía lo encomendado. Aunque en ningún momento creyó que ella también pudiera ser un medio consciente en la conjura contra Shaaban, le inquietó que por otro lado personal sí tuviera motivos para desear su muerte. ¿No los tenía él mismo si pensaba en Aruz como esclava concubina del sultán? ¿No lo hubiera matado como a Sirhan Mahmud y Tijin Babr sólo por liberar a la muchacha de sus manos? ¿Por qué no había tenido aún la ilusión de raptarla y huir con ella, el valor de intentar que fueran libremente el uno para el otro?

No pudo soportar esas torturas y dio un salto hacia la cúpula del hammam. Pensó que, por otra parte, no era nada seguro que en aquellos platos y tazas de las bandejas fuera incluido algún veneno. Que la muerte del sultán no tendría por fuerza que haber sido planeada por tal medio, que no habría de suceder entonces, que no tendría por qué ocurrir antes del ataque de los traidores de Alejandría, y un sinfín de objeciones a los hechos dados por inminentes. Quiso fortalecer la confianza en Ashraf y miró al cielo como aireando su tribulación. Las cosas no podían seguir del mismo modo después de haber visto los ojos de Aruz. Qué sentido tenía el triunfo de Shaaban contra la conjura, qué sentido distinto el triunfo de at Tair.

Empezó a concebir algo que nunca había siquiera soñado, mientras llegaba junto a la celosía octogonal. Desistió de mirar por las troneras del hammam al no ver luz a través de ellas y sacó su puñal para tratar de forzar alguna de las mamparas de ventilación. De pronto sus dedos tocaron unas abrazaderas de hierro sobre la parte inferior de una de las celosías, comprobando que giraban y el marco quedaba libre, aunque todavía encajado. Metió la hoja del yatagán en la ranura de separación y presionó hacia fuera. La mampara no cedió y Zahir dio una vuelta completa al templete para ver si había otra hoja menos firme. Por el contrario, ningún otro lado mostraba los hierros de sujeción exterior, sino que las mamparas correspondientes debían de estar apresadas desde dentro.

Otra vez en el punto de partida, trató de presionar por la línea inferior del panel, que en ese caso cedió separándose con leves crujidos. Unas luces tenues temblaron desde abajo, por donde llegó asimismo un canto femenino y un fondo de cuerdas quejumbrosas. Zahir penetró en el cubículo y se fijó en el hueco rectangular practicado en el suelo, que descendía hacia un túnel horizontal. Estuvo seguro de que sería una cámara de ventilación y que, si cabía tendido en ella, podría suponerle un observatorio privilegiado, o una trampa perfecta.

Volvió a colocar el grueso panel de madera sobre el vano y, metiendo los dedos entre la trama, tiró hacia sí hasta encajarlo como estaba al principio. Buscó una abrazadera de hierro de las que sujetaban la celosía por dentro y pasó el extremo de la cuerda por el vástago incrustado en la pared. Hizo un nudo sencillo y, dejando caer por el registro el otro extremo de la cuerda, se suspendió de ella con mucho cuidado hasta pisar una superficie firme.

Comprobó que el recodo se ensanchaba lo suficiente como para permitir que un cuerpo delgado como el suyo se tumbara dentro del túnel y reptó por él tratando de hacerse cargo de adonde llegaría. Supuso que se apoyaba en un saliente de una galería interior. Que se prolongaría hasta una oculta entrada de aire por aquellos intervalos calados a su izquierda, cubiertos con finas y alargadas rejillas. Así, aplicando los ojos a la segunda alcanzada, vio lo bastante como para sacar fundadas conclusiones, mucho más en todo caso de lo que se hubiera atrevido a esperar.

El mismísimo sultán al Ashraf Shaaban aparecía abajo en un gran lecho, apoyado en cojines de raso y apenas cubierto al desgaire por una kubad o túnica de seda blanca, ribeteada de cenefas doradas. Su mano izquierda reposaba sobre la cintura de una de las muchachas que antes habían ido con Aruz. A ella Zahir no podía verla desde donde estaba, pero sí escuchar su voz ronca y líquida, llena de sensualidad. También veía a la otra mujer, la desvergonzada esclava conocida en la famosa subasta, que bailaba con exageradas contorsiones al ritmo de los quiebros de la melodía. Dejó caer sus exiguas ropas al suelo, para continuar evolucionando por la sala en giros e insinuaciones salvajes.

Zahir se sintió excitado por la escena, le hirió la rotunda sexualidad de la joven, la inminencia del acercamiento de Aruz al sultán, su disponibilidad incalculable respecto a la oportunidad de transmitir el mensaje. Al fin la vio, igualmente desnuda, caminando hacia el lecho, y recibió una punzada que lo atravesó como su mano había taladrado a Mahmud y Tijin Babr.

Vio cómo Aruz se echaba sobre el brazo izquierdo de Shaaban y cómo la mano del hombre aún joven aparecía bajo el pubis rubio de la que aún seguía cantando. Se retorció hacia el rostro del sultán en arrumacos que al observador le parecieron de prostituta, en obscenidades que le llenaron el alma de ilimitados deseos y tormentos. Pensó que ella no podría suponerse observada en tal actitud, que no podía estar jugando un doble papel, un ventajista recurso a la provocación, al erótico estrago que su cuerpo inclinado perpetraba.

La vio tocar con su boca el oído del sultán y mover los labios en húmedos y afilados brillos. Percibió el estremecimiento del hombre, la incomprensión de sus ojos, el vergonzoso pavor que se cebó en todo su cuerpo. Registró sórdidos detalles, el retraído claudicar del sexo, el arropamiento infantil ante la mujer que gateaba sobre aquel desarreglo, el desvalimiento de la víctima y la turbada reacción de sus miserias y crueldades.

Shaaban hizo que la joven que estaba a su lado se levantase para aproximar una de las bandejas y después llamó a la otra para lo mismo. Ante el asombro de Aruz, se dispuso a hacer al menos el gesto de compartir las equívocas bebidas, los manjares aderezados. Se dio cuenta en seguida de que las dos mujeres tomarían sin reservas lo que fuera y las interrumpió con un ademán tajante, silencioso. Les ordenó que fueran a preparar el baño contiguo y que no tardaran en volver. Mientras, Aruz tornó a vestirse y Zahir observó que en su mano resurgía el papel que él le había entregado. Dejó escapar un suspiro en retroceso por el túnel. Oyó en un murmullo la voz del sultán, comentando tal vez la nota de al Muakhkhir, y un arrastre de bandejas y ropas. Luego vio a Aruz salir de la sala con muestras de precipitación, y supuso que se dirigía al patio donde antes habían hablado. Vio también correr por la estancia a las otras dos muchachas desnudas e irrumpir a Kuz al Asal con una espada en la mano.

Zahir estuvo a punto de golpear la primera rejilla con sus puños para romperla, pero ni él cabría por el hueco ni la cuerda llegaría desde donde estaba amarrada. Oyó voces y gritos, uno espantoso que sólo podía corresponder a Umm al Fidai. A continuación un derribo de cobres y vidrios, un entrechocar de aceros. Tuvo que sufrir la angustia de no ver a Aruz, pero apenas reprimió una exclamación de alegría cuando reconoció a Sayf Mabruk y Yusuf al Mawali apareciendo en la estancia con los alfanjes desenvainados. Otros mamelucos luchaban a la puerta de la cámara, probablemente en el patio y en las dependencias laterales. Escuchó una voz histérica que sería la de Shaaban insultando a los traidores y aún tuvo tiempo de ver como en un sueño la cabeza del eunuco rodando ensangrentada por el suelo. Al comprobar que cuatro hombres armados cubrían a Shaaban en semicírculo tras Mabruk y al Mawali, rechazó la tentación de sumarse a la lucha, resolviéndose a abandonar lo antes posible la ciudadela.

Regresó por donde había llegado, ascendiendo a la decadente luz de la noche junto a la cúpula del hammam. Recogiendo de nuevo la cuerda, dejó la celosía como estaba y pensó que lo mejor sería ir en dirección opuesta a Qasr al Ablaq. Así lo hizo rumbo a la torre que estaba entre Salah ad Din y Los Leones, imaginando que toda la atención de la fortaleza se polarizaría entonces hacia el palacio del sultán. Reforzó uno de los nudos que remataban la cuerda y la trabó entre dos sillares algo separados para sacudirla y soltarla cuando llegase abajo.

Miró la extensión por donde hacía poco habían cruzado los caballos y comprobó la mayor altura de los muros por aquel lado. La cuerda tenía no obstante longitud suficiente, pues no le faltarían dos codos para tocar el suelo. Descendió por ella con la máxima rapidez posible, pretendiendo disminuir así la tensión producida por su peso. El nudo terminó sin embargo soltándose y Zahir cayó de espaldas a tierra desde unos seis o siete codos. Flexionó las piernas y rodó hacia atrás, para levantarse ileso de un salto. Inmediatamente echó una ojeada a los contornos de la fortaleza, a las casas desperdigadas, y salió corriendo por el campo hacia los taludes de la colina.

Bordeando Jabal al Muqattam por el Noreste, no se preocupó de evitar varios grupos de hombres a pie y alguno a caballo que se cruzaron en su carrera sin hacerle tampoco ningún caso. Llegó sofocado al campamento de Ashraf, donde el emir y todos los demás lo recibieron con admirado júbilo. Parecía increíble, pero el plan había funcionado. Por otra parte les había llegado la noticia de que en Qasr al Ablaq habían ocurrido varias muertes, enfrentamientos entre mamelucos de Shaaban y partidarios de Ibn Muzaffar.

Zahir explicó su versión directa de Qasr al Ablaq, aunque no sabía de sus prolongaciones, y sobre todo los recientes acontecimientos del harén, la salvación, al menos momentánea, del sultán, el fracaso de Umm al Fidai y su hijo, la oportuna reacción de los hombres de Mabruk y al Mawali. Luego amplió el relato en función de los detalles demandados, hasta que empezó a anunciarse el alba y a velarse la luna y llegó un mensajero a galope tendido desde Abu Rawash. Dijo que el ejército de más de siete mil hombres de at Tair entraba ya por los primeros barrios de la ciudad y era seguido a prudente distancia por los tres mil quinientos soldados que habían reunido Abu Hatim, Ibn Farid y al Khalili. Zahir supo que ya antes habían llegado otros jinetes que informaron del avance desde Heliópolis de otros mil mamelucos mandados por al Qadimi. Con ellos y las tropas de Ismail Rayhan podían sumar en total unos cuatro mil doscientos jinetes eficaces, aunque no todos mamelucos, y otros dos mil soldados de infantería y artillería ligera, sin contar con los mamelucos leales de Qasr al Ablaq y los de la guardia del sultán.

Ashraf dio la orden de avisar a Rayhan para que se dirigiera ya sin tardanza, como el mismo emir con los suyos haría, a las puertas de la ciudadela y entrar en ella como fuera. Allí verían qué había ocurrido al final y qué estrategia se podía seguir. Ojalá pudieran contar con fuerzas suficientes, neutralizar la probable oposición interior aún activa y dejar llegar a los asaltantes hasta las murallas. Ashraf calculó que podrían luchar contra at Tair sin mostrar demasiada presencia, para dejar que las puertas se abrieran como cediendo al empuje exterior. Se trataría de permitir una falsa irrupción triunfal demostrando debilidad, miedo o colaboración, para cortar el flujo de tropas en un momento determinado y volver a cerrar las puertas. Así el ejército de at Tair quedaría dividido. Los que entraran en el fuerte, probablemente con su jefe a la cabeza, serían masacrados intramuros, mientras que la sección externa quedaría desorientada y a merced de dos frentes desde la ciudad, que también acabarían con ellos.

El problema era, al menos, doble. Con el poco tiempo que ya tendrían, era necesario hacer llegar a los mamelucos de al Khalili y al Qadimi la orden clara de que se adelantaran dos grupos especiales de soldados (unos doscientos de los mejores hombres bastarían) para seccionar en un instante, fijado inequívocamente y por sorpresa, la entrada de asaltantes en la ciudadela. En cuanto a los que fueran a entrar en el fuerte con Rayhan y Ashraf antes de que llegaran los de Alejandría, ¿qué resistencia iban a encontrar? Si se les abrían las puertas sin dificultad, ¿qué garantizaba que controlarían la situación interior? ¿Y si había vencido la facción de Qasr al Ablaq contra Shaaban y ellos mismos caían en una celada semejante a la proyectada por al Muakhkhir?

El emir se lo preguntaba marchando con sus centurias a caballo hacia Bab as Silsila sin forzar el paso para confluir con el grupo de Ismail Rayhan, que tardaría más en alcanzar la ciudadela. Pensó que no había lugar a vacilaciones ni a estrategias concretas como la imaginada. Enviar mensajeros en tal sentido podría suponer una dificultad añadida, la ocasión de probables confusiones y retrasos, ya que los emires que llegarían por el Norte habrían dado para entonces otras órdenes. Lo mejor era esperar su acuerdo tácito, la combinación espontánea de movimientos y la resolución de los hábitos o la experiencia, contentarse con la toma completa de la fortaleza antes de que irrumpieran las tropas de at Tair. Si eso se conseguía, era probable que les sobraran a él o a Rayhan hombres suficientes para salir a tiempo de apostarse tras los muros. Ellos serían en ese caso los que podrían cortar las filas asaltantes en Bab as Silsila, o ya se vería si la batalla se libraba íntegramente fuera.

Aparecieron los hombres de Rayhan con algo de retraso por el camino de los viejos cementerios. Unos quinientos mamelucos se unieron a los del ya impaciente Ashraf y galoparon en bloque hacia los esquinados repechos donde se elevaba el fuerte. Dieron la vuelta a la derecha casi amaneciendo y aún temió el emir que los de Alejandría se hubieran adelantado. La explanada estaba sin embargo solitaria y sólo unos perros salvajes huyeron ante el tropel de los caballos. Ladraron con rabia contrariada; con broncos y desmedrados barruntos, bajo los atisbos violetas y los azules majestuosos del cielo.