20
La Subasta
L
a nueva casa de subastas de Sotheby's era un edificio blanco, moderno, situado en De Boelelaan, una zona justo al sur de la autopista A10, en la parte meridional de Ámsterdam. Henson había calculado que el trayecto iba a ser más largo y llegó antes de la hora. Atravesó con rapidez el control de seguridad, y anduvo paseando por el vestíbulo, mientras los cámaras y los reporteros se iban juntando en la zona del patio para supervisar los sitios más fotogénicos junto a los maceteros.
El interés que suscitaba aquella subasta era de escala internacional. El público auguraba que se alcanzaría un nuevo récord en la puja. La comisión de expertos había confirmado que todas las pruebas físicas iban a favor de la tesis —o al menos no la contradecían— de que el autorretrato de Van Gogh encontrado en el desván de Samuel Meyer en Chicago era sin duda obra del gran maestro. La composición de la pintura, las pinceladas, el lienzo, todo guardaba coherencia con el artista y su época. Al seguir la comisión aún reunida, evaluaron también el retrato que se encontró en la colección secreta de Toorn, y resultó confirmada su autenticidad: era el autorretrato del De Groot. Durante un breve período los coleccionistas de arte abrigaron la esperanza de que las dos obras salieran al mercado a la vez. Por la pareja, la puja podía ser astronómica, y el ganador se convertiría en uno de los coleccionistas más famosos de todos los tiempos.
Sin embargo, en los informes quedaba claro que el retrato encontrado en Chicago pertenecía a Jacob Minsky, mientras que la propiedad del De Groot seguía en entredicho. Posiblemente perteneciera a las Hermanas de la Divina Misericordia, pero en términos jurídicos la opinión más generalizada era que el gobierno de Holanda había pasado a ser el propietario legal en los años posteriores a la guerra, cuando los bienes de una serie de escuelas privadas desaparecidas pasaron al Estado. El gobierno alemán no había secundado la demanda presentada por un legislador, en la que argüía la existencia de recibos que demostraban que el Tercer Reich había adquirido la obra. En un periódico holandés se barajaba la posibilidad de que si semejante demanda llegaba a ser cursada ante los tribunales de la Unión Europea, Holanda se limitaría a devolver el dinero supuestamente pagado por la adquisición de la pintura, el equivalente a unos dos mil euros, nada comparado con su valor actual.
Una larga limousina negra se detuvo delante de la casa de subastas, y los fotógrafos reaccionaron como si hubiera llegado una estrella de cine. El chófer abrió la puerta, y Henson vio salir al abogado de Jacob Minsky, Weston, claramente disfrutando de la atención que recibía. Se volvió hacia el automóvil y se inclinó, con la elegancia de un cortesano del Barroco, para ayudar a salir a su cliente, expuesto a un aluvión de flashes. El viejo Minsky agitaba el brazo como un bate para quitárselos de encima. Henson, mirando la escena desde la ventana, se acordó del monstruo de Frankestein reaccionando ante el fuego, y se rió. El chófer y Weston rescataron a Minsky y lo empujaron abriéndole paso en la multitud. Cuando ya estuvieron dentro, llegó hasta ellos un camarero con una bandeja de copas de champán.
—No, gracias —dijo Minsky, mientras fijaba su atención en otro camarero, con una bandeja de botellas de agua mineral con gas.
Henson observó la escena, y hojeó después el catálogo. Junto con el Van Gogh se subastaban otros veinte objetos de arte, entre los que se incluían dos pinturas del modernista Theo van Doesberg, tres de George Vantongerloo, y varios grabados de futuristas italianos. Henson no estaba seguro de cuál era realmente la razón que lo había llevado a asistir a aquella subasta, aparte de que Sotheby's le hubiera enviado una invitación por indicación de Minsky. Su misión con respecto a aquella pintura había concluido. Aún seguían desaparecidas muchas otras obras de arte desde los pillajes de la Segunda guerra mundial, por no hablar de los demás conflictos que asolaron el mundo con posterioridad. Tal vez aquella subasta fuera un broche final. Por una vez se había llegado a una conclusión nítida. En lugar de haberse prolongado la controversia durante años, con las leyes de un país en constante litigio con las de otro, aquella vez la obra de arte se había restituido a su legítimo propietario. Quizá valía la pena celebrarlo con una copa de champán y una buena cena, y cargarse de energía para su viaje a Bielorrusia al día siguiente, para seguir la pista de unos relicarios medievales saqueados durante la invasión soviética de Eslovaquia.
La sala estaba abarrotada de coleccionistas, muchos de los cuales parecían conocerse entre ellos. Había dos jeques y una buena cantidad de japoneses haciéndose reverencias unos a otros.
—Esta vez te venceré —decía un hombre con acento de Texas al tiempo que daba un fuerte apretón de manos a otro hombre delgado y fibroso, que le contestaba de esa manera difusa y delicada con la que hablan los miembros de la clase alta inglesa. Por un momento, Henson pensó que aquel hombre era el príncipe Andrew, pero se dio cuenta de que era mucho más viejo. Posiblemente tuviera algún parentesco con la familia real.
—¡Joven! ¡Joven!
Minsky se separó del grupo de personas que lo rodeaban y se dirigió hacia Henson.
—¡Ha venido! ¿Eh? Me hace feliz. Es un gran día, ¿verdad? —Minsky miró alrededor como si hubiera perdido algo.
—Por la tarde se habrá convertido en un alguien muy rica, señor Minsky.
—Sí, es verdad —dijo él—. ¿Y qué haré con ese dinero? Míreme. Podría comprarme una cama mejor, pero no podría comprar el sueño de una noche entera, ¿eh? Me podría echar una novia como esa estrella de cine, Anna de los palotes, pero ¿y entonces qué? ¿Morir con las botas puestas? Parece que la cosa pierde la gracia si uno piensa que cualquier día se va a despertar muerto. Y no es que le tenga miedo a la muerte, entiéndalo.
Henson se sonrió.
—Creía que se lo iba a quedar. Me sorprendió un poco cuando me llegó la invitación.
—¡El seguro! ¡No se lo puede usted ni imaginar! Tendría que vivir en una caja de acero. Vincent estaba colgado en la habitación de mi tío Feodor donde todo el mundo disfrutaba de él, aprendía de él. Por eso he decidido venderlo. Una condición de la venta es que debe permanecer expuesto. Esta obra no me pertenece a mí, pertenece a la especie humana.
—Es usted un buen hombre, señor Minsky.
El anciano rechazó el cumplido agitando el brazo, de la misma manera que había rechazado antes los flashes de las cámaras.
—¡Tonterías...! El señor Pesopesado, mí abogado, dice que podría resultar perjudicial para el precio final. Y yo le digo que qué más da un millón arriba o abajo. ¡Bobadas! A él también le tocará su parte —Minsky cogió a Henson por la solapa y lo atrajo hacia sí. —Donaré el dinero a las sinagogas —susurró—. Esas que tienen el tejado en mal estado, y cosas así.
—Estupendo —dijo Henson.
—¡Punto en boca! O se me arrimarán como moscas.
Henson hizo el gesto de cerrarse los labios con una cremallera.
—Y cuénteme —dijo Minsky—, ¿dónde está la guapa señorita Goren?
—Se volvió a Israel hace ya unos meses.
—Yo pensé que trabajaba para usted.
—No. Ella tenía sus propios motivos para interesarse por el caso, y además su madre estaba muy enferma.
—Pero también la invité.
—Todo este asunto le resultaba muy doloroso.
Minsky asintió con la cabeza. Volvió a sujetar a Henson de la solapa.
—Por una mujer como ella —susurró el anciano—, hasta consideraría la posibilidad de morir con las botas puestas —y le guiñó un ojo.
Henson sonrió, enarcó una ceja y se encogió de hombros.
Bromeando, Minsky hizo que le daba un puñetazo.
—¿Qué te pasa, muchacho? Dejar escapar a una chica judía como ella.
—Probablemente tenga razón.
—¡Claro que la tengo!
Weston se acercó, acompañado de una anciana que llevaba un abrigo de marta cibelina y estaba relacionada con algún tipo de fundación.
El abogado dio a Henson un breve apretón de manos, y al instante ya todos rodeaban a Minsky.
Se me arrimarán como moscas, pensó Henson, que en ese momento se apartó del grupo, con la decisión de que le iría bien una copa de champán. Tal vez no había aprovechado sus oportunidades con Esther. ¿Y qué se suponía que tenía que haber hecho? Su propósito era convencerla de que formara parte de su equipo de trabajo, no conseguir una cita con ella. En cuatro ocasiones desde que se separaron en el aeropuerto de Schiphol, había intentado localizarla por teléfono. Una de las veces no obtuvo respuesta. Las otras tres, saltó el contestador. Posteriormente su secretaria le transmitió el mensaje que Esther había dejado para él en respuesta a su segunda llamada: «la señorita Goren dice, señor Henson, que agradece su propuesta. Es muy halagadora, pero que no ha cambiado de opinión.»
Seguían llegando pujadores, cuando apareció en la puerta de la sala de subastas un hombre vestido de esmoquin.
—Señoras y caballeros, empezaremos dentro de quince minutos. Prevemos que la jornada será larga, así que querríamos empezar con la mayor puntualidad posible.
Después, el hombre del esmoquin repitió lo mismo en francés, y había empezado a decirlo en alemán, cuando una mano envuelta en un guante de conducir color marrón tocó el pliegue interior del codo de Henson.
Supo instantáneamente que era Esther. Cuando la miró, sus ojos oscuros eran aún más bonitos de lo que recordaba.
—¡Dios mío! —dijo él— ¡Has venido!
Le apretó el brazo, lo atrajo hacia sí y le dio un breve y fuerte abrazo. Cuando acabó, él seguía oliendo el toque de colonia de limón junto a la oreja de ella.
—¡Qué gusto verte! —dijo Henson— Minsky acaba de preguntar por ti.
—No me decidí hasta el último minuto.
—¿Cómo está tu madre?
—Murió hace unos meses.
—Lo siento mucho.
Esther bajó levemente la cabeza y dijo:
—No sufrió.
—Me alegro.
—Tenemos que hablar —dijo ella, cogiéndolo otra vez del brazo.
—¿De qué se trata?
—Tiene que ser a solas. ¿Hay alguna sala privada?
Henson miró alrededor, tratando de localizar a algún camarero.
—Lo preguntaré.
Unos minutos después, un empleado de Sotheby's les abrió una habitación para ellos solos, situada en uno de los pasillos laterales, con la indicación de que cuando terminaran salieran por la derecha, ya que el tránsito por el resto del edificio estaba prohibido. Henson dio a entender que tenían que hablar en privado de su posible puja.
Esther, que iba vestida con unos pantalones negros estrechos y ajustados, y una chaqueta de cuero marrón, tenía el aspecto de haber salido corriendo del aeropuerto. Llevaba colgada al hombro una cartera de cuero. Al entrar en la habitación, Henson notó que estaba tensa, y ella se giró rápidamente en cuanto él hubo cerrado la puerta, como poniéndose en guardia. —¿De qué se trata? —le preguntó.
Por un momento pensó que los secuaces de Manfred Stock habían vuelto a aparecer y la habían amenazado.
Esther se sentó en una silla, al tiempo que se quitaba del brazo la bandolera de la cartera.
—Tienes que leer esto —dijo.
Puso la cartera sobre la mesa y le desabrochó los cierres de latón. Sacó un libro desgastado encuadernado en tela. Era del tamaño de una edición de bolsillo de las habituales en las grandes superficies. No tenía ninguna palabra escrita en el lomo ni en ninguna parte de la cubierta. De entre las páginas salían trozos de papel abarquillados, y el conjunto estaba atado con una goma elástica, que sujetaba también un sobre. Esther lo cogió y se lo entregó a Henson.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Léelo —dijo ella.
En el sobre, escritas a mano con letra inclinada, había estas palabras: «¡Te lo ruego! ¡Por favor, lee esto!».
Henson miró a Esther con extrañeza.
—Léelo —repitió.
Sé que me odias, y nada de lo que te diga podrá cambiarlo, pero antes de morir tengo que contarte toda la historia. No por mí, sino por ti. Te ruego, por favor, que leas esto. Es lo que te habría dicho si hubieras venido a verme. No te lo reprocho, pero es la razón de que recurra al correo. No me queda mucho tiempo. El cáncer ya me cerca el corazón. Dicen que debería ingresar en un hospital, pero no quiero morir allí, así que me quedaré en casa. Sé que no volveré a verte. Me lo merezco. Nunca me he mentido a mí mismo.
—Es tu padre —dijo Henson.
Esther empezó a decir algo, pero se le hizo un nudo en la garganta, apretó los labios y asintió con la cabeza. Henson movió la silla para tener más la luz sobre el papel.
Teniendo en cuenta que me quedan como mucho unos días, dos semanas quizás, debo poner en marcha una sucesión de acontecimientos. En lugar de entregarte este diario cara a cara, te lo mando por barco. Cuando haya hecho esa gestión, llamaré por teléfono a una persona para ocuparme de un asunto que arrastro desde hace cincuenta años. El gordo cabrón se sorprenderá cuando sepa que estoy vivo. Ojalá se muera del susto. Lo más importante es que salgan a la luz las cosas que te cuento en mi diario. Sé que harás lo que corresponde.
—El gordo cabrón ha de ser Toorn —dijo Henson—. Hay un registro telefónico de aquella llamada.
—Y luego Toorn se puso en contacto con Stock.
—Que mandó al matón de su hijo.
—Si yo hubiera llegado un poco antes... —Esther se cubrió la cara con las manos.
En el diario encontrarás una explicación completa de mi comportamiento, por el cual tu madre, la mujer más buena que jamás haya creado Dios, sufrió enormemente. Tienes que entender que por entonces la idea de que ambas sufrierais por esta historia me resultaba insoportable. Te podrían haber matado a ti, sólo por rencor hacia mí. Esa gente es capaz de cualquier atrocidad. Como judía debes saberlo. Sabes que siempre están ahí, al acecho, disimulados entre las multitudes, disfrazados de hombres normales.
Quisiera decirte tantas cosas que nunca seré capaz de hacerlo. Ni siquiera si estuvieras aquí; tengo el corazón tan lleno de remordimientos, de recuerdos y de presentimientos que ni mil años alcanzarían. Eras una niña preciosa, ¡mi adorada Esther Meyer! Sé que te has convertido en una belleza. Cuando te tenía en brazos solía imaginarme cómo serías cuando crecieras. Te parecerías a tu madre. Pese a toda la crueldad que sufrió en su vida, su belleza quedó incólume, nada ni nadie pudo arrebatársela. ¡Qué mujer fuerte! ¡Y tan fuerte! Nada la desmoronaba. Y luego tuve que alejarme de vosotras dos. Sufrí mucho. Sufría dormido y despierto, de noche y de día, pero sabía que tenía que ser fuerte, tan fuerte como mi Rosa, tan fuerte como yo esperaba que fuese mi niñita algún día.
Tal vez me odies por decirte esto, pero os quiero a las dos tanto, o quizá más, que el día que os fuisteis. Lo creas o no, es la verdad. Cometí errores terribles que no he sabido manejar bien, pero al menos los mantuve alejados de vosotras. Tuviste mala suerte en tu elección de padre, princesa, y haría cualquier cosa para cambiarlo, porque sé lo afortunado que he sido al tener una hija como tú, aun cuando sólo te tuve conmigo unos meses.
Había firmado «Tu padre», pero luego lo había tachado y había escrito «Samuel Meyer».
—Vaya —dijo Henson, en voz baja—. ¿Cómo la conseguiste? ¿Cuándo? ¿Estás segura de que es suya?
—Estoy segura —dijo, tras respirar hondo—. El diario lo demuestra.
—¿Pero cómo la conseguiste? ¿Te llegó por correo? ¿Por qué tardó tanto?
Esther se retiró el pelo de la cara.
—Mi padre no sabía que iba a verlo hasta que lo llamé desde el aeropuerto. Ya me había enviado el paquete, a la atención de Rosa Goren, a la residencia donde estaba confinada, y la enfermera debió de guardarlo en el armario o en algún sitio. Mi madre murió unas seis semanas después de mi regreso de Ámsterdam. Empaquetaron todas sus cosas y las guardaron en una caja, y yo... Bueno, no tuve fuerzas para abrirla hasta pasadas unas semanas, unos meses realmente. Mi madre no tenía nada en la residencia. Tenía... —Esther se interrumpió y volvió a respirar hondo— ...un caballito de cristal, pero alguien se lo llevó, así que sus únicas pertenencias durante el tiempo que estuvo internada eran una fotografía mía y algo de ropa. Estuve a punto de deshacerme de la caja, pero en el último momento me decidí a ver qué había.
Henson asintió con la cabeza, dejó la carta sobre la mesa y le puso las manos en los hombros. En un gesto de impotencia, extendió las manos con las palmas hacia arriba y después se estrujó los dedos. No dijo nada ni lloró, pero que se quedó un rato con la mirada baja, fija en el espacio entre las rodillas.
—¿Puedo ver el diario? —preguntó Henson, con delicadeza.
—No es un diario en realidad —dijo ella—. Escribió una explicación de su historia justo cuando llegó a Estados Unidos. Luego lo completó hacia el final de su vida.
Esther siguió retorciéndose los dedos de las manos mientras resumía la historia de Samuel Meyer.
Nació en Metz, su padre era cocinero y el joven Samuel pasó los primeros años de su vida en la Renania ocupada por los franceses. Fue una zona conflictiva en el período de entreguerras, pero la familia Meyer permaneció allí incluso después de que volvieran a ocuparla los alemanes. Más tarde, los nazis empezaron a perseguir a los judíos y a desposeerlos de sus propiedades. Como era un hombre joven y robusto, un poco más alto de lo normal para su edad, lo separaron de sus padres para mandarlo a un campo de trabajos forzados. Huyó del tren con otro chico. Les dispararon y los persiguieron con perros. Cuando el otro chico tropezó y cayó al suelo, Meyer miró ladera abajo y vio que un policía incitaba a los perros para que lo destriparan. Samuel corrió sin parar durante horas, hasta que salió el sol y casi hasta que volvió a ponerse, cuando por fin cayó exhausto en un prado y tuvo pesadillas en las que se oían ladridos de perros sanguinarios.
Pero había logrado escapar, y caminó hacia el norte. Cruzó primero Bélgica y terminó en Holanda. Para cuando llegó a Beekberg, según cuenta en el diario, se había convertido casi en un animal. Dormía en las zanjas o debajo de los puentes. Se escondía de día y se desplazaba por la noche. Robaba ropa de las cuerdas de tender y comía pienso para gallinas, raíces o lo que hubiera en los cubos de basura.
Fue en ese estado infrahumano como lo encontraron dos monjas de las Hermanas de la Divina Misericordia, dormido junto a un muro de piedra.
Una hablaba francés. Le dieron unas galletas y le ofrecieron alojamiento, pero él había visto demasiado, sabía lo que los nazis eran capaces de hacer y tuvo miedo. Huyó de ellas corriendo, pero regresó al mismo lugar al día siguiente. Las monjas no volvieron a aparecer, pero se sintió atraído por el olor a comida que venía de la escuela De Groot, así que permaneció escondido y esperó a que se hiciera de noche para acercarse. Llevaba meses viviendo como un ermitaño. No había hablado con nadie, aparte de las dos hermanas, pero ellas le habían despertado el deseo de volver a estar entre la gente. Aun a riesgo de su vida, empezó a aceptar la caridad de las monjas y de algunos agricultores de la zona. Acabó armándose de valor para presentarse al director del museo De Groot y pedirle trabajo.
El director salía a veces del museo para darle pan y queso, o leche y algunos trozos de conejo. Los Países Bajos estaban en poder del Tercer Reich, y la guerra estaba en pleno desarrollo. Nadie vivía bien, pero el director compartía lo que podía y le advirtió de que su ayudante, el joven Gerrit Willem van Toorn, era miembro del partido nazi holandés. Toorn había visto a Meyer unas cuantas veces, pero el director le había dicho que Meyer era retrasado, el hijo ilegítimo de una lavandera que llevaba años viviendo en el campo sin hacerle daño a nadie. El director pensaba que Toorn era un bravucón, un gordinflón que intentaba demostrar su virilidad. Le dijo a Meyer que Toorn no era peligroso, pero que algunos de sus amigos sí, por no mencionar a sus colegas alemanes.
El director descubrió lo peligroso que Toorn podía ser cuando lo delató por haber ocultado que su esposa fuera de ascendencia judía. Él y toda su familia desaparecieron para siempre en Bergen-Belsen. Ante la comunidad, Toorn mostró sorprendido de que hubieran lo detenido, como si no fuera con él, aunque jamás dejó que hablaran del ex director sin mencionar su sangre judía. El director, en realidad, no era judío, pero muchos creyeron que lo era como única explicación lógica de que hubiera sido «trasladado».
Meyer pensó en huir, pero en aquellos momentos era demasiado peligroso moverse por la campiña. Toorn, que creía que Meyer era retrasado mental, lo amenazaba a menudo con la misma suerte que el director y le arrojaba los restos de la comida, como un granjero que alimenta a sus cerdos. La imagen de los perros que despedazaban al chico que huyó con él ocupaban toda su imaginación. Siguió haciéndose el retrasado, hasta que una tarde Toorn lo pilló leyendo el periódico detrás de un seto. Desesperado, Meyer le suplicó que no lo delatara. Se inventó el cuento de que en Vichy lo buscaban por apuñalar al marido de su amante. Meyer había captado muy bien la naturaleza de Toorn. A aquel gordo le gustaba controlar a la gente. Era como si le hubiesen dado un látigo con el que obligar a Meyer a pasar por el aro.
Al principio, lo trató mejor, probablemente mientras decidía cómo utilizarlo. Luego, una noche que estaba borracho después de que lo insultara uno de los jerarcas nazis locales, despertó a Meyer, que dormía en el cobertizo de las herramientas, y con la cara cubierta de sudor y brillante en la oscuridad, le ordenó que matara a un hombre, a un tal Piet Hoom.
Tú sabes de puñaladas, le dijo. Métele una puñalada. Haz que parezca obra de los judíos o de los comunistas. Córtale la lengua a ese Piet. Sácale los ojos. Tráeme sus testículos. Sí, eso, los testículos.
Meyer accedió, sólo para aplacarlo un tiempo. No sabía cómo se mataba a un hombre. Pero a la mañana siguiente, Toorn insistió, y Meyer fingió saber más de los entresijos de una venganza de lo que en realidad sabía. Convenció a Toorn de que sería una más dulce hacer que Piet cayera en desgracia, exponerlo ante todos como un traidor y dejar que los alemanes se ocuparan del resto. Si Piet resultaba asesinado, le dijo Meyer, aparecería como un héroe, como un mártir, y además podían levantarse sospechas sobre Toorn. En un primer momento, Meyer se dijo a sí mismo que inventaba todos aquellos argumentos porque era incapaz de cometer un asesinato, pero supo que si Toorn insistía, matar a un hombre como Piet Hoom podría ser no sólo un acto de justicia, sino incluso un placer.
Toorn aceptó el plan y felicitó a Meyer por «pensar como un judío». Escondieron un aparato de radio en el piso superior del granero de Hoom. Era una radio vieja que ya no funcionaba, pero Meyer la limpió y la puso detrás de una hilera de canastos de recolección de la cosecha. Delante de su esposa, Hoom fue ejecutado por el pelotón que encontró el aparato, mientras suplicaba por su vida e insistía en que no había visto nunca aquella radio y en que jamás había actuado como espía de los aliados. La mujer y los hijos permanecieron un tiempo en prisión, luego los soltaron. Unas semanas después, Toorn (borracho otra vez) se sintió insultado por el nuevo comandante de su pequeño grupo de fascistas de Beekberg. Mediante una carta anónima, consiguió que lo mandaran a un campo de trabajos forzados, aunque esta víctima sobrevivió a la guerra.
Meyer abrigó la esperanza de quitarse de encima a Toorn mediante una carta parecida, pero aquel gordinflón era también su protección. Era el diablo al que Meyer le había vendido el alma. Toorn podría arrebatársela en cualquier momento, pero mientras Meyer le resultara útil, esperaría. Meyer abominaba de sí mismo. Había caído tan bajo que se había convertido en el criado quejumbroso que se ocupaba del ataúd de Drácula para luego darse un festín de insectos. Llegó el día en el que a Toorn se le ocurrió que sería útil para su carrera delatar a unos cuantos judíos más. Las SS habían requisado la mansión De Groot y la habían convertido en un centro de interrogatorios. La intención era depurar la zona y eliminar cualquier foco de resistencia. Toorn consideró que unos cuantos soplos allanarían su relación con los alemanes. Meyer le dio los nombres de un par de partisanos comunistas. Eran adolescentes y los mataron en la plaza pública junto con sus padres.
En aquellos momentos, los Aliados tenían posiciones firmes en el continente. Sus aviones cruzaban el espacio aéreo. Las tropas alemanas iban y venían por las carreteras que llevaban a Francia. Al final, Meyer ya no pudo retrasar más su traición. Le dio a Toorn el nombre de un hombre que le había arrojado un adoquín mientras él pedía limosna junto a una vaquería. Con esto había vendido a un judío, y el odio que sentía hacia sí mismo se tornó en una insomne obsesión por encontrar alguna manera de huir, algún modo de tener a Toorn en sus manos como Toorn lo tenía a él. Matarlo no habría sido difícil, pero lo ponía en riesgo cuando era sólo cuestión de tiempo que los Aliados llegaran allí, o que los alemanes se rindieran como habían hecho en la Primera guerra mundial. Además, una ejecución sumarísima habría sido algo demasiado simple para alguien tan intrincadamente malvado como Toorn.
Una tarde llegó un camión cargado de obras de arte procedente de la estación de trenes. El ferrocarril sufría continuas interrupciones y cambios constantes de ruta, así que decidieron guardar provisionalmente los objetos en el museo De Groot hasta que pudieran evacuarlos a Alemania. El coronel Stock de las SS sospechaba al principio de aquel hombre asqueroso y sucio que dormía en el cobertizo de las herramientas, pero Toorn negó que Meyer fuera judío y le dijo a Stock que era un retrasado mental que había vivido siempre en la propiedad ocupándose de pequeñas reparaciones y otras labores físicas. Al cabo de un tiempo, los alemanes apenas notaban la presencia de Meyer. El escuchaba tras las puertas y bajo las ventanas entreabiertas. No tardó en darse cuenta de que había una conspiración entre varios oficiales que planeaban desviar gran parte de las obras de arte. Concretamente el mariscal de campo Goering tenía previsto situar en el centro del nuevo imperio alemán una colección de todo el arte objeto de pillaje. Heinrich Himmler pensaba erigir un enorme museo en honor a una raza desaparecida, la judía, e incluir en él urnas con la Torá, Menorahs y otros valiosos objetos judaicos. Los conspiradores, entre los que se contaba Stock, creían que podían mandar bastantes obras de arte a Alemania, de tal manera que en Berlín no se dieran cuenta de las que habían desaparecido en el trayecto. Meyer anotó los nombres de los conspiradores y escondió la lista en el dobladillo de la chaqueta. Cada vez que desembalaban alguno de los objetos de arte, lo estudiaba con detenimiento.
Henson interrumpió de pronto la narración de Esther.
—Esos eran los nombres escritos al dorso de la fotografía de los Cubs de 1929, ¿me equivoco?
—Sí, esos nombres aparecen enumerados aquí, en el diario.
—¿Hay alguna explicación de los números que escribió en el reverso de la fotografía? —preguntó Henson—. Los hemos analizado una y otra vez, y no hemos llegado a ninguna conclusión. Podrían ser números de cuentas bancarias en Suiza, o quién sabe. Uno de nuestros criptógrafos sugirió que podría ser el código de un libro, pero que tendríamos que saber qué libro servía de base.
—Pues lo siento —dijo Esther—, hasta hoy no he encontrado ninguna explicación, me faltan elementos.
—Vale. ¿Y menciona en algún momento el Van Gogh?
Esther prosiguió. Daba la impresión de que contar la historia le producía cierto alivio.
Aunque el coronel Stock y sus hombres podrían haber saqueado fácilmente el De Groot, en el museo no había nada realmente digno de mención, salvo el Van Gogh, y tal vez estaban cautivados por las obras maestras de períodos anteriores. Al fin y al cabo, Van Gogh era uno de esos artistas decadentes que habían destruido el arte y habían socavado la civilización de Occidente. Toorn, sin embargo, había dicho que tenía miedo de que los Aliados bombardearan el edificio o se apoderaran del cuadro de alguna manera. Sugirió que el autorretrato podía venderse al Tercer Reich y que él y Stock compartieran las ganancias. Entre tanto, pensaba sustituir el cuadro del museo por una de sus imitaciones. Se había pasado años tratando de pintar como Van Gogh, y estaba seguro de que alguna de sus copias pasaría inadvertida a ojos inexpertos. Además el cuadro sería embalado para protegerlo de los avatares de la guerra, así que no lo verían hasta después de hacer retroceder a los Aliados o firmar algún tratado. Meyer escuchaba aquellas conversaciones y se regocijó de haber fortalecido en Toorn la idea de que sólo Van Gogh sería capaz de reconocer la diferencia entre sus originales y las falsificaciones de Toorn. A Stock no le entusiasmaba la propuesta, pero la idea prendió en él —tal vez no tuviera la más mínima intención de que Toorn llegara a recibir dinero —, y estableció el contacto con Berlín.
Meyer urdió su venganza. Toorn y Stock embalaron el Van Gogh del De Groot para transportarlo, pero como los trenes tenían muchos problemas por los bombardeos de los Aliados y por los partisanos que levantaban los raíles, iban a tardar al menos una semana en cargar la siguiente remesa. Las cajas quedarían almacenadas en la antigua cochera.
Dos días después, mientras la mayor parte de los soldados estaban concentrados en la detención de cinco partisanos, Meyer se coló en la cochera. Había cajas apiladas por todas partes, y muchas tenían el tamaño de la que contenía el autorretrato del museo De Groot. En la última semana habían llegado varios camiones grandes cargados de objetos de arte desde París y el sur de Francia. Había varias reutilizables, con pasadores y bisagras, pero muchas estaban claveteadas. Al tocar una de ellas notó que ya alguien había aflojado los clavos. Toorn o Stock, o quizás algunos soldados, habían hurgado allí. Meyer estaba atónito por la cantidad de pinturas que había, y pese al peligro, se quedó en la cochera bastante rato. Al final, vio un embalaje apoyado contra la pared, con una etiqueta de papel a modo de sello en un lateral, en la que ponía: «Retrato de Van Gogh, Arles». El corazón empezó a latirle más deprisa. La suerte estaba de su parte. La etiqueta estaba ya medio despegada por la humedad. La quitó y cambió el retrato que estaba dentro del embalaje por una de las copias de Toorn. Dio por sentado que cualquier experto de verdadero mérito sería capaz de apreciar a simple vista la diferencia, y entonces Toorn resultaría acusado de engañar al Tercer Reich.
Tenía el perfecto escondite para el auténtico Van Gogh. La escalinata que llevaba a la parte delantera de la casa estaba flanqueada de unos barrotes columnas de hierro incrustados en el cemento, que en otro tiempo habían sido la base de una serie de verjas y luego se habían usado para atar los caballos. Los remates tenían forma de piña. Meyer aflojó una y la esmaltó de negro. El interior hueco del barrote estaba seco y limpio. Enrolló el lienzo en un hule y lo metió dentro, volvió a poner el remate en su sitio y le dio unos golpes laterales con una piedra para fijarlo bien. Cuando terminó la labor, el esmalte actuó como pegamento. Casi veinte años después, cuando volvió a buscarla, tuvo que utilizar un mazo para quitar el remate, pero el Van Gogh estaba sano y salvo en el interior. En aquel hueco no había entrado ni el polvo.
—Un minuto —dijo Henson—. Entonces el autorretrato del De Groot nunca dejó de estar en posesión de Toorn. El retrato que Meyer se llevó de la columna años más tarde era el de Feodor Minsky.
Esther sonrió.
—Exactamente. Samuel Meyer abrió el embalaje equivocado.
—Y lo que hizo fue sustituir el autorretrato de Minsky por una de las imitaciones de Toorn.
—Pero Toorn había embalado otra de sus imitaciones para quedarse con el De Groot.
—¿Y las dos imitaciones se quemaron?
—Por increíble que parezca...
Henson chasqueó los dedos.
—¡Pero no! Están los recibos de Berlín. Quizá estos recibos no fueran falsos. Tal vez los alemanes pensaron que el retrato del De Groot, es decir, la imitación de Toorn, logró llegar hasta Berlín. Después, se perdió, se destruyó en los bombardeos o cuando los rusos entraron en la ciudad.
—¡Sí! —dijo Esther—. Pero Toorn creía que se había quemado en Holanda. Toorn nunca supo nada del autorretrato de Minsky.
—¿Cuántos autorretratos pintó Van Gogh? —preguntó Henson— ¡Ufff!
Stock recibió la orden de escoltar en persona las obras de arte hasta Berlín, en un plazo de dos días, pero le temblaban las manos y estaba confuso. Los Aliados se acercaban. Desde Alemania llegaban historias espeluznantes sobre el castigo que Hitler imponía a quienes habían conspirado con el conde Von Stauffenberg para asesinarlo, y las denuncias continuaban mientras toda señal de traición era cortada de raíz. Stock tenía claro que no deseaba regresar a Berlín en aquel momento pero, ¿por qué no? Podría haber formado parte de la conspiración para matar a Hitler, pero Meyer no lo creía. Stock era demasiado devoto de la causa. Tal vez Stock estuviera implicado en el robo y sustracción de obras de arte. Tal vez fuera amigo o compañero de promoción de alguno de los conspiradores; eso habría sido suficiente para estar en la lista de castigados.
Fuese por lo que fuese, Meyer nunca llegó a saberlo con certeza. Ayudó a un sargento a llenar el camión con las obras y, para su sorpresa, le ordenaron que subiese a la parte trasera. Nunca escoltaba los cargamentos de arte hasta la estación, por lo que supuso que Stock le pegaría un tiro al final del trayecto. Decidió que huiría cuando el camión se adentrase en un bosque que había más allá del campo abierto. Allí había un cruce, y el camión tendría que aminorar la marcha. Cuando el camión se puso en camino se oía el fragor de la batalla. Los británicos atacaban Beekberg. Meyer se contrajo ante aquel sonido. Tenía la salvación a escasos kilómetros, pero lo más probable era que no la alcanzase jamás.
El camión iba a toda marcha por el camino de tierra, con Meyer dentro, expuesto a los golpes de las cajas que botaban de un lado a otro. Logró agarrarse a la parte superior de una, parecida a un ataúd, que no se movía tanto como el resto, en cuyo interior iba una estatua de mármol del dios Pan.
El rugido del motor amortiguaba cualquier otro sonido, y Meyer se preguntaba cómo abrir la puerta de atrás, cuando, de repente, otro rugido más intenso surcó el aire. Aparecieron agujeros en el techo y saltaban astillas de la madera. Lo habían herido en el antebrazo y sangraba. Los ametrallaban. El rugido del caza se alejó y Meyer pasó a gatas por encima de las cajas que chocaban entre sí, con la ilusión de abrir la puerta de atrás de una patada. Pero el camión daba bandazos y perdía velocidad. Casi había llegado a la puerta cuando el camión se estrelló y se cayó impulsado hacia la cabina. La puerta se abrió de golpe como la tapa de una caja de sorpresas, y Meyer se dio cuenta de que el camión se había metido en una zanja al borde del camino. Cuando se puso de pie, vio a Stock tumbado más atrás, en la carretera. Debía de haber saltado o se había caído del camión. Meyer lo vio moverse, apuntar con la pistola y luego desmayarse. Se bajó de un salto y corrió como había corrido cuando se escapó del tren, casi dos años antes. Cuando por fin se desplomó en una zona boscosa, vio la columna de humo que ascendía del camión en llamas.
Su primer impulso fue correr hacia las líneas británicas, pero luego se dijo que habría muchas tropas alemanas donde estuviesen los Aliados. Se marchó hacia el sur, siguiendo al revés el mismo itinerario que en la huida anterior, solo que continuó hasta la Francia de Vichy, y al final consiguió el estatuto de refugiado. Para lograrlo mezcló verdades y mentiras. Sostuvo, por ejemplo, que la fea cicatriz que tenía en el antebrazo se debía a que se había quemado el odioso tatuaje que lo identificaba como fugado de un campo de concentración.
—¿O sea que nunca fue un superviviente de los campos? —preguntó Henson.
Esther negó con la cabeza.
—Pero nunca dejó de creer que lo perseguían. En su diario escribe que siguen en activo, enriquecidos por el oro, las joyas y las obras de arte que robaron, que le pasan dinero a los enemigos de Israel, que financian sociedades secretas de arios y muchas otras cosas. Hay más de veinte páginas en las que desvaría sobre todo esto. Veía indicios de la conspiración en todos los acontecimientos importantes que aparecían en la prensa.
—Se volvió paranoico, ¿me equivoco?
Esther lo fulminó con una mirada recelosa.
—¿No tenía motivos?
—Tenía motivos sobrados. Lo raro habría sido que no cayera en la paranoia.
—Exacto —dijo ella—. Demasiadas heridas en su mente. No se fiaba de nadie.
Henson asintió.
—Pero podría haberlos delatado. ¿Es que no vio los juicios de Nuremberg, y los de Eichmann y Klaus Barbie? ¿Cómo pudo callar todos esos años?
—Me lo he preguntado mil veces, Martin. Cuenta que una vez se acercó a los tribunales federales de Chicago con el Van Gogh y vio a un hombre apearse de un taxi. Entonces supo que lo seguían.
—¡Pero si vivió durante décadas en la misma casa!
—Cuando leas su relato, te darás cuenta de que en su universo todo tenía una lógica de hierro. No tenía nada que ver con la lógica de la vida real, pero para él, la tenía —Esther movió la cabeza y bajó la vista hacia la mesa. Henson silbó.
—¿Qué secuelas habrá tenido la acusación del Gobierno cuando lo confundieron con Meyerbeer?
—Le afectó definitivamente, como era de esperar —dijo Esther—. Creyó que los conspiradores que medraban aquí querían llevárselo otra vez para allá.
—¿Por qué no se fue a Israel con tu madre? Seguramente... no, eso sería demasiado razonable. La verdad es que no sé cómo me afectarían todas esas cosas a mí —Henson se quedó pensativo—. ¿Dice por qué se fue tu madre?
Esther tardó un rato en recobrar la compostura y después, tras respirar hondo, dijo:
—Dice que cortó todos los lazos con sus sentimientos. Tenía que asegurarse de proteger a la mujer que amaba.
—Le dijo que era Meyerbeer.
—No —dijo Esther—, le dijo que el embarazo la había vuelto horrible. Le dijo que...—Esther tenía un nudo en la garganta— ...que no quería que yo naciera. Que tenía una rubia embarazada de gemelos y que la acusación de que era Meyerbeer la había urdido el marido de ella para vengarse. Dice que llegó a enseñarle una foto de una mujer que ni siquiera conocía.
Henson movió la cabeza para mostrar su incredulidad.
—¿Pero es verdad todo eso? ¿No lo escribiría para que tú lo leyeses?
—Mi madre no tendría que haberle creído, pero le creyó. Había pasado por peores situaciones, ¿sabes? Para ella, la felicidad, el amor, la fe eran un interrogante. Siempre esperaba el fracaso.
—Apuesto a que tú no tenías dudas sobre la felicidad, el amor y la fe.
Henson le tocó la mano, creyendo que se vendría abajo, pero Esther se contuvo. Luego, las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Al cabo de unos minutos se enjugó el llanto y dijo:
—Creo que me quería dar su versión de los hechos y, tal vez, quería darme el Van Gogh para protegerme. Cuando me negué a visitarlo, decidió revelar todo lo que sabía, y entonces enviaron al hijo de Stock.
—Quizás desease que supieras quién era en realidad.
—No deberíamos perdernos la subasta —dijo ella.
—Minsky preguntó por ti, creo que está enamorado.
—Bueno, es un hombre adorable —dijo con una sonrisa—, pero tienes que ver esto antes —dijo, con el testimonio de Meyer en la mano.
—Lo leeré más tarde —dijo Henson.
—No, mira los recortes. Aquí hay algo.
Henson retiró las gomas elásticas y extrajo un recorte de papel satinado. Había impresa una fotografía en blanco y negro de un cuadro. Una mujer con el torso desnudo y unos pantalones embolsados estaba tumbada boca arriba. El pie de foto rezaba: Odalisca con pantalones rojos, Henry Matisse. Le dio la vuelta y comprobó por el trozo de texto que veía que el recorte procedía de un libro de arte o de un catálogo.
Sacó otro recorte, en papel más barato, también en blanco y negro. Esta vez se trataba de un típico Van Gogh: un jarrón de flores. La firma del artista, «Vincent», estaba en la esquina inferior.
—¿Otro «trabajito» de Toorn? —preguntó Henson.
—Sigue mirando —dijo Esther.
La siguiente fotografía era una postal vieja y amarillenta, en la que se veía a una mujer bosquejada en tonos pastel, con rasgos parecidos a Esther. En el reverso ponía: Edger Degas, Gabrielle Diot, 1890. Había otros seis o siete recortes de libros, periódicos, incluso había un calendario de 1935. Henson miró a Esther en busca de una explicación, pero el último recorte que sacó lo dejó aturdido. La fotografía no era buena, la tinta se había difuminado con el paso del tiempo, pero Henson aún lo reconocía.
—Este es un Matisse, como el otro. ¡Se trata de la Mujer sentada en una silla, de la colección de Paul Rosenberg!
—Acertaste —dijo Esther—, te habrás dado cuenta también de que pone «P. 123».
—Placa o ilustración 123 de algún libro. ¡Santo cielo! Los números que había en el reverso de la fotografía de los Cubs.
—He pensado en eso, pero no estaba segura.
—Este cuadro se lo robaron a Paul Rosenberg en París. Era uno de los principales coleccionistas del período de entreguerras. Teníamos una pista sobre esta obra el año pasado, pero no nos llevó a ninguna parte. Está desaparecida desde que la robaron los nazis.
—Dos de las fotografías son de la colección Bernheim Jeune, que también fue saqueada. Cada uno de estos recortes es una obra que desapareció durante la guerra y nunca ha sido localizada. Meyer vio todas esas obras, las recordaba y juntó todos estos recortes para mí.
—Debió de hurgar en unas cuantas bibliotecas polvorientas.
—Pero las vio en Beekberg durante la guerra. Apuesto a que parte de esas estadísticas de bateo que están en la parte de atrás de la fotografía son números de ilustraciones y números de página.
—Los demás números podrían ser nombres codificados o iniciales que se corresponden con los «jugadores» más evidentes. Esto podría destapar más de un nido de arañas. ¿A saber adonde podría llevarnos?
—A más que una simple conspiración Van Gogh —dijo Esther.
Henson se sentó y guardó silencio, con la mirada fija en los recortes.
—Tengo que llamar a Washington —dijo, cerrando el libro con la banda elástica—. Pero ante iremos a ver a Jacob Minsky. No quedan muchos de su edad, y estoy seguro de que será una recompensa para ti el verlo.
—Eres un chulo puta. No trates de deshacerte de mí. Sin mí, nunca encontrarás nada.
—Entonces, ¿aceptas el trabajo?
—Se lo debo a mi padre— dijo Esther.
Mientras Henson le abría la puerta, pudo oír la voz estentórea del subastador:
—...en la actualidad propiedad de Jacob Minsky. La venta está sujeta a la condición de que la obra permanezca expuesta en permanencia. El umbral de la subasta comienza en ocho millones de euros. Sí. ¿Quería decir algo, señora? Sí. También se aceptan pujas telefónicas...
Esther reconoció al hombre calvo y delgado que observaba la venta del cuadro de su tío. Parecía divertirse. El dinero lo tenía sin cuidado. Muy pronto, miles de personas tendrían la oportunidad de ver la pintura y tratar de escuchar lo que Vincent había dicho con ella. Como si presintiera su presencia, Jacob Minsky eligió ese preciso instante para mirar alrededor y vio a Esther. La saludó con la mano y le regaló una amplia sonrisa. Ella sintió un nudo en la garganta y le devolvió la sonrisa.