7
Persona Non Grata
E
n la sala de conferencias que la policía de Chicago había requisado temporalmente al hotel tras el tiroteo, un agente del FBI, el detective Aarón Thomas y un hombre del Departamento de Estado, recién llegado, discutían de pie, en un círculo. En la mesa alargada, en el otro extremo, estaba sentada Esther, quien dejó de observar un barco que pasaba por el lago Michigan, y volvió la cabeza. Miró a Henson, que se acariciaba con cuidado el vendaje que le rodeaba el cuero cabelludo y él frunció el ceño. Un centímetro más abajo y la bala le habría entrado en el cráneo en lugar de arrancarle una tira de piel y pelo.
—No creo que a nadie le importe un bledo saber por qué está en Chicago —dijo el detective Thomas—. Sólo queremos que desaparezca.
El hombre del Departamento de Estado, que llevaba una pajarita, miró por encima de las gafas de leer.
—Sería un asunto grave que el gobierno israelí hubiese falseado las actividades de la señorita Goren en Estados Unidos —se volvió para dedicarle una breve sonrisa a Esther—. Por supuesto, estamos seguros de que las buenas relaciones entre Estados Unidos e Israel no permitirían que tal eventualidad se produjese. Desde luego que sería un grave malentendido.
—Señores... —dijo Henson.
El agente del FBI no le hizo el menor caso.
—Si hay terroristas activos en Chicago, queremos identificarlos. Queremos saber quiénes son. Queremos enterarnos de todo lo que ella sepa.
—¡Señores! —dijo Henson con más convicción—. ¿Han conseguido hacer esa llamada?
—No ha sido posible hablar con el Fiscal General —dijo el agente del FBI—, pero él es mi jefe, no el suyo.
—¡Hagan el favor de escucharme! —pidió Henson—. Ya he explicado de qué se trata todo esto. Somos un grupo de trabajo internacional que localiza obras de arte saqueadas. Aarón, tú lo sabes, explícaselo a ellos.
—Oye, mira —dijo Thomas—. Uno, tengo un camarero muerto. Dos, tengo a una anciana en estado crítico porque cayó en el fuego cruzado entre tu hombre y el guardia de seguridad.
—¡No era el hombre de Martin! —gritó Esther.
—Entonces sería de usted, lo que es todavía peor. ¿Por qué la persiguen, señorita Goren?
—¿Cómo diablos va a saberlo? —dijo Henson—. Podría tratarse de una coincidencia. Tal vez no vaya detrás de ninguno de nosotros dos.
—Todos los disparos iban dirigidos a ella —dijo Thomas—. El individuo no trataba de sembrar balas por doquier. Cuando la señora se metió debajo del piano, disparó sólo hacia allí. A ti no te disparó directamente.
—Tal vez creyó que ya me había dado.
—¿Y entonces por qué siguió perdiendo el tiempo con la señora?
Esther se irritó.
—¿No es usted una señora? —dijo Thomas.
Henson se interpuso.
—Tiene que ser el mismo que mató a su padre. ¿Has considerado la posibilidad de la Mafia? ¿Has investigado a Samuel Meyer en ese sentido?
—¿Me tomas el pelo? —dijo Thomas, y se volvió hacia el hombre del FBI— ¿Está la Cosa Nostra metida en esto?
—¿Pero qué dices, hombre? El tipo hablaba alemán —dijo el agente del FBI—. No sé nada de...
—¡Es una guerra de mafias chinas! ¡Se trata de un marido celoso! No lo sabemos —dijo Henson, llevándose las manos a la cabeza—. Me limito a enumerar posibilidades.
Esther le tocó el hombro.
Una agente del FBI abrió la puerta y le entregó unas fotografías a su compañero, que se giró y las plantó encima de la mesa, delante de Esther.
—¿Y bien? —le preguntó.
Ella miró las borrosas fotografías en blanco y negro, procedentes de las cámaras de seguridad. Ahí estaba el tipo corpulento, disparando hacia abajo. En varias fotos la cara quedaba oculta por los helechos o por el fogonazo que salía por la boca del arma. En las otras, no se le podía reconocer, pero los guantes oscuros y el traje parecían ser los mismos, al igual que el cabello rubio.
—No estoy segura del todo. Parece el hombre al que mi padre llamaba... Stock.
Ella dudó si decir «coronel Stock», pero de inmediato pensó que eso les llevaría otra vez a pensar que algún gobierno extranjero estaba detrás de todo aquel asunto.
—Espero que hayáis establecido todos los contactos —dijo el agente.
—Sabes muy bien que sí —dijo Thomas—. Difundimos la descripción de ese cabrón tan sólo quince minutos después de que dejara de disparar.
El hombre del Departamento de Estado inclinó la cabeza para examinar a Esther por encima de las gafas.
—¿Y usted nos garantiza que no descubriremos que el tal Stock pertenece a Hamás, a al-Qaeda o a otra organización similar? No descubriremos que anda detrás de usted, ¿verdad?
—¡No intente echarme a mí la culpa de esto! ¡Vine a Chicago a visitar a mi padre! —gritó Esther—. Tráiganme a alguien del consulado israelí inmediatamente. ¡Inmediatamente!
Golpeó la mesa con el puño cerrado y sintió un dolor en el pecho. Henson estiró la mano y le dio un apretón en el antebrazo. Esther se arrellanó en el asiento.
—Puede estar tranquila —dijo el hombre del Departamento de Estado—, mis compañeros están en contacto con su embajada. El embajador mismo está al corriente de la situación.
—¡Perdón! —dijo Esther con sorna— ¿Decía usted algo? ¡Perdone si prefiero que me lo diga él mismo!
En medio del silencio que se produjo tras el arrebato de ella, sonó un teléfono móvil. Contestó la agente del FBI y luego se llevó a su compañero al fondo de la sala que volvió moviendo la cabeza de un lado a otro, se paró y lanzó una mirada hostil hacia Henson y Esther.
—Que tenga buen viaje de vuelta a casa —le dijo a ella.
Miró a su compañera.
—Vamos a buscar a ese Stock —dijo, cogiendo las fotografías de encima de la mesa.
—¡Eh, que algunas son para nosotros! —dijo Thomas, y señaló con el dedo a Henson—. Y todavía no he acabado con vosotros dos. El Fiscal General no tiene nada que ver conmigo.
El hombre del Departamento de Estado miraba a un lado y a otro con recelo, y dijo:
—Creo que lo mejor será que me pase a ver al subsecretario. Le devolveremos el pasaporte tan pronto como sea posible, señorita Goren.
—¿Qué? —dijo Thomas—. De algún modo esta mujer es la razón de que todo esto haya pasado. ¡No podemos permitirle que abandone el país!
—¿No sería más seguro para los honrados ciudadanos de Chicago? —preguntó Henson—. Apuesto a que tu jefe, o el alcalde mismo, están oyendo este razonamiento en estos instantes.
A Thomas se le movían las cejas como si fuesen a salírsele volando de la cara.
—¡Puede que un camarero muerto no signifique nada para vosotros, pero para mí tiene mucha importancia!
Henson vio en los ojos de Esther un sentimiento fugaz de dolor que se transformó en determinación. Si consiguiese averiguar quién era el asesino del camarero, el tipo tendría los días contados.
—No me esperaba eso —dijo Henson mientras miraba al lago Michigan por la ventanilla del taxi.
Se preguntó a sí mismo si el taxista conocía realmente el camino al aeropuerto internacional O'Hare, pero no dijo nada. Al dar un rodeo para que subiese el importe del taxímetro, le concedía más tiempo para hablar con Esther.
—Parece que todo el mundo tiene prisa por echarte de Dodge antes del anochecer.
—Esto es nuevo para mí. Nunca me habían considerado persona non grata anteriormente —dijo Esther.
Henson se rió.
—Eso suele reservarse para los diplomáticos.
—Espero no volverme vanidosa.
—Disfruta de la adulación. Te la has ganado.
El detective Thomas había intentado por todos los medios retener a Esther en calidad de testigo singular. La Alcaldía consideró la petición formulada por el Fiscal General de permitir la salida de Esther. El embajador de Israel, tras intercambiar con Esther unas frases de cortesía por el teléfono móvil, le recomendó que se marchase a casa porque iba a ser beneficioso para los intereses de todos, y menos de veinte minutos después, el Departamento de Estado se había apresurado a declarar cancelado el visado de Esther Goren.
—Lo único que quiero es irme —protestó ella—. ¿Por qué se molestan en echarme a patadas?
—Todos quieren que los daños colaterales producidos por Stock queden fuera de su jurisdicción. Por algún motivo, él va a por ti.
—Lo he visto —dijo Esther—. Lo puedo identificar.
—No creo que se trate de eso. Parece no tener problemas para desaparecer cuando quiere. Si bien es cierto que estas cacerías humanas son un poco una lotería, ya tienen la descripción de Stock en circulación desde el asesinato de tu padre. Se encontró la Uzi en un contenedor de basura en la calle Jackson, cerca del edificio Dirksen. Es como si Stock se estuviese burlando de los federales que trabajan allí. No se sabe de dónde la sacó, pero pronto nos enteraremos de algo porque el FBI y la policía de Chicago compiten entre sí para averiguarlo.
—Está empeñado en matarme a mí. O a ti.
—No, seguro que va a por ti. Además, tienes razón, está empeñado. Se muere de ganas. No le importa intentarlo en un lugar peligroso lleno de cámaras de seguridad. Debió de seguirnos hasta el hotel. Cuando estabas en el Hospital Cook Country, se arriesgó a preguntar por ti en la recepción de urgencias. Hemos procesado la cinta de vídeo de la cámara de seguridad y hemos obtenido una imagen bastante buena de Stock. Tal vez desease intentarlo de nuevo, pero los detectores de metal, por una parte, y la abundancia de policías por otra, le llevaron a tomar la decisión de esperar. En cuanto la policía de Chicago hizo averiguaciones sobre ti, decidimos jugar al escondite por si trataba de localizarte.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Esther—. No dejaba de preguntarme por qué no paraban de mudarme de una habitación a otra. ¿Crees que era divertido?
—Lo siento. ¿Qué podíamos hacer? ¿Prefieres tenerlo cerca y ponerte en plan personal con él otra vez?
—Debíais haberme usado como cebo. Entonces lo habríais atrapado.
Henson sonrió y movió la cabeza de un lado a otro.
—Eres demasiado dura para gozar de buena salud.
—Usadme de cebo ahora —dijo ella, con firmeza.
—Creo que por eso quieren que te vayas de Estados Unidos.
Esther cruzó los brazos.
—En Israel él destacaría como el culo de un babuino. No me va a perseguir hasta allí.
—El pelo se puede teñir —Henson le tocó el codo—. Pero, escucha, lo que importa es descubrir por qué va a por ti. No creo que sea porque tú lo puedas identificar, y no puede ser para conseguir el Van Gogh. Tú ya no lo tienes y no hay manera ahora de que se haga con él. Tiene que ser otra cosa. ¿Te llevaste algo de la casa de tu padre?
—No —Esther se encogió de hombros—. Me metí las dos fotografías en el bolsillo. La foto del bebé —suspiró—. La mía.
—¿Tiene algo especial?
Ella negó con la cabeza.
—¿Y la otra?
—Es la que tú me diste. Mi madre de pie en un campo de refugiados de Trieste. Está flaca como un palo, pero seguía estando guapa, incluso después de todo lo que le habían hecho.
—¿Puedo verla otra vez?
Esther la sacó del bolsillo delantero del bolso, y desenvolvió el cartón plegado con el que la protegía. Henson miró a la mujer delgada que llevaba un vestido negro. Detrás de ella, a la izquierda había dos hombres, el de la derecha era un policía italiano con un cigarrillo en la mano, como si acabase de darle una calada.
—¿Quiénes son estas personas? —preguntó él.
—No lo pone.
Henson dio la vuelta a la fotografía y leyó las palabras: «Trieste, 17 de marzo de 1946».
—¿Es la letra de tu madre?
—Podría ser. Escribía así, con la letra inclinada, cerrando los sietes. Es muy parecida a la suya.
—¿Por qué te llevaste esta fotografías y las otras no?
—Es de mi madre —dijo Esther.
Henson se encogió de hombros como diciendo: «Claro».
Puso la fotografía al trasluz en la ventanilla para ver si ocultaba alguna filigrana u otra cosa.
—Tal vez el motivo sea alguno de estos hombres.
—Míralos —dijo Esther—. Ese tiene por lo menos setenta años. Tiene que ser una víctima de los nazis. Se le ven todos los huesos de las manos y de la cara. Si es en marzo de 1946, lo habían liberado bastante antes de que se tomase la fotografía. Tenía que estar tísico.
—No te precipites a sacar conclusiones. Podría tratarse del policía ese, que está ahí de pie.
—¿Qué importancia puede tener eso hoy en día?
—A mí no me lo preguntes —gruñó Henson—. Probablemente estén todos muertos menos tu madre.
—Y ella no está viva, en realidad —dijo Esther.
—Me limito a buscar una razón por la cual esta fotografía podría revelarnos algo que alguien no quiere que se sepa.
—Caliéntala y busca tinta invisible —le dijo ella, con sequedad—. Estás dando vueltas en medio de la niebla y no llegas a ninguna parte. Lo que quiera que buscase Stock habrá ardido probablemente. Lo de ir a por mí es para asegurarse de no dejar cabos sueltos.
Henson pensó unos instantes, luego miró al conductor del taxi, un sij, seguro tras la separación de plexiglás.
—Entonces, ¿cuál es tu plan?
—¿Qué te hace pensar que tengo un plan?
Henson se rió:
—No eres la clase de chica que perdona un balazo.
Esther no dijo nada.
—Mira —dijo él—, yo quiero atrapar a ese Stock tanto como tú. Tengo entre los cabellos un recuerdo suyo que nunca será muy atractivo, pero, ¿sabes qué otra cosa pienso? Que el rastro que conduce a Stock pasa por el Van Gogh.
—Si es que es un Van Gogh.
—Exacto. ¿Por qué tienes tanta prisa por volverte a Israel?
La pregunta era retórica, puesto que la contestó él mismo sin esperar la respuesta.
—Piensas emplear los recursos del Mossad para ver si te enteras de algo sobre Stock. Pero si trabajas conmigo, si te unes a nuestro equipo, tendrás más recursos, no sólo los del Mossad.
—Se te olvida que he sido expulsada de Estados Unidos.
—Cierto, pero no especificaron adonde te expulsaban —en la mano levantó dos billetes de avión, KLM clase preferente, en sus respectivos cuadernillos—. Después de todo, saber si la pintura es auténtica nos afecta a todos, no sólo a los dueños. El caso de asesinato del Estado de Illinois puede depender de ello.
—¿Los Países Bajos?
—Ámsterdam, para ser exactos. Escoltaremos la pintura.
Esther bajó la cabeza y miró a Henson durante un momento.
—¿Así que piensas que pillaremos a ese cabrón? —dijo ella, y se sonrió, pensó unos instantes y luego le besó la frente—. ¡Eres malo! ¡Muy malo! ¡A quién se le ocurre secuestrar así a una chica!
Henson miró al conductor del taxi, que no parecía haberse dado cuenta de nada. Luego la miró y, rápidamente, desplazó la vista hacia el cristal. Las mejillas se le habían puesto color rojo cereza. A Esther le pareció encantadora la manera que tenía de ponerse colorado. ¡Menudo Boy Scout estaba hecho!