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Se ha concertado algo por teléfono, no sabe qué, pero le inquieta. No le gusta la sonrisa reservada, satisfecha del rostro de su madre, esa sonrisa que significa que ha estado entrometiéndose en sus asuntos.

Son los últimos días antes de que dejen Worcester. Son también los mejores días del año escolar, los exámenes han terminado y no hay nada que hacer salvo ayudar al profesor a rellenar su libro de notas.

El señor Gouws lee en voz alta una lista de notas; los chicos las suman, asignatura por asignatura, y luego calculan los porcentajes, dándose prisa por ser los primeros en levantar la mano. El juego consiste en averiguar qué notas pertenecen a quién. Normalmente él reconoce sus notas porque conforman una secuencia que se eleva hasta noventa y cien en aritmética y disminuye a setenta en historia y geografía.

No se le dan bien la historia y la geografía porque odia memorizar. Tanto lo odia que pospone el estudio de la historia y la geografía hasta el último minuto, hasta la noche anterior al examen o incluso hasta la mañana misma del examen. Odia incluso el aspecto del libro de texto de historia, con sus rígidas cubiertas color chocolate y sus largas y aburridas listas de las causas de las cosas (las causas de las guerras napoleónicas, las causas del Gran Trek). Sus autores son Taljaard y Schoeman. Se imagina a Taljaard delgado y enjuto, a Schoeman regordete, calvo y con gafas; Taljaard y Schoeman se sientan a una mesa uno enfrente del otro en una habitación de Paarl, escriben sus páginas malhumoradas y se las van pasando. No puede imaginarse qué motivo les habrá llevado a escribir su libro en inglés, excepto para darles a los niños Engelse una lección.

La geografía no es mejor: listas de ciudades, listas de ríos, listas de productos. Cuando le piden que nombre los productos de un país siempre concluye su lista con cueros y pieles, esperando estar en lo cierto. No sabe en qué se diferencian el cuero y la piel, tampoco los demás.

En cuanto al resto de los exámenes, no desea que empiecen; sin embargo, cuando llegan se sumerge en ellos de buena gana. Se le dan bien los exámenes; si no fuera porque existen los exámenes y a él se le dan bien, tendría poco de especial. Los exámenes le producen un estado embriagador y tembloroso de agitación durante el cual escribe rápida y confiadamente. No le gusta el estado en sí mismo, pero reconforta saber que está ahí para sacarle provecho.

A veces, si entrechoca dos piedras y aspira, puede recuperar ese estado de nuevo, su olor, su sabor: pólvora, hierro, calor, un latido sordo y continuado en las venas.

El secreto que ocultan la llamada telefónica y la sonrisa de su madre sale a la luz durante el recreo de media mañana, cuando el señor Gouws le hace quedarse atrás. El señor Gouws tiene un aire de falsedad, una simpatía que le hace desconfiar.

El señor Gouws quiere que vaya a tomar el té a su casa. Asiente con torpeza y memoriza la dirección.

No es algo que desee. No es que le disguste el señor Gouws. Si no le inspira tanta confianza como la señora Sanderson, la profesora de cuarto curso, es sólo porque el señor Gouws es un hombre, el primer hombre que le ha dado clases, y él es cauteloso con algo que alienta en todos los hombres: un desasosiego, una rudeza apenas refrenada, una sombra de placer ante la crueldad. No sabe cómo comportarse con el señor Gouws ni con el resto de los hombres: si ofrecerles resistencia y cortejar su aprobación, o si mantener una barrera de tiesura. Con las mujeres es más fácil porque son más bondadosas. Pero el señor Gouws —él no puede negarlo— es tan equitativo como puede serlo cualquier persona. Su dominio del inglés es bueno, y no parece dar muestras de rencor con los ingleses o con los chicos de familias afrikaners que prefieren ser ingleses. Durante una de sus muchas ausencias del colegio, el señor Gouws enseñó el análisis de los complementos del predicado. Él tiene problemas para ponerse al día con lo de los complementos del predicado. Si los complementos del predicado carecieran de sentido, como los modismos, los otros chicos también encontrarían dificultades. Pero los otros chicos, o la mayoría de ellos, parecen dominar a la perfección y sin esfuerzos los complementos del predicado. La conclusión no puede obviarse: el señor Gouws sabe algo acerca de la gramática inglesa que él no sabe.

El señor Gouws utiliza la vara de castigo con tanta frecuencia como cualquier otro profesor. Pero su castigo favorito, cuando la clase ha estado armando alboroto demasiado tiempo, es pedirles que dejen los bolígrafos, cierren los libros, se pongan las manos detrás de la cabeza, cierren los ojos y no se muevan.

Excepto por los pasos del señor Gouws que vigila recorriendo los pasillos arriba y abajo, reina un silencio absoluto en la habitación. De los eucaliptos repartidos por el patio llega el tranquilo arrullo de las palomas. Es un castigo que él podría soportar para siempre, con serenidad: las palomas, la suave respiración de los chicos que lo rodean.

Disa Road, el lugar donde vive el señor Gouws, también está en Reunion Park, en la nueva extensión al norte del municipio, que él nunca ha explorado. El señor Gouws no sólo vive en Reunion Park y va al colegio en una bicicleta de anchos neumáticos: además tiene una esposa, una mujer humilde, oscura, y, lo que todavía es más sorprendente, dos niños pequeños. Eso lo descubre en el salón del número once de Disa Road, donde hay bollos y una tetera esperando en la mesa, y donde, como se temía, lo dejan a solas con el señor Gouws, con la obligación de mantener una conversación violenta, falsa.

Resulta aún peor. El señor Gouws, que ha cambiado la corbata y la chaqueta por unos pantalones cortos y unos calcetines de color caqui, trata de simular que, ahora que el año escolar ha terminado, ahora que está a punto de marcharse de Worcester, los dos pueden ser amigos. De hecho, trata de sugerir que han sido amigos todo el curso: el profesor y el chico más listo, el líder de la clase.

Él está cada vez más tieso y aturullado. El señor Gouws le ofrece un segundo bollo, que él rechaza. «¡Venga!», dice el señor Gouws y, sonriendo, lo coloca en su plato igualmente. Está deseando marcharse.

Le habría gustado irse de Worcester dejándolo todo en orden. Estaba dispuesto a concederle al señor Gouws un lugar en su memoria junto a la señora Sanderson: no exactamente con ella, pero cerca de ella. Ahora el señor Gouws lo está estropeando todo. Desearía que no fuera así.

El segundo bollo se queda en el plato sin comer. No fingirá más: guarda un silencio obstinado. «¿Tienes que irte?», pregunta el señor Gouws. Asiente. El señor Gouws se levanta y lo acompaña a la puerta de entrada, que es una copia de la puerta número doce de Poplar Avenue: de las bisagras surge la misma nota aguda, como un gemido.

Al menos el señor Gouws tiene la prudencia de no darle la mano o hacer cualquier otra sandez de ésas.

La decisión de abandonar Worcester está relacionada con la Standard Canners. Su padre ha tomado la decisión de que su futuro no está con la Standard Canners, que, según él, ha iniciado su declive. Va a retomar el ejercicio de la abogacía. Dan una fiesta de despedida en la oficina, de la que su padre regresa con un reloj nuevo. Poco después de eso parte para Ciudad del Cabo, solo, dejando a su madre para supervisar la mudanza. Ella contrata a un transportista llamado Retief, que, por cincuenta libras, transportará en su vehículo no sólo los muebles, sino también a ellos tres. Una ganga.

Los hombres de Retief cargan la furgoneta; su madre y su hermano suben. Él da una última pasada por la casa vacía, despidiéndose. Detrás de la puerta principal está el paragüero donde solía haber dos palos de golf y un bastón; ahora no hay nada.

—¡Se han dejado el paragüero! —grita.

—¡Ven! —lo llama su madre—. ¡Olvídate de ese viejo paragüero!

—¡No! —le contesta a gritos, y no se mueve hasta que vienen los hombres a buscar el paragüero.

Dis net’n ou stuk pyp —refunfuña Retief. Sólo es un trozo de cañería.

Así se entera de que lo que él creía que era un paragüero no es más que un tubo de desagüe que su madre se ha llevado a casa y ha pintado de verde. Eso es lo que se están llevando a Ciudad del Cabo, junto al cojín lleno de pelos de perro sobre el que dormía Cosaco, y el rollo de tela de alambre del gallinero, y la máquina que echa bolas de críquet, y el palo de madera con el código morse. Subiendo por el paso de montaña de Bain’s Kloof, la furgoneta de Retief recuerda al Arca de Noé, salvando los palos y las piedras de su antigua vida.

En Reunion Park pagaban doce libras al mes por la casa. La casa que ha alquilado su padre en Plumstead cuesta veinticinco libras. Está en el límite de Plumstead, da a una explanada de arena y matas enzarzadas donde tan solo una semana después de su llegada la policía encuentra a un bebé muerto en un paquete de papel de embalar. A media hora andando en la otra dirección, está la estación de trenes de Plumstead. La casa es de construcción reciente, como todas las casas de Evremonde Road, con marcos en las ventanas y suelos de parquet. Las puertas están combadas, los cierres no funcionan, hay un montón de cascotes en el patio trasero.

En la puerta contigua vive una pareja de recién llegados de Inglaterra. El hombre lava su coche a todas horas; la mujer, con un pantalón corto y gafas de sol, se pasa el día tumbada en la hamaca, bronceando sus largas piernas blancas.

El objetivo prioritario es encontrar colegio para él y su hermano. Ciudad del Cabo no es como Worcester, donde todos los chicos iban al colegio de chicos y todas las chicas al colegio de chicas. En Ciudad del Cabo hay colegios para elegir. Pero para entrar en un buen colegio se necesitan contactos, y ellos tienen pocos contactos.

Por mediación de Lance, el hermano de su madre, consiguen una entrevista en el instituto para chicos Rondebosch. Impoluto, con sus pantalones cortos, su camisa, su corbata y una chaqueta de franela azul marino con el emblema de la escuela primaria para chicos de Worcester en el bolsillo del pecho, se sienta junto a su madre en un banco a la puerta del despacho del director.

Cuando les llega el turno les hacen pasar a una habitación forrada de madera y llena de fotografías de equipos de rugby y críquet. Las preguntas del director van todas dirigidas a su madre: dónde viven, a qué se dedica su padre. Luego llega el momento que él ha estado esperando. Su madre saca del bolso el informe que prueba que era el primero de su clase y que, por tanto, debería abrirle todas las puertas.

El director se pone las gafas de leer. «Así que fuiste el primero de tu clase —dice—. ¡Bien, bien! Pero no lo tendrás tan fácil aquí».

Habría deseado que lo pusiera a prueba: que le preguntara la fecha de la batalla de Blood River, o, mejor aún, que le pidiera algún cálculo mental. Pero eso es todo, la entrevista ha terminado. «No puedo prometer nada —dice el director—. Su nombre se pondrá al final de la lista de espera, habrá que esperar a que se produzca alguna baja».

Su nombre se queda al final de las listas de espera de tres colegios, sin éxito. Ser el primero en Worcester, evidentemente, no es lo bastante bueno para Ciudad del Cabo.

El último recurso es la escuela católica, Saint Joseph’s. En Saint Joseph’s no hay lista de espera: admiten a cualquiera que pague la matrícula, que en el caso de los alumnos no católicos sube a doce libras y cuarto.

Lo que les están dejando a las claras, a él y a su madre, es que en Ciudad del Cabo hay clases distintas de personas que van a escuelas distintas. Saint Joseph’s provee, si no a la clase más baja, a la segunda más baja. El fracaso en el intento de conseguirle un colegio mejor deja a su madre apenada, pero a él no lo altera. No está seguro de a qué clase pertenecen, dónde encajan. Por el momento, está satisfecho porque, al menos, se las va arreglando. La amenaza de que lo envíen a un colegio afrikaner y de que lo sometan a una vida afrikaner se ha alejado; eso es lo que cuenta. Puede estar tranquilo. Ni siquiera tiene que continuar fingiendo que es católico.

Los ingleses de verdad no van a colegios como Saint Joseph’s. Pero en las calles de Rondesbosch, yendo y viniendo de sus propios colegios, los ve todos los días, contempla sus cabellos lacios y rubios y sus pieles doradas, sus ropas, que nunca les quedan grandes ni pequeñas, su serena confianza. Se mofan unos de otros (palabra que conoce de los cuentos del colegio público que ha leído) de forma natural, sin la voracidad y la grosería a la que se había acostumbrado. No aspira a unirse a ellos, pero observa y trata de aprender.

Los chicos del Diocesan College, que son los más ingleses de todos los ingleses y ni siquiera condescienden a jugar al rugby o al críquet contra el Saint Joseph’s, viven en zonas selectas de las que, al estar apartadas de la vía férrea, oye hablar pero nunca ha visto: Bishopscourt, Fernwood, Constantia. Tienen hermanas que van a colegios como Herschel y Saint Cyprian’s, a las que vigilan y protegen complacientemente. En Worcester rara vez se ha fijado en alguna chica: sus amigos parecían tener siempre hermanos, no hermanas. Ahora vislumbra por primera vez a las hermanas de los ingleses, tan rubias platino, tan bonitas, que no puede creer que sean de este mundo.

Para llegar puntual al colegio a las ocho y media tiene que salir de casa sobre las siete y media: media hora andando hasta la estación, quince minutos en el tren, cinco minutos andando de la estación al colegio, y diez minutos de más por si hay retrasos. Sin embargo, como tiene miedo de llegar tarde, sale de casa a las siete en punto y llega al colegio sobre las ocho. Allí, en la clase recién abierta por el conserje, puede sentarse en su pupitre con la cabeza apoyada en los brazos y esperar.

Tiene pesadillas: se confunde de hora cuando consulta la esfera del reloj, pierde trenes, toma direcciones equivocadas. En sus pesadillas llora sumido en la más desamparada de las desesperaciones.

Los únicos chicos que llegan al colegio antes que él son los hermanos De Freitas, cuyo padre, que es verdulero, los baja al romper el alba de su ajado camión azul, con el que se dirige al mercado de productos de Salt River.

Los profesores de Saint Joseph’s pertenecen a la orden de los maristas. Para él estos hermanos, con sus severas sotanas negras y sus alzacuellos blancos de almidón, son gente especial. Su aire de misterio le impresiona: el misterio de su origen, el misterio de los nombres de los que se han desprendido. No le gusta cuando el hermano Augustine, el entrenador de críquet, va al entrenamiento con camisa blanca, pantalones negros y botas de críquet como una persona normal. Le disgusta especialmente que el hermano Augustine, cuando le toca batear, se meta un protector, una caja, bajo los pantalones.

No sabe lo que hacen los hermanos cuando no están dando clase. El ala del edificio del colegio donde duermen, comen y tienen sus vidas privadas está fuera de los límites; él no desea franquearlos. Le gustaría pensar que allí viven vidas austeras, que se levantan a las cuatro de la mañana, pasan horas rezando, comen frugalmente, se zurcen los calcetines. Cuando se portan mal, él hace lo que puede por disculparlos. Cuando el hermano Alexis, por ejemplo, que es gordo y va sin afeitar, comete la grosería de tirarse una ventosidad y se queda dormido en la clase de afrikaans, se dice a sí mismo que el hermano Alexis es un hombre inteligente que considera que lo que se enseña está por debajo de su nivel. Cuando el hermano Jean-Pierre es cesado repentinamente de sus obligaciones en el dormitorio de los niños pequeños, entre rumores de que ha estado haciéndoles cosas, él simplemente aparta esas historias de su mente. Le parece inconcebible que los hermanos tengan deseos sexuales y sean incapaces de resistirlos.

Como pocos de los hermanos tienen el inglés como primer idioma, han contratado a un seglar católico para impartir las clases de inglés. El señor Whelan es irlandés; odia a los ingleses y apenas disimula su aversión por los protestantes. Tampoco se esfuerza en pronunciar los nombres afrikaner correctamente: aprieta los labios con repugnancia como si fueran incoherencias propias de paganos.

La mayor parte del tiempo de la clase de inglés está dedicada al Julio César de Shakespeare, según el método del señor Whelan de asignar a los alumnos personajes y de hacerles leer sus papeles en voz alta. También hacen ejercicios sacados del libro de texto de gramática, y, una vez a la semana, escriben un ensayo. Tienen treinta minutos para escribir el ensayo antes de entregarlo; en los últimos diez minutos el señor Whelan lee y puntúa todos los ensayos, ya que no es partidario de llevarse trabajo a casa. Sus sesiones de puntuación en diez minutos se han convertido en una de sus piéces de résistance, que los chicos observan con sonrisas de admiración. Balanceando su lápiz azul, el señor Whelan ojea los montones de ensayos. Cuando al final de su hazaña junta todos los montones y se los pasa al delegado de la clase para que los distribuya, se oye un murmullo irónico, reprimido, de aclamación.

El nombre del señor Whelan es Terence. Siempre lleva una chaqueta de motorista de piel marrón y un sombrero. Cuando hace frío se deja el sombrero puesto, incluso dentro de clase. Se frota las manos pálidas para calentárselas; tiene la cara exangüe de un cadáver. No está claro qué está haciendo en Sudáfrica, por qué no está en Irlanda. Parece rechazar el país y todo lo que en él ocurre.

Para el señor Whelan él escribe ensayos sobre El personaje de Marco Antonio, El personaje de Bruto, sobre La seguridad vial, sobre El deporte, sobre La naturaleza. La mayoría de estos ensayos son estúpidos, composiciones mecánicas; pero de vez en cuando siente un brote de emoción mientras escribe, y el bolígrafo empieza a deslizarse sobre la hoja. En uno de sus ensayos un salteador de caminos espera emboscado a la vera de un camino. Su caballo relincha suavemente, su respiración se transforma en vapor en el aire frío de la noche. Un rayo de luz de luna cae como un cuchillo cruzándole la cara; él sostiene la pistola bajo la falda de su abrigo para mantener la pólvora seca.

El bandido no impresiona al señor Whelan. Los ojos apagados del señor Whelan revolotean por la página, su lápiz baja: seis con cinco. Seis con cinco es la nota que consigue casi todas las veces por sus ensayos; nunca más de siete. Los chicos con nombres ingleses consiguen siete con cinco u ocho. A pesar de su nombre raro, un chico que se llama Theo Stavropoulos consigue ochos, porque viste bien y recibe clases de declamación. A Theo también le asignan siempre el papel de Marco Antonio, lo que significa que llega a declamar «Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos», el famoso discurso de la obra.

En Worcester iba al colegio temeroso pero también emocionado. La verdad es que en cualquier momento podía quedar al descubierto que era un mentiroso, y eso acarrearía terribles consecuencias. Aun así, el colegio era fascinante: cada día parecía traer consigo nuevas revelaciones de la crueldad y el dolor y la rabia del odio latente bajo la superficie cotidiana de las cosas. Lo que pasaba estaba mal, él lo sabía, no debería permitirse que ocurriera; y él era demasiado joven, demasiado infantil y vulnerable para lo que se le estaba haciendo descubrir. Sin embargo, la pasión y la furia de aquellos días se adueñaron de él; estaba horrorizado pero también ansioso de ver más, de ver todo lo que quedaba por ver.

En Ciudad del Cabo, sin embargo, pronto siente que está perdiendo el tiempo. El colegio ya no es el sitio donde salen a la luz las grandes pasiones. Es un pequeño mundo angosto, una cárcel más o menos benigna en la que bien podría estar trenzando cestos en lugar de aguantar la rutina de la clase. Ciudad del Cabo no lo está haciendo más listo, lo está haciendo más estúpido. Darse cuenta de esto le causa un pánico profundo. Quienquiera que sea él de verdad, quienquiera que sea el verdadero Yo que debería estar emergiendo de las cenizas de su infancia, no lo dejan nacer, lo mantienen raquítico y enfermizo.

Es en las clases del señor Whelan donde siente esto más desesperadamente. Podría escribir mucho más de lo que jamás le permitiría el señor Whelan. Para el señor Whelan escribir no es como extender las alas; por el contrario, es como confundirte con una pelota muy pequeña, haciéndote tan inofensivo como puedas.

No tiene el menor deseo de escribir sobre deporte (mens sana in corpore sano) o sobre seguridad vial, temas tan tediosos que a la hora de redactar el ensayo no le salen las palabras. Ni siquiera desea escribir sobre salteadores de caminos: tiene la sensación de que las tajadas de luz de luna que caen cruzando sus caras y las manos de nudillos blancos que empuñan las culatas de las pistolas, independientemente de la impresión momentánea que puedan dar, no le pertenecen, vienen de algún otro sitio y ya están ajadas. Lo que escribiría si pudiera, si no fuera el señor Whelan quien va a leerlo, sería más oscuro, algo que, una vez que comenzara a fluir de su pluma, se extendería por las páginas sin control, como tinta derramada. Como tinta derramada, como sombras corriendo por la superficie de un remanso, como un relámpago resquebrajando el cielo.

El señor Whelan también tiene asignada la tarea de mantener ocupados a los chicos no católicos de sexto curso mientras los chicos católicos están en catequesis. Él debería estar leyéndoles el evangelio según San Lucas. En lugar de eso oyen una vez tras otra cosas sobre Parnell y Roger Casement y sobre la perfidia de los ingleses. Pero algunos días el señor Whelan llega a clase con el Cape Times en la mano, hirviendo de rabia por los últimos atropellos de los rusos a sus países satélite. «Han creado en sus escuelas clases de ateísmo donde se les obliga a los niños a escupir en el crucifijo —truena—. A quienes permanecen fieles a su credo los envían a los campos de concentración. Ésa es la realidad del comunismo, que tiene la desfachatez de llamarse la religión del hombre».

Del hermano Otto oyen hablar de la persecución de los cristianos en China. El hermano Otto no es como el señor Whelan: es tranquilo, se ruboriza fácilmente, hay que engatusarle para que cuente historias. Pero sus historias tienen más crédito porque realmente él ha estado en China. «Sí, lo he visto con mis propios ojos —dice en su inglés titubeante—: Gente en celdas muy pequeñas, encerrada, tantas que ya no podían respirar, y morían. Lo he visto».

Ching-Chong-Chino, llaman los chicos al hermano Otto a sus espaldas. Para ellos, lo que el hermano Otto cuenta de China o el señor Whelan de Rusia no es más real que Jan Van Riebeeck o el Gran Trek. De hecho, como Jan Van Riebeeck y el Gran Trek entran en el programa de sexto curso mientras que el comunismo no, pueden saltarse lo que pasa en China y en Rusia. China y Rusia sólo son excusas para hacer hablar al hermano Otto y al señor Whelan.

En cuanto a él, está confundido. Sabe que las historias que cuentan sus profesores deben de ser mentiras, pero no tiene forma de probarlo. Le disgusta tener que aguantar sus charlas como un cautivo, demasiado prudente para protestar o incluso dudar. Ha leído el Cape Times, sabe lo que les pasa a los simpatizantes de los comunistas. No quiere que lo denuncien y lo condenen al ostracismo.

Aunque el señor Whelan no se muestre nada entusiasta enseñando las Sagradas Escrituras a los alumnos no católicos, no puede hacer oídos sordos a lo que se dice en los evangelios. «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra», lee en Lucas. «¿Qué quiere decir Jesús? ¿Quiere decir que deberíamos renunciar a defendernos? ¿Quiere decir que deberíamos ser unos cobardes? Por supuesto que no; pero si un matón llega buscando pelea, Jesús dice: no te dejes provocar. Hay mejores maneras de limar diferencias que mediante puñetazos».

«“A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames”: ¿qué quiere decir Jesús? ¿Quiere decir que el único modo de conseguir la salvación es deshacerse de todo lo que se posee? No. Si Jesús hubiera querido que vagáramos por las calles cubiertos de harapos, habría dicho eso. Jesús habla en parábolas. Nos dice que aquellos de nosotros que crean de verdad, serán recompensados con el cielo, mientras que aquellos que no han creído sufrirán el castigo eterno en el infierno».

Él se pregunta si el señor Whelan consulta a los hermanos —especialmente al hermano Otto, que es el tesorero y cobra las tasas escolares— antes de predicar estas doctrinas a los no católicos. Está claro que el señor Whelan, el profesor seglar, cree que los no católicos son unos paganos, que están malditos. Los hermanos, por el contrario, son bastante tolerantes.

Su resistencia a las lecciones de las Sagradas Escrituras del señor Whelan va en aumento, Está seguro de que el señor Whelan no tiene ni idea de lo que las parábolas de Jesús significan realmente. Aunque él es ateo y siempre lo ha sido, siente que comprende a Jesús mejor que el señor Whelan.

No le gusta Jesús —Jesús se deja llevar por la cólera con mucha facilidad—, pero está dispuesto a aguantarlo. Al menos Jesús no fingió ser Dios, y murió antes de que pudiera llegar a ser padre. Ésa es la fuerza de Cristo; así mantiene Jesús su poder.

Pero hay una parte del evangelio de San Lucas que no le gusta escuchar leer. Cuando llegan a ella se pone tenso, cierra los oídos. Las mujeres llegan al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Jesús no está allí. En su lugar, encuentran a dos ángeles. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? —preguntan los Ángeles—: No está aquí, ha resucitado». Él sabe que si destapara los oídos y dejara pasar las palabras por ellos, tendría que levantarse del asiento y gritar de alegría. Tendría que volverse loco para siempre.

No cree que el señor Whelan le desee mal alguno. Sin embargo, la nota más alta que ha conseguido nunca en los exámenes de inglés es setenta sobre cien. Con setenta no puede ser el primero de la clase: los chicos más favorecidos le ganan sin dificultad. Tampoco se le dan bien la historia y la geografía, que le aburren más que nunca. Sólo las notas altas que logra en matemáticas y en latín le acercan sutilmente a la cabeza de la lista, por delante de Oliver Matter, el chico suizo que era el más listo de la clase hasta que llegó él.

Ahora que ha encontrado en Oliver un oponente preocupante, su antigua promesa de llevar siempre a casa unas notas que demuestren que es el primero de la clase se convierte en una feroz cuestión de honor personal. Aunque no le cuenta nada de eso a su madre, se está preparando para el día inaceptable, el día que tenga que decirle que es el segundo.

Oliver Matter es un chico de semblante distraído, amable y risueño al que no parece importarle tanto como a él ser el primero o el segundo. Él y Oliver compiten todos los días en el concurso de respuestas rápidas que organiza el hermano Gabriel, que pone a los chicos en una fila que recorre arriba y abajo haciendo preguntas que hay que responder en cinco segundos, y enviando al que falle una respuesta al extremo de la fila. Al final de la partida siempre son él u Oliver quienes están a la cabeza.

Luego Oliver deja de ir al colegio. Al cabo de un mes, sin que medie una explicación, el hermano Gabriel hace un anuncio. Oliver está en el hospital, tiene leucemia, todos deben rezar por él. Con la cabeza inclinada, los chicos rezan. Como él no cree en Dios, no reza, sólo mueve los labios. Piensa: todo el mundo piensa que yo quiero que Oliver se muera para poder seguir siendo el primero.

Oliver nunca regresa. Muere en el hospital. Los chicos católicos asisten a una concentración especial para rogar por el reposo de su alma.

La amenaza se aleja. El chico respira más fácilmente; pero el antiguo placer de ser el primero se ha apagado.