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Él nunca ha llegado a entender cuál es el lugar de su padre en la casa. En realidad, ni siquiera tiene claro del todo con qué derecho está su padre allí. Está dispuesto a aceptar que en una casa normal, el padre sea el cabeza de familia: la casa le pertenece, la esposa y los niños viven bajo su tutela. Pero en su caso, como en el de la familia de sus dos tías maternas, son la madre y los niños los que ocupan el centro, mientras que el marido no pasa de ser un apéndice, alguien que contribuye a la economía doméstica como lo haría un huésped.
Desde que tiene conocimiento se ha sentido el rey de la casa; de su madre recibe un apoyo ambiguo y una protección ansiosa: ansiosa y ambiguo porque, y él lo sabe, los niños no deben llevar la voz cantante. Pero si siente celos de alguien, no es de su padre, sino de su hermano pequeño. Su madre también apoya a su hermano: lo apoya e incluso lo favorece, pues su hermano es espabilado (aunque no tanto como él mismo, ni tan valiente ni aventurero). De hecho, su madre siempre parece estar detrás de su hermano, preparada para conjurar el menor peligro; mientras que, cuando se trata de él, ella permanece en segundo plano, esperando, escuchando, lista para acudir sólo si él la llama.
Él desearía que se comportase con él como lo hace con su hermano. Pero lo desea como una señal, una prueba, nada más. Sabe que se pondría furioso si ella comenzara a protegerlo constantemente.
No para de tenderle trampas para que ella confiese a quién quiere más, si a él o a su hermano. Su madre las elude siempre. «Os quiero a los dos por igual», afirma sonriendo. Ni siquiera con las preguntas más ingeniosas.
—¿Y si la casa ardiera, por ejemplo, y sólo pudiera rescatar a uno de ellos? —consigue atraparla. «A los dos —dice—. Seguro que os salvaría a los dos. Pero la casa no arderá». Aunque desprecia su falta de imaginación, él la respeta por su pertinaz constancia.
Las rabietas contra su madre son una de esas cosas que tiene que guardar celosamente en secreto y no confiar al mundo exterior. Sólo ellos cuatro saben de los torrentes de desprecio que vierte sobre ella, de que la trata como a un inferior. «Si tus profesores y tus amigos supieran cómo le hablas a tu madre…», le dice su padre, moviendo significativamente un dedo. Él odia a su padre por ver con tanta claridad la fisura de su coraza.
Desea que su padre le pegue y lo convierta en un chico normal. Al mismo tiempo sabe que si su padre osara levantarle la mano, él no descansaría hasta vengarse. Si su padre fuera a pegarle, enloquecería: como un poseso, como una rata acorralada en un rincón, que se revuelve con furia, que lanza dentelladas con sus dientes venenosos, que resulta demasiado peligrosa para acercar siquiera la mano.
En casa, él es un déspota irascible; en la escuela, un cordero manso y dócil, que se sienta en la segunda fila empezando por detrás, en la fila más oscura, para que nadie note su presencia, y que se pone rígido de miedo cuando comienzan los azotes. Con esta doble vida ha cargado sobre sí el peso del engaño. Nadie más tiene que soportar algo parecido, ni siquiera su hermano, que, como mucho, es una imitación pobre y nerviosa de él. De hecho, tiene la sospecha de que su hermano, en el fondo, es normal. Él está solo. No puede esperar ayuda de ninguna parte. De él depende dejar atrás la infancia, dejar atrás la familia y el colegio, y empezar una nueva vida en la que ya no tenga que fingir más.
La infancia, dice la Enciclopedia de los niños, es un tiempo de dicha inocente, que debe pasarse en los prados entre ranúnculos dorados y conejitos, o bien junto a una chimenea, absorto en la lectura de un cuento. Esta visión de la infancia le es completamente ajena. Nada de lo que experimenta en Worcester, ya sea en casa o en el colegio, lo lleva a pensar que la infancia sea otra cosa que un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta.
Como en la asociación de los boy scouts de Worcester no hay un grupo para los castores, es decir, los más pequeños, se le permite ingresar en el de los mayores a pesar de que sólo tiene diez años. Se prepara concienzudamente para su bautizo como scout. Acompaña a su madre a la tienda de ropa para comprar el uniforme: un rígido sombrero de fieltro marrón claro con la insignia plateada, una camisa caqui, pantalones cortos y calcetines, un cinturón de piel con la hebilla de los boy scouts, hombreras verdes y emblemas del mismo color para los calcetines. Corta una rama de álamo de un metro y medio de largo, le quita la corteza y se pasa una tarde grabando en la madera blanca los códigos de telégrafo de banderas y morse con un destornillador al rojo vivo. Sale para ir a su primera reunión de scout con la estaca colgada del hombro por un cordón verde que él mismo ha trenzado. Cuando hace el juramento y se lleva dos dedos a la frente, el saludo de los boy scouts, no hay duda de que es el que va más impecable de todos los chicos nuevos, de los novatos.
Descubre que ser boy scout consiste, como en el colegio, en pasar exámenes. Por cada examen que pasas consigues un galardón que coses a tu camisa.
Los exámenes siguen un orden establecido. El primero consiste en atar nudos: el nudo llano y el doble nudo, el margarita y el as de guía. Lo pasa, pero sin destacar. No tiene claro qué hacer para pasar los exámenes de boy scout con nota, cómo sobresalir.
El segundo examen es para obtener el galardón de explorador. Para pasarlo, se le exige que encienda un fuego sin usar papel y utilizando un máximo de tres cerillas. En el descampado que hay junto a la iglesia anglicana, una tarde fría y ventosa, amontona las ramitas y los trozos de corteza, y luego, ante la mirada del líder de su tropa y del jefe de los scouts, enciende las cerillas una a una; pero ninguno de sus intentos logra hacer prender el fuego: las tres veces el viento apaga la tenue llama. El jefe y el líder de la tropa se van. No pronuncian las palabras: Has suspendido, así que no está seguro de haber suspendido. ¿Y si se han alejado para hablar entre sí y decidir que, con ese viento, el examen no puede ser válido? El chico espera que regresen. Espera que le den el galardón de explorador de todos modos. Pero no ocurre nada. Permanece junto a su montón de ramitas y no ocurre nada.
Nadie vuelve a mencionarlo. Es el primer examen que ha suspendido en su vida.
Todos los años la tropa de scouts va de acampada durante las vacaciones de junio. Quitando la semana que pasó en el hospital cuando tenía cuatro años, nunca se ha separado de su madre, pero está decidido a ir con los scouts.
Hay una larga lista de cosas que tiene que llevarse. Una es una colchoneta aislante. Su madre no tiene una colchoneta aislante, ni siquiera está muy segura de saber lo que es. En su lugar le da un colchón de aire de color rojo. En el campamento descubre que los otros chicos tienen las colchonetas aislantes de color caqui reglamentarias. Su colchón rojo lo aísla inmediatamente de todos los demás. Tampoco es capaz de hacer que se muevan sus intestinos sobre un agujero maloliente cavado en la tierra.
El tercer día de acampada van a nadar al río Breede. Aunque cuando vivía en Ciudad del Cabo, su hermano, su primo y él solían ir en el tren hasta Fish Hoek y se pasaban la tarde entera trepando por las rocas y haciendo castillos en la arena y chapoteando en las olas, no sabe nadar.
Ahora, que es un hoy scout, debe cruzar el río a nado y volver.
Él detesta los ríos: el agua turbia, el limo que se pega a los dedos de los pies, las latas oxidadas y los cascos de botella que podría llegar a pisar; prefiere la arena de la playa, limpia y blanca. Pero se zambulle en el río y chapotea como puede hasta cruzarlo. Al llegar a la otra orilla se agarra a la raíz de un árbol y, como hace pie, se queda sumergido hasta la cintura en la corriente lenta y pardusca; le castañetean los dientes. Los demás chicos se dan la vuelta y empiezan a nadar de regreso. Lo dejan solo. No puede hacer otra cosa que zambullirse de nuevo.
A mitad de camino está exhausto. Deja de nadar e intenta hacer pie, pero el río es demasiado profundo. Su cabeza se hunde bajo el agua. Trata de salir a flote, de nadar otra vez, pero ya no tiene fuerzas. Se hunde por segunda vez.
Ve a su madre sentada en una silla de respaldo alto, leyendo la carta que la informa de su muerte. Su hermano está de pie, a su lado, leyendo por encima de su hombro.
Lo siguiente que sabe es que está tendido en la orilla del río y Michael, el guía de su tropa con el que aún no se había atrevido a hablar por timidez, está sentado a horcajadas sobre él. Cierra los ojos, lo domina una sensación de bienestar. Lo han salvado.
Durante las semanas siguientes no deja de pensar en Michael, en cómo arriesgó su vida zambulléndose en el río para rescatarlo. Cada vez que lo recuerda se queda maravillado de que Michael reparara en lo que estaba ocurriendo: reparara en él, reparara en que estaba ahogándose. Comparado con Michael (que está en séptimo y ha conseguido todos los galardones excepto los más altos y va a convertirse en un scout de mayor rango), él es un ser insignificante. Habría sido mucho más normal que Michael no reparara en que se hundía, incluso que no lo hubiera echado de menos hasta regresar al campamento. Entonces todo lo que se hubiera requerido de Michael habría sido que escribiera la carta a su madre, con el frío y formal comienzo característico de esas cartas: Lamentamos comunicarle….
A partir de ese día sabe que tiene algo especial. Podría haber muerto, pero no ha sido así. A pesar de ser indigno de ella, se le ha dado una segunda vida. Estuvo muerto, pero ahora está vivo.
A su madre no le cuenta una sola palabra de lo que le pasó en la acampada.