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En su bicicleta está el escudo del British Small Arms con los dos fusiles cruzados y la etiqueta Smiths-BSA. Se compró la bicicleta de segunda mano por cinco libras, con el dinero de su octavo cumpleaños. Es la cosa más sólida de su vida. Cuando otros chicos alardean de que tienen Raleighs, él les replica que tiene una Smiths. «¿Smiths? Nunca he oído hablar de esa marca», dicen.

No hay nada comparable a la viva alegría de montar en bicicleta, de doblarse sobre el manillar y apurar las curvas. Va todas las mañanas al colegio en su Smiths: primero recorre los ochocientos metros que hay desde Reunion Park hasta el cruce del tren, después el kilómetro y medio de la tranquila carretera que bordea la línea de ferrocarril. Las mañanas de verano son las mejores. El agua murmura en los surcos del borde del camino, las palomas se arrullan en los eucaliptos; de vez en cuando hay un remolino de aire caliente que alerta del viento que soplará más tarde, y que ahora levanta polvaredas de arcilla rojiza ante él.

En invierno tiene que partir hacia el colegio cuando todavía está oscuro. Con el faro proyectando un halo de luz ante él, conduce entre la niebla, desafiando su suavidad aterciopelada, inspirándola, espirándola, sin oír otra cosa que el suave susurro de las ruedas. Algunas mañanas el metal del manillar está tan frío que sus manos desnudas se le quedan pegadas.

Intenta llegar al colegio temprano. Le encanta tener la clase para él, pulular entre los asientos vacíos, subirse, subrepticiamente, a la tarima del profesor. Pero nunca llega el primero al colegio: hay dos hermanos que vienen de De Doorns, cuyo padre trabaja en los ferrocarriles, y que llegan a las seis de la mañana en tren. Son pobres, tan pobres que no tienen jerseys ni chaquetas ni zapatos. Hay algunos chicos igual de pobres, especialmente en las clases de los afrikaners. Incluso en las heladas mañanas de invierno van al colegio con finas camisetas de algodón y pantalones cortos de sarga; les vienen tan estrechos que sus delgados muslos apenas si caben en las perneras. En sus piernas bronceadas el frío deja parches tan blancos como la tiza; se soplan en las manos y dan saltos; siempre tienen mocos.

En una ocasión se produce un brote de tiña, y afeitan la cabeza de los hermanos procedentes de De Doorns. Él ve claramente en sus cráneos las espirales de la tiña; su madre le advierte que no se trate con ellos.

Prefiere los pantalones cortos estrechos a los anchos. La ropa que le compra su madre siempre le queda demasiado grande. Le gusta ver las piernas delgadas, lisas y morenas dentro de pantalones cortos ajustados. Lo que más le gusta son las piernas bronceadas del color de la miel de los chicos rubios. Se sorprende al comprobar que los chicos más guapos están en la clase de los afrikaners, al igual que los más feos, los que tienen las piernas velludas y la nuez de la garganta pronunciada y pústulas en la cara. Encuentra a los niños afrikaners muy parecidos a los niños de color: crecen medio salvajes, descuidados y nada mimados, y de repente, a cierta edad, se malean, y la belleza se muere en su interior.

Belleza y deseo: le inquietan las sensaciones que las piernas de esos chicos, lisas, perfectas e inexpresivas, provocan en él. ¿Qué más se puede hacer con las piernas aparte de devorarlas con los ojos? ¿Para qué sirve el deseo?

Las esculturas desnudas de la Enciclopedia de los niños le afectan del mismo modo: Dafne perseguida por Apolo; Perséfone raptada por Plutón. Es una cuestión de forma, de la perfección de las formas. Él idealiza el cuerpo humano perfecto. Cuando ve que esa perfección se manifiesta en el mármol blanco, algo se estremece en su interior; un abismo se abre; él está a punto de caer.

De todos los secretos que lo separan de los demás, puede que al final este sea el peor. Entre todos esos chicos él es el único por el que fluye esa corriente de oscuro erotismo; entre toda esa inocencia y normalidad, él es el único que tiene deseos.

Aun así, el lenguaje de los chicos afrikaners es soez a más no poder. Dominan una variedad de tacos muy superior a la suya, relacionados con fok (follar) y con piel (polla) y con poes (coño), palabras que le turban por su contundencia monosilábica. ¿Cómo se escriben? Hasta que no sepa escribirlas no tendrá forma de fijarlas en su memoria. ¿Fok se escribe con v, lo que haría de ella una palabra más respetable, o con f, lo que la convertiría en una palabra salvaje de verdad, primaria, sin ancestros? El diccionario no aclara nada, las palabras no están allí, ninguna.

Después están gat y poephol y palabras así, que los muchachos intercambian en rachas de insultos y cuya fuerza está lejos de comprender. ¿Por qué juntar la parte trasera del cuerpo con la frontal? ¿Qué tienen que ver las palabras que incluyen gat, tan fuertes, guturales y negras, con el sexo, con su dulce e incitante s y la misteriosa x casi al final? Por repugnancia, cierra su mente a las palabras que se refieren al trasero, pero continúa intentando averiguar el significado de efes y de FLs, cosas que nunca ha visto pero que forman parte, de alguna forma, del comercio entre chicos y chicas en el instituto.

Pero tampoco es un ignorante. Sabe cómo nacen los bebés. Salen pulcros, limpios y blancos del trasero de las madres. Así se lo contó su madre hace años, cuando era pequeño. La cree sin ponerla en duda: es un orgullo para él que le contara tan pronto la verdad sobre los bebés, cuando a otros niños se les engañaba con mentiras.

Es una señal más de la cultura de su madre, de la cultura de toda su familia. Su primo Juan, que tiene un año menos que él, también sabe la verdad. Sin embargo, su padre se pone nervioso y refunfuña cuando se charla sobre los bebés y de dónde salen; lo que tan solo viene a confirmarle una vez más lo ignorante que es la familia de su padre.

Sus amigos defienden una versión distinta de la historia: que los bebés salen de otro agujero.

En teoría sabe que hay otro agujero, en el que entra el pene y por el que sale la orina. Pero no tiene sentido que el bebé salga por ese agujero. El bebé, después de todo, se forma en el estómago. De modo que lo más sensato es que el bebé salga por el trasero.

Por tanto, él apuesta por el trasero en las discusiones, mientras que sus amigos defienden el otro agujero, el poes. Él está completamente convencido de que lleva razón. Es parte de la confianza que se profesan su madre y él.