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Temprano, a primera hora de la mañana, hay niños de color que corren por la carretera nacional con estuches y libros de ejercicios, algunos incluso con carteras a la espalda, de camino al colegio. Pero son niños pequeños, muy pequeños: cuando tengan su edad, diez u once años, tendrán que dejar el colegio y salir al mundo para ganarse el pan de cada día.

En su cumpleaños, en lugar de hacerle una fiesta, le dan diez chelines para que convide a sus amigos. Invita a sus tres mejores amigos al café Globe; se sientan a una mesa alta de mármol y piden banana split y helado de crema bañado de chocolate. Se siente como un príncipe, dispensando placer; la ocasión sería memorable del todo si no la estropearan los niños de color andrajosos que se pegan a la ventana para observarlos.

En las caras de estos niños él no percibe el odio que, lo admite, él y sus amigos merecen por tener tanto dinero mientras que ellos no tienen ni un penique. Por el contrario, son como los niños que van al circo y se tragan el espectáculo completamente absortos, sin perderse nada.

Si fuera otra persona, le pediría al propietario del Globe, un portugués con el pelo engominado, que los echara. Es muy común expulsar a los niños mendigos. Sólo hay que arrugar la cara, fruncir el ceño y agitar los brazos gritando «Voetsek, hotnot! Loop! Loop!». (¡Fuera, negros! ¡Idos! ¡Marchaos!), y después volverse a cualquiera que esté mirando, amigo o extraño, y explicar: «Halle sock net iets om te steel. Holle is alrnnl skelrns». (Sólo quieren robar. Son todos unos ladrones). Pero si se levantara para hablar con el portugués, ¿qué le diría: «Están estropeando mi cumpleaños, no es justo, me hiere verlos»? Pase lo que pase, tanto si los echa como si no, es demasiado tarde, su corazón ya está herido.

Ve a los afrikaners como una gente siempre llena de rabia porque tienen el corazón herido. Ve a los ingleses como una gente que no cae en la rabia porque vive detrás de muros y protege bien su corazón.

Ésta es sólo una de sus teorías sobre los ingleses y los afrikaners. La excepción a la regla, por desgracia, es Trevelyan.

Trevelyan fue uno de los inquilinos que hospedaron en la casa de Liesbeeck Road, en Rosebank, la casa con el gran roble en el jardín delantero donde él fue feliz. Trevelyan tenía la mejor habitación, la de las ventanas francesas que se abrían al porche. Era joven, era alto, era simpático, no sabía hablar ni una sola palabra de afrikaans, era inglés de los pies a la cabeza. Por las mañanas Trevelyan desayunaba en la cocina antes de salir a trabajar; regresaba por las noches y cenaba con ellos. Pese a estar en la otra punta de la casa, cerraba su habitación con llave; pero no había nada de interés en ella, excepto una máquina de afeitar Made in America.

Su padre, aun siendo mayor que Trevelyan, se hizo amigo suyo. Los sábados escuchaban la radio juntos, el programa de C. K. Friedlander, que retransmitía los partidos de rugby desde Newlands.

Después llegó Eddie. Eddie era un niño de color de siete años oriundo de Ida’s Valley, cerca de Stellenbosch. Vino a trabajar para ellos: lo acordaron la madre de Eddie y la tía Winnie, que vivía en Stellenbosch. A cambio de lavar los platos, barrer y quitar el polvo, Eddie viviría con ellos en Rosebank. Le darían de comer y enviarían a su madre un giro postal por dos libras y diez chelines a primeros de mes.

Cuando llevaba dos meses viviendo y trabajando en Rosebank, Eddie se escapó. Desapareció durante la noche; su ausencia se descubrió por la mañana. Llamaron a la policía; encontraron a Eddie no muy lejos, escondido entre la maleza junto al río Liesbeeck. No lo encontró la policía sino Trevelyan, que lo arrastró de vuelta, llorando y pataleando desconsoladamente, y lo encerró en el viejo mirador del jardín trasero.

Naturalmente Eddie sería devuelto a Ida’s Valley. Ahora que ya no pretendía sentirse contento, se escaparía a la menor oportunidad. Su aprendizaje no había dado resultado.

Pero antes de que se pudiera telefonear a la tía Winnie de Stellenbosch, estaba la cuestión del castigo por el problema que Eddie había causado: por necesitar de la intervención de la policía, por estropear la mañana del sábado. Fue Trevelyan el que se ofreció a ejecutar el castigo.

Espió una vez lo que estaba ocurriendo en el mirador. Trevelyan sostenía a Eddie por las muñecas y le azotaba las piernas desnudas con una correa de cuero. Su padre también estaba allí, de pie a un lado, mirando. Eddie daba alaridos y brincos; todo estaba lleno de lágrimas y de mocos. «Asseblief asseblief my baas —gritaba—. Ek sal nie weer nie!»: (Por favor, por favor, ¡no lo volveré a hacer!). Entonces los dos repararon en él y le ordenaron que se fuese.

Al día siguiente llegaron su tío y su tía de Stellenbosch en su furgoneta DKW negra para llevar a Eddie con su madre a Ida’s Valley. No hubo despedidas.

De modo que Trevelyan, que era inglés, fue el que pegó a Eddie. En realidad, Trevelyan, que era de constitución rubicunda y estaba empezando a echar tripa, se fue poniendo más y más rojo mientras le daba con la correa, resollando a cada golpe, esforzándose por sentir la misma rabia que cualquier afrikaner. ¿Cómo puede Trevelyan, entonces, cuadrar en la teoría de que los ingleses son buenos?

Todavía tiene una deuda con Eddie, de la cual no ha hablado con nadie. Después de comprarse la bicicleta Smiths con el dinero de su octavo cumpleaños y de darse cuenta de que no sabía montar en ella, fue Eddie quien le empujó por Rosebank Common, dándole órdenes, hasta que de repente él logró dominar el arte de mantenerse en equilibrio.

Aquella primera vez dio una gran vuelta, pedaleando fuerte para atravesar el suelo arenoso, hasta regresar a donde Eddie le estaba esperando. Eddie estaba emocionado y no paraba de dar saltos. «Kan ek’n kans kry?». (¿Me toca a mí ahora?), gritó. Le pasó la bicicleta a Eddie. Eddie no necesitó que le empujaran: salió tan rápido como el viento, de pie sobre los pedales, la raída chaqueta azul marino flameando a su espalda; montaba mucho mejor que él.

Recuerda cuando jugaba a lucha libre con Eddie en el césped. Aunque Eddie sólo tenía siete meses más que él, y no era más corpulento, poseía una fuerza nervuda y una determinación que siempre le hacían salir vencedor. Vencedor, pero humilde en la victoria. Sólo por un momento, cuando tenía a su oponente inmovilizado por la espalda, desprotegido, se permitía Eddie una sonrisa burlona de triunfo; después rodaba a un lado, se ponía en pie y luego se agazapaba, listo para el siguiente asalto.

El olor del cuerpo de Eddie perdura en su interior desde estas peleas, y también el tacto de su cabeza, el duro cráneo con forma alargada y el pelo crespo y abundante.

Su padre dice que tienen las cabezas más duras que los blancos. Por eso son tan buenos en boxeo. Por la misma razón, afirma, nunca serán buenos en rugby. En el rugby tienes que ser rápido de pensamiento, no puedes ser un cabeza hueca.

Durante sus combates llega un momento en que tiene los labios y la nariz pegados al pelo de Eddie. Respira su olor, su sabor: el olor, el sabor del tabaco.

Todos los fines de semana Eddie tenía que bañarse de pie en el barreño del lavabo de los sirvientes, frotándose con un trapo enjabonado. Él y su hermano arrastraban un cubo de basura hasta el ventanuco y se subían encima para echar una mirada furtiva. Excepto por su cinturón de cuero, aún sujeto a su cintura, Eddie estaba desnudo. Al ver las dos caras en la ventana, se le dibujaba una amplia sonrisa y gritaba «Hé!» y bailaba en el barreño, chapoteando en el agua, sin taparse.

—Eddie se ha dejado puesto el cinturón para bañarse —le dijo él más tarde a su madre.

—Que haga lo que quiera —le respondió ella.

Nunca ha estado en Ida’s Valley, de donde es Eddie. Imagina que es un lugar frío y sórdido. En la casa de la madre de Eddie no hay luz eléctrica. El techo tiene goteras, todo el mundo está siempre tosiendo. Cuando sales fuera tienes que ir saltando de piedra en piedra para evitar los charcos. ¿Qué posibilidades tiene Eddie ahora que está de nuevo en Ida’s Valley, caído en desgracia?

—¿Qué crees que estará haciendo Eddie ahora? —le pregunta a su madre.

—Probablemente esté en un reformatorio.

—¿Por qué?

—La gente así siempre acaba en un reformatorio y después en la cárcel.

No comprende esa acritud contra Eddie. No la entiende cuando se deja llevar por ese humor agrio en el que las cosas, casi por azar, van cayendo bajo su lengua afilada y despectiva: la gente de color, sus propios hermanos y hermanas, los libros, la educación, el gobierno.

A él no le importa mucho lo que su madre piense de Eddie siempre que no cambie de idea de un día para otro. Cuando ella estalla de ese modo, él siente que el suelo se abre bajo sus pies y que se cae.

Imagina a Eddie con su vieja chaqueta, agachándose para esconderse de la lluvia que siempre cae sobre Ida’s Valley, fumando colillas con otros chicos de color. Él tiene diez años, y Eddie, en Ida’s Valley, también. Durante un tiempo Eddie tendrá once mientras él todavía tenga diez; después tendrá once también. Siempre estará intentando superar su propia edad, permaneciendo con Eddie durante un tiempo, y quedándose de nuevo atrás. ¿Cuánto tiempo será así? ¿Logrará escapar alguna vez de Eddie? Si se cruzan un día por la calle, ¿lo reconocerá Eddie, a pesar de toda la bebida y la marihuana, a pesar de la cárcel y el endurecimiento?, y se parará y le gritará: «Jou moer!». (¡Eh, colega!).

En este momento sabe que Eddie, en la casa llena de goteras de Ida’s Valley, envuelto en una manta maloliente y todavía con la misma chaqueta, está pensando en él. En los ojos oscuros de Eddie hay dos rendijas amarillentas. De una cosa está seguro: Eddie no sentiría pena por él.