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Tienen pocos contactos sociales fuera del círculo de parientes. Cuando vienen extraños a casa, él y su hermano se escabullen como animales salvajes, y luego regresan a hurtadillas para ocultarse detrás de las puertas y fisgonear. También han practicado unos agujeros en el techo para poder espiar; trepan al tejado y miran lo que sucede en el salón desde arriba. Su madre se apura cuando oye el rumor de pies arrastrados. «Son sólo niños jugando», explica con una sonrisa tensa.

Él huye de las conversaciones educadas porque sus fórmulas: «¿Cómo estás?», «¿Cómo te va en el colegio?», le desconciertan. Como no sabe cuáles son las respuestas correctas, farfulla y tartamudea como un tonto. Sin embargo, al final no se avergüenza de su salvajismo, de su impaciencia ante la insípida jerga de las conversaciones educadas.

—¿Es que no puedes ser simplemente normal? —le pregunta su madre.

—Odio a la gente normal —le responde acalorado.

—Odio a la gente normal —repite como un eco su hermano.

Su hermano tiene siete años y una sempiterna sonrisa nerviosa y tirante; en el colegio vomita de vez en cuando, sin razón aparente, y lo envían a casa.

En lugar de amigos ellos tienen familia. La familia de su madre es la única gente del mundo que lo acepta más o menos como es. Lo aceptan —rudo, poco sociable, excéntrico— no sólo porque si no lo aceptaran no podrían venir de visita, sino porque ellos también se criaron salvajes y rudos. La familia de su padre, por el contrario, los desaprueban a él y a la educación que le ha dado su madre. En su compañía se siente incómodo; tan pronto como puede huir de ellos empieza a burlarse de los tópicos de las buenas maneras «En hoe gaan dit met jou mammie? En met jou broer? Dis goed, dis goed! (¿Cómo está tu madre? ¿Y tu hermano? ¡Bien!)». Tampoco puede rehuirlos: si no participa en sus rituales no podrá ir de visita a la granja. Así que, muerto de vergüenza, despreciándose a sí mismo por su cobardía, se resigna. «Dit gaan goed —dice—. Dit gaan goed met ons almal. (Estamos todos bien)».

Sabe que su padre se pone del lado de su familia y en contra de él. Ésa es una de las formas que tiene su padre de acercarse a su propia madre. Le da escalofríos pensar en la vida que tendría que afrontar si su padre llevara las riendas de la casa, una vida llena de fórmulas estúpidas y aburridas, que lo convertirían en un ser vulgar. Su madre es la única que se interpone entre él y una existencia que no podría soportar. Por eso, a la vez que le irritan su torpeza y su estupidez, se abraza a ella como a su única protectora. Él es su hijo, no el hijo de su padre. Niega y detesta a su padre. No olvidará el día en que, hace dos años y por primera y única vez, su madre permitió a su padre enzarzarse con él, como un perro que se suelta de la correa «¡He llegado al límite, no puedo soportarlo más!», y los ojos de su padre relumbraban de ira y de lástima al zarandearlo y abofetearlo.

Debe ir a la granja porque no hay ningún otro lugar en el mundo que ame más o que pueda imaginarse amar más. Todo lo que resulta complejo en lo que concierne a su amor por su madre se torna simple en lo que concierne al amor por la granja. Sin embargo, desde que tiene memoria, este amor tiene un punto de dolor. Puede visitar la granja, pero nunca vivirá allí. La granja no es su hogar; nunca será más que un huésped, un huésped difícil. Incluso ahora, día a día, la granja y él van por caminos distintos, separados, caminos que no tienden a encontrarse sino a alejarse aún más. Un día la granja se habrá alejado por completo, se habrá perdido para siempre; ya se siente afligido por esa pérdida.

La granja era de su abuelo, pero su abuelo murió y pasó a ser de su tío Son, el hermano mayor de su padre. Son era el único con condiciones de granjero; todos los demás hermanos y hermanas habían huido rápido a los pueblos y las ciudades. Sin embargo, todos tienen la sensación de que la granja en la que se criaron todavía es suya. De modo que, al menos una vez al año, y algunas veces dos, su padre regresa a la granja y él lo acompaña.

La granja se llama Vóelfontein, la fuente del pájaro; él ama todas y cada una de sus piedras, de sus matorrales, de sus briznas de hierba; ama los pájaros que le dieron el nombre, los millares de pájaros que cuando cae el crepúsculo se congregan en los árboles que hay alrededor de la fuente llamándose unos a otros, gorjeando, ahuecando las plumas, preparándose para la noche. Es inconcebible que otra persona ame la granja como la ama él. Pero no puede hablar de su amor, no sólo porque la gente normal no habla de ese tipo de cosas, sino porque confesarlo sería traicionar a su madre. Y sería una traición no sólo porque ella también viene de una granja (una granja rival de un sitio lejano de la que habla con un amor y una nostalgia que le pertenecen, una granja a la que nunca podrá regresar porque fue vendida a desconocidos), sino porque ella no es bienvenida de verdad a esta granja, la granja real, Vóelfontein.

Ella no le contará nunca por qué eso es así —y él, en el fondo, se lo agradece—, pero poco a poco va recomponiendo la historia.

Durante la guerra, su madre vivió una larga temporada con sus dos hijos en una habitación alquilada de Prince Albert, sobreviviendo con las seis libras mensuales que enviaba su padre de la paga de cabo interino, más dos libras del Fondo de Ayuda a los Pobres del gobernador general. Durante ese tiempo no los invitaron ni una sola vez a la granja, que estaba a poco más de dos horas de carretera. Conoce esta parte de la historia porque incluso su padre, cuando volvió de la guerra, estaba enfadado y avergonzado por el modo en que los habían tratado.

De Prince Albert sólo recuerda el zumbido de los mosquitos en las noches largas y calurosas, y a su madre en combinación andando de un lado para otro, con el sudor brotando de su piel, y sus piernas gordas y pesadas cruzadas por venas varicosas, tratando de calmar a su hermano, que todavía era un bebé y no paraba de llorar; y los días de mortal aburrimiento pasados detrás de las contraventanas cerradas para resguardarse del sol. Así vivieron, atrapados en aquella habitación, sin dinero para mudarse, esperando la invitación que nunca llegó.

Su madre todavía aprieta los labios cuando se menciona la granja. Sin embargo, cuando van a la granja por Navidad, ella los acompaña. La numerosa familia se reúne al completo. Se colocan camas, colchones y catres en todas las habitaciones, y en el gran porche también: una Navidad contó veintiséis. Su tía y las dos criadas se pasan todo el día en la cocina cargada de humo, cocinando, asando al horno, produciendo comida, rondas de té o café y pasteles sin parar, mientras que los hombres se sientan en el porche, dirigiendo la mirada, perezosos, al resplandeciente Karoo, intercambiando anécdotas sobre los viejos tiempos.

Se embebe del ambiente con avidez, se embebe de la mezcla feliz y descuidada de inglés y afrikaans que es su idioma común cuando se reúnen. Le gusta ese idioma extraño y bailarín, con partículas que se deslizan aquí y allá en las frases. Es más claro, más fresco que el afrikaans que estudian en el colegio, cargado de modismos que supuestamente proceden del volksmond, del habla del pueblo, pero que se diría que proceden del Gran Trek; modismos torpes y carentes de sentido sobre carretas y ganado y los arreos del ganado.

En su primera visita a la granja, cuando su abuelo aún vivía, todos los animales de corral de los libros de cuentos estaban todavía allí: los caballos, los burros, las vacas y sus terneros, los cerdos, los patos, una colonia de gallinas y el gallo que cacareaba para recibir el sol, las cabras y los chivos. Después, tras la muerte de su abuelo, el corral empezó a menguar, hasta que sólo quedaron ovejas. Primero se vendieron los caballos, luego los cerdos fueron convertidos en carne (él vio a su tío disparar un tiro al último cerdo; la bala le dio detrás de la oreja: el animal gruñó, se tiró un pedo estruendoso y se derrumbó, primero sobre las rodillas, después sobre un costado, temblando). Luego desaparecieron las vacas, y los patos.

El motivo fue el precio de la lana. Los japoneses estaban pagando lo que les pidieran por la lana: era más sencillo comprar un tractor que mantener a los caballos, más sencillo conducir la Studebaker nueva por Fraserburg Road para comprar mantequilla congelada y leche en polvo que ordeñar una vaca y batir la manteca. Sólo interesaban las ovejas, las ovejas con sus vellocinos de oro.

Podían aliviarse de la carga de la agricultura también. Lo único que aún se cultiva en la granja es alfalfa, por si los pastos de la granja se agotan y hay que alimentar a las ovejas. De los huertos sólo queda un naranjal, que da año tras año unas naranjas dulcísimas.

Cuando, después de una siesta reparadora, sus tíos y tías se reúnen en el porche para tomar el té y contar historias, la charla desemboca a veces en los viejos tiempos de la granja. Recuerdan a su padre, el granjero que fue todo un señor, que mantuvo un carruaje de dos caballos y cultivó trigales en las tierras debajo de la balsa que él mismo trilló y sembró. «Sí, aquéllos sí que eran buenos tiempos», suspiran.

Les gusta sentir nostalgia por el pasado, pero ninguno de ellos regresaría a él. Él sí. Él quiere que todo sea como era en el pasado.

En una esquina del porche, a la sombra de la buganvilla, cuelga una cantimplora de lona. Cuanto más caluroso es el día, más fría está el agua; es un milagro, como el milagro de la carne que cuelga en la oscuridad de la despensa sin pudrirse, como el milagro de las calabazas colocadas en el tejado bajo el sol resplandeciente y que permanecen frescas. En la granja, al parecer, nada se marchita.

El agua de la cantimplora está mágicamente fresca, pero él no necesita más de un sorbo cada vez que bebe. Está orgulloso de lo poco que bebe. Eso le será útil, espera, si alguna vez se pierde en el veld. Quiere ser una criatura del desierto, de este desierto, como un lagarto.

Justo por encima de la granja hay una balsa con muros de piedra, de casi cuatro metros cuadrados, llenada por una bomba de aire, que provee de agua a la casa y al jardín. Un día de calor, él y su hermano llevan una bañera de hierro galvanizado a la balsa, la meten en el agua, se suben como pueden en ella y empiezan a remar.

Le da miedo el agua; piensa que su aventura será una manera de superarlo. Su embarcación se mece en mitad de la balsa. Motas de luz destellan en el agua; únicamente se oye el canto de las cigarras. Sólo un pedazo de metal le separa de la muerte. Sin embargo, se siente bastante seguro, tan seguro que casi podría quedarse dormido. Así es la granja: nada malo puede sucederte aquí.

Sólo se había subido a un bote una vez, cuando tenía cuatro años. Un hombre (¿quién sería?, trata de recordar, pero no lo logra) se los llevó a remar por la laguna de Plettenberg Bay. Se suponía que era un viaje de placer, pero todo el rato que estuvieron remando se quedó paralizado en su sitio, con la vista clavada en la lejana orilla. Una sola vez se atrevió a mirar por la borda. Debajo de ellos, en el fondo, un bosque de algas se mecía lánguidamente. Era como lo había temido, incluso peor; le rodaba la cabeza. Únicamente esos frágiles maderos del bote, que crujían a cada golpe de remo como si fueran a quebrarse, lo separaban de la muerte. Se agarró más fuerte y cerró los ojos para aplacar el pánico en su interior.

Hay dos familias de color en Vóelfontein, cada una con una casa de su propiedad. También está, junto a la balsa, la casa, ahora sin tejado, en la que solía vivir Outa Jaap. Outa Jaap estaba en la granja antes que su abuelo; lo único que él recuerda de Outa Jaap es que era un hombre muy viejo, de ojos lechosos y ciego, con las encías desdentadas y las manos nudosas, y que estaba sentado en un banco al sol cuando lo llevaron hasta él, quizá para que el viejo le diera su bendición antes de que se muriese, no está seguro. Aunque Outa Jaap ya ha muerto, su nombre todavía se menciona con respeto. Sin embargo, cuando pregunta qué tenía de especial Outa Jaap, las respuestas que obtiene son bastante vulgares. Outa Jaap pertenecía a los tiempos en los que aún no existían las rejas a prueba de chacales, le cuentan; a un tiempo en que el pastor que llevaba a sus ovejas a pastar a un campo lejano tenía que quedarse con ellas y guardarlas durante semanas. Outa Jaap pertenecía a una generación desaparecida. Eso es todo.

Sin embargo, le parece que sabe lo que se esconde tras esas palabras. Outa Jaap era parte de la granja; aunque su abuelo la hubiera comprado y fuera su propietario legal, Outa Jaap vino con ella, sabía de ella, de las ovejas, del veld, del tiempo, más de lo que nunca llegaría a saber el recién llegado. Ése era el motivo por el que Outa Jaap tenía que ser tratado con respeto; ése es el motivo por el que ni siquiera se plantea la cuestión de deshacerse del hijo de Outa Jaap, Ros, ya de edad madura, pese a que no se trata de un trabajador especialmente bueno, y es poco fiable y propenso a hacer mal las cosas.

Se da por hecho que Ros vivirá y morirá en la granja, y que lo sucederá uno de sus hijos. Freek, el otro jornalero, es más joven y enérgico que Ros, muy listo y más formal. Sin embargo, él no pertenece a la granja: se da por hecho que no tiene por qué quedarse.

Cuando viene a la granja desde Worcester, donde la gente de color tiene que suplicar por todo «Asseblief my nooi! Asseblief my basie!», le alivia ver las relaciones tan correctas y formales que hay entre su tío y los volk. Todas las mañanas su tío habla con sus dos hombres de las tareas del día. En lugar de dar órdenes, propone las labores necesarias, una a una, como si repartiera las cartas sobre una mesa; sus hombres también reparten sus propias cartas. En medio se producen pausas, silencios largos y reflexivos en los que no ocurre nada. De pronto, misteriosamente, todo el asunto parece zanjado: quién irá a cada sitio, quién hará cada cosa. «Nouja, dan sal ons maar loop, baas Sonnie!». Vamos. Y Ros y Freek se ponen los sombreros y se marchan animosamente.

Pasa lo mismo en la cocina. Dos mujeres trabajan en la cocina: la mujer de Ros, Tryn, y Lientjie, su hija de otro matrimonio. Llegan a la hora del desayuno y se van después de la comida del mediodía, la principal del día, la comida que aquí llaman cena. Lientjie es tan tímida con los desconocidos que esconde la cara y le entra la risa floja cuando le hablan. Pero si él se queda junto a la puerta de la cocina puede enterarse de la corriente de conversaciones en voz baja que fluye entre su tía y las dos mujeres; le encanta fisgonear lo que dicen: el suave y agradable chismorreo de las mujeres, chismes que pasan de oído a oído, chismes que no sólo atañen a la granja, sino a todo el pueblo de Fraserburg Road y a la reserva de la gente de color a las afueras del pueblo, y al resto de las granjas del distrito también: una ligera telaraña blanca de rumores que gira sobre el pasado y el presente, una telaraña a la que se hace girar en ese mismo momento en otras cocinas también, la cocina de los Van Rensburg, la cocina de los Albert, la cocina de los Nigrini, las cocinas de los numerosos Bote: quién se casa con quién, de qué va a operarse la suegra de no sé quién, qué hijo va bien en el colegio, qué hija tiene problemas, quién visitó a quién, qué llevaba puesto no sé qué en tal o cual ocasión.

Pero él se siente más cercano a Ros y a Freek. Le devora la curiosidad por saber las vidas que viven. ¿Llevan camisetas y calzoncillos como los blancos? ¿Tiene cada uno una cama? ¿Duermen desnudos o con las ropas de trabajo, o tienen pijamas? ¿Comen comidas decentes sentados a la mesa con cuchillo y tenedor?

No hay manera de encontrar las respuestas porque se le disuade para que no visite sus casas. Sería de mala educación, le dicen. Sería de mala educación porque Ros y Freek se sentirían avergonzados.

Si no es vergonzoso tener a la mujer y a la hija de Ros trabajando en la casa, quisiera preguntar, preparando comidas, lavando la ropa, haciendo las camas, ¿por qué sí lo es que les haga una visita a sus casas?

Parece un buen argumento, pero tiene un defecto, y él lo sabe. Porque la verdad es que sí es vergonzoso tener a Tryn y a Lientjie en la casa. No le gusta cuando se cruza con Lientjie en el pasillo y ella tiene que hacer como si fuera invisible y él tiene que hacer como si ella no estuviera allí. No le gusta ver a Tryn de rodillas en el lebrillo lavándole la ropa. No sabe cómo contestarle cuando ella se dirige a él hablándole de usted, llamándole die kleinbaas, el señorito, como si él no estuviera presente. Todo es profundamente vergonzoso.

Resulta más fácil con Ros y Freek. Pero incluso con ellos ha de hablar utilizando frases de construcción tortuosa para evitar tutearlos cuando ellos le llaman kleinbaas, señor. No está seguro de si Freek cuenta como un hombre o como un chico, de si está haciendo el tonto cuando trata a Freek como a un hombre. Con la gente de color en general, y con la del Karoo en particular, simplemente no sabe cuándo dejan de ser niños y se convierten en adultos. Ocurre tan pronto, tan de repente: un día están jugando con juguetes y al siguiente están fuera con los hombres, trabajando, o en la cocina de alguien, fregando platos.

Freek es educado y de hablar pausado. Tiene una bicicleta de neumáticos anchos y una guitarra; por las noches se sienta fuera de su habitación y toca la guitarra para sí mismo, sonriendo con su sonrisa lejana.

Los sábados por la tarde se va con la bicicleta a la reserva de los de color a las afueras de Fraserburg Road. Se queda allí hasta el domingo por la tarde, y no vuelve hasta mucho después de que haya anochecido: a kilómetros de distancia ven la manchita de luz diminuta y ondulante del faro de su bicicleta. A él le parece una hazaña cubrir en bicicleta esa inmensa distancia. Si pudiera, le rendiría culto a Freek como a un héroe.

Freek es un jornalero, se le paga un salario, se le puede despachar sin muchas explicaciones. Sin embargo, cuando ve a Freek en cuclillas, con la pipa en la boca y la mirada perdida en el veld, piensa que este hombre pertenece a ese sitio mucho más que los Coetzee; si no a Vóelfontein, al menos al Karoo. El Karoo es el país de Freek, su hogar; los Coetzee, bebiendo té y murmurando en el porche de la granja, son como las golondrinas, pasajeras, hoy aquí y mañana allá, o incluso como los gorriones, piando alegremente, de pies ligeros, de vida corta.

Lo mejor de todo en la granja, mejor que cualquier otra cosa, es la caza. Su tío sólo tiene un arma, una pesada Lee-Enfield .303 que dispara unas balas demasiado grandes para cualquier tipo de caza (una vez su padre disparó con ella a una liebre y no quedaron más que despojos ensangrentados). Así que cuando él visita la granja toman prestada de uno de los vecinos una vieja .22. Lleva un único cartucho, que se carga directamente en la recámara; algunas veces se dispara y le deja un zumbido en los oídos durante horas. Nunca acierta con esa pistola a algo que no sean las ranas de la balsa y los muisvóels del huerto. Y a pesar de ello, nunca se siente vivir tan intensamente como cuando, a primera hora de la mañana, él y su padre salen con sus pistolas y siguen el cauce seco del Boesmansrivier en busca de caza: antílopes, cormoranes, liebres, y, en las laderas desnudas de las colinas, korhaan.

Un diciembre tras otro, él y su padre acuden a la granja para salir de caza. Toman el tren: no el Trans-Karoo Express o el Orange Express, por no mencionar el Blue Train, todos demasiado caros y que de todos modos no paran en Fraserburg Road, sino el tren ordinario de pasajeros, el que para en todas las estaciones, incluso en las más recónditas, y que algunas veces tienen que detenerse en las vías muertas y esperar a que los expresos más famosos hayan pasado como un rayo. A él le encanta este tren lento, le encanta dormirse abrigadito bajo las sábanas blancas y crujientes y las mantas azul marino que trae el mozo, le encanta despertarse por la noche en alguna estación silenciosa en mitad de ninguna parte, escuchando el silbido de la máquina cuando el tren está parado, el sonido metálico del martillo del capataz comprobando las ruedas. Y después, al alba, cuando llegan a Fraserburg Road, les está esperando el tío Son con su amplia sonrisa y su viejo sombrero manchado de aceite. «Jis-laaik, maar jy word darem groot, John! (¡Te estás haciendo mayor!)», le dice, y silba entre dientes. Y ya pueden cargar las bolsas en la Studebaker y partir.

Él admite sin cuestionárselo que la caza que se practica en Vóelfontein es variada. Admite que habrán tenido un buen día de caza si hacen saltar a una liebre o escuchan gorjear a un par de korhaan a lo lejos. Ya se podrá contar algo después al resto de la familia, que, para cuando ellos regresen con el sol ya alto en el cielo, estará sentada en el porche bebiendo café. La mayoría de las mañanas no tienen nada que contar, absolutamente nada.

No tiene sentido salir de caza cuando el sol pega más fuerte, porque los animales que quieren matar dormitan a la sombra. Pero a veces dan una vuelta por los caminos de la granja en la Studebaker cuando empieza a caer el sol, con el tío Son al volante y su padre en el asiento delantero sosteniendo la .303 y él y Ros en los asientos traseros.

Habitualmente es Ros quien se encarga de bajar de un salto del coche y abrir las puertas de las cercas, esperar a que el coche pase y después cerrar las vallas, una tras otra. Por eso en estas cacerías es un privilegio que te dejen abrir las cercas, mientras que Ros observa y asiente.

Van a cazar el legendario paanw. Sin embargo, como los paauw sólo se ven una o dos veces al año —son tan raros, de hecho, que si te descubren disparándoles te obligan a pagar una multa de cincuenta libras—, deciden cazar korhaan. Llevan a Ros de caza porque como es un bosquimano, o casi un bosquimano, tiene que poseer una mirada muy aguda por naturaleza.

Y de hecho Ros es el primero en dar una palmada en el techo del coche para avisar de que ha divisado a los korhaan: aves pardogrisáceas del tamaño de los pollos que van saltando entre los matorrales en grupos de dos o tres. La Studebaker hace un alto: su padre apoya la .303 en la ventanilla y toma aire. El ruido seco del disparo resuena a todo lo largo y ancho del campo. A veces los pájaros, asustados, alzan el vuelo; por lo general, sin embargo, tan solo empiezan a corretear más rápido, emitiendo su característico gorjeo. En realidad, su padre nunca le ha dado a un korhaan, así que él nunca ha visto de cerca a uno de estos pájaros («avutardas de matorral», dice el diccionario afrikaans-inglés).

Su padre fue tirador en la guerra: manejaba una ametralladora Bofor antiaérea con la que disparaba a los aviones alemanes e italianos. Él se pregunta si alguna vez derribó un avión: nunca alardea de ello. ¿Cómo pudo llegar a ser tirador? Carece de dotes para serlo. ¿Es que se les asignaban a los soldados las tareas al azar?

La única variedad de caza que sí les resulta exitosa es la caza nocturna, que, pronto lo descubre, es algo vergonzoso de lo que no hay que jactarse. El método es sencillo. Después de la cena se montan en la Studebaker y el tío Son conduce en la oscuridad a través de los campos de alfalfa. En un punto determinado se para y enciende los faros. A no más de tres metros hay un antílope quieto, con las orejas tiesas apuntando hacia ellos y los ojos deslumbrados reflejando luces. «Skiet!», le susurra su tío. ¡Dispara! Su padre dispara y el antílope cae.

Se dicen a sí mismos que es aceptable cazar de ese modo porque los antílopes son una plaga, se comen la alfalfa que debería ser para las ovejas. Pero cuando el chico ve lo pequeño que es el antílope, no más grande que un perro de lanas, sabe que es un argumento falso. Cazan de noche porque no son lo bastante buenos para cazar de día.

Por otra parte, la carne de antílope, macerada en vinagre y después asada (observa a su tía hacer hendeduras en la carne y rellenarlas con clavo y ajo), está todavía más rica que la de cordero, de sabor fuerte y tierna, tan tierna que se deshace en la boca.

Todo lo que hay en el Karoo está delicioso: los melocotones, las sandías, las calabazas, el carnero, como si todo lo que encuentra sustento en esta tierra árida fuera bendecido.

Nunca serán cazadores famosos. Aun así, le gusta sentir el peso del arma en la mano, el sonido de sus pies recorriendo la arena gris del río, el silencio que desciende pesado como una nube cuando se paran, y siempre el paisaje cercándolos, el querido paisaje de ocres y grises y castaños y verde oliváceos.

El último día de la visita, siguiendo el ritual, puede acabar con el resto de su caja de cartuchos .22 disparándolos contra una lata o contra el poste de la valla. Es un momento difícil. La pistola prestada no es buena, él no es un buen tirador. Con la familia mirándolo en el porche, dispara precipitadamente. Falla más veces de las que acierta.

Una mañana, mientras está solo en el lecho del río disparando a muisváels, la .22 se encasquilla. No encuentra forma de sacar el cartucho alojado en la recámara. Se lleva la pistola a casa, pero el tío Son y su padre están lejos, en el veld. «Pregunta a Ros o a Freek», le sugiere su madre. Busca a Freek en el establo. Freek, sin embargo, se niega a tocar el arma. Le ocurre lo mismo con Ros, cuando lo encuentra. Aunque no se explican, parece que le tienen un terror sagrado a las armas. Así que tiene que esperar a que regrese su tío y saque el cartucho con la navaja. «Se lo pedí a Ros y a Freek —se queja—, pero no quisieron ayudarme». Su tío mueve la cabeza. «No debes pedirles que toquen armas —dice—. Saben que no deben hacerlo».

No deben. ¿Por qué no? Nadie se lo dice. Pero él no deja de darle vueltas a la expresión no debes. La escucha más a menudo en la granja que en ningún otro sitio, más a menudo incluso que en Worcester. Una expresión extraña, con solo que no se oiga el no significa todo lo contrario. No debes tocar eso. No debes comer eso. ¿Éste sería el precio que pagar si dejara el colegio y rogase vivir aquí, en la granja? ¿Tendría que olvidarse de hacer preguntas y obedecer todos los no debes y hacer tan solo lo que le digan que haga? ¿Está preparado para darse por vencido y pagar ese precio? ¿No hay forma de vivir en el Karoo, el único lugar del mundo donde quiere estar, como quiere vivir: sin pertenecer a ninguna familia?

La granja es enorme, tan enorme que cuando en una de sus cacerías él y su padre llegan a una cerca a la orilla del río, y su padre anuncia que han alcanzado el límite entre Vóelfontein y la siguiente granja, se queda perplejo. En su imaginación, Vóelfontein es un reino por derecho propio. No hay tiempo suficiente en una sola vida para conocer todo Vóelfontein, conocer cada una de sus piedras y de sus matorrales. Ningún tiempo es suficiente cuando se ama un lugar de manera tan devoradora.

Conoce mejor Vóelfontein en verano, cuando yace aplastada bajo la luz uniforme y cegadora que se derrama del cielo. Aun así, Vóelfontein también tiene sus misterios, misterios que no pertenecen a la noche y a la penumbra sino a las tardes calurosas, cuando los espejismos bailan en el horizonte y el aire canta en sus oídos. Entonces, cuando todos los demás están echando la siesta, aturdidos por el calor, puede salir de puntillas de la casa y trepar la colina hasta llegar al laberinto de muros de piedra de los rediles que pertenecen a los viejos tiempos, cuando se llevaban hasta allí los miles de ovejas que pastaban en el veld para contarlas o esquilarlas o bañarlas.

Los muros del redil tienen medio metro de grosor y sobrepasan su cabeza; están hechos de lisas piedras de color azul grisáceo, cada una de las cuales fue transportada hasta aquí en un carro tirado por burros. Trata de imaginarse los rebaños de ovejas, ahora todas muertas y desaparecidas, que se debieron guarecer del sol al socaire de estos muros. Trata de imaginarse cómo debía de ser Vóelfontein, cuando la casa grande y los cobertizos y los rediles estaban todavía levantándose: un lugar de trabajo, paciente, como el de las hormigas, año tras año. Ahora los chacales que atacaban a las ovejas han sido exterminados, abatidos o envenenados, y el redil, al no ser utilizado, se está desmoronando.

Los muros del redil serpentean varios kilómetros a lo largo de la colina. Aquí no se cultiva nada: pisotearon la tierra y la esquilmaron para siempre, él no sabe cómo: tiene un aspecto sucio, amarillento, enfermizo. Una vez dentro de los muros, está aislado de todo menos del cielo. Se le ha advertido que no venga aquí por el peligro que suponen las serpientes, porque nadie lo oiría si pidiese ayuda. Las serpientes, le advierten, se deleitan en las tardes calurosas como ésta: la cobra, la víbora bufadora, la culebra… todas salen de sus guaridas para remolonear al sol y calentar su sangre fría.

Todavía no ha visto una serpiente en los rediles; sin embargo, vigila cada una de sus pisadas.

Freek se encuentra a una culebra detrás de la cocina, donde tienden la ropa las mujeres. La golpea con un palo hasta matarla y arroja el cuerpo largo y amarillo a un matorral. Las mujeres no se acercan por allí en semanas. Las serpientes se casan de por vida, dice Tryn; cuando matas al macho, la hembra viene en busca de venganza.

La primavera, en septiembre, es la mejor época para visitar el Karoo, aunque las vacaciones del colegio sólo duran una semana. Un septiembre están en la granja cuando llegan los esquiladores. Surgen de ninguna parte, hombres salvajes que vienen en bicicletas cargadas de mantas y cacerolas.

Descubre que los esquiladores son gente especial. Cuando bajan a la granja, traen buena suerte. Para tenerlos contentos, escogen un harnel, un carnero castrado, bien cebado, y lo sacrifican. Se acomodan en el viejo establo, que se convierte en su barracón. Un fuego arde hasta bien entrada la noche mientras se dan el banquete.

Escucha una larga discusión entre el tío Son y el jefe de los esquiladores, un hombre tan fiero y de piel tan oscura que casi podría ser un nativo, con la barba puntiaguda y los pantalones sujetos con una cuerda. Hablan del tiempo, del estado de los pastos en el distrito de Prince Albert, en el distrito de Beaufort, en el distrito de Fraserburg, del pago. El afrikaans que hablan los esquiladores es tan denso, está tan repleto de giros extraños, que el chico apenas si los entiende. ¿De dónde vienen? ¿Acaso hay un país aún más profundo que el país de Vóelfontein, un lugar aún más apartado del mundo?

A la mañana siguiente, una hora antes del amanecer, le despierta el rumor de pezuñas cuando los primeros tropeles de ovejas pasan por delante de la casa, camino de los rediles junto al cobertizo donde las esquilan. La familia empieza a despertarse. Se oye el bullicio de la cocina, el olor a café. Con las primeras luces está fuera, vestido, demasiado nervioso para tomar un bocado.

Le encomiendan una tarea. Cuidará de la taza de hojalata llena de judías secas. Cada vez que un esquilador acaba con una oveja, la suelta con una palmada en el trasero y arroja el pellejo trasquilado sobre una mesa acomodada para ello, y la oveja, rosada y desnuda y sangrando por donde los esquiladores han cortado, trota con nerviosismo hasta el segundo corral, cada vez el esquilador coge una judía de la taza. Lo hace inclinando la cabeza y con un cortés «My basie!».

Cuando se cansa de sostener la taza (los esquiladores pueden coger las judías por sí solos, son gente de campo y ni siquiera han oído hablar de la falta de honradez), él y su hermano ayudan a apilar las pacas, saltando entre la masa de lana espesa, caliente y aceitosa. Su prima Agnes también está allí; ha venido de visita desde Skipperskloof. Ella y su hermana se les unen; los cuatro se tiran unos sobre otros, riendo y haciendo cabriolas como si estuvieran sobre un enorme edredón de plumas.

Agnes ocupa un lugar en su vida que él todavía no entiende. Se fijó en ella por primera vez cuando tenía siete años. Los invitaron a Skipperskloof, adonde llegaron ya avanzada la tarde después de un largo viaje en tren. Las nubes corrían por el cielo, el sol no daba calor. Bajo la luz fría del invierno, el veld se extendía azul rojizo sin rastro de verde. Ni siquiera la granja parecía acogedora: un austero rectángulo blanco con un tejado de zinc inclinado. No se parecía nada a Vóelfontein; él no quería estar allí.

A Agnes, que era unos meses mayor que él, se le permitió acompañarle. Ella se lo llevó a dar un paseo por el veld. Iba descalza; ni siquiera tenía zapatos. Pronto perdieron la casa de vista, estaban en medio de ninguna parte. Empezaron a hablar. Ella llevaba coletas y ceceaba, lo que a él le gustó. Desaparecieron sus reservas. A medida que hablaba se fue olvidando del idioma en que lo hacía: simplemente los pensamientos se transformaban en palabras en su interior, en palabras transparentes.

Ya no se acuerda de lo que le dijo aquella tarde a Agnes. Pero se lo contó todo, todo lo que él había hecho, todo lo que sabía, todo lo que esperaba. Ella lo acogió todo en silencio. Incluso mientras estaba hablando, supo que el día era especial gracias a ella.

El sol empezó a hundirse, de un rojo encendido, pero aún helado. Las nubes se ennegrecieron, el viento se hizo más cortante, le traspasaba las ropas. Agnes no llevaba más que un fino vestido de algodón; tenía los pies morados de frío.

«¿Dónde habéis estado? ¿Qué habéis estado haciendo?», les preguntaron los mayores cuando llegaron a casa. «Niks nie», respondió Agnes. Nada.

Aquí en Vóelfontein no se le permite a Agnes ir de caza, pero es libre para vagar con él por el veld o coger ranas con él en el gran embalse de tierra. Estar con ella es distinto a estar con los amigos del colegio. Tiene algo que ver con su dulzura, con su disposición para escuchar, pero también con sus delgadas piernas bronceadas, sus pies desnudos, su manera de saltar de piedra en piedra. Él es muy listo, el primero de su clase; ella también tiene fama de lista; vagan por los alrededores hablando de cosas por las que los mayores menearían la cabeza: sobre si el universo tiene un principio; qué hay más allá de Plutón, el planeta oscuro; dónde está Dios, si es que existe.

¿Por qué le es tan fácil hablar con Agnes? ¿Porque es una chica? A cualquier cosa que venga de él, ella parece responder sin reservas, con dulzura y presteza. Ella es prima hermana suya, por lo tanto no pueden enamorarse ni casarse. De alguna forma, eso es un alivio: es libre de ser amigo de ella, de abrirle el corazón. Pero ¿y si a pesar de todo está enamorado de ella? ¿Es esto el amor, esta generosidad natural, este sentimiento de ser comprendido por fin, de no tener que fingir?

Durante todo el día y también al día siguiente los esquiladores trabajan, parando apenas para comer, retándose unos a otros para comprobar quién es el más rápido. Cuando llega la noche del segundo día todo el trabajo está terminado, todas las ovejas de la granja han sido esquiladas. El tío Son saca una bolsa de lona llena de billetes y monedas, y paga a cada esquilador según el recuento de judías. Después hay otro fuego, otro banquete. A la mañana siguiente ya se han ido y la granja puede recobrar su ritmo lento de siempre.

Las pacas de lana son tantas que el cobertizo está a rebosar. El tío Son va de una a otra con una plantilla y una almohadilla de tinta, pintando en cada una su nombre, el nombre de la granja, la clase de lana. Días después llega un camión enorme (¿cómo se las arregló para cruzar por la arena del Boesinansrivier, donde se atascan incluso los coches?), cargan las pacas y se las llevan lejos.

Ocurre todos los años. Todos los años llegan los esquiladores, todos los años hay aventura y nerviosismo. Nunca terminará; no hay ninguna razón por la que deba terminar, mientras haya años.

La palabra secreta y sagrada que lo ata a la granja es pertenencia. Cuando está solo en medio del veld puede pronunciar las palabras en voz alta: «La granja es el lugar al que pertenezco». Lo que cree de verdad pero no profiere, lo que guarda para sí por miedo a que se rompa el hechizo, es otra forma de decir la misma frase: «Yo pertenezco a la granja».

No se lo dice a nadie porque esa frase se puede confundir muy fácilmente, se puede tornar a la inversa muy fácilmente: «La granja me pertenece». La granja nunca le pertenecerá, nunca será más que un visitante: lo acepta. Pensar que realmente pueda vivir en Vóelfontein, que pueda llamar a la gran casa vieja su hogar, que ya no tenga que pedir permiso para hacer lo que le apetezca, le da vértigo; aparta ese pensamiento de sí. «Yo pertenezco a la granja»: eso es a lo más lejos a lo que puede llegar, incluso en lo más recóndito de su alma. Pero en lo más recóndito y secreto de su alma sabe lo que la granja a su modo sabe también: que Vóelfontein no pertenece a nadie. La granja es más grande que cualquiera de todos ellos. La granja es eterna. Cuando todos estén muertos, incluso cuando la casa esté en ruinas como lo están los rediles de la colina, la granja seguirá aquí.

Una vez, en el veld, lejos de la casa, se agacha y se frota las palmas en la arena como si se las estuviera lavando. Es un ritual. Está inventando un ritual. Aún no sabe lo que significa el ritual, pero le alivia saber que no hay nadie cerca que pueda verlo y contarlo después.

Pertenecer a la granja es su destino secreto, un destino para el que nació pero que él acepta con alegría. Su otro secreto es que, por mucho que luche, todavía pertenece a su madre. No se le escapa que estas dos servidumbres chocan.

Como no se le escapa que en la granja la influencia de su madre se debilita más que nunca. Al no permitírsele, por ser mujer, ir de caza, ni siquiera pasear por el veld, se encuentra en desventaja.

Él tiene dos madres. Ha nacido dos veces: ha nacido de una mujer y de la granja. Dos madres y ningún padre.

A un kilómetro de la granja la carretera se bifurca: el ramal de la izquierda lleva a Merweville, el de la derecha a Fraserburg. En la bifurcación está el cementerio, una parcela vallada con verja propia. Dominando el cementerio está la lápida de mármol de su abuelo; agrupadas alrededor hay docenas de otras sepulturas, más bajas y sencillas, con lápidas de pizarra, algunas con nombres y fechas grabados y otras sin ninguna inscripción.

Su abuelo es el único Coetzee que hay allí, el único que ha muerto desde que la granja pasó a ser de la familia. Aquí es donde acabó el hombre que empezó como vendedor ambulante en Piketberg, que abrió una tienda en Laingsburg y llegó a ser alcalde de la ciudad, y que al final compró el hotel de Fraserburg Road. Yace enterrado, pero la granja todavía es suya. Sus niños corren como enanos por ella, y sus nietos, enanos de los enanos.

Al otro lado de la carretera hay un segundo cementerio, sin valla; algunos de los montículos de las sepulturas están tan erosionados que ahora quedan a ras de tierra. Aquí yacen los sirvientes y los jornaleros de la granja, desde Outa Jaap a muy atrás. Las pocas lápidas que permanecen aún en pie no tienen nombre ni fechas. Con todo, él siente más temor aquí que entre las generaciones de los Bote arracimados alrededor de su abuelo. No tiene nada que ver con los espíritus. Nadie en el Karoo cree en espíritus. Lo que muere aquí, muere con firmeza y del todo: la carne la roen las hormigas, los huesos los blanquea el sol, y ahí acaba la historia. Sin embargo, entre estas tumbas, él pisa con inquietud. De la tierra viene un profundo silencio, tan profundo que casi podría ser un murmullo.

Cuando se muera, quiere que lo entierren en la granja. Si no se lo permiten, quiere que lo incineren y que esparzan sus cenizas aquí.

El otro lugar al que peregrina todos los años es Bloemhof, donde se erguía la primera granja. No hay nada que la recuerde excepto los cimientos, que no son de interés. Frente a ella había una balsa que se alimentaba de un manantial subterráneo; pero el manantial hace mucho que se secó. Del jardín y del huerto que una vez crecieron aquí no hay rastro. Pero junto al manantial, alzándose de la tierra yerma, se yergue una palmera enorme y solitaria. En el tronco de este árbol las abejas han hecho una colmena; son abejas pequeñas, negras y furiosas. El tronco está renegrido por el humo de las fogatas que durante años ha encendido la gente para robarles la miel a las abejas; sin embargo, las abejas continúan allí, recolectando néctar quién sabe de dónde en este paisaje seco y gris.

Le gustaría que las abejas se dieran cuenta de que él, cuando las visita, viene con las manos limpias, no para robarles sino para felicitarlas, para presentarles sus respetos. Pero conforme se acerca a la palmera empiezan a zumbar enfadadas; una avanzadilla se precipita sobre él, advirtiéndole que se aleje; una vez incluso tiene que huir, cruzar corriendo ignominiosamente el veld perseguido por el enjambre, zigzagueando y moviendo los brazos, agradecido de que no haya nadie por allí que pueda verlo y reírse de él.

Todos los viernes se sacrifica una oveja para la gente de la granja. Él acompaña a Ros y al tío Son para escoger la que va a morir; después se queda allí y observa cómo, en el lugar destinado a matadero que hay detrás del cobertizo, fuera de la vista de la casa, Freek sujeta las patas del animal mientras que Ros, con su pequeña navaja aparentemente inofensiva, le raja el pescuezo, y entonces los dos hombres sostienen con fuerza al animal mientras este patea y lucha y tose, y la sangre le sale a borbotones. Continúa observando mientras Ros desolla el cuerpo todavía caliente y lo cuelga de la hevea, lo abre en canal y tira las entrañas a un cuenco: el gran estómago azulado lleno de hierba, los intestinos (de los que extrae, presionando, las últimas cagarrutas que la oveja no tuvo tiempo de expulsar), el corazón, el hígado, los riñones; todas las vísceras que la oveja tiene en su interior y que él tiene en su interior también.

Ros utiliza la misma navaja para castrar a los corderos. Él también observa ese acontecimiento. Acorralan a los corderos jóvenes y a sus madres, y los meten en el cercado. Después Ros se mueve entre ellos, va cogiendo corderos al paso por las patas traseras, uno a uno, los sujeta contra el suelo mientras balan aterrorizados, gimen con desesperación, y les abre el escroto. Agacha la cabeza, agarra los testículos con los dientes y los arranca. Parecen dos pequeñas medusas que arrastran vasos sanguíneos azules y rojos.

Ros cercena también el rabo y lo arroja a un lado, dejando un muñón sangriento.

Con sus piernas cortas, su holgado pantalón cortado por encima de las rodillas, sus zapatos hechos en casa y su andrajoso sombrero de fieltro, Ros arrastra los pies por el corral como un payaso, escogiendo los corderos, castrándolos sin piedad. Al final de la operación los corderos se quedan doloridos y sangrando junto a sus madres, que no han hecho nada para protegerlos. Ros cierra la navaja. El trabajo está hecho; esboza una sonrisa pequeña y tirante.

No hay forma de hablar de lo que ha visto. «¿Por qué tienen que cortarles a los corderos el rabo?», le pregunta a su madre. «Porque si no las moscardas se reproducirían bajo sus rabos», le contesta ella. Los dos están fingiendo; los dos saben cuál es la verdadera pregunta.

En una ocasión Ros le deja coger la navaja, le enseña con qué facilidad corta un pelo. El pelo no se dobla, tan solo se abre en dos al mero contacto con la hoja. Ros afila la navaja todos los días, escupiendo en la piedra de afilar, frotando la hoja con ella hacia adelante y hacia atrás, con soltura y ligereza. La hoja, afilada, utilizada y vuelta a afilar, está tan gastada que apenas queda nada de ella. Ocurre lo mismo con la pala de Ros: se ha utilizado durante tanto tiempo, se ha afilado tan a menudo, que tan solo quedan cinco o seis centímetros de acero; la madera del mango está blanda y renegrida de años de sudor.

—No deberías mirar eso —le dice su madre, después de una de las matanzas del viernes.

—¿Por qué?

—Simplemente, no deberías.

—Quiero verlo.

Y se va a ver cómo Ros clava la piel en el suelo y la rocía con sal gema.

Le gusta mirar a Ros y a Freek y a su tío mientras trabajan. Para aprovechar los elevados precios de la lana, Son quiere tener más ovejas en la granja. Pero después de años de lluvias escasas el veld es un desierto, los pastos y los matorrales están a ras de tierra. Entonces su tío decide vallar de nuevo la granja, dividirla en campos pequeños para que las ovejas puedan desplazarse de un campo a otro, y los pastos puedan regenerarse.

Ros, Freek y él salen todos los días a clavar en la tierra dura las estacas de las vallas, extendiendo metros y metros de alambrada, tensándola y arqueándola, afianzándola.

El tío Son siempre lo trata con simpatía; sin embargo, él sabe que en realidad no le cae bien. ¿Cómo lo sabe? Por la incomodidad que se refleja en su mirada cuando él está cerca, por el tono forzado de su voz. Si de verdad le cayera bien al tío Son, sería con él tan franco y despreocupado como con Ros y Freek. En vez de eso, Son siempre se cuida de hablarle en inglés, incluso aunque él le responda en afrikaans. Ha pasado a ser una cuestión de honor para los dos; no saben cómo salir de la trampa.

Se dice a sí mismo que la antipatía no es personal, que es sólo porque él, el hijo del hermano más joven de Son, es mayor que el propio hijo de Son, que todavía es un bebé. Pero teme que el sentimiento provenga de más hondo, que Son le tenga poca simpatía por haberle entregado su lealtad a su madre en vez de a su padre; y también por no ser recto, honesto y sincero.

Si le dieran a elegir un padre entre Son y su propio padre, elegiría a Son, incluso aunque eso significara que él es irrevocablemente afrikaner y tuviera que pasar años en el purgatorio de un internado afrikaner, como hacen todos los niños de las granjas, antes de que se le permitiera regresar a Vóelfontein.

Quizá ésa es la razón más profunda por la que no le cae bien a Son: porque siente la petición que le está haciendo esta extraña criatura y la repele, como un hombre que se quita de encima a un niño pegajoso.

Él observa a Son todo el tiempo, admirando la habilidad con la que lo hace todo, desde administrar un medicamento a un animal enfermo hasta arreglar una bomba de aire. Está especialmente fascinado por su conocimiento de las ovejas. Con solo mirar a una oveja, Son puede decir no sólo la edad y el linaje y qué clase de lana dará, sino a qué sabrá cada parte de su cuerpo. Escoge una oveja para sacrificarla porque tiene las mejores costillas que comer a la parrilla o los muslos adecuados para un asado.

A él le gusta la carne. Está deseando que llegue el tintineo de la campanilla al mediodía y la suculenta comida que anuncia: platos de patatas asadas, arroz amarillento con pasas, boniatos acaramelados, calabaza con azúcar moreno y tiernos taquitos de pan, judías agridulces, ensalada de remolacha y, en el centro, en el lugar de honor, una gran fuente de carne de carnero con jugo para acompañarla. Sin embargo, después de haber visto a Ros sacrificar a las ovejas, ya no le gusta manosear la carne cruda.

De vuelta a Worcester prefiere no entrar en las carnicerías. Le repugna la soltura indiferente con que el carnicero pone un trozo de carne en el mostrador, lo hace filetes, lo enrolla en papel marrón y escribe el precio en él. Cuando escucha el irritante silbido de la fina sierra eléctrica cortando el hueso, querría tapiarse los oídos.

No le importa mirar los hígados, cuya función en el cuerpo no tiene muy clara, pero aparta la vista de los corazones que hay en el mostrador y, sobre todo, de las bandejas de despojos. Incluso en la granja rehúsa comer los menudillos, aunque son considerados un manjar exquisito.

Él no entiende por qué las ovejas aceptan su destino, por qué en lugar de rebelarse van dócilmente hacia la muerte. Si los antílopes saben que no hay nada peor en la tierra que caer en las manos de los hombres y luchan por escapar hasta el último aliento, ¿por qué son las ovejas tan estúpidas? Son animales, después de todo, poseen los finos instintos de los animales: ¿por qué no escuchan los últimos balidos de la víctima tras el cobertizo, olisquean su sangre y toman nota?

Algunas veces, cuando está entre las ovejas (acaban de cercarlas para darles un baño; están apretujadas en el corral y no tienen escapatoria), quisiera susurrarles al oído, avisarlas de todo lo que les aguarda. Pero entonces, en sus ojos amarillentos, él vislumbra algo que lo obliga a guardar silencio: una resignación, una presciencia no sólo de lo que les ocurre a las ovejas a manos de Ros tras el cobertizo, sino también de lo que les aguarda al final del largo y sediento trayecto hasta Ciudad del Cabo a bordo del camión de transportes.

Lo saben todo, hasta los más pequeños detalles, y sin embargo se resignan. Han calculado el precio y están dispuestas a pagarlo: el precio de estar en la tierra, el precio de estar vivas.