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Su madre estuvo un año en la universidad antes de que tuviera que dejarles paso a sus hermanos menores. Su padre es un abogado competente: trabaja para Standard Canners sólo porque hacerse con una clientela (eso le cuenta su madre) costaría más dinero del que disponen. Aunque culpa a sus padres por no haberlo criado como a un niño normal, él está orgulloso de la educación que tienen ellos.
Por el hecho de que siempre se habla en inglés en casa, y por ser siempre el primero en inglés en el colegio, se ve a sí mismo como inglés. Aunque su apellido es afrikaner, aunque su padre es más afrikaner que inglés, aunque él mismo habla afrikaans sin acento inglés, nunca podría pasar por afrikaner. El afrikaans que domina es fino e incorpóreo; existe todo un denso mundo de jergas y alusiones que dominan los chicos afrikaners auténticos —del cual las obscenidades sólo son una parte— y al que no tiene acceso.
Los afrikaners tienen en común además una determinada forma de ser: mal genio, intransigencia, y, en estrecha relación con esto, la amenaza de la fuerza física (él los ve como rinocerontes, enormes, pesados, muy fibrosos, golpeándose ruidosamente unos contra otros al cruzarse); es una forma de ser que él no comparte y de la que, de hecho, huye. Empuñan sus expresiones como un garrote contra sus enemigos. Por la calle conviene evitarlos cuando van en grupo; pero incluso cuando van solos tienen un aire agresivo, amenazante. Algunas veces, cuando los alumnos se alinean por las mañanas en el patio, él examina detenidamente las filas de los chicos afrikaners buscando a alguien que sea diferente, que tenga un toque de dulzura; pero no encuentra a nadie. Resulta impensable que él pueda estar alguna vez entre ellos: lo machacarían, matarían el espíritu que lo habita.
Sin embargo, para su sorpresa, se da cuenta de que no desea cederles el lenguaje afrikaans a ellos. Recuerda su primera visita a Vóelfontein, cuando tenía cuatro o cinco años y no hablaba una palabra de afrikaans. Su hermano era aún un bebé, lo tenían dentro de casa para que no le tocara el sol; no había nadie con quien jugar que no fueran los niños de color. Con ellos construía barcas con las vainas de los guisantes y las hacía flotar por los canales de riego. Pero él era como una criatura sin habla: tenían que entenderse mediante la mímica; a ratos sentía que iba a reventar por todas las cosas que no podía decir. Entonces un día abrió la boca y se dio cuenta de que podía hablar, hablar con facilidad y fluidez y sin pararse a pensar. Todavía recuerda cómo voló hasta su madre, gritando: «¡Escucha! ¡Sé hablar afrikaans!».
Cuando habla en afrikaans todas las complicaciones de la vida parecen desvanecerse en un minuto. El afrikaans es como una envoltura fantasmal que lo acompaña a todas partes, en la que es libre de introducirse, convirtiéndose al instante en otra persona, con un camino más sencillo, más alegre, más luminoso.
Algo de los ingleses que lo defrauda, que nunca imitará, es su desprecio por el afrikaans. Cuando arquean las cejas y, altivos, pronuncian incorrectamente las palabras afrikaans, como si decir veld con v fuera un signo de distinción, se aparta de ellos: se equivocan y, peor aún que equivocarse, resultan ridículos. En cuanto a él, no hace concesiones; incluso entre los ingleses pronuncia las palabras afrikaans como deben pronunciarse, con todas sus duras consonantes y sus dificultosas vocales.
Aparte de él, en su clase hay varios chicos con apellidos afrikaner. En las clases de afrikaans, por otro lado, no hay ningún chico con apellido inglés. Entre los alumnos del último año, sabe de un afrikaner apellidado Smith, aunque bien podría ser Smit; eso es todo. Es una pena, pero es comprensible: ¿qué inglés iba a querer casarse con una mujer afrikaner y tener una familia afrikaner cuando las mujeres afrikaners son todas enormes y gordas, de grandes pechos y cuellos hinchados como los de las ranas, o huesudas y deformes?
Le da gracias a Dios porque su madre hable inglés. Pero sigue desconfiando de su padre, a pesar de Shakespeare y de Wordsworth y de los crucigramas del Cape Times. No entiende por qué su padre sigue esforzándose por ser inglés aquí en Worcester, donde sería tan fácil para él volver a ser afrikaner. No considera que la infancia en Prince Albert, sobre la que escucha bromear a su padre con sus hermanos, sea muy diferente de la vida de un afrikaner en Worcester. Al igual que ocurría allí, consiste en recibir palizas e ir desnudo, en realizar las necesidades corporales delante de otros chicos, en una indiferencia animal con la intimidad.
La idea de que lo conviertan en un chico afrikaner, con la cabeza afeitada y sin zapatos, lo descorazona. Es como sí lo encarcelaran, lo encerraran en una vida sin intimidad. Si fuera afrikaner tendría que vivir minuto a minuto en compañía de otros, día y noche. Una idea que se le hace insoportable.
Se acuerda de los tres días en el campamento scout, se acuerda de su suplicio, de su ardiente deseo, continuamente frustrado, de escabullirse hasta su tienda y leer un libro a solas.
Un sábado su padre lo envía a comprar cigarrillos. Puede elegir entre ir en bicicleta hasta el centro de la ciudad, donde hay tiendas adecuadas con escaparates y cajas registradoras, o ir a la cercana tiendecita afrikaner en el cruce de la vía del ferrocarril, que no es más que un cuartucho situado en la parte trasera de una casa con el mostrador pintado de marrón oscuro y las estanterías casi vacías. Elige la más cercana.
Es una tarde calurosa. En la tienda hay ristras de biltong, carne magra puesta a secar, que cuelgan del techo. Está a punto de decirle al chico de detrás del mostrador —un afrikaner mayor que él— que quiere veinte Springbok rubios cuando se le mete una mosca en la boca. La escupe con asco. La mosca yace en el mostrador ante él, luchando en un charco de saliva.
«Sies!», exclama otro de los clientes.
Le entran ganas de protestar: «¿Qué debo hacer? ¿No escupir? ¿Me trago la mosca? ¡Sólo soy un niño!». Pero las explicaciones no sirven de nada entre esta gente sin piedad. Limpia el escupitajo del mostrador con la mano y rodeado de un silencio condenatorio paga los cigarrillos.
Recordando los viejos tiempos de la granja, el padre y los hermanos del padre vuelven una y otra vez al asunto de su propio padre, el abuelo del chico. «'n Vare ul jintbnan», dicen, un señor de los de antes, repitiendo la fórmula que han creado para él, y se ríen: «Dis wat hy op sy grafsteen sou gewens het». (Un granjero y un señor). Eso es lo que le hubiera gustado que rezase en su lápida. Se ríen sobre todo porque su padre seguía llevando botas de montar cuando todos los demás de la granja llevaban velskoen, botas camperas.
Su madre, cuando los oye hablar así, hace una mueca de desprecio. «No olvidéis el miedo que le teníais —dice—. Teníais miedo de encender un cigarrillo en su presencia, incluso cuando erais hombres hechos y derechos».
Se quedan avergonzados, sin respuesta: está claro que les ha dado en su punto débil.
Su abuelo, el de las pretensiones de gran señor, no sólo llegó a poseer la granja y la mitad de las acciones del hotel y el almacén general de comerciantes de Fraserburg Road, sino también una casa en Merweville con un asta de bandera enfrente en la que izaba la Union Jack el día del cumpleaños del rey.
«’n Ware ou jintlman en’n ware ou jingo!», añaden los hermanos: un auténtico patriotero, y de nuevo se ríen.
Su madre tiene razón. Parecen niños diciendo picardías a espaldas de sus padres. En cualquier caso, ¿con qué derecho se ríen de su padre? Si no fuera por él no hablarían nada de inglés: serían como sus vecinos, los Bote y los Nigrini, estúpidos y pesados, sin otro tema de conversación que las ovejas y el tiempo. Al menos, cuando la familia se reúne, hay un intercambio de chistes y risas en una mescolanza de lenguas; mientras que cuando los Nigrini o los Bote van a visitarlos, el ambiente se vuelve enseguida sombrío, pesado e insulso. «Janee», dicen los Bote, suspirando: en fin. «Janee», dicen los Coetzee, y rezan por que sus visitantes se den prisa y se vayan.
¿Y qué pasa con él? Si el abuelo al que venera era un patriotero, ¿es también él un patriotero? ¿Un niño puede ser un patriotero? Presta mucha atención cuando ponen Dios salve al Rey en el cine y la Union Jack ondea en la pantalla. El son de las gaitas hace que le suba un escalofrío por la espina dorsal, y también las palabras leal, valeroso. ¿Debería guardar en secreto su adhesión a Inglaterra?
No puede entender por qué hay tanta gente a su alrededor que desprecia a Inglaterra. Inglaterra es Dunquerque y la batalla de Inglaterra. Inglaterra es hacer lo que uno debe y aceptar el destino que le está reservado en silencio, sin aspavientos. Inglaterra es el muchacho en la batalla de Jutlandia, que resistió él solo con sus armas mientras el puente se incendiaba bajo sus pies. Inglaterra es Lanzarote del Lago y Ricardo Corazón de León y Robin de los Bosques con su arco de tejo y su traje Lincoln verde. ¿Qué tienen los afrikaners para compararse con ellos? Dirkie Uys, que cabalgó en su caballo hasta que éste murió. Piet Retief, al que dejó en ridículo Dingaan. Y los Voortrekkers, que llevaron a cabo su venganza disparando sobre miles de zulúes que no tenían escopetas, y se sintieron orgullosos de ello.
En Worcester hay una iglesia de la Iglesia anglicana y un clérigo de pelo gris que siempre lleva una pipa y también hace de jefe de los scouts, al que algunos de los chicos ingleses de su clase —los ingleses de verdad, con apellidos ingleses y casas en la parte antigua y frondosa de Worcester— se refieren familiarmente como padre. Cuando los ingleses hablan así el chico se sume en el silencio. Está el idioma inglés, que él domina con soltura. Está Inglaterra y todo lo que Inglaterra representa, a lo que él cree que es leal. Pero está claro que se exige más que eso antes de ser aceptado como un inglés de verdad: pruebas cara a cara, algunas de las cuales sabe que no pasará.