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Él y su madre están cruzando un erial público cerca de la estación de ferrocarril. Va con ella pero a distancia, sin cogerle la mano. Como siempre, va vestido de gris: jersey gris, pantalones cortos grises, calcetines grises. En la cabeza lleva una gorra azul marino con el emblema del Colegio de Chicos de Primaria de Worcester: la cumbre de una montaña rodeada de estrellas, con el lema PER ASPERA AD ASTRA.
Es tan solo un chico que camina junto a su madre: desde fuera, seguramente parece bastante normal. Pero él se ve a sí mismo como a un escarabajo que corretea alrededor de ella, que corretea en círculos muy cerrados, con la nariz pegada a la tierra y moviendo rápidamente los brazos y las piernas de arriba abajo. En realidad, no le parece que ninguna parte de su cuerpo esté en calma. Su mente, sobre todo, se dispara todo el tiempo, impaciente, como si tuviera voluntad propia.
Aquí es donde una vez al año plantan la carpa del circo e instalan las jaulas donde los leones dormitan entre la olorosa paja. Pero hoy tan solo es una mancha de arcilla rojiza compacta como una roca, donde la hierba no crece.
Hay más gente, otros que pasean por allí en esta mañana resplandeciente y calurosa de sábado. Uno de ellos es un chico de su edad que corre por la plaza cerca de ellos. Tan pronto como lo ve, sabe que ese chico será importante para él, de una importancia inmensa, no por ser quien es (puede que no vuelva a verlo), sino por los pensamientos que le cruzan la cabeza, que brotan de él como un enjambre de abejas.
El muchacho no tiene nada de especial. Es de color, pero hay gente de color por todas partes. Lleva unos pantalones cortísimos que se ciñen a sus nalgas perfectas y dejan al descubierto sus delgados muslos del color de la arcilla oscura casi por entero. Va descalzo; seguro que tiene las plantas de los pies tan duras que si anduviera sobre un duwweltjie, un campo de espinas, apenas cambiaría el paso y se agacharía después para quitárselas con las manos.
Hay cientos de chicos como él, miles, y también miles de chicas con vestidos cortos que dejan ver sus delgadas piernas. Le encantaría tener unas piernas tan bonitas como las suyas. Con unas piernas así flotaría sobre la tierra como hace ese chico, sin apenas tocarla.
El muchacho pasa a unos tres metros de ellos. Está absorto en sus cosas, no los mira. Su cuerpo es perfecto e inmaculado, como si hubiera roto la cáscara la víspera. ¿Por qué los niños así, los chicos y las chicas a los que no obligan a ir al colegio, que son libres para escapar lejos de la mirada vigilante de los padres, con cuerpos que les pertenecen para hacer con ellos lo que quieran… por qué no se unen en un banquete de deleite sexual? ¿Es porque son demasiado inocentes para conocer los placeres que están a su alcance, que sólo las almas oscuras y culpables conocen secretos de esa índole?
Así es como funciona siempre el interrogatorio. Al principio puede ser errático, pero al final, irremediablemente, se da la vuelta y se condensa en una sola pregunta que lo señala con un dedo. Siempre es él quien pone en marcha el tren del pensamiento; siempre es el pensamiento el que escapa de su control y regresa para acusarle. La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable. De hecho, tras esta larga sucesión de deducciones ha llegado a la palabra perversión, con su estremecimiento oscuro y su compleja emoción, que comienza con la enigmática p que puede significar cualquier cosa, repentinamente sustituida por la implacable r y la vengativa v. No una sola acusación, sino dos. Las dos acusaciones se cruzan, y él está en el punto de intersección, en su punto de mira. Porque quien sostiene la acusación para cargarla sobre él hoy no es sólo grácil como un ciervo e inocente, mientras que él es oscuro y pesado y culpable: también es de color, lo que significa que no tiene dinero, vive en una oscura casucha, pasa hambre; lo que significa que si su madre lo llamara —«¡Chico!»— y agitase el brazo, como indudablemente es capaz de hacer, este chico tendría que detenerse y acercarse y hacer lo que ella le dijera que hiciese (cargar con su bolsa de la compra, por ejemplo), para al final ver cómo cae una moneda en sus manos y mostrarse agradecido. Y si él se enfadara con su madre después, ella tan solo le sonreiría y diría: «¡Pero si están acostumbrados!».
Así que este chico que sin saberlo ha reservado toda su vida a la senda de la naturaleza y la inocencia, que es pobre y por lo tanto es bueno, como siempre son los pobres en los cuentos de hadas; que es escurridizo como una anguila y rápido como una liebre y que le derrotaría con facilidad en cualquier concurso de velocidad o de habilidad manual, este chico, que es un reproche viviente contra él, sin embargo está sometido a él por motivos que le avergüenzan tanto que tiene que retorcer y menear los hombros y no puede seguir mirándolo, a pesar de su belleza.
Aun así, no puede rechazarlo. Se puede rechazar a los nativos, quizá, pero no se puede rechazar a la gente de color. A los nativos se les puede vituperar porque son recién llegados, son invasores del norte que no tienen derecho a estar aquí. La mayoría de los nativos que se ven por Worcester son hombres vestidos con abrigos viejos del ejército, que fuman en pipas ganchudas y viven en chabolas de hierro ondulado con forma de tiendas de campaña a lo largo de la línea de ferrocarril; hombres de una fuerza y una paciencia legendarias. Los han traído aquí porque no beben, como hacen los hombres de color, y porque pueden hacer trabajos duros bajo el sol ardiente donde los hombres de color, más débiles y volátiles, se desmayarían. Son hombres sin mujeres, sin niños, que llegan de ninguna parte y a los que se puede hacer regresar a ninguna parte.
Pero contra los de color no disponen de los mismos recursos. Los de color fueron engendrados por los blancos, por Jan Van Riebeeck, a partir de los hotentotes: eso está bastante claro, incluso en el lenguaje velado de sus libros de historia del colegio. Si se mira de un modo amargo es aún peor. Porque en Boland la gente que se dice de color no son los tataranietos de Jan Van Riebeeck ni de ningún otro holandés.
Él es bastante experto en fisonomía, lo ha sido desde que tiene memoria, como para saber que no tienen ni una gota de sangre blanca. Son hotentotes, puros e incorruptos. No es sólo que vengan de la tierra: la tierra viene con ellos, es suya, siempre lo ha sido.