XXIX EL DOLOR DE MLLE.

NO recordaba el inspector Flandin que jamás se hubiese mostrado tan dócil como ahora, que obedecía ciegamente a los absurdos deseos del abate. El agente Reynolds, que acudiera al ver llegar al pintoresco grupo, se maravillaba de aquella blanda actitud de su jefe.

—¿Trata usted de reconstruir el crimen? —inquirió el inspector.

—A lo mejor, sí. Veremos cómo sale la cosa. De momento, sólo trato de defenderme.

Todos se dirigían, capitaneados por el sacerdote, al sendero lateral donde había sido hallado el cadáver del coronel. Un calofrío corrió la espalda del melifluo secretario. ¿Dónde pararía todo aquello?

—Supongo que usted conservará —dijo el cura al inspector— aquellos chapines que usaba el coronel el día de su muerte.

—Sí...

—Mándelos a buscar, por favor. ¡Ah!, y que pidan también en el chalet un cestillo y unas tijeras.

Reynolds fue a cumplir el recado.

Mientras tanto, el abate Fiterre llevó aparte al inspector Flandin.

—¿Tendría la bondad de mostrarme ese pie... afectado?

—¿Habla usted en serio?

—Suponga que sí.

—Bueno...

Y con paciencia ejemplar, el inspector descalzó su pie derecho.

—Ahí tiene usted.

El abate palpó sin ascos aquella desdichada planta.

—¿Le duele?

—¡Caray!

—Bien; puede ser que nos sirva... Si tenemos suerte...

Llegaba ya Reynolds.

—Perfectamente. Haga el favor, siéntese en este banco. Si quiere, yo mismo le calzaré...

—No, gracias.

Flandin, resignado como un santo Job, se despojó de la otra bota y de ambos calcetines. Después se caló los extraños chapines del difunto, que le venían a la medida. Pisó con precaución.

—¡Magnífico! ¡Qué cosa más cómoda!

—¿Verdad que sí? Además, el suelo es tan liso... Esta arena menuda, apretada, sin altibajos, parece una pista de tenis. El pobre coronel tenía mucho cuidado en ello. Bien; ahora venga conmigo.

Ya el resto del grupo aguardaba impaciente.

—Perdónenme, señores; pero ya no les haré esperar demasiado. Ahora, inspector, pase usted al macizo. Tenga las tijeras; aquí está también este cestillo. ¡Ah!, me hace falta una caña; una caña larga.

Reynolds trajo una de un semillero cercano.

—Gracias; creo que servirá. Usted, inspector, va a cortar flores de aquel rosal. Recuerden —dijo, dirigiéndose a todos— que en el cestillo que llevaba el coronel había algunas rosas, y sin duda pertenecían a esta planta. Ustedes, señores, tengan la bondad de colocarse aquí, todos juntos, en mitad del sendero. No se alarmen, y, en todo caso, obren con rapidez. Yo tendré que subirme a ese árbol, pero no importa; de pequeño lo hacía muy bien.

El inspector se hallaba ya frente al rosal; éste, situado a dos metros del sendero, se abrazaba casi al tronco del abeto al que ahora se encaramaba ágilmente el nervioso abate, después de haberse remangado la sotana. Había dejado la caña apoyada al árbol, y desde la primera rama, a poco más de un metro y medio del suelo, la cogió. Los superhombres, en el camino, se apiñaban estupefactos.

—Señor inspector —gritó el cura—, corte usted unas flores, tenga la bondad.

Obedeció el inspector y en el instante que depositaba una pálida rosa en el cestillo, oyó como encima de él berreaba desaforado el loco abate, tratando de imitar el zumbido de un motor. Alzó la vista, y entonces la punta de la caña le rozó casi la frente; retrocedió un paso, pero el abate alargaba su lanza, a medida que el otro reculaba, conservando siempre entre aquélla y la frente del inspector una distancia de centímetros.

—¡Míreme a mí, inspector! ¡No deje de mirar nunca hacia mí! ¡Atención, señores! ¡Brrrr! ¡Brrrr!

Y de nuevo el zumbido del motor, cada vez más potente y desgañido y siempre la caña avanzando mientras más retrocedía Flandin. ¡Un paso, dos, tres, cuatro...! Y el inspector perdió el equilibrio, cayendo bruscamente de espalda. Menos mal que por el aire le sujetó a una el grupo de los superdotados.

Como un chimpancé, brincó el abate desde su árbol.

—¡Bravo, bravo! ¡Esto es maravilloso!

Estaba ronco, no tanto por la emoción como por aquel prolongado zumbido a que se viera obligado.

—¿Se ha hecho usted daño?

—No... ¡Pero esta es una broma demasiado pesada ya! ¿Quiere usted acabar de una vez?

—Ahora mismo. ¿Por qué se cayó usted?

—¡Estos chapines! Pisé un pedrusco de la lindera...

—¿Sería éste? Sí, tal vez. Vean, señores. Estas piedras que limitan los macizos terminan todas en punta; apenas afloran del terreno, pero aunque fuese de otro modo, yendo de espaldas, el inspector no las vería. ¿Con qué pie pisó usted la piedra?

—Con éste... ¡Con el enfermo!

—Y le dolió, ¿verdad? ¡Milagroso; realmente milagroso! A ver, Reynolds, pise usted con su bota; así, fuerte. ¿Le hiere la piedra?

—No, señor.

—¿Pero la percibe dentro?

—Muy levemente.

—Hagan el favor, apártense ahora. Usted pisó aquí, ¿no es cierto? Si estos señores no le hubiesen sostenido, ¿a dónde iría a caer?

Y el abate trazó en el espacio una parábola imaginaría.

—Aquí; al otro extremo del sendero, sobre estas otras piedras, que limitan el macizo de enfrente. Caería de espaldas, claro está, y daría con la nuca aquí, precisamente aquí. Tengan la bondad, señores, fíjense bien: ¡aquí!

Y señaló la punta blanquecina de una piedra que estaba casi escondida entre una mata de violetas.

—¡Aquí! Aquí está la señal que el cráneo del coronel nos dejó.

Y, en efecto, como una firma notarial, historiada, una huella reseca se hacía ostensible sobre la superficie mordiente de la piedra. Un levísimo trozo de piel, una imperceptible impresión de sangre y dos o tres pelillos pegados, flotando en parte al aire.

—Fue maravilloso cómo —yo aseguraría que entre sueños— he descubierto estas huellas, hoy de madrugada. Mi amistad con las piedras, seguramente...

—Pero vean, señores —prosiguió el abate—, ¿a dónde ha ido a parar el cestillo de las flores? Allí; usted lo soltó al verse por el aire, y el cestillo salió despedido. Sus fotos, Lamarque...

El lechero le alargó tres cartulinas amarillentas.

—¡Qué fijador más malo usa usted! Pero, en fin, lo mismo da. Hagan el favor de examinarlas. El cestillo, allí... Hay poca diferencia, creo yo...

Reynolds se volvía loco con las manos. M. Durand sudaba. El juez reía descaradamente, sumido en el goce más arrebatado.

—Espero que todo esté claro...

—Sí —concedió el inspector—; pero el coronel fue hallado allá. —Y señaló una distancia de cuatro o cinco metros, a tiempo que alargaba una de las fotos al abate.

—Eso me ha dado mucho que pensar. Diga, señor doctor, ¿es posible que un hombre, herido mortalmente en el cráneo, como lo estaba el coronel, se incorpore y camine uno..., dos..., tres, cuatro, cinco... o seis pasos, hasta venir a caer aquí de bruces, muerto?

—Cabe en lo posible, sí, señor.

—¿Y no es mucho más posible aún, si tenemos en cuenta que ese cerebro lesionado era el del coronel Le Coste? Todos ustedes saben que se hallaba desprovisto de tejido óseo en la zona de la contusión. Otro hombre no hubiese muerto a consecuencia de un golpe así, pero a nuestro pobre amigo quiso la fatalidad herirle precisamente en aquel «talón de Aquiles», punto delicadísimo, vulnerable al más leve amago, y así se comprende una muerte tan sencilla y rápida. ¿Me equivoco, señor doctor?

—No, querido amigo. Ya en nuestro informe hemos dicho algo semejante. La hemorragia fue muy intensa, sin duda por eso mismo. El golpe era desde luego mortal para un cerebro así.

—Pero, ¿y esa caña?.. —se aventuró a inquirir ingenuamente Enrique Lamarque.

Todos rieron a la vez.

—Esa caña era el avión; ¿no lo ha visto usted? El avión de Carlos Savigni, que, haciendo piruetas, se echaba sobre el jardín, claro que un poquito más arriba de donde yo me subí. Pero, para los efectos, es lo mismo: el coronel quiso verlo, y como precisamente ese abeto se lo impedía, y el avión venía en aquella dirección, andando, andando, con la vista en el cielo, llegó a pisar las piedras del macizo. Sus pies delicados no soportaron el peso del cuerpo sobre aquellas puntas agudas, y el coronel cayó. Tal vez con otro calzado nada hubiese sucedido. Pero esos raros chapines, que sin duda son magníficos para pisar suelos lisos y regulares, para andar sobre guijarros no sirven, ¡qué han de servir!

—En todo caso —murmuró para sí el juez municipal—, no me explico ese gozo por la sequía...

Pero el abate sorprendió su soliloquio:

—¡Claro que se explica, amigo mío! ¿Dónde estarían esas señales de la piedra, a poco que hubiese llovido? Todo mi argumento carecería de base, al faltarle esa prueba decisiva. Pero mañana mismo hay que empezar la rogativa; mañana mismo...

Después el abate, exaltado, fuera de sí, se encaró con el grupo:

—¡Señores, yo no maté al coronel! Ni yo ni nadie... ¡El hombre es bueno!

Hasta entonces su teoría permaneciera en el secreto de la meditación, pero era el momento determinado por el destino para soltarla al vuelo.

—¡El hombre es bueno! —repitió.

—¿Y la mujer? —disparó bromeando M. Durand.

Pero erró la puntería, y el ave blanca de la inocente ilusión siguió su vuelo recto.

—¿La mujer?.. La mujer... ¿Acaso la mujer es diferente?

—¿Que si es diferente? La mujer es un hombre al revés... —terció el doctor Artagnan.

Y allí empezó el unánime reír.

Constance y Gastón llegaban corriendo. Con ellos venía Reynolds, que les había ido a informar de todo lo acaecido. ¡Qué atados inmensos hacía el agente hoy!

—¡Señor abate, señor abate!

—No me pidan que les case, que hoy tengo prisa...

¿Por qué una broma tan pobre había de ser celebrada con furia tal? Durante un buen rato, cuatro, seis, ocho gargantas al unísono lanzaron las más frenéticas carcajadas del mundo. La garganta del propio abate también. Y nadie, ni Constance, se acordaba de lo que, no muchos días antes, aconteciera allí mismo.

En la rectoría le esperaba al abate Fiterre la última sorpresa del día. Mlle. Renard deseaba hablarle y ya hacía largo tiempo que aguardaba en su escritorio.

—Padre, mañana salgo para X. Me voy al convento de las Clarisas. He venido a despedirme.

—Dios la bendiga, hija mía.

—¡Está usted muy afónico, Padre! ¿Se encuentra mal?

—¡Ah, nada!... Es que estuve haciendo el avión, y después me he reído mucho..., mucho... Seguramente nunca me he reído tanto en los días de mi vida...

¡Dios mío, qué deseos de llorar tenía Mlle.!

En la tertulia de «El Gallo», concurridísima aquella noche, el maestro se vengó del alcalde, cuyo sofión no podría jamás olvidar.

—A veces la dimisión no es suficiente. Los generales fracasados se suicidan. Las autoridades civiles debieran seguir ese higiénico ejemplo.

Pero, aunque esto llegó a oídos de M. Durand, es lo cierto que el simple confitero pueblerino no dimitió ni se quitó la vida. ¡Él sabía que Juanita estaba tan orgullosa de ser la mujer del alcalde!...