XXVII EL ABATE SE ACUSA

EN efecto —prosiguió el buen abate—, las razones son de tal peso que no me explico cómo yo mismo no caí antes en la cuenta. Partamos del supuesto de que yo no soy el criminal, para que a mí me sea libre expresarme así. Puesto que me voy a acusar, bueno será considerarme en principio como inocente. Si me defendiese, sería justo que se desconfiase —también en principio— de mi culpabilidad. ¿Está usted de acuerdo?

El inspector asintió con un gesto. Se hallaba extraviado.

—Dejemos también de lado mi calidad de Ministro del Señor. Esto es lo más doloroso para mí, pero comprendo que en este instante debo actuar exclusivamente como hombre. Estoy seguro que al propio señor alcalde le habrá sido muy arduo someterse a esta delicada abstracción. En una sola cosa recordaremos que yo soy sacerdote: la sotana. Tenemos así el escondrijo del arma.

El abate Fiterre se levantó rápidamente.

—Esta hacha, si usted quiere.

Cogió aquella pieza neolítica que él había enmangado y la sumergió bajo el negro manto talar.

—Nadie podría sospechar que yo iba armado, aunque fuese tan tosca y primitiva el arma homicida. Durante todo el tiempo que en la mañana del crimen permanecí al lado del coronel, ni éste, ni otra persona cualquiera podría percatarse de si yo llevaba escondido aquí algún objeto contundente. Precisamente, este falso bolsillo interior se presta a las mil maravillas para tal fin. El mango se cuela fácilmente, y el hacha se atraviesa en la abertura, quedando así el arma suspendida. Vea usted, vea usted.

El inspector Flandin no tuvo más remedio que dirigir la vista allí. Diremos, en su favor, que hubo de vencer una gran repugnancia.

—Bien; todo esto puede ser accesorio, pero usted no ignora que existen circunstancias mucho más comprometedoras para mí. No olvidemos, por ejemplo, que yo fui el último que he visto vivo al coronel Le Coste. Esto sí que ya me acusa severamente. Y debo también decirle que, al mismo tiempo, le compromete a usted. Porque ahora parece incomprensible que usted se contentase con las declaraciones de los demás, y al saber que yo fuera el último en despedirme de la víctima aquella mañana, no recurriese inmediatamente a mí. Comprendo las razones que le indujeron a obrar así, y le agradezco vivamente la deferencia; es cierto que en breves conversaciones particulares aludimos usted y yo a ello, y usted pensó lógicamente que si yo tuviese algo interesante que manifestar lo haría espontáneamente. Puesto que no lo hice, era porque ni había visto a nadie, ni sospechaba de persona alguna, ni podía, en suma, añadir nada nuevo al conocimiento de la cuestión. Todo esto es exacto, pero los que ven las cosas apasionadamente desde fuera, ¿pueden pensar lo mismo que usted y que yo? Estoy por asegurar que esta omisión, que llamaremos nuestra, ha sido el comienzo de la sospecha de M. Durand y sus amigos. Porque, aunque usted no necesitase de mi testimonio, era presumible que, como amigo de la víctima y acompañante suyo aquella mañana, tuviese yo algo que decir. ¿Imagina usted lo que en mi caso hubiesen hecho la mayoría de los habitantes del pueblo? Yo se lo diré: tan pronto usted llegase irían a verle y le darían cien detalles minuciosos de lo acontecido aquella mañana, desde la Misa y la Comunión hasta nuestra despedida en la puerta del jardín, pasando por el desayuno y la inspección de los caballos. Usted sabría ahora con lujo de detalles cómo vestíamos todos aquel día, qué conversaciones se sostuvieron, qué pensamientos fueron los nuestros, cuáles nuestras palabras. Las últimas del coronel, por ejemplo: «Hasta la noche, mi buen amigo. No se retrase usted». Y acaso, es muy probable, alguna frase más, cualquier pequeño hecho imaginado que diese más sabor novelesco a la tragedia.

El abate hizo una pausa y tomó aliento.

—Pero yo no obré así; no tenía nada que decir, y sin embargo, ahora reconozco que debí haber dicho algo. Mi mutismo resultó sospechoso. M. Durand sigue teniendo razón.

El inspector callaba. Ambos se habían vuelto a sentar. El Crucifijo de la mesa les cortaba mutuamente el rostro.

—¿Le estorba, verdad? —preguntó el abate.

—No, no; déjelo usted así.

—Sí, también yo lo prefiero. —Y rápidamente:

—¿Es usted fumador?

—Sí, señor.

—Yo sólo fumo muy de tarde en tarde, pero en este instante me apetece un cigarrillo. Si fuera tan amable...

—¡Faltaría más!

Los dos titubearon abundantemente en esas menudas tareas precursoras de la fumación. Se dijera que a ambos les faltaba la costumbre, pues parece ser que el abate, en lugar de aspirar por la boca en el momento de aplicar la llama resoplaba por la nariz.

—Ya ve usted, señor inspector, como tengo algunas rarezas. Los criminales, por lo visto, suelen tenerlas también, y mi modesta opinión personal es que se trata siempre de hombres tarados. Usted no ignora que yo soy uno de esos tarados, en cierto modo, pues supongo que no desconocerá mi manía de buscar tesoros. Y no dudo de que ya le habrán informado ampliamente respecto al engaño de que hice objeto a dos mozos del pueblo, cuando desenterramos aquellos antiguos candelabros en la ermita de San Bartolomé. Particularmente, puedo aseverarle que no existió tal fraude, pero bueno será que de momento acreditemos en la «vox pópuli», puesto que me estoy acusando. Todos saben que el difunto coronel me acompañaba últimamente en estas excursiones en busca del «vellocino de oro». La gente sospechará que yo le había contagiado mi manía, y desde luego yo sé que nadie aquí concibe cómo dos personas sesudas pueden dedicarse a arañar la tierra, por el solo y dudoso placer de desenterrar unos pedruscos viles y unos sucios pedazos de cerámica ordinaria. Detrás de todo eso habría algo más; la gente conoce historias de hallazgos fortuitos, y en toda la comarca ha aparecido, al correr de los años, alguna que otra arcaica olla llena de monedas oxidadas. Generalmente se trataba de modestas piezas de cobre y escaso valor arqueológico, pero ya se sabe que los «romanos» —aquí llaman así a todos nuestros antepasados más allá de los bisabuelos— también conocían el oro y lo utilizaban en alhajas y monedas.

—Ahora bien —prosiguió, tras un respiro impuesto por el tabaco, el diminuto abate—, ¿quién puede asegurar que el coronel y yo no hemos tropezado en nuestras pesquisas con alguno de esos maravillosos tesoros ocultos? Diga usted que cabe muy bien dentro de lo posible, y, en tal caso, no es absurdo pensar que yo, desembarazándome del viejo coronel me evitaría el doloroso reparto. M. Durand sabe que yo he sido el iniciador y la cabeza visible de estas excavaciones; no sería demasiado extraño que me sintiese defraudado al ver que un advenedizo se llevaba la mitad de mi tesoro y de mi gloria. Yo eliminaría —vamos a emplear ese eufemismo de la delincuencia— a ese advenedizo ahora y fingiría, después que pasase un tiempo prudencial, que yo sólo había realizado el asombroso descubrimiento, dándole entonces carácter de actualidad.

Una pausa.

—M. Durand y los suyos son gente de caletre, puede usted estar seguro... Y he aquí, señor mío, que existe a este respecto algo muy acusador. El difunto coronel y yo no hemos topado un tesoro, pero el lugar del tesoro, sí.

—¿El lugar del tesoro?..

—Sí, señor: un dolmen, un magnífico dolmen de galería cubierta, que es mi orgullo y mi alegría. No me importa mi actual situación comprometida, aunque ésta se haya agravado por el hecho de tal descubrimiento; me compensa de sobra la satisfacción de un hallazgo semejante, que estoy seguro me proporcionará todavía grandes satisfacciones, tan pronto mis excavaciones se puedan reanudar. ¡Sólo me apena el pensamiento de que el pobre coronel Le Coste no me puede ayudar ya!

El abate se irguió de su asiento y fue a descorrer un visillo. Casi pegada a la ventana, atisbando, estaba María, la sombrerera, que echó a correr sin rumbo, movilizando trabajosamente su imponderable volumen. El sacerdote no hizo comentario alguno, pero el inspector sonrió.

—¿Ve usted aquella loma distante? Allí, cerca de la cumbre, pero al otro lado, cara al oeste, está el dolmen. La toponimia me lo indicó; yo sabía que no podía faltar por aquí un vestigio así del pasado, por la fertilidad del valle, la abundancia de otros restos y el hecho de que toda la región está sembrada de monumentos megalíticos por el estilo. Pero puedo afirmar que solamente el mío se hallaba virgen. ¿Sabe usted lo que esto significa? En los siglos pasados se han desatado con frecuencia rachas demoledoras de buscadores de tesoros, que todo lo devastaron; aun anda por ahí un libraco pernicioso, en el que se localizan los sitios donde es posible hallar arcaicas alhajas de oro. El autor se limitó a citar los lugares y parajes en los que, por la toponimia y otros datos, era presumible la existencia de un dolmen o túmulo prehistórico. Usted sabe que nuestros felices antepasados tenían la costumbre de enterrar a sus muertos rodeados de sus alhajas, armas y demás objetos de uso personal, pues creían que el alma necesitaría de todo ello en la otra vida. (Paréntesis: el inspector no sabía nada de esto.)

—Pues bien; en no pocos de estos sepulcros —porque un dolmen es un sepulcro, aclaró el abate, y «¡acabáramos!», estuvo a punto de exclamar el inspector—, en no pocos, digo, se han hallado objetos preciosos: torques, brazaletes, anillos, todo de oro macizo, y algunas piedras con hermosas filigranas que valen un dineral. Ya lo creo, que si la codicia ocasiona tantos crímenes, un hallazgo así haría criminal a cualquier codicioso.

El abate no poseía un cenicero, y el inspector se quemaba ya los dedos con la punta del cigarrillo, mientras miraba a todas partes angustiado. El sacerdote se percató de su conflicto y se preguntó dónde habría ido el policía depositando la ceniza; él la había dejado caer en la sotana.

—No se preocupe; tírelo al suelo. Después barrerán.

Y dio el ejemplo, arrojando su propia colilla.

—Ayer tarde, después que supe la acusación de que yo era objeto, me lancé al campo por la carretera del molino, con la cabeza zumbándome como una colmena. No sabía siquiera a dónde me dirigía, pero no deseaba regresar. Poco a poco, mis pasos, automáticamente, me llevaron al dolmen; llegué allá de noche cerrada, pero yo voy siempre provisto de una linterna sorda, de modo que me fue fácil hallar la disimulada entrada. Porque debo advertir a usted que, en efecto, la abertura que el coronel y yo practicamos, además de ser bastante angosta, se encuentra casi oculta por una espesa mata de carquesia. Todo el montículo del dolmen, que parece un leve accidente geográfico más, está cubierto de una abundante vegetación, como el resto de la loma, y a cierta distancia ni siquiera se advierte la existencia de aquella pequeña protuberancia.

—El coronel y yo —prosiguió— habíamos mantenido en secreto nuestro descubrimiento, por razones que a usted no se le ocultarán, siendo tal vez la más poderosa nuestro deseo de no ser importunados. Pues bien, anoche pude comprobar que nuestro dolmen ha sido hollado por manos profanas.

—Tal vez Juan Grandullón... —aventuró el inspector.

—No, nada de eso. Fueron M. Durand y sus adláteres los que estuvieron allí. Llevaron picos y azadas, y trataron de hallar el escondrijo de nuestro tesoro o algún vestigio de él, que sería la prueba más concluyente contra mí. Ahora ya no dudan que el tesoro lo tengo yo en mi casa. Lo que no me explico es cómo han podido enterarse de nuestro descubrimiento; lo probable es que, persiguiendo nuestro rumbo de todas las tardes, que la gente, por supuesto, conocía, se encontrasen por pura casualidad con la entrada del dolmen. Lo que sí es cierto es que el secreto mantenido en nuestro descubrimiento me inculpa fríamente también... M. Durand no es tonto; ¡qué ha de ser!