XIX MARTÍN BEBE

MARTÍN DURAND permanecía sometido a la férula de su primo el alcalde. No puede imaginarse más estricto espíritu de cancerbero que el encerrado en aquel cuerpo abundante de la primera autoridad local. El pobre zapatero remendón llevaba ya cuatro días sumido en la estrecha lobreguez del cuarto oscuro, como un niño malo.

—¡Francisco, por favor —gritaba, golpeando el piso, para que le atendiese su primo desde abajo—; yo te prometo que no escaparé, pero sácame de aquí!

—¡Calla, gandul! ¿O quieres que todo el mundo se entere?

Todo el mundo se había enterado ya, pero el confitero lo ignoraba beatíficamente.

—Igual me da. ¡Yo no soy un criminal!

—¡Eres un granuja, de todos modos!

—¡Francisco, por favor!

—¡No hay favor que valga!

Desesperábase el cautivo y Juanita sentía el corazón hecho un nudo cada vez que, a través de la puerta, le oía sollozar. A veces era a ella a quien Martín se dirigía en sus súplicas, especialmente cuando le iba a llevar de comer. Pero la mujer callaba, atemorizada, y nada se atrevía a prometer. Un día, al fin, se decidió:

—Yo creo, Francisco, que no es necesaria tanta severidad. Martín no intentará huir, estoy segura.

—¡También tú, Juanita! Por lo visto, no quieres comprender que yo, por mi puesto, estoy obligado a dar el ejemplo. Bastante hice al conseguir que Martín permanezca aquí, en mi casa, en lugar de estar a estas horas encerrado en la mazmorra municipal. Pregúntale, anda, si le gustaría más eso. Agradecido debiera de estarme, y ya sé que me he ganado su inquina para toda la vida. ¡Cría cuervos...!

—No hombre, no: Martín no es de esos. Tú lo conoces.

—No será de esos, pero lo está pareciendo. ¡Anda, déjalo ahí! Menudo bochorno nos hará pasar si algo se sabe.

En una ocasión el prisionero se atrevió a suplicar, previos los taconazos de ritual:

—¡Francisco, mándame un poco de vino, por Dios!

—¡Yo no pago vicios a nadie! ¿Para eso quieres verte libre, borracho?

—¡Francisco, por tus hijos!

—¡Yo no tengo hijos!...

Y era verdad. Pero el desgraciado remendón creyó que mediante tal invocación le heriría más en lo vivo de la fibra sensible.

Y, sin embargo, nadie sabe qué esfuerzos sobrehumanos se veía obligado a realizar M. Durand para mantenerse sin desmayo en aquella altitud vertiginosa a que le obligaba a permanecer su categoría de autoridad. Si alguna vez amasó la harina con sus lágrimas, estamos dispuestos a afirmar que fue en aquella ocasión. ¡Él, un hombre de corazón superdotado, verse en el trance de negarle la luz a todo un primo suyo! ¡Y pensar que en el pueblo se envidiaba su suerte!...

Pero Martín Durand pudo al cabo contemplar la luz del día. El agente Reynolds vino a buscarle. Había sido tanto el quehacer de la policía que hasta entonces no se había podido tomar amplia declaración al presunto asesino. El propio confitero subió a prevenir a su primo.

—Vienen a buscarte, Martín. Creo que para declarar. No te amilanes por nada; y no olvides que yo, dentro de lo que sea justo, estoy decidido a ayudarte.

Le dio un golpecito en la espalda, y, al tiempo que le empujaba hacia la puerta, el simple confitero pueblerino dijo aún a su primo esta frase solemne:

—Y, sobre todo, di siempre la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Juanita, desde un extremo del pasillo, contempló conmovida la escena, y aun fue capaz de hallar una reserva inédita de admiración y ternura que dedicar a su esposo. Con la punta del delantal enjugó dos gruesos lagrimones.

Fue triste el paso de Martín Durand por las calles del pueblo, pues, como por arte de magia, todos los ojos de la vecindad se hallaban clavados ya en la confitería cuando el zapatero salió custodiado por Reynolds. Había enflaquecido aún más el desdichado Martín, y a su lado el mofletudo agente revalorizaba el rojo subido de sus carrillos. A paso largo se dirigieron a «La Isla».

—Siéntate —ordenó el inspector, con esa facilidad peculiar que el ejercicio de su profesión confiere para el tuteo.

—Señor inspector, yo no puedo estar más tiempo sin beber un poco. No tengo memoria...

—¡Ah, vamos!... ¿Qué prefiere el señor?

—¡Tinto!

—Bien, Reynolds, que le traigan vino tinto. No es exigente, y supongo que con menos no se puede obsequiar a un criminal...

—¡Yo no soy criminal!

—Pero ladrón y borracho, sí.

Martín recordó: «Di toda la verdad...»

—Eso, sí.

—Que ya es un buen principio, ¿verdad?

—Es muy diferente, señor. Además, yo nunca había robado hasta el día aquél.

—Pues, por lo visto, te bastó esta vez para hacerlo todo. Verás: yo no te voy a acusar de haber venido aquí dispuesto de antemano a cometer un asesinato. No te creo tan tonto; por una simple horma no valía la pena, ¿no es cierto?

—Claro, señor.

Reynolds en persona traía el vino, y érale ajustada la misión, dada aquella su nativa impronta que él esquivara.

—Anda, bebe.

Martín desdeñó el vaso que se le ofrecía y se abalanzó a la jarra. De un respiro la dejó por la mitad. Entonces pareció más animado; la mirada le brillaba ya, el color subió a su tez y el torso abandonó el violento ángulo, optando por otro de más grados, que casi recordaba la postura erecta.

—Así estás bien, ¿eh?

—Sí, estoy mejor; gracias.

—Pues bien, amigo mío. La cosa es tan sencilla que parece un cuento de niños. Tú viniste a robar una horma; ya ves tú qué simple cosa. Te haría falta para tu trabajo, claro está, y pensaste que el coronel tendría tantas que ni siquiera advertiría la sustracción. Muy bien; pensaste entonces cuál sería el momento más oportuno, y éste llegó como hecho a la medida de tus deseos. Te enteraste —o ya lo sabías, por su costumbre de otros años— que el coronel y los demás de la casa, excepto la servidumbre, saldrían aquel día temprano a oír Misa. Sabías también que los sirvientes estarían muy atareados preparando la fiesta, y, en fin, vislumbraste entre tus habituales nubes de alcohol la ocasión excepcional. Madrugaste, pues —y eso siempre es elogiable—, llegaste aquí, atravesaste la finca como Perico por su casa, entraste en el chalet —tú sabrás cómo— y por fin te hallaste en la gruta maravillosa de tus sueños. Esto te perdió; la maravilla te deslumbró y no supiste qué pieza del tesoro escoger. Te habías olvidado de todo, del riesgo que corrías y casi del objeto de tu intromisión.

Martín permanecía con la boca abierta, lleno de pasmo. Reynolds naufragaba en un mar de delicias.

—No te extasíes aún. Ya verás qué bien lo sé yo todo. Pasado algún tiempo, parecías decidirte por un tipo de horma, cuando aquella otra te seducía. Lo tocaste todo, todo lo admiraste y no sabías ya si concluirías por llevártelo todo. Pero esto era imposible, y decidiste al cabo hacer las cosas con método; ahora arramblarías con lo más urgente: la horma. Otro día vendrías por el martillo aquél, por aquella cuchilla, aquella lezna, aquellas tenazas. Había materia prima para muchos días de extracción, pero también el año es largo. No quisiste tampoco «abusar» por si la falta de varios objetos a la vez podía hacerse ostensible al coronel. Pero un martillo..., una tenaza..., ¿quién sabría cómo ni cuándo se perdió? ¡Se extravían tantas herramientas al cabo del año en todas las casas del mundo!... Y nadie las roba, puedes estar seguro: se eliden ellas solas. Si así no fuera, ¿qué harían los pobres fabricantes? Tú pensabas, poco más o menos, así, y llevabas muchísima razón. Pero, a fuerza de tanto titubear, perdiste demasiado tiempo, y esto es lo que en un honorable ladrón no tiene disculpa. Un ruido de pasos, de una puerta que se cierra o algo así vino a sacarte de tu éxtasis. Y entonces comprendiste que era tarde. La servidumbre estaba en movimiento; acaso el coronel había regresado ya, y en la casa había demasiada gente. Temiste ser sorprendido, y ahora, sin vacilación, tomaste la horma de tus preferencias, saltaste la ventana y te acurrucaste tras el primer seto. Seguramente también por allí andaba gente; sentías los cascos de los caballos en el patio trasero, viste cómo el coronel acompañaba después al señor cura hasta la salida de la finca; esperaste a que aquél regresase, le viste perderse entre los macizos; después sentiste el galopar de los caballos por la carretera central, y al fin te creíste libre del peligro. Furtivamente fuiste escapando de árbol en árbol, de mata en mata, buscando la salida; pero, hete aquí que de pronto un aeroplano se echaba encima del jardín, y el ruido te paralizó. Fue entonces cuando el coronel te vio; quisiste huir, pero el terror te sobrecogió o el anciano pudo alcanzarte. Estabas perdido, y en la desesperación del momento, impremeditadamente, le golpeaste en la cabeza con la propia horma que le habías robado. Tal vez no quisieras hacerle daño, pero lo cierto es que tu golpe fue brutal y el coronel cayó muerto a tus pies. Apenas lo comprendías; te quedaste aterrado y no fuiste capaz de huir. Cuando poco después Pablo, el mayordomo, llegó al lugar del crimen, tú aún no habías logrado apartarte de allí más que unos pasos, ni supiste tampoco defenderte cuando él te pilló. Todas tus energías las habías perdido ya. Eres un desdichado, Martín, pero eso mismo hará menos grave tu culpa; unos añitos de cárcel, a lo sumo...

El alcoholizado había ya apurado el resto de la jarra y ahora temblaba, presa de pavor. En su rostro estólido, solamente los ojos mostraban un residuo de humanidad; las facciones se desencajaron en una mueca de idiotizado, caído el belfo, las mejillas fláccidas, la nariz aguda. Sólo se atrevió a protestar, ya sin entusiasmo, manejando su estribillo doliente:

—¡Yo no soy un criminal! ¡Yo no soy un criminal!

El inspector Flandin le contemplaba de reojo, sin dejar de observar de paso la expresión alelada del agente, que se hallaba impresionadísimo por la clarividencia de su superior... ¡Cuánto se aprendía con jefes así!, pensaba el pobre novato.

—¿Quieres decir que no es verdad todo lo que acabo de referir? ¿Te atreves a negarlo, di?

«La verdad, toda la verdad, nada más que la verdad...»

—Señor inspector —balbució apenas Martín Durand—, todo es verdad...

—¡Vaya! Ya sabía yo que lo confesarías...

—Todo es verdad..., pero yo no maté al coronel... Ni siquiera le vi en el jardín... Estuve siempre escondido...

—¡Estúpido! ¿Cómo entonces dices que es verdad? ¿Quién le mató?

—Fue otro... Pablo; Pablo, el mayordomo... ¡Él fue! ¡Yo no maté al coronel!...

—¡Estás borracho!