XXV LA SOSPECHA DEL CUADRILÁTERO
INELUDIBLES quehaceres personales han mantenido al autor alejado durante algunos días de esta historia, tan amorosamente rastreada. Y he aquí que, a su retorno, después de un accidentado viaje por diversas oficinas y lugares públicos (captura heroica de cierto documento, mitológica espera de un amigo que debía llegar en cierto exprés, pago con recargo de dos o tres impuestos, etc., etc.), tras todo esto, digo, de suyo doloroso, he aquí que un nuevo duelo viene a exacerbar la acedumbre de ánimo ya subida del autor.
Todo está conmovido en el pueblo y a aquella marcha del proceso, lenta pero llena de colorido y preñada de accidentes, sustituye una apagada atmósfera de misterio y circunspección. Las gentes ya no discuten; cuchichean. No se apuesta ya; han quedado en suspenso las cábalas, y sobre el pueblo se extiende una espesa nube de estupor. Hay congoja en los rostros, sordina en las palabras, mesura en el andar.
Ya no salen voces de la sombrerería, cual si una inopinada restricción la hubiese dejado sin corriente eléctrica. Y se afirma que, en su retiro, mademoiselle hace voto de perpetua reclusión.
El inspector Flandin se mesa el cabello, agobiado. El agente Reynolds ata y desata nudos invisibles. El cabo Matías divaga, evocando ante un concurso sordomudo sus lecturas de «Robinsón Crusoe» y «La isla misteriosa». Constance y Gastón se dicen sus amores, tristemente, sin hurtarse a las gentes ya, pero también sin los fogosos alardes que temería Mlle. El doctor Artagnan reniega más que nunca. El maestro se altera y zurra a los críos con el menor pretexto o sin pretexto alguno. El guarda jurado sale muy de mañana a los prados y sólo cuando el sol cae se le ve retornar, para zambullirse en su casa. A «El Gallo» acude poca gente. El cartero se guarda sus vetustos chistes de siempre.
Todo está reconcentrado y fosco.
Únicamente el abate Fiterre recuerda al de antes; él sigue cruzando con su paso menudo, ágil y vivaz las calles del pueblo, y en su eterna sonrisa hay un renovado prestigio de beatitud.
El juez municipal y el alcalde comienzan a medir la hondura sin fondo del paso que han dado, y tiemblan ya ante la oscura adivinación de las consecuencias.
En la mazmorra municipal, Juan Grandullón y el mayordomo Pablo intercambian, a través del ventanuco que los comunica, insultos y emanaciones vitales con parejo entusiasmo.
¿Qué ha sucedido aquí?
Poco a poco, el autor ha podido informarse, pese a la reserva celosa de los vecinos, sumidos todos en el bochorno, el respeto y el temor. Ya no hay otro camino que el de informar al lector, y en este trance el autor se ve obligado a solicitar su benevolencia para las duras palabras que ahora siguen:
El señor alcalde y el señor juez municipal han denunciado al abate Fiterre como autor del crimen cometido en la persona del anciano coronel Le Coste.
La serie de conciliábulos previos que entre ambas autoridades se habían celebrado, antes de dar un paso tan comprometedor, no son para relatar. Día a día, desde la nefasta fecha del asesinato, Francisco Durand y su íntimo amigo se reunían de noche en diversos lugares, siempre apartados, y últimamente se consideró oportuno requerir el concurso del secretario y de Enrique Lamarque. Los cuatro hombres llegaron a la penosa convicción de que el joven cura del pueblo era el solo culpable de tan atroz delito, y ya puede suponerse cuál no sería el dolor de aquellos fieles feligreses, creyentes sinceros y hasta entonces devotos del abate. Su postura no podía ser más incómoda; materialmente se hallaban entre la espada y la pared, según recordaba asiduamente el contrito lechero; pero al cabo triunfó el recto criterio de la justicia y la equidad.
—Dios sabe que sólo nos guía un deseo justo. Yo, personalmente, daría la mitad de mi hacienda porque este crimen inexplicable no se hubiera cometido. Muchas noches no he podido dormir; pedía a Dios que nos iluminase haciéndonos ver que estábamos en un error. Pero siempre salía de mis insomnios más convencido de la culpabilidad del padre Fiterre, y ya sabéis que últimamente esta sospecha es para nosotros una firme convicción, que nos llena de espanto y nos priva de toda tranquilidad. No podemos continuar así; es preciso dar cuenta de nuestras sospechas al inspector Flandin. Yo había pensado, incluso, en imitar los anónimos de María para darle una información de todo, pero sin un buen entrenamiento, ¿quién se atreve a esto? También tuve esperanzas de que la policía descubriese por sí sola al criminal, pero está visto que nos han mandado lo más torpe del Cuerpo. En fin, amigos míos, hay que liarse la manta a la cabeza, ¡y caiga quien caiga!...
(Discurso proferido por M. Durand en la cocina de su casa —ausente u oculta su cónyuge— durante la última sesión «adversus Fiterre».)
Secretamente, con trémolos en la voz y parco juego de ademanes, M. Durand informó al inspector. Pero el demonio anda siempre en medio de estas cosas, y al día siguiente de haber dado estado oficial a sus sospechas ya el pueblo entero conocía la acusación germinada en el seno de aquel cuadrilátero de prohombres. Y, naturalmente, el propio inculpado lo supo inmediatamente, aun antes de que el propio inspector Flandin se decidiese a actuar.
Ni una sola palabra se sabe que saliera de los labios del buen sacerdote en tal cruel ocasión; el informe titubeante del sacristán quedó sin respuesta. Solamente las chispas de los ojos se animaron todavía más en la menuda faz del abate y su sonrisa angélica tuvo por un instante el amargo rictus del desengaño. En su cerebro martilleó la sentencia falaz: «El hombre es bueno... El hombre es bueno...»
Después, todo pasó, como una nube vaporosa que se esfuma sin rastro, y el cura de almas ni siquiera se atrevió a parangonar «in mentí» su situación con la de tantos justos vilipendiados que hoy reciben nuestras súplicas en los altares. Se dispuso a proseguir su vida de siempre, y solamente de verdad se hizo agudo su dolor cuando, en la calle, advirtió que el juez municipal le huía, con la testa gacha. Al pasar frente a la confitería de Francisco Durand comprobó con pena que el probo alcalde ya no entonaba «Aida» y salía un silencio soturno de las entrañas lóbregas de su obrador. Las gentes le saludaban con reverencia acentuada; los niños corrían a besar su mano, pero todos temían hablarle, porque nadie sabía qué decir.
Aquel atardecer, dando su paseo acostumbrado hacia el molino, topase el abate con el guarda jurado, que tornaba de su grave inspección. Pensó que el guarda nada sabría aún, y trató de hablarle como de costumbre; pero el otro, al no poder evitar el difícil encuentro, cayó arrodillado en medio de la carretera, gritando como un poseso:
—¡Dios me confunda, si usted no es bueno! ¡Dios me aniquile! ¡Dios me confunda!
—¿Qué has dicho, insensato? Bueno sólo es Dios.
—¡Dios y los santos!
—Pero yo soy un pecador. Anda, levántate y no digas más locuras.
El guarda se irguió. Hubiera deseado arrancarse el corazón, y echó mano a la placa, con los dedos engarabitados.
—Mira, Ricardo. ¿Tú ves aquella loma? Pues tras esa loma hay otra más; y luego otra más; y otra, y otra... Así hasta el mar. No es posible llegar a éste sin salvar antes esos obstáculos de la tierra. Pues ahora suponte que el mar es la otra vida y esos accidentes marcan los días de nuestra existencia terrenal. ¿Puede alguien hurtarse a la necesidad de salvarlos? ¿Conoces a algún hombre que no haya sufrido la mordedura de los peñascos, la fatiga de las cuestas, el riesgo de los precipicios? Pues entonces, amigo mío, será necio el que pretenda horadar un túnel tras otro túnel, ocultándose de la realidad, para llegar sin altibajos al mar. Se dejaría las uñas, la carne y la vida al primer intento...
O el pensamiento no estaba demasiado claro o Ricardo no lo comprendió. El caso fue que apenas repuso:
—Lo mismo da ya todo —sin saber cabalmente qué quería decir.
Se excusó torpemente el guarda jurado y siguió su camino, aplanado y triste, sacudiéndose las sucias rodilleras. El abate Fiterre pensaba cosas difíciles de elaborar.
La rectoral, pegada a la iglesia, tenía una espaciosa solana de granito que daba al poniente. Allí hacía sus rezos el abate, mientras las cien mil abejas de una colmena que en la solana había zumbaban en su torno, haciendo dúo al latinorio, sin turbar para nada aquel otro fluir de mieles de las preces divinas. Esto acontecía en la primavera. Ahora, con los primeros fríos invernizos, el abate cegara casi la piquera a la colmena y apenas se veían asomar las alas vibradoras de dos o tres vigilantes, apostadas a la puerta del reino, en previsión de cualquier peligro exterior.
El abate guardaba silencio también, y, tensa la vista a través del horizonte largacío, se le iba la hora del rezo sin abrir el breviario. El ama refunfuñaba en la cocina, y toda la vida de la rectoral se circunscribía a aquel rezongo senil, acompañado de los ruidos distintos de platos y cacerolas, manejados con creciente ardor. Se sabe que era una protesta del mundo y una acusación a la inercia del joven abate, pero no se conocen los términos exactos de la peroración.
Después, la campanilla del zaguán sonó y el runroneo de la vieja se perdió pasillo adelante y escaleras abajo. Volvió con los ojos echando fuego.
—¡Es el policía ese!
—¡Ah, muy bien! Páselo al despacho, y que aguarde. Dígale que estoy acabando de rezar.
Pero fue entonces cuando realmente comenzó. De tiempo en tiempo echaba una mirada a la piquera y depositaba allí unos granitos de azúcar, que al punto las abejas salían a recoger.