VI EL ABATE FITERRE

NADIE se imagine que, porque el alcalde M. Durand fuese un simple confitero pueblerino, careciera de dotes para el mando. Cierto que hasta aquel momento, en el largo año y medio de su mandato, no había tenido aún notoria oportunidad para mostrar al mundo las altas cualidades jerárquicas de que estaba adornado. Pero los hombres son para las ocasiones, y ésta era la suya. Ahora sí que ya nadie se atrevería a disputarle la voz cantante en la tertulia dominguera de «El Gallo», donde hasta entonces más de un atrevido había osado hurtarle la primacía. Allí se hablaba de todo lo divino y humano, y era cierto que en algunas materias de tan vasto programa no se hallaba demasiado fuerte nuestro hombre. Pero como era seguro que por mucho tiempo sería el sangriento suceso de aquella mañana el tema preferido, M. Durand podría en lo sucesivo explayar a placer su amplia cultura jurídica, que no cedía, no ya digamos ante la del juez municipal —pues era el suyo un cargo simplemente nominal— sino incluso frente al saber del propio secretario, aunque éste, al fin, llevase toda su vida entre papeles.

De todos modos, en aquella hora de decisiones rápidas, la natural sapiencia del confitero hubo de lidiar con ciertas dificultades protocolarias, que, si bien pusieron a prueba su talento, mostraron a la postre las singulares dotes de la primera autoridad local. Y así fue que, cuando el grupo que él acaudillaba desembocó en la avenida lateral del parque, a cuyo final se ofrecía a las atónitas miradas el cuerpo inanimado del coronel, Francisco Durand, el simple confitero, tuvo la visión certera del momento y, deteniendo a todos con un gesto magnífico, dijo al reverendo Fiterre —la voz velada por la emoción— estas palabras, que tanto se repitieron después:

—El alma es lo primero. Vaya usted, Padre, y encomiéndesela a Dios.

El abate, que portaba amorosamente los Santos óleos, desligóse del grupo y, pisando con cautela la enarenada senda, se aproximó al cadáver. Una inefable dicha dominaba sobre todos sus confusos sentimientos; pues él sabía que el coronel Le Coste moraba ya en el reino de los Bienaventurados. Él mismo le había administrado el Santo Sacramento de la Comunión en la misa de aquella mañana, no hacía tres horas aún. Y como el abate estaba en la tierra para llevar las almas al Cielo, ahora, sabiendo que una más volaba a la altura, la suya propia lograba elevarse en un vuelo angelical sobre la triste materia perecedera. Sólo un pensamiento cruel martirizaba su espíritu: que para la gloria del coronel hubiese sido necesaria la condenación del asesino que le diera muerte.

El reverendo Fiterre se hallaba familiarizado con el espectáculo del dolor. Por eso su mano no tembló cuando, al tocar las palmas aun tibias del coronel, percibió en ellas un último estremecimiento de vida, un temblor casi imperceptible con que el alma se arrancaba definitivamente del cuerpo miserable. Acto seguido, se dispuso a ungir los pies de la víctima y ordenó al sacristán que la descalzase.

Al llegar a este punto de nuestra historia se hace necesaria una nueva digresión, y el autor —que aún no ha logrado jamás sustraerse al imperio de la fatalidad— se ve en la dolorosa precisión de distraer otra vez al lector. Y ello es todavía más lamentable, por el hecho de ser unos feísimos pies la razón suficiente de este paréntesis.

Los pies, ya se sabe, han merecido siempre la unánime repulsa de la humanidad, como si cada uno de nosotros no poseyésemos nuestro par, más o menos antiestético, o cual si los que con tanto afán se aferran a la vida terrenal no precisasen, ante todo, para gozar de su peregrinaje transitorio, de ese vilipendiado detalle anatómico. Sin cabeza, sin corazón y aun sin estómago, son millares los hombres que han triunfado en la vida; sin pies que les llevasen de encrucijada en encrucijada, todos hubieran sido incapaces de abrirse camino.

Por eso no quiera el lector parecerse a la mayoría y procure disponer su espíritu a la comprensión. Y al considerar el lamentable estado en que dejó sus pies el difunto coronel Le Coste no haga como el torpe maestro del pueblo, quien observando como el sacristán se disponía a descalzar al finado, se adelantó y, saltando por encima del cadáver, que atrancaba la senda, metió el apéndice nasal donde nadie le requería, para exclamar, sin poder reprimir una carcajada irreverente:

—¡Qué callosidades, Dios mío! ¡Y qué juanete más horrendo! ¿No les decía yo? ¡Qué reuma ni qué narices!

M. Durand, el simple confitero pueblerino, desde la altura gélida de su puesto público, le increpó con acritud:

—Señor maestro, tenga usted más respeto a la memoria de un heroico militar. No creo, por otra parte, que sus palabras sean propias de un educador que, por añadidura, se tilda de cristiano. ¡Y deje usted ese zapato quieto! ¡Nadie le ha mandado intervenir aquí!

Si era cierto que la conducta del maestro no se había distinguido por lo correcta —y el autor no pretende defenderla—, en cambio ahora no duda en disculpar su curiosidad. Ningún ser normal que hubiese contemplado de cerca el zapato del coronel hubiese resistido a la tentación de tomarlo en sus manos. No cabía duda que el propio coronel lo había confeccionado en su taller, y el más atrevido fabricante vería allí una original obra de arte. En realidad, a aquello no se le podría llamar, con propiedad de lenguaje, un zapato. Pero como tampoco era algo que se semejase a nada conocido, y pues de algún modo hay que designarlo, seguiremos llamándole así, aun corriendo el riesgo de que nos protesten todos los zapateros del mundo.

Estaba aquel zapato construido de un cuero blando y dúctil —que ya quisieran para su rostro no pocos mortales—, como un papel húmedo, pero era al propio tiempo de extraordinaria consistencia; carecía de suela propiamente dicha, o, en otro caso, todo el zapato era una sola suela, pues lo constituía una única pieza que, cortada en forma de triángulo isósceles, envolvía amorosamente el pie de abajo a arriba, para ceñirse al tobillo por un cordón que se trenzaba hasta mitad del empeine. El calcañar y la punta del pie permanecían en libertad y a ellos correspondían, respectivamente, la base y el vértice del triángulo. La parte correspondiente a la planta se hallaba almohadillada de miraguano. Las zonas laterales estaban profusamente agujereadas, al estilo de los cedazos de pergamino. Quien calzase tan extraño chapín podría afirmar que pisaba con guantes.

He ahí por qué no le parece al autor tan reprobable la curiosidad del señor maestro, y en esta parte se le antoja haber sido injusto el fuerte roñazo que le suministró el alcalde. El propio inspector de Policía que al día siguiente se hizo cargo de las investigaciones, al ser puesto en antecedentes de todo lo ocurrido por M. Durand con esmerada prolijidad (prolijidad subrayada, debemos añadir, por el continuo movimiento afirmativo de cabeza del elidido juez municipal), el propio inspector, digo, disculpó al maestro en su interior, si bien se guardó muy bien de manifestárselo así a la indignada primera autoridad local. Y cuando el inspector Flandin disculpaba, ya sería poderosa la razón...