XXII UN PASEO A CABALLO

AL autor no le agradan las apuestas. Opina que es un buen procedimiento de perder dinero. En materia de vaticinios, concede amplia superioridad a los antiguos arúspices sobre los modernos apostadores y quinielistas. Aquéllos, acertasen o no, ganaban siempre; éstos, que frecuentemente se lo juegan todo a un azar, suelen perderlo todo. Alguien objetará que, en justa reciprocidad, hay siempre uno que gana lo que el otro pierde. Arguyo que no: lo ganado en las apuestas se diluye infaliblemente en la taberna.

Sentada esta postura del autor, que, mejor que ética, llamaremos práctica, a nadie extrañará que rehúya dar cuenta detallada en esta historia de las debatidas sesiones bolsísticas que, con motivo del cruento suceso que nos ocupa, se desarrollaron en «El Gallo». Parece ser que entonces comenzó a afluir gente nueva al establecimiento, atraída por aquella fiebre general de las apuestas. Se cruzaron serias cantidades y no escaseaban los exaltados que exponían cien contra uno, en una euforia capitalista que ni remotamente respondía a las existencias en caja. El autor ha llegado a saber, asimismo, que las contiendas versaban no sólo acerca del presunto asesino, sino también respecto a la probabilidad de que fuese hallado. Los móviles del crimen ocupaban, naturalmente, amplio margen en los debates, y, en fin, se discutía con denuedo la pericia y habilidad de la policía.

Últimamente, a raíz de la llegada del cabo Matías al frente de sus seis disciplinados guardias, se recrudeció la discusión respecto a la posible captura de Juan Grandullón, y hubo espíritus frágiles que optaron por cubrirse de anteriores apuestas, en las que habían sostenido la tesis de que el demente no sería topado jamás. Con el refuerzo de la guardia armada y aquella soberbia fachenda del cabo Matías, ya las cosas habían cambiado un poco...

Ya sabe el autor que alguien ha de reprocharle ese especial cuidado que hasta el presente viene observando en mantener envuelto en cierto misterio al ente que responde por el nombre de María y el remoquete de «la sombrerera». Tal vez —aunque sin maligna intención en ello— el autor ha demostrado así su innata aversión a las exudorantes opulencias femeninas de cuarenta para arriba. Conste, pues, que ese especial cuidado a que acabamos de aludir no ha sido voluntario, sino que resultó lógicamente de su repulsa instintiva a penetrar en el lóbrego zaquizamí de la sombrerera, donde ya lo que menos se expende son chapeos, y sí alpargatas, cacharros, corsés y toda suerte de cintajos descoloridos.

No obstante, bueno es que esta deficiencia informativa del autor esté compensada por las frecuentes emisiones con que, en la alta voz que Dios le ha otorgado, la gruesa tendera informa al pueblo, apostada tras el patinado mostrador de madera. Aquella voz chillona llegaba a todas partes sin recatarse ante adjetivo más o menos. En todas las reuniones sobresalía siempre su timbre estridente, y era imposible evadirse de su hiriente poder, de tal suerte que toda conversación donde María interviniese concluía siempre en una confusión babélica de voces agudas interferidas. Parece ser que el elevado consumo de clorato de la localidad procedía de ahí.

Se refería en el pueblo un hecho singular, de cuya autenticidad no nos ha sido posible asegurarnos. María, la sombrerera, asistía a misa todos los días de Dios; rezaba devotamente o maquinaba diabólicos planes —que eso nadie alcanzará a penetrarlo jamás—, pero es lo cierto que se mantenía en un recogido mutismo. Sin embargo, al final, cuando el pueblo interviene en el rezo, respondiendo a las Avemarías del sacerdote, la sombrerera, como fatigada ya del largo y obligado silencio, lanzaba el surtidor de su voz estentórea, conmoviendo las piedras del pequeño templo. Mas no era eso lo peor, sino que, en su afán de dejarse oír, ya estaba ella en el «Santa María», cuando el buen abate no había alcanzado aún la mitad de su oración. Un día, y otro, y otro, se repetía el hecho, con el consiguiente trastorno para todos. Pero el buen padre no pudo soportarlo más, y una mañana, cuando la sombrerera iniciaba su prematura y estridente intervención, el sacerdote se volvió hacia ella y exclamó:

—¡Eso no vale, María! ¡Que no la vuelva a oír más!

María enmudeció, y desde entonces tuvo sumo cuidado en no desplegar los labios. Pero un sordo rencor minaba su alma crasa, y ya nunca quiso bien al cura del pueblo.

Así se explica que aquella tarde, cuando tras el inspector Flandin salió Mlle. camino de la iglesia, oculto casi el rostro por la espesa mantilla, la emisora establecida tras el mostrador de la sombrerería lanzara al éter este comentario de actualidad:

—Allá va la arrepentida. ¡Por fin se atreve a salir del escondrijo! Quiere confesar sus culpas. ¡Claro; con el amor que el cura le tiene, sabe que ya está perdonada! Pero los crímenes no se perdonan así como así. ¡Si lo supiera el arzobispo!...

Y la idea del anónimo cruzó por su mente. Fue un flechazo, que María paró prudentemente con el escudo del «por si acaso»...

El inspector Flandin se encenagaba día a día en un pantano de conjeturas. (El autor confiesa humildemente que no ha sabido nunca librarse de los símiles geológicos, y pide perdón al lector por su contumacia.)

Al ser destinado por la superioridad para la dilucidación del caso aquel, Flandin había sentido, frente al acicate de su poderosa vocación profesional, una extraña sensación de temor, que pocas veces hiciera presa en él. Un temor absurdo y oscuro a algo imponderable, le anunciaba el fracaso, primero con voz lejana y tímida, ahora ya con un interno vocerío de desaliento. Aquel mismo clamor de la Prensa le sobrecogiera desde el primer momento; después, al hallarse en el campo de acción, sintió acrecentada su impresión primera. Los tipos con quienes topó no le agradaban; sin duda, no encerraba ninguno de ellos excesivas complejidades psicológicas, pero acaso el ambiente pacato del pueblo, la forma de desarrollarse los acontecimientos, la pasión popular, las hablillas, la atmósfera, en suma, parecían crear a su alrededor un ámbito de impotencia, que le deprimía sobremanera.

Al presente, la vida en «La Isla» se le hacía torturante. Caras foscas por doquier, palabras agrias, gestos esquivos. Ni el propio Gastón, ávido ahora de mostrarse amable, conseguía eludir la máscara de la ficción, y se advertía que en los nervios de todos estaban los resortes siempre prontos a la alarma. Conocía ya las conexiones personales de todos con los hechos y con la víctima, pero se reconocía incapaz de hallar entre ellas el cable conductor.

Reynolds le hizo saber lo que el pueblo murmuraba respecto al consentimiento otorgado al capitán Savigni, y él mismo llegó a considerarlo también una ligereza. A sus oídos llegaron igualmente todas las encontradas opiniones que la grey sostenía, y no eran otras, al fin y al cabo, que las que su mismo espíritu perplejo alimentaba. El malestar del inspector crecía por la conciencia de saberse objeto de la expectación pública, que aguardaba de él, lógicamente, el hallazgo de la solución.

El inspector Flandin se tomó medio día de descanso, y con el pretexto de una investigación por los alrededores, solicitó de Constance Veber la cesión de los dos caballos. Él montó el zaino inquieto, que era un pura sangre de cuatro años, bello como una estampa, y dejó al agente Reynolds, la mansa yegua torda, comprada por el difunto coronel con tanto ilusión para su hijastra. Reynolds sonreía triunfante a lomos del animal, y sus manos habían hallado al fin práctica ocupación en el manejo del látigo y las bridas.

Cruzaron el pueblo a la sazón en que el cabo Matías disponía espectacularmente en medio de la plaza el servicio de patrullas. Al verles llegar, Matías se adelantó y cuadrándose marcial se puso a las órdenes del inspector. Pero éste no tenía, por desgracia, nada que ordenar. Y, no obstante, las gentes hubieran dado algo muy caro por escuchar el breve diálogo. Algún mocito se sintió de pronto envidioso del uniforme del cabo, y en su alma impresionable hizo eclosión la vocación militar.

¿Qué vamos a decir del campo y del cielo en aquella mañana otoñal? Nada que el lector no adivine ya, porque el otoño ha sido descrito en millones de libros, en mil idiomas diferentes, y siempre es el mismo, salvo las obligadas variantes de latitud, longitud y altitud. Unos escritores recuerdan el liquidámbar —que es una hermosa palabra para adquirir a bajo precio fama de estilista—; otro nos habla del oro viejo; el de más allá confunde los líquenes de árboles y muros con el estofado de las imágenes antiguas; éste llama terciopelo al musgo, sin pensar que es más bello lo contrario. Y, pese a tanta fantasía, todo eso resulta falaz. Porque el otoño, con su pureza, su transparencia, su honradez de auras y matices, es la antítesis de todo espejismo; en él están las cosas tal como son, desnudas y bellas, y es sarcasmo recurrir a la imagen poética, cuando la realidad es mucho más hermosa. Ni liquidámbar, ni estofado, ni oro viejo, ni policromía barata: Otoño.

Esto fue lo que el inspector Flandin acertó a ver desde la silla en su mudo paseo matinal. Del agente Reynolds no se sabe que viese nada, más allá de las orejas de su cabalgadura, atento a mantener entre mil sustos del alma aflicta un decente equilibrio... inestable.

Y, en medio del otoño, como un motivo más de la melancólica estampa campesina, el inspector Flandin vio a Juan Grandullón. Envuelto en un cendal de niebla que había permanecido rezagada tras las tapias del cementerio, brincó el demente a la carretera. Sin duda había sentido los cascos de los caballos, y saltaba al camino, dispuesto a todo. Pero en su semblante había como una chispa de lucidez, y el inspector tardó en conocer que aquél fuese el loco Juan Grandullón. Creyó al principio que se trataría de un vagabundo que habría pasado la noche al cobijo amoroso de los muertos; pero Juan permanecía agachado en la cuneta, presto a la agresión. Aquella actitud y el raído atuendo militar que llevaba acabaron de iluminar la mente del policía. Ambos jinetes habían detenido sus monturas ante la inesperada visión.

Flandin hizo su voz lo más amable y cariñosa que pudo.

—Tú eres Juan, ¿verdad?

El otro no respondió.

—Me gustan los hombres valientes como tú. Eres el mejor soldado que ha tenido la patria.

El halago surtió su efecto. Juan sonrió, pero era amarga la expresión; había un vislumbre de lágrimas en los ojos, y ahora, que el sol le iluminaba el rostro de plano, el inspector pudo ver en él las huellas del llanto reciente.

—¿Has llorado, Juan?

El demente bajó la cabeza. Flandin se apeó y entregó las bridas a Reynolds, que con gran contento abandonó la silla también. Lentamente, el inspector se fue acercando a Juan Grandullón, al tiempo que le iba hablando mainamente.

—¿Qué te ha sucedido, hombre? Si yo puedo ayudarte... Me llamo Flandin, y estoy aquí de paso. Para que un soldado llore, tiene que haberle acaecido algo muy grave...

Juan movió vigorosamente la cabeza en sentido afirmativo. Ya el inspector se había sentado frente a él, al otro lado de la cuneta.

—No comprendo por qué estás tan afligido. Yo también fui combatiente, y sé que un buen soldado llora cuando le matan a su jefe. ¿Por qué has de llorar tú?

Juan Grandullón alzó la vista; sus ojos espantados y claros brillaban; el gesto era noble, como el de muchos locos, y el rostro demacrado conservaba aún su acusada belleza varonil.

—Seguramente, el coronel Le Coste extrañará tu ausencia...

Al oír el nombre del coronel, el lisiado hundió el rostro entre las piernas y echó a llorar sonoramente, con una congoja irrefrenable, que hacía temblar todo su cuerpo. Lloró largo rato; el inspector le puso una mano en el hombro.

—Cálmate, hombre.

Y al fin habló el trastornado:

—¡Lo mataron! ¡Lo han asesinado! ¡Traidores!

Señalaba el cementerio y decía llorando Juan Grandullón:

—¡Está ahí! ¡Sin descargas, sin honores, sin nada! ¡Traidores!

Tardó en calmarse el loco ex-combatiente. Cuando lo vio algo repuesto, el inspector le invitó:

—Anda, ven conmigo. Vamos a buscar al criminal.

Mansamente, Juan Grandullón entró en el pueblo. Algunos dicen que lloraba aún.