El encuentro
Llámame tonto, llámame ingenuo, llámame como quieras llamarme, pero jamás me llames extraño porque formas parte de mí desde aquella vez que nuestros caminos se cruzaron.
Sabes que fue aquella noche, enfrente de la fuente, donde vivimos nuestra más sincera bienvenida.
Éramos muchos, pero sólo estábamos tú y yo. Tus cabellos me obligaron a peinarte, tus ropas me llevaron a quitarlas. Me sentía como un niño ante un caramelo una tarde de domingo.
No podías quejarte, tampoco querías, llegaste para regalarme tu cuerpo, yo te cogí en mis manos, sólo te quería a ti, de entre muchas.
Me enseñaste las virtudes de tu cuerpo, no pude resistirlo y te mordí, una y otra vez, hasta dejarte en los huesos.
Un instante después, no valías nada, me desprendí de ti con la facilidad de hacer un gesto con el brazo y dejarte en el bordillo, tirada.
Mis amigos me esperaban, uno de ellos dijo:
—¿Has terminado con la mazorca? Tenemos que irnos.
Nunca más supe nada de ti, pero en aquel momento fuiste todo para mí.