Dulce aventura

 

Ocurrió hacia las dos de la madrugada, de aquel 26 de diciembre, de 2003. Me dirigía con mi coche a casa, venía de pasar varios días con la familia en la pequeña aldea donde me crie.

Un tramo de carretera de montaña llena de curvas y por la que es difícil cruzarse algún coche, separa la ciudad de esa aldea. Escuchaba la radio, sonaba un debate sobre la Navidad y sobre la ilusión que producía el consumismo puro y duro en estas fechas tan entrañables y señaladas en todo el mundo. El pequeño Fido Dido que colgaba de mi espejo retrovisor central, se movía empujado por la inercia en cada curva. La oscuridad sería absoluta de no ser por la creciente y casi llena luna, que bañaba todo el monte, regalando un paisaje digno de apreciar.

Giré dos curvas muy cerradas, una a izquierda y otra a derecha, nada más salir de la segunda, mis reflejos se vieron puestos a prueba, para tratar de detener el vehículo en seco. Un coche con los cuatro intermitentes estaba parado en medio de la carretera, delante de ese, había más, todos igual, con las luces puestas y los intermitentes centelleando; parecía más un atasco de los que se forman a hora punta en las entradas y salidas de la ciudad. No era propio encontrarse eso allí. Mi sorpresa fue considerable al observar tal fenómeno, en mis 40 años de vida, jamás me había visto obligado a parar por encontrarme un coche parado delante de mí. Algún frenazo brusco por cruzarse algún animal salvaje, pero nada más.

Me quedé mirando el vehículo delantero durante varios minutos, esperado que en algún momento moviera para poder continuar mi viaje. Pero este misterioso atasco no avanzaba, ni tan siquiera un metro. Llamé a mi mujer para decirle lo que estaba pasando, ella me esperaba en el hogar, con los niños. Su sorpresa fue grande también, había viajado conmigo muchas veces por esa carretera, y esto era muy raro. Tan extraño le pareció, que me propuso llamar a la policía, a lo que yo me negué con rotundidad, no consideraba necesario hacer eso, casi con toda seguridad, algún desprendimiento en la tierra de la montaña, debido a la inmensa lluvia que había estado cayendo días atrás, sería la causa de aquel atasco sin precedentes, o al menos esa era la mejor hipótesis que me podía imaginar. Me despedí de mi mujer, haciéndole saber que llegaría más tarde de lo habitual, colgué el teléfono y salí del coche para preguntar a los de delante si tenían alguna idea de lo que ocurría. Mi preocupación se vio incrementada al comprobar que, en el coche de delante no había nadie en su interior; el motor en marcha, la radio puesta, pero nadie, absolutamente nadie dentro del coche. Mi corazón comenzó a latir con fuerza al comprobar que el siguiente coche se encontraba en las mismas circunstancias. Mi limitado entendimiento se vio superado por aquel hecho tan escalofriante, y es que, debía haber más de doscientos coches delante del mío ese fue el cálculo que hice pensando en la distancia que había hasta el próximo cruce, pero todo eran conjeturas. Yo llegué hasta el décimo, comprobando que todos estaban vacíos, ni una persona a la vista, sólo el sonido de los motores mezclados entre sí. Corrí hasta mi coche, asustado. En ese momento, se veía igual que los demás; encendido, sin nadie dentro. Mi miedo creció al comprobar que estaba cerrado, no podía abrir la puerta, ¿cómo era posible? Se había cerrado sólo, la situación no pintaba nada bien, estaba en medio de la noche, en una carretera perdida entre las montañas, sin teléfono y sin nada más, eso sí, con un miedo que me hacía temblar a espasmos repetitivos.

Sin saber cómo ni por qué, comencé a caminar por el bosque contiguo a la carretera, las ramas me pinchaban en las piernas, no veía demasiado bien, aunque la luna ayudaba bastante. Avancé y avancé, hasta llegar a un claro; una especie de círculo tallado en la espesura de aquel bosque desconocido para mí. En esa extensión de monte, se podía distinguir a un grupo de personas, «¿serán los dueños de los coches vacíos?» Pensé algo aliviado. Me acerqué, sin saber lo que buscaba, quizás alguna explicación, o quizá, otras personas en las que cobijar el tremendo miedo a lo desconocido que había aflorado en mi interior.

Al llegar al lugar donde estaba toda la gente, comprobé que nadie me miraba, estaban todos sentados en el suelo, formando un círculo, agarrados de las manos. Debía de haber cientos de personas; niños, mujeres, hombres, de todo, y todos igual, la cabeza agachada y los ojos cerrados. En ese momento mi visión nocturna ya se había aclimatado perfectamente a la luz de la luna y podía distinguir bien todo a mi alrededor. Dos personas me hicieron hueco, separando sus manos, sin mirarme, sin siquiera abrir los ojos. De nuevo, sin saber cómo ni por qué, me senté a su lado y los cogí de las manos. Lo que pasó a continuación fue, sin duda, la mejor experiencia que he tenido en toda mi vida. Al cerrar los ojos todo cambió. Ya no estaba en ese monte, rodeado por un montón de personas sentadas cogiéndose de la mano. Estaba en un lugar mágico, donde los renos volaban alegres, los niños cantaban canciones pegadizas y con gran ritmo, y los adultos vestían trajes de Santa Claus, yo mismo me veía vestido así. Andábamos todos por un camino de color blanco, a nuestro alrededor, un montón de casas de caramelo nos saludaban, nos daban la bienvenida al lugar donde los sueños navideños se cumplen, cada año, para unos cuantos elegidos. Nos anunciaban, que íbamos a conocer a Santa Claus. Las risas sonaban alegres entre las calles, la nieve caía al revés, de abajo hacia arriba y niños volaban en trineos, jugando unos con otros.

Llegamos al final del camino, delante, una inmensa mansión hecha de nubes de golosina, se alzaba inquietante, soltando a voces: —Esta es la casa del señor Santa Claus, podéis entrar todos de golpe o de uno en uno, lo que tenéis que tener claro, es que todos le conoceréis hoy, y será la mejor experiencia que hayáis tenido nunca. Mi cabeza estaba como hipnotizada, de niño me dejaron claro que ese personaje era de fantasía, que no existía, quizá estaba soñando, pero a decir verdad, aquello no parecía irreal, más bien todo lo contario, y mi ilusión perdida de niño por estas fechas, que se habían convertido en un ir y venir de gente a los centros comerciales, había vuelto de repente, sin llamar a la puerta. Al fin se abrieron las puertas de la mansión, desintegrándose en trozos de nube dulce que acompañaba a la nieve en su particular goteo, llevé un trozo a mi boca, que se deshizo con la facilidad que un algodón de azúcar en el paladar.

Entramos todos, de uno en uno. Al fondo, entre regalices de colores y piñatas colgantes se le podía ver, sentado en su trono, con esa barba blanca tan característica. Su risa tronaba en toda la sala. En derredor de su trono, había miles de paquetes envueltos con papel de regalo dulce, comestible, los había de todos los tamaños y formas.

Fuimos pasando a su lado, llamados por él. Nos nombraba por nuestro nombre, no se le escapaba ninguno. Al fin llegó el mío. Me senté en su rodilla, como un niño, él era grande, de tres metros al menos, debía pesar trescientos kilos, su barba tocaba el suelo, sus mejillas eran rosadas y brillantes; su mirada, la más dulce que se ha cruzado con mis ojos a lo largo de mi vida. No me dijo nada, sólo señaló un paquete, de esos de color de rosa, en forma de pelota redonda. Baje de su pierna dando paso a otra persona, fui hasta mi regalo y me comí todo el envoltorio. Contenía una burbuja de un cristal acaramelado fino, transparente; dentro estaba toda mi familia, desde mis tres hijos hasta todos mis primos, tíos y demás, no faltaba nadie. Todos me saludaban alegres, guardé la burbuja en mi bolsillo, y volví por donde había llegado. Recorrí al camino de vuelta, hasta llegar a un lugar donde estaban todos reunidos, todos los que habían cumplido el cometido por el cual estaban aquí. Esperé allí hasta que todos estaban presentes, entonces me vi de nuevo en mi coche, escuchando aquella tertulia sobre la «falsa Navidad», disponiéndome a dar las dos curvas que me llevaron al mundo de la Navidad y los sueños. Al mundo de Santa Claus.

Podéis creer esta historia o no, niños. Yo sólo sé, que la viví, y prueba de ello es esta burbuja de caramelo llena de amor familiar, que apareció en el asiento del acompañante de mi coche después de aquella aventura y que todavía conservo, con ese olor a golosina que desprende.