El otro yo

 

Despierto, la alarma suena estridente, son las siete de la mañana. Ha sido otra noche de cruel insomnio, sólo he dormido dos horas. «¡Maldición!» pienso al pisar con el pie derecho el charco de agua, que se ha formado en el suelo debido a la lluvia nocturna, por haberme olvidado de cerrar la ventana ayer. Me rasco la cabeza buscando una solución al maltrecho incidente. Miro a la mesilla. «¡Mierda!» grito cogiendo el teléfono móvil empapado, que no responde al presionar la tecla de encendido. Me pongo en pie y voy a buscar la fregona dejando huellas húmedas por todo el recorrido. Ando ofuscado, rabioso; el cuarto dedo de mi pie izquierdo, colisiona tontamente contra el marco de la puerta que da paso al cuarto de la lavadora. El golpe ha sido suave y ligero, pero estoy saltando de dolor sobre una pierna con los ojos cerrados, algo parecido a una sonrisa sin serlo y agarrándome el pie con mis dos manos. Intento eludir el dolor y trato de resolver el problema del charco en la habitación cogiendo la fregona, que resulta estar impregnada de lejía, algo que no es bueno para mi piso, no le doy importancia porque tengo prisa por llegar a tiempo al trabajo. «¿Qué habré hecho yo? ¿Por qué me pasa esto a mí? ¡Qué mala suerte tengo!» repito incansable en mi cabeza.

Recojo el agua a toda prisa, guardo la fregona y me apresuro en ir a vestirme y al baño para asearme; son las siete y veinte, llevo casi diez minutos de retraso. Al abrir el grifo, suelta un par de escupitajos marcados de óxido, que llenan mi traje gris, de una constelación de manchas color marrón. No sale agua. «¡Maldición, maldición y maldición! Esto es el colmo.» me digo frustrado, rabiando de ira y con dolor en mi dedo… Me cambio el traje corriendo, me pongo otro que no me sienta nada bien. Salgo escopeteado con el coche, son veinte los minutos de retraso; llegaré a tiempo si el tráfico me lo permite. No es así. Una retención que parece fruto del mismísimo satanás, me frena al poco de echarme al asfalto. «¡Vaya día, vaya día!» repito en voz alta mientras busco algún tema en la radio que me ayude a calmar mi frustración. Todo son canciones molestas; no me gustan, apago la radio. Toco el claxon y grito: —¡Venga, hostia, venga! ¡Es para hoy! Los coches se mueven a paso de tortuga, estoy sudando y eso que es invierno.

Llego veinte minutos tarde a mi trabajo, mi jefe me abronca con estupor; resalta la frase: «con treinta años, no puedes llegar tarde a tu trabajo». —¡Sí, señor! —Respondo agachando la cabeza y dando media vuelta, aprovecho para susurrar con énfasis despectivo—: ¡Gilipollas!

Me voy a hacer mi trabajo, la cosa parece que se normaliza un poco, me tranquilizo, pero no dejo de maldecir la vida, maldecirme a mí y maldecir todo cuanto me rodea. «¡Qué asco de vida! El mundo está en mi contra, que mala suerte tengo» me digo.

El día no ha ido nada bien. Son las ocho de la tarde. Llego a casa, descentrado, con un dolor en el dedo, que ha ido en aumento conforme pasaban las horas. Me quito los zapatos negros picudos, arranco el calcetín izquierdo en busca de ese maldito dedo. «¡Joder!» me lamento viendo ese dedo, de un tamaño tres veces más gordo de lo habitual y de color azul negruzco. Voy a buscar una copa para ahogar este nefasto día en los pozos del alcohol. No queda hielo. «¡Genial!» cavilo preocupado, sospechando que me han echado un mal de ojo.

Voy al baño a darme una ducha caliente. El agua funciona bien, «gracias a los cielos» suspiro aliviado pensando que al menos la ducha, conseguirá relajar este cuerpo hundido en lo más horrible de un día para olvidar.

Mientras me ducho, oigo a los vecinos discutir; el sonido del agua al caer, no logra ahogar los gritos que son consumados por golpes preocupantes. Sigo a la mía; disfruto del calor del agua. El ladrido de un perro poseído, se suma a los golpes y gritos de los vecinos. Una tarea doméstica de bricolaje en forma de topetazos con ruido metálico, se añade también a la maldita sinfonía discordante. Cierro el grifo, me pongo el albornoz y salgo para completar mi aseo personal. El escándalo vecinal es molesto; arrugo mi nariz gracias a ello. Me miro al espejo y el silencio invade repentinamente el sitio. «¿Se ha tragado la tierra a todos, o qué?» me pregunto extrañado. Paso a la habitación, enciendo la luz y un escalofrío me recorre todo el cuerpo frenéticamente; hay una chica con el pelo dorado y rizado, largo hasta los hombros; ojos azules y grandes, que se clavan en los míos; piel pálida como la leche y vestida con una toga blanca hasta los tobillos. Está sentada en mi cama y yo, vivo solo. Me asusto, doy dos pasos atrás y se me cae la toalla de las manos.

—Tranquilo, Román. —Me dice suavemente.

Cambio mi expresión asustadiza por otra de seriedad y desconfianza.

—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?

—No temas. Soy tu ángel de la guarda. Vengo a traerte un mensaje.

—¿Qué? ¿Mi ángel de la guarda? Es una broma, ¿verdad? ¿Dónde está la cámara? Venga, ha sido mi hermana, que ha querido darme un susto y tú eres alguna amiga suya. A que sí. Venga Sofía, sal ya; te he pillado la broma.

—Es verdad, Román. Nos has descubierto. Qué astuto eres. Ve al salón, tu hermana está allí. —Me contesta con una sonrisa guasona.

Voy al salón, desafiante para reñir a mi hermana, pero sin poder borrar la sonrisa de mi rostro al ser consciente, de que es una broma pesada. Enciendo la luz. Mi sonrisa se transforma en otro intenso escalofrío, que peregrina por todos los rincones de mi cuerpo tres veces, dejando mis pelos erizados como agujas; la chica de pelo dorado está en el sofá sentada, con las manos posadas con delicadeza sobre sus muslos y mirándome sin borrar esa sonrisa picarona.

—¿Me crees ahora, Román?

El corazón me da un vuelco y rompe a latir con golpes, que hacen que tiemble el albornoz.

—¿Es verdad esto? Eres…

—Sí, soy tu ángel de la guarda. No me separo de ti en ningún momento y sin que te des cuenta, te alejo del peligro siempre que puedo.

—Esto no puede estar pasando.

—Pues yo diría, que está pasando…

Su voz es tan cálida, amigable y amable, que no tardo en tranquilizarme por completo y sentir un inmenso remolino de paz en mi interior. Me noto en total simbiosis con ella. Nunca antes he vivido estas emociones. Me siento cercano a esa chica.

—Está bien. Cuéntame.

—Me llamo, Adrael. Me han concedido el permiso de tener este encuentro, que sólo es posible una vez durante tu vida. He venido porque estoy preocupada por tu salud mental y por tu fe. Si sigues este camino de maldiciones, te llevarás directo al fracaso existencial. No hablo de la muerte; la muerte forma parte de la vida. Hablo de estar muerto en vida. El día de hoy ha sido angustioso, ¿verdad?

—Sí. Ha sido uno de los peores días en mucho tiempo. Todo me sale mal últimamente. Hace años, tenía mucha más suerte. Parece que el mundo está en mi contra ¿Me puedes aclarar el por qué?

—Claro que puedo. Vengo para eso.

—¿Sí? Estupendo ¿Tendré más suerte a partir de ahora?

—Román. La suerte no existe. La llamada suerte, depende de ti. Cada vez que utilizas un lenguaje obsceno en tu mente. Cada vez que maldices tu vida. Cada vez que caes en la codicia, en sentimientos de ira, rabia y negatividad generalmente hablando, pones un pequeño ladrillo, que va levantando el muro que me separa de ti. Cuanto más te dejas llevar por esos sentimientos, más alto es el muro, y más difícil es para mí ayudarte. Conforme mi ayuda se va anulando, los despropósitos de tu vida van aumentando. Entras en un bucle peligroso, del que solamente tú puedes salir. Piénsalo. Hace años, ese muro era muy pequeño, para mí era tarea fácil quitarte obstáculos en el camino. Pero ahora, ya no puedo hacer nada para ayudarte. El muro es infranqueable. Sólo tú puedes romperlo. He venido para abrirte los ojos y darte la última oportunidad, de tener una vida gozosa y plena.

—Pero, eso no puede ser. La suerte es algo aleatorio, sí existe. Hay gente que no tiene que hacer nada en la vida, para tener éxito y vivir feliz.

—Te equivocas y sigues negando lo evidente. Esa gente, es feliz porque sabe entender la vida tal y como es, no necesita gran cosa para sentirse en plenitud, como son conscientes de ello, no dejan entrar sentimientos negativos en su mundo, y su ángel de la guarda los protege y ayuda en el día a día. Simplemente, no han construido un muro de negatividad imposible de cruzar por sus ángeles guardianes. Cuando seas capaz de tomarte los baches que se interponen en tu camino como algo constructivo y dejes de lamentarte porque te ocurren, comenzarás a desmontar el muro. Y si sigues en esa línea de entendimiento, llegará el día en que tú y yo, seremos uno de nuevo. Ahora estás solo. Es tu última oportunidad de vivir; puedes cogerla o rechazarla. Este es mi último y único recurso que tengo para ayudarte. Tienes que entrar en razón. Sé que puedes, si no lo creyera, simplemente no me habrían concedido el permiso para venir.

—Tienes razón. He sido un necio desde hace mucho tiempo. Si lo pienso bien, no he hecho más que quejarme constantemente por cosas insignificantes. Entiendo que tu mensaje es Divino y lo tengo que tomar como tal. Siento que es un nuevo comienzo para mí. Has hecho que vea todo de otra forma. Yo antes era así, no sé por qué me he perdido en el caos de la amargura. Nunca me ha faltado nada en esta vida.

—Exacto, Román. La vida es maravillosa, con sus defectos y virtudes; debes tomarla como es y disfrutar de todo cuanto puedas. No tienes más oportunidades, tu vida, es tu momento de gloria en la existencia, aprovéchala al máximo.

—Sí. Acabo de experimentar sensaciones de alegría, que desde que era niño no tenía. Esto es una señal inequívoca, de que se avecinan cambios en mí. Soy fuerte. Yo puedo con todo. Muchas gracias, Adrael. Has hecho que vuelva mi otro yo; ese que daba importancia a las cosas que merecen tenerla y se la restaba a las no merecedoras.

—Sé que podrás. He cumplido mi misión aquí. Debo volver. Hasta siempre, Román.

Apoya su mano sobre la mía y sin más, desaparece ante mis ojos. Los sonidos retumbantes de los vecinos, llenan de nuevo mi casa. Me da igual. —Son personas, los respeto. El perro que ladra es un ser viviente, ha de ladrar si lo necesita. Ya pararán y todo estará en calma, —pienso sorprendido de que vuelvan ese tipo de entendimientos a mi vida.

Adrael había hecho renacer mi yo verdadero y todo iba a cambiar.

Conté mi experiencia a toda la gente que tuve oportunidad. Me di cuenta que sólo me creían aquellas personas, que siempre llevaban una sonrisa dibujada en su cara, entendí que ellos tenían cerca su ángel. Tú debes de ser una de esas personas, me estás escuchando con atención y no dejas de sonreír.

Llevé esa filosofía de gratitud y de quitar ladrillos del muro, a mi vida cotidiana. A veces caía en el abismo de los pensamientos negativos, pero entendía que era el proceso que había que seguir, para llegar a abrir el camino a mi ángel, y tenía claro que se lo iba a facilitar y que mi vida iba a ser plena en todos los aspectos. Mi suerte era mía, yo la dominaba. No tenía dinero de sobra, no había podido comprar un teléfono móvil. Mi hermana, me dejó uno mientras intentaba ahorrar algo, para hacerme con alguno que cubriera mis necesidades. Dos semanas después del encuentro con Adrael, una compañía telefónica me llamó ofreciéndome un terminal gratuito, al que ya le había echado el ojo; sólo tenía que modificar una pequeña clausula en el contrato, que no era una molestia cambiar. Poco a poco, los días pesados e ingratos, se iban sustituyendo por días de sorpresas agradables, con detalles que antes no lograba ver. Mi cara cansada, se iba transformando en un rostro sonriente. Me sentía más ágil y vivo. Lo que antes me suponía una tarea tediosa, cada vez me costaba menos de llevar a cabo. Mis noches eran de descanso absoluto y mis despertares, llenos de energía. También comprendí, que no se puede estar viviendo con temor a la muerte; ésta llega sin remedio y no debe ser un obstáculo en nuestro presente. Si se va un ser querido, es porque llegó su momento de abandonar esta vida. Lo mejor que podemos hacer, es recordarle con cariño por siempre.

Un día, un buen amigo me llamó; tenía un pequeño problema y había pensado en mí para ayudarlo. Él acostumbraba a jugar a la lotería todas las semanas, era como un ritual sagrado. Esa semana había tenido un problema con su banco y no podía comprar sus boletos llenos de sus números preferidos. Me pidió el dinero prestado, diciéndome que me lo devolvería en cuanto su banco, le dejara operar con normalidad. Accedí, sin pensarlo ni un instante. Dos días después, me llamó a mi móvil de última generación:

—¿Qué pasa, Saúl?

—Román, tío. No voy a poder devolverte los veinte euros que me prestaste para la lotería. Mi banco, dice que estoy sin blanca. No sé lo que ha pasado. No sé si me han estafado o que es lo que ha pasado, pero no tengo efectivo.

—No pasa nada, Saúl, hombre. Y si necesitas cualquier otra cosa, me lo pides, ¿eh?

—No creo que tengas que dejarme nada más, porque mi familia me ha dicho que me respalda y porque… ¡¡Me han tocado, ciento treinta millones de euros!!

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¡No jodas!