CAPÍTULO 33

Un nuevo informe del hermano de Dougal, que indicaba que más hombres se habían unido a la caza de Jack, atraídos por una mayor recompensa, obligó al trío a marcharse de Thorntree antes de lo que hubiesen querido.

A Jack no le gustó tener que ir hacia el norte, por un escarpado terreno montañoso y a través de bosques tan espesos que se hizo varios desgarrones en el abrigo. No le gustó haber tenido que dejar a su yegua en la pequeña aldea de Ardtalby y comprar un pasaje en una vieja gabarra de río gobernada por un anciano de rostro marcado por las profundas arrugas de la vida. Este llevaba dos balas de lana a Perth, y si se alegró al recibir lo que a Jack le pareció un precio exorbitante por trasladarlos a ellos, no lo demostró.

A Jack no le gustó el lento viaje por río, sentado junto a Lizzie y Gordon, que mantenían una conversación íntima en voz baja.

Tampoco le gustó, tras desembarcar de la vieja gabarra, tener que dirigirse a Callendar, donde alquilaron un carruaje en el que se apiñaron los tres, Gordon y Lizzie en el mismo banco y Jack frente a ellos, para recorrer todo el camino hasta Glasgow.

Allí se reunieron con Dougal, que había llegado con un nuevo tiro de caballos. Jack había pensado que sería mejor enviar al highlander con los caballos por otro camino, para no despertar sospechas en Glenalmond. Pero descubrió entonces que esa precaución había resultado inútil, porque Dougal llegó cargado de noticias. Carson había ido a Thorntree poco después de partir ellos, y aunque Newton había hecho un buen trabajo negando saber nada, igual que la señorita Charlotte, el laird había enviado hombres tras ellos.

Jack lamentaba profundamente volver a ser un fugitivo, porque nada era más molesto que tener que ocultarse. Pero por otro lado, ya era casi un veterano en eso, y rápidamente puso a Lizzie y a Gordon en movimiento. Los tres partieron de Glasgow, Jack en su caballo y la feliz pareja en el vehículo.

Eso también lo lamentó.

Lo mismo que las posadas de mala muerte en las que se vieron obligados a parar durante la semana de viaje, y el viejo carruaje que se vio forzado a comprar a un precio de atraco cuando el cochero se negó a llevarlos más allá. Lamentó los largos tramos de carretera en mal estado que empezaron después de Glasgow, por los que cabalgaba en silencio junto a Gordon, que se había hecho cargo de las riendas del carruaje.

Lamentó que, al llegar a las afueras de Londres, aún tuvieran que esperar, pues pensaba que era mejor entrar en la ciudad por la noche, para no ser vistos, y así retrasar su ahorcamiento lo máximo posible. Y cuando cruzaron la ciudad en mitad de la noche, después de abandonar el viejo carruaje en Southwark y seguir a caballo hasta Mayfair, lamentó tener a Lizzie sentada delante de él en su montura, con su cuerpo contra el suyo y su aroma despertándole los sentidos.

Pero en cambio no lamentó haber vuelto a Londres.

Al contrario, estaba más que encantado de estar en el único lugar que sentía como suyo, sobre todo después de una larga ausencia. Notaba el ritmo de la ciudad en las venas, y aunque llegaron al centro a primeras horas de la mañana, ver a un par de elegantes caballeros tambalearse ebrios antes las enormes y lujosas mansiones de la ciudad, y a un solitario carruaje ornado traquetear sobre los adoquines de la calle, hizo que se sintiera en casa.

Pero lo que más lamentaba, y de todo corazón, era haber hecho el amor con Lizzie. Porque no podía quitárselo de la cabeza. No podía borrar los recuerdos ni desprenderse del tacto de su piel, ni saborear aún el gusto de su boca. Y no podía estar tan cerca de ella durante el interminable viaje desde Escocia y no tocarla. Era como si hubiera trocitos de ella mezclados con trocitos de él, y le resultaba imposible separarlos.

Observó las miradas que intercambiaba con Gordon y deseó ser él. Jack se ponía tenso cuando él la llamaba «leannan», y sentía un dolor sordo cuando Lizzie le sonreía dulcemente en respuesta. No podía demostrar sus sentimientos; hacerlo hubiera acabado con la última esperanza que le quedaba a la joven de casarse felizmente.

Todo el viaje había sido tan malditamente incómodo para Jack, que no pudo evitar ponerse de un mal humor poco habitual en él cuando llegaron a su casa en Audley Street y su mayordomo no estaba despierto para recibirlos.

Cuando finalmente Winston apareció en la puerta con el gorro de dormir ladeado, y junto con un par de lacayos vestidos de igual manera, que corrían detrás de él encendiendo las velas, Jack se apresuró a entrar en el vestíbulo.

—Tenemos invitados, Winston —dijo como si sólo llevara fuera unos días y no meses—. Necesito un par de habitaciones para ellos.

El hombre miró sorprendido a su señor, y luego a Lizzie, cuando ésta entró con los ojos abiertos como platos al ver la casa de Lambourne. Gordon la siguió de cerca, y su mirada brilló al observar el vestíbulo.

La verdad era que, después de pasar varias semanas en las Highlands, hasta a Jack le parecía todo un poco ostentoso.

—¿Milord? —inquirió Winston.

Él lo miró muy serio, advirtiéndole con la mirada que no hiciera preguntas. El mayordomo lo conocía bien.

—Bienvenido a casa —dijo pues, sin más prolegómenos—. Si me permiten, acompañaré a la señorita a su habitación.

—Sí, hágalo —replicó Jack, escueto.

Winston hizo una inclinación hacia Lizzie como si fuera vestido con toda propiedad.

—Si me acompaña, señorita...

—Beal —completó ella—. Señorita Elizabeth Beal. Muchas gracias, señor.

Jack fingió estar ocupado con los guantes y el sombrero mientras la miraba seguir a Winston y subir la curvada escalera. Lizzie parecía incómoda, casi atemorizada por la casa. Su sencillo vestido de muselina se veía fuera de lugar en la ciudad.

—¿Qué es esto, mármol? —le preguntó Gordon, que se hallaba a su espalda y daba golpecitos en el suelo con el pie.

Sin ganas, Jack se volvió hacia él.

—Sí —contestó.

—Y buen mármol —continuó el joven—. Muy bonito, sí. —Cogió una de las velas que un lacayo había dejado sobre una cómoda, atravesó el vestíbulo hasta un par de cuadros rococó que colgaban de la pared y los contempló como si se hallara en algún museo—. Impresionante —masculló—. Según tengo entendido, una inversión muy rentable.

A Jack le importaba muy poco lo que Gordon tenía o no entendido, y deseó no haberlo conocido nunca.

—Winston se encargará de usted, Gordon —dijo secamente—. Ahora, me gustaría retirarme, si no le importa.

El otro no contestó, sino que siguió admirando los cuadros mientras Jack subía la escalera, casi chocando con un lacayo, que se apresuró a entregarle una vela.

Sí, se alegraba de estar en Londres. ¡Allí recuperaría la razón! ¡Allí podría disfrutar agradecido de un rato de intimidad en sus aposentos, con sus cosas alrededor y un buen whisky escocés para adormecerle la memoria! ¡Aquélla era su verdadera vida, no reparar tejados viejos en Escocia!

Lizzie ya sabía que Jack era rico; después de todo era un conde, pero no tenía ni idea de que fuera tan rico. Un entorno tan suntuoso estaba más allá de su imaginación.

El pobre señor Winston, con su camisón y su gorro de dormir, en seguida le había abierto una cama de colchón de plumas y cobertor de una seda tan fina que a Lizzie le habría gustado hacerse un vestido con ella, y le había prometido que una doncella acudiría a atenderla por la mañana a primera hora. Lizzie había tratado de asegurarle que no necesitaba una doncella, pero el señor Winston parecía absolutamente decidido a que la asistiera una.

—Todas las damas que su señoría invita emplean una doncella —afirmó con determinación.

Cuando el hombre la dejó a solas y un lacayo encendió un gran fuego, ¡con leña!, Lizzie se paseó por los aposentos; pasó los dedos por la tela de brocado del tapizado de los muebles y admiró el delicado tallado del tocador. Había tres habitaciones: un dormitorio, un vestidor y una especie de letrina privada sobre cuya existencia había leído, pero nunca había visto. Las alfombras bajo sus pies eran tan gruesas que casi creía estar caminando sobre almohadones, y la lana de las cortinas era lo suficientemente espesa como para detener las corrientes de aire.

Lizzie se sentó en la punta de la cama y luego se tumbó de espaldas. Sobre su cabeza había un fresco del cielo. Estaba dolorida de cansancio, pero hacía varios días que no conseguía dormir. Su corazón mantenía una discusión continua con su razón, y ahora además ¡ver cómo vivía Jack! ¡Los lujos a los que estaba acostumbrado; los criados, que se habían levantado en mitad de la noche para satisfacer sus deseos! Y Lizzie, que no tenía ni para hacer cantar a un pobre, allí estaba, ¡una campesina que había tenido la gran desgracia de enamorarse perdidamente!

No podría haberse enamorado de un hombre más inaccesible para ella, y aquella hermosa habitación lo hacía dolorosamente patente. Estaba tan fuera de lugar en aquella casa como una vaca vieja, lo mismo que él estaba completamente fuera de lugar en Thorntree.

A la mañana siguiente, la despertó un suave golpe en la puerta. Esta se abrió y entró una jovencita vestida con uniforme de doncella, seguida de otra mujer que parecía de la edad de Lizzie, y que fruncía las cejas con gesto de desaprobación.

Rápidamente, la doncella hizo una reverencia. La otra joven, que a Lizzie le resultaba vagamente familiar, se cruzó de brazos y la observó con mirada crítica.

—¿Y a quién tenemos aquí, si puedo preguntar?

—Yo... —No estaba muy segura de qué responder.

La guapa mujer, de cabello oscuro y hermosos ojos color ámbar, se acercó a ella. Llevaba un bonito vestido blanco y dorado que le sentaba de maravilla. De las orejas le colgaban cuentas de ámbar talladas, que hacían juego con las que le rodeaban el cuello. Era el tipo de mujer que Charlotte había soñado ser: refinada y sofisticada. Encantadora. Y estaba enfadada.

—Lucy me ha dicho que Winston le ordenó, ¡en plena noche!, atender esta mañana a la invitada del conde, pero, muchachita, el conde no está aquí. Ya sé lo que pretendes, así que será mejor que recojas tus cosas y te marches —concluyó fríamente.

De repente, Lizzie cayó en la cuenta de que aquella joven la había tomado por una intrusa. O algo peor.

—¡Perdone! —Exclamó ella, y en seguida se levantó, cubriéndose con el arisaidh—. Si alguien me envía a casa, será el propio conde quien lo haga. ¿Ha hablado con el señor Winston? ¿Le ha dicho que ha sido lord Lambourne quien me ha traído aquí?

La otra abrió la boca para replicar, pero la cerró. Miró a Lizzie con ojos entrecerrados.

—Es usted escocesa —afirmó sorprendida.

—Sí —contestó ella, orgullosa.

—¡Escocesa! ¿Qué quiere decir con que fue él quien la trajo? El no está aquí, ¿no? ¡Será mejor que no lo esté! ¡Está en Escocia!

—Pues o está en Londres o fue su fantasma el que me trajo a esta casa —replicó Lizzie.

—Oh, no —exclamó la joven, negando con la cabeza—. Oh, no, no, no. ¡No puede estar en Londres! ¿Acaso ese estúpido quiere que lo ahorquen? —Se dio la vuelta y salió a toda prisa del dormitorio, dejando la puerta abierta, y corrió por el pasillo llamando a Jack.

Lizzie se llevó una mano al corazón y miró a la doncella.

—¿Quién es?

—Lady Fiona —contestó la chica mientras hacía otra reverencia—. La hermana del conde. Yo soy Lucy, señora. Seré su doncella.

¿Su hermana? A Jack Haines se le había olvidado mencionar que tenía una hermana en Londres, y a Lizzie le encantaría darle una buena patada por ello.

Jack no había mencionado a su hermana porque no sabía que Fiona estuviese en Londres. La última vez que la había visto, ella le había anunciado su compromiso, bastante extraño y muy sorprendente, con Duncan Buchanan, laird de Blackwood, y a continuación le dio la noticia de que los hombres del príncipe lo estaban buscando. Fiona lo envió a las montañas con la advertencia de que lo ahorcarían si se quedaba en Londres, y Jack había estado huyendo desde entonces.

Cuando Fiona entró en su dormitorio, le dio tal susto que casi se cortó el cuello con la navaja de afeitar.

—¡Jack! —gritó ella—. Mi Diah, ¿qué haces? ¿Estás loco? ¿Es que quieres suicidarte?

—Buenos días, Fiona —contestó. Respiró hondo, dejó la navaja y se secó la cara con la toalla antes de volverse hacia su hermana.

Los ojos de la joven llameaban de furia.

—¿Qué diablos estás haciendo en Londres? —le preguntó él—. Por favor, dime que has recuperado el sentido y has roto tu compromiso con Buchanan.

—No, hombre de poca fe —respondió ella mirándolo con el cejo fruncido—. ¡Duncan y yo nos casaremos el primero de mayo! He venido a Londres a probarme el vestido.

—¿Está Buchanan contigo?

—¡No, claro que no! Tiene mucho que hacer reconstruyendo Blackwood, pero ¡eso no tiene nada que ver! ¡Jack, no deberías estar en Londres! ¡Te podrían ahorcar!

—Nadie me va a ahorcar —contestó él, y abrió los brazos sonriendo—. Ven aquí, Fi.

Ella le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla.

—Sí que lo harán; el mes pasado ahorcaron a sir Wilkes.

Jack la cogió de los hombros y la apartó de él para mirarla.

—Entonces, ¿es verdad? Creía... —Había pensado que tal vez Carson había mentido para tratar de intimidarlo.

—Sí, es cierto —contestó Fiona—. Hizo algo horrible que ni siquiera me atrevo a contar. ¡Debes marcharte! ¡Las cosas entre el príncipe y la princesa sólo han ido a peor, y nadie está a salvo de las acusaciones!

—Maldita sea —masculló él—. Tienes que contármelo todo —dijo, y cogió su pañuelo—. Me tienes que explicar hasta el más mínimo detalle de todo lo que ha pasado.

—Sí, lo haré —afirmó la joven, y le apartó las manos del pañuelo para atárselo ella—. Pero primero tienes que decirme qué hace esa muchacha aquí.

Maldita fuera, Jack notó que lo cubría un leve rubor.

—¿Jack? —inquirió Fiona mirándolo fijamente—. ¿Quién es? ¡Lleva un arisaidh, como una campesina! No me digas que es la hija de alguien y que tú has hecho algo que no deberías haber hecho...

—¡Fi! ¡Basta! Esa mujer es... Es... Nunca he conocido... —Le faltaban las palabras.

Su hermana se detuvo, y lo miró boquiabierta.

—¡Que el cielo me ayude, has arriesgado tu vida por una mujer!

—Bah, no seas tan dramática.

—¿La amas? —preguntó Fiona y le apretó el pañuelo con fuerza.

—¡Por el amor de Dios, Fi! —masculló él. Le apartó las manos con brusquedad y se volvió hacia el espejo para atarse el pañuelo él mismo—. Sigues tan loca como siempre. ¡Lizzie no es nada para mí, sólo otro problema que debo resolver!

Su hermana no dijo nada. Cuando Jack acabó de atarse el pañuelo se volvió hacia ella, que estaba con los brazos cruzados y una ceja levantada.

—Lizzie —repitió con retintín.

—¡No hagas eso! —ordenó él señalándola con el dedo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la joven haciéndose la inocente.

—Lo sabes de sobra. Has pensado cualquier tontería, y ahora te dejas llevar por la imaginación —replicó, agitando los dedos frente a su propia cabeza—. Tengo una pequeña deuda con esa mujer. Ha venido con su prometido, que no soy yo, te lo aseguro. Ahora quiero que me cuentes lo de Wilkes. —Se dirigió a la puerta a grandes zancadas.

—Quizá no seas su prometido —respondió su hermana, astuta—, pero te gustaría serlo.

—¡Fiona!

—Yo puedo estar tan loca como dices, pero ¡tú sigues siendo tan obstinado como un mulo viejo! —gritó, y salió antes que él.

Fiona sólo le explicó por encima el asunto de sir Oliver Wilkes. Al parecer, éste había tratado de matar a la condesa de Lindsey. Resultaba muy difícil de creer... Jack sabía que Wilkes estaba descontento, pero no lo creía capaz de matar.

Tenía demasiadas preguntas que su hermana no podía contestar, por lo que decidió que lo primero que haría sería ir a hablar con Grayson Christopher, Christie, uno de sus mejores amigos.

Siempre podía confiar en que Christie le aconsejara bien.