CAPÍTULO 17

De nuevo en la biblioteca, Lizzie se enfrascó en los libros.

Estaba preocupada. Necesitaban comida, más velas y ropa adecuada para después del luto, pero tal como estaban las cosas...

Dejó caer el lápiz y se frotó la frente en un inútil intento de alejar el dolor de cabeza que comenzaba a notar.

—¿Puedo ayudar?

Sobresaltada, alzó la vista. Jack estaba en la puerta, con un tobillo cruzado sobre el otro, apoyado en el marco.

—¡Dios! Siempre apareces de la nada como un demonio —dijo Lizzie.

—Lo tomaré como un cumplido —contestó él, y mientras entraba en el estudio sin que Lizzie lo invitara a hacerlo, se detuvo para mirar alrededor.

En aquellos momentos, lo que menos necesitaba ella era esa distracción.

—Quizá puedas entretenerte en otro lado —sugirió haciendo gestos impacientes hacia la puerta.

Jack la miró, luego dirigió su vista hacia el libro de cuentas.

—Es evidente que estás preocupada, Lizzie. Al menos, déjame ayudarte.

—No. —Y negó firmemente con la cabeza—. Este libro contiene datos privados.

—No me digas que aún crees que tus asuntos siguen siendo privados, muchacha.

Ella no podía contradecirlo, pues el cotilleo sobre la unión de manos debía de haber recorrido ya todo el valle. Pero aunque Lizzie había deseado más de una vez que alguien mirara el viejo libro de cuentas y la aconsejara, no soportaba la idea de que aquel hombre rico viera el ruinoso estado de su economía.

—Eres muy... muy amable por ofrecerte —dijo mientras cerraba el libro—. Pero no tienes ni idea de cómo llevar una propiedad así.

—¿Y crees que Lambourne se lleva a sí solo? —replicó, y se acercó más al escritorio.

—Me refiero a algo tan insignificante, comparado con tu... posición —se corrigió ella cautelosamente.

—Siempre es igual. Tanto entra, tanto sale, en esta propiedad y en cualquier otra. Una vez al año, voy a Lambourne Castle sólo para ponerme al día de estos asuntos.

—¿Sólo una vez al año? —Preguntó Lizzie, que había empezado a sentir curiosidad—. ¿Por qué?

—Porque... porque allí no hay nada más para mí —contestó—. Vamos, déjame echarle un vistazo. Me harás un favor si me permites ocuparme en algo.

Realmente necesitaba la ayuda que Jack le ofrecía, pero no acababa de decidirse.

—No tenemos mucho dinero —dijo tensa.

—Bueno, eso no importa —comenzó él, mientras se sentaba en una silla de madera y la acercaba para ponerse junto a la silla de ella—. No es tanto la cantidad como la forma en que se distribuye. —Alzó la cola de su chaqueta y se sentó.

Lizzie tensó la espalda y apoyó las palmas sobre el libro cerrado, debatiendo si debía ceder o no.

Jack la miró, esperando.

Finalmente, la joven suspiró y le acercó el libro.

Él lo abrió y comenzó a mirarlo atentamente.

Lizzie no soportaba mirarlo y quizá ver su sorpresa ante el caos allí reflejado, así que se levantó y comenzó a pasearse inquieta por la estancia.

Pero lo cierto fue que Jack no pareció horrorizarse, ni tampoco se echó a reír. Parecía... absorto. Muy concentrado, como si se encontrara a gusto entre libros y cifras. Pero debía de ser así; al fin y al cabo era un conde. ¿Dónde se educaban los condes?, se preguntó Lizzie. ¿A qué clase de escuela habría ido Lambourne? Durante dos años, Charlotte y ella habían tenido una institutriz que les daba clases, pero su padre lo consideraba un lujo y finalmente había prescindido de ella.

Miró a Jack.

—¿Dónde estudiaste, si lo puedo preguntar?

—En St. Andrews —contestó él sin levantar la mirada del libro—. Y en Cambridge —añadió como si se hubiera acordado de repente.

Lizzie dejó de pasearse. O sea, que había asistido a los mejores centros de Escocia e Inglaterra.

—¿Y cuando eras pequeño?

—Tuve varios tutores. ¿Por qué lo preguntas?

—Por curiosidad —contestó ella. Se imaginó a un niño con pantalones cortos y gorra, solo en una oscura habitación en Lambourne Castle—. ¿Tienes hermanos?

—Una hermana, Fiona.

—¿Dónde está?

—No lo sé con seguridad, pero la última vez que la vi estaba por Londres... —Negó con la cabeza—. No lo sé.

—¿Y tus padres?

—Murieron.

Una hermana perdida, padres fallecidos... Casi sintió un poco de pena por él. Naturalmente los highlanders teman un dicho: «Un hombre solo no tiene nada por lo que morir».

—¿Cómo eran?

Él la miró dubitativo. Finalmente pareció decidirse: —Mi madre murió cuando yo tenía diecisiete años y Fiona sólo trece. Mi padre... —Se le borró toda expresión del rostro—. Murió un año después. —Parecía que le resultase doloroso mencionarlo.

—Lo siento —dijo Lizzie.

—No lo sientas—contestó Jack mientras devolvía su atención al libro—. No era un hombre feliz, y disfrutaba haciendo infelices a quienes le rodeaban.

Ella dejó transcurrir unos momentos en silencio.

—¿Qué edad tienes? —preguntó casi con timidez.

Eso lo hizo levantar la vista y mirarla con curiosidad.

—He disfrutado de treinta años en el mundo. ¿Y tú?

—Veintitrés —murmuró ella.

—Veintitrés —repitió Jack recorriéndola con la mirada—. Pues yo diría, señorita Beal, que ya es hora de que su caballero andante pida su mano. —Le guiñó un ojo y siguió con el libro.

Lizzie pensó en decirle que había sido abominablemente descortés, pero se olvidó de ello al ver cómo el cabello se le ondulaba sobre el cuello de la camisa. Lo llevaba peinado hacia atrás, y también se le veía la oscura sombra de la incipiente barba. Era un hombre apuesto, eso no se podía negar. La verdad era que se le veía un poco más tosco que la primera noche que lo había visto en el estrado de Castle Beal.

Trató de imaginárselo en las celebraciones de la Candelaria que teman lugar todos los años en Castle Beal Esa tiesta marcaba el punto medio del invierno e indicaba que los campos pronto estarían a punto para la siembra. Se había celebrado en Casste Beal desde antes de lo que Lizzie podía recordar, empezando siempre con una procesión de niños portando velas; luego había dulces para ellos y whisky para los adultos, y también un bañe.

Le resultaba imposible imaginarse a Jack en aquello, y la verdad era que, cada vez que lo miraba, se acordaba del tórrido beso que habían compartido. Le sorprendía que el hielo no se hubiera derretido en las ramas de los árboles y provocado una inundación, tan ardiente había sido. Sólo podía preguntarse cuánto aumentaría ese calor si...

Él levantó la vista de repente y la pilló mirándolo. Le dedicó una sonrisa de medio lado, un poco cómplice, y luego señaló el libro.

—¿Todo tu ganado está registrado aquí? Lizzie asintió y trató de apartar otros pensamientos de su cabeza.

—Vaya. Es una pena.

—¿Por qué? —preguntó ella, ansiosa—. ¿Qué ves? —Lo que veo —contestó él suspirando—es que no hay mucho con lo que trabajar. En tu lugar, yo pensaría en vender una vaca. Se lo quedó mirando boquiabierta.

—¿Vender una vaca? ¡Estás loco!

—¿Tanto afecto le tienes a tus vacas? Vende una y tendrás más de lo que tienes ahora, y quizá hasta un poco de sobra.

—Sí, ¿y de dónde vamos a sacar leche y mantequilla?

—La leche de una vaca puede ser suficiente para esta casa si se usa bien. Y se puede vivir sin mantequilla. Dios sabe que yo lo he hecho últimamente —comentó suspirando—. Creo que no tienes elección —añadió, y se echó hacia atrás en la silla con una expresión demasiado pedante para el gusto de Lizzie—. Es economía básica.

—¿Ah, sí? —replicó ella cruzándose de brazos. ¡Cómo si fuera tan tonta como para no entender al menos eso!

Pero Jack malinterpretó su tono mordaz.

—Tienes más gastos que ingresos —le explicó pacientemente, como si hablara con una niña.

—¡Vaya, no lo había notado!

—Debes reducir tus necesidades al mismo tiempo que buscas cómo aumentar tus ingresos.

—Muchas gracias. —Fue hasta el escritorio y cerró el libro de golpe, sobre la mano de él, que gimió con una mueca de dolor.

—Ya sé que los gastos superan los ingresos, lord Profesor. Pero no podemos vender una vaca.

—Yo creo que sí.

—¡No sabes nada de Thorntree! ¡No entiendes cómo funciona!

—Funciona exactamente como funcionaría cualquier otra finca sin ingresos; ¡con deudas! Dime una cosa, Lizzie, ¿por qué vendría hoy Carson del norte?

Esa pregunta, que no parecía venir a cuento, la confundió totalmente. ¿Qué tema eso que ver con las vacas?

—Carson ha venido desde el norte —repitió Jack—. ¿Qué hay al norte de aquí?

—No lo sé —contestó ella, confusa—. Más al norte, no hay nada que valga la pena ni mencionar.

—¿Nada?

—Nada —repitió Lizzie impaciente, pensando en vacas—. Me he aventurado varios kilómetros hacia allá buscando frutos silvestres y nueces y te aseguro que no hay nada excepto colinas y piedras que no sirven para vivir ni para pastar el rebaño. ¿Qué tiene eso que ver con vender una vaca?

—¿Eh? ¿Qué? —Preguntó él, distraído—. Nada —contestó, y miró por la ventana hacia lo lejos.

—¿Qué estás pensando? —quiso saber ella—. ¿Crees que puedes escapar hacia el norte?

—Tiene que haber una razón por la que Carson quiera evitar la posibilidad de que te cases y mantenerte pobre en Thorntree.

—¿Y ahora te das cuenta? —Lizzie suspiró impaciente.

—Y creo que la respuesta está en el norte —añadió Jack mirándola.

—¿Sólo porque él ha venido de allí? —Preguntó incrédula; cogió el libro y lo apretó contra su pecho—. ¡Eso sí que es siniestro! ¿No se te ha ocurrido que quizá haya ido a cabalgar un rato? ¿O tal vez a cazar?

—Hoy no hace día para cabalgar. Y no se caza a mediodía, ¿no? Además, llevaba las botas llenas de barro, como si hubiera andado mucho.

Lizzie se echó a reír.

—Claro que tenía barro en las botas. Ha llovido bastante últimamente.

—Búrlate todo lo que quieras —soltó él frunciendo el cejo—, pero hay algo de Thorntree que a tu laird le llama mucho la atención. Que no le guste su apellido no es razón suficiente para llegar hasta donde ha llegado en su empeño por separarte de ese tal Gordon. Tengo el presentimiento de que la respuesta está hacia el norte.

—¿Y qué debo hacer, ir allí hasta que la encuentre?

Jack sonrió. Se levantó de la silla y le miró fijamente los labios.

—No espero que vayas a ningún lado—contestó, y la sorprendió poniéndole un mechón detrás de la oreja—. Al menos no sin mí.

Algo dentro de Lizzie dio un vuelco, y el mundo que la rodeaba también. Debía moverse, alejarse, impedir que la mirara como la estaba mirando. Pero no lo hizo.

—¿Eso es todo? —preguntó jadeando ligeramente—. ¿Vender una vaca e ir hacia el norte?

La mirada de Jack se hundió en su escote y luego volvió a subir. Le deslizó una mano por el cuello. Ella se maldijo en silencio; notaba cómo el calor aumentaba en su interior, podía notar cómo el corazón se le comenzaba a acelerar.

—No todo —contestó él, acariciándola—. Pero sí por ahora.

Lizzie tragó aire.

Él bajó la mano rozándole el corpiño. Su mirada era tierna y... y... y sonreía como un hombre que comía mujeres como ella para desayunar.

—Le he... he pedido al señor Gordon que venga —dijo entonces vacilante.

La lánguida mirada de Jack se endureció un poco.

—Espléndido —soltó. Apartó la mano, y, sin decir nada más, salió de la biblioteca.

Una vez se hubo marchado, Lizzie se dejó caer sobre la silla, aún apretando el libro de cuentas. Seguía sintiéndose como si tuviera algo inclinado en un ángulo extraño en su interior.

¡No, no, no! No podía estar sintiendo aquel... deseo, aquel violento deseo, por un hombre. ¡No!

—¡Aguanta! —masculló enfadada—. Piensa en el señor Gordon.

«Señor Gordon, señor Gordon, señor Gordon», repitió en su cabeza.