CAPÍTULO 03

Lo dejaron encerrado en una habitación oscura y húmeda, desde la que podía oír lo que parecía un rebaño de bueyes en el piso de arriba. Beal le dijo que era para mantenerlo oculto hasta que se fueran los hombres del príncipe, pero Jack estaba comenzando a desesperarse, pensando que nunca volvería a ver la luz del sol.

Finalmente, aparecieron un par de enormes highlanders con los cuadros del clan Beal. Sin miramientos, lo llevaron escalera arriba y lo sacaron fuera, al helado aire de la noche.

A Jack le contrarió ver que un nutrido grupo de gente se había congregado en el patio interior. Y tuvo que pasar entre ellos como un pavo de Navidad, mientras era objeto de gritos de ánimo y de burla. El laird se había asegurado de que la muchedumbre allí reunida tuviera bebida suficiente; el olor impregnaba el aire y al pasar Jack chapoteó por más de un charco de cerveza derramada.

Lo llevaron a través de varias puertas de madera hasta el gran salón, donde docenas de velas brillaban, y estaba lleno de gente. A Jack le sorprendió que hubiera tantos Beal y tantos arrendatarios de los Beal viviendo en Glenalmond.

—¡Felicidades, milord! —gritó alguien alegremente, alzando una jarra de cerveza.

«Sí, ya, felicidades.»

Casi lo arrastraron por la estancia hacia un estrado que se alzaba al fondo, donde los músicos solían situarse durante los bailes para tocar. Pero esa noche, la tarima estaba vacía, excepto por el laird y un religioso. Jack fue depositado directamente enfrente de Carson Beal.

—No me dijo que todos los malditos highlanders estarían presentes —protestó Jack.

—Le alegrará saber que un pequeño ejército reunido por los hombres del príncipe se está dirigiendo a toda prisa hacia Lambourne en estos momentos —replicó Beal, y se inclinó, acercándose más a él—. Pero una simple palabra mía podría traerlos de vuelta.

La respuesta de Jack se perdió entre una algarabía de gritos. Se volvió para ver cuál era la razón de semejante alboroto y vio a una joven con un sencillo vestido gris de lana a la que dos hombres guiaban hacia el estrado. No iba vestida para una unión de manos. Un chal a cuadros le cubría los hombros, y llevaba el cabello color caoba atado con una cinta larga y estrecha que le rodeaba la cabeza. Cuando llegaron a la plataforma, uno de los hombres la cogió por la cintura, y, alzándola en vilo, la dejó junto a Jack.

Este se sorprendió; la muchacha era bonita. Tenía los ojos azules, y espesas y negras pestañas, y miraba a Carson Beal con lo que Jack reconoció al instante como una intensa cólera femenina.

En realidad, estaba tan furiosa que ni siquiera parecía haber notado la presencia de Jack o del cura, que le cogió el brazo y se lo alzó con la palma de la mano hacia arriba.

—Buenas noches, Lizzie —saludó Beal, como si ella hubiese acudido a tomar el té.

—¡Tío, no lo hagas! —rogó ella, enfadada—. Pensaré en algo, te doy mi palabra de que lo haré, pero esto... ¡esto es una locura!

Beal levantó un trozo de cinta roja. La joven trató de apartar la mano, pero el cura se la sujetaba con fuerza.

—¡No es legal! —insistió ella, mientras Beal le ataba rápidamente la cinta alrededor de la delgada muñeca.

—Yo le he dicho lo mismo, pero al parecer, sí lo es —intervino Jack.

La chica posó en él su tormentosa mirada azul, y Jack tuvo la inquietante sensación de que le habría dado una patada en la espinilla de haber podido.

—Muchacha —comenzó Beal mientras ataba la cinta—, el agente está aquí. Ha venido a hablarte de tus deudas. Si quieres, puedo mandarlo a paseo o bien enviarlo a Thorntree para que hable con Charlotte.

La joven se quedó inmóvil.

—Señor —le dijo entonces Beal a Jack—. Cójale la mano con su mano derecha.

Al parecer, Jack no se movió tan de prisa como el laird deseaba y un puño se le incrustó en la espalda al mismo tiempo que alguien le cogía el brazo y le poma la mano sobre la de la chica. No tema ningún sentido rebelarse; Jack había dado su palabra, y, por otra parte, los mercenarios de las Highlands lo rodeaban. Dobló los dedos sobre la mano de la joven. La notó delicada, pero áspera, y, si no se equivocaba, tenía incluso un callo en la palma.

Beal ató el nudo de la cinta, uniéndolos. Miró su obra satisfecho de su habilidad, retrocedió y le hizo un gesto impaciente al cura.

—Que sea rápido —le ordenó.

—Estamos aquí presentes para ser testigos de la unión de manos de la señorita Elizabeth Drummond Beal —comenzó el vicario—con Jankin MacLeary Haines, conde de Lambourne.

Jack oyó la leve exclamación de sorpresa de la chica ante las palabras del sacerdote, pero ella no lo miró. Miraba hacia arriba, contemplando pesarosa un par de antiguos escudos que colgaban sobre sus cabezas. Jack podía notarle el pulso en los dedos; el corazón le latía con rapidez. Esperaba que no fuera a desmayarse. Quería que aquello se acabara lo antes posible, y un dramático desmayo sólo lo prolongaría.

El cura le preguntó a la joven si aceptaba la unión de manos por un año y un día. Elizabeth Drummond Beal no respondió. Jack la miró curioso, arqueando una ceja, justo cuando Beal susurraba:

—¡Lizzie! ¿El agente?

Ella lo miró.

—Sí —masculló entonces.

El cura miró a continuación a Jack.

—¿Milord?

—Sí —gruñó él.

Estaba hecho. Les pusieron delante algún tipo de documento que las obligaron a firmar, y después el sacerdote anunció su promesa de permanecer unidos un año y un día. Los hicieron volverse con las muñecas atadas en alto para que la gente los viera. Los presentes profirieron gritos de júbilo, entrechocaron jarras y, desde algún lugar (¿quizá el pasillo?), un par de violines comenzó a sonar.

El grupo de highlanders que Carson Beal había reunido para asegurar la unión de manos empujó a Jack y a Lizzie fuera del estrado y se los llevaron a toda prisa, tanta que la muchacha se tropezó. Jack la cogió por el codo y la ayudó a levantarse; ella le apartó la mano con brusquedad.

Fueron empujados a través de la multitud.

—¡Bien hecho, Lizzie! —chilló un hombre.

—¿Quién lo hubiera pensado, eh, Lizzie? —gritó otro entre risas.

—¿Tan mala es la caza en Londres, milord? —aulló un tercero, ganándose las carcajadas de varios más.

Los llevaron a un estrecho corredor, y cuando Lizzie se tambaleó, Beal gritó: «¡Continuad!», desde algún punto por detrás de ellos. Varios testigos los seguían cantando una obscena canción gaélica de boda. Los hombres que llevaban a la pareja aceleraron el paso al llegar a una escalera que subía en espiral, y el estrecho pasaje se llenó con el sonido de cinturones y ropa rozando las paredes de piedra.

En lo alto de la escalera, se detuvieron de golpe frente a una puerta cerrada. Jack dedujo que se hallaban en una de las torrecillas.

Beal pasó ante él y se colocó en el último escalón, mirando a los juerguistas.

—¡Uníos a mí, muchachos, para desearles al conde de Lambourne y a mi encantadora sobrina muchas noches de completa felicidad conyugal! —dijo, mientras hacía un gesto a sus hombres para que volvieran a Jack y a Lizzie hacia la gente.

—¡No, tío! —gimió ella en el momento en que Beal abría la puerta que teman a la espalda.

La gente, al ver la puerta abierta, soltó un grito de júbilo. Jack miró al interior de la estancia, al igual que su compañera.

Diah!—murmuró ella.

Incluso Jack sintió una leve sorpresa. La alcoba, pequeña y circular, estaba bañada por la suave luz de las velas. Las cortinas del dosel de la cama estaban corridas y atadas a los postes, y las sábanas invitadoramente abiertas. Sobre una mesa, ante la chimenea, había una bandeja cubierta y una botella de vino. Sobre el suelo y la cama habían esparcido rosas de invierno.

—¡Ahí lo tiene, milord! —gritó alguien desde atrás—. ¡Un poco de romanticismo para ponerla de buen humor!

—¡Y un poco de buen vino por si el romanticismo no basta! —chilló otro, provocando grandes risotadas.

—¡Oh, hombres de poca fe! —soltó Jack, lo que le ganó otra ronda de carcajadas.

Lizzie cerró los ojos.

—Adelante —dijo Beal con firmeza, y empujó a Lizzie dentro de la alcoba, lo que forzó a Jack a seguirla.

Rápidamente, el laird cerró la puerta tras ellos y se oyó cómo corrían un cerrojo. Beal les dijo a los juerguistas que había más cerveza y comida en la sala del banquete, y a través de la puerta, fueron llegando más consejos y sugerencias picantes mientras los alegres celebrantes comenzaban a descender la escalera.

Cuando Jack oyó que las voces se habían alejado lo bastante, se volvió hacia Lizzie.

—Suéltenos —ordenó ella, alzando las muñecas atadas hasta ponérselas a él bajo la nariz.

—He pensado que quizá deberíamos presentarnos —dijo Jack tranquilamente.

—¡Suelte la cinta!

—¿Cómo debo llamarte? —le preguntó él en respuesta mientras la arrastraba hasta la mesa y destapaba la bandeja. Por el olor, estofado de cordero. Ni un solo cuchillo a mano—. ¿«Amada»?

—¡Le aseguro que nunca tendrá que llamarme de ninguna manera! —contestó ella con una convicción admirable.

—Puedes ahorrarte el rencor y guardarlo para cuando lo necesites —replicó Jack con calma—. Estoy tan encantado con este arreglo como tú. ¿Puedo cogerte el prendedor?

—¿Cómo dice?

—Tu prendedor —repitió él, mirando un pequeño broche de oro de forma ovalada que le sujetaba el chal a los hombros. La joven entornó los ojos.

Jack conocía esa mirada e hizo un gesto indicando las muñecas.

—No pienses mal, muchacha. Necesito algo para soltarnos.

—Yo lo haré —respondió tensa, y alzó la mano.

Naturalmente, la de él fue con las de ella, y con los dedos le rozó el pecho. Estaba cubierto de gruesa lana, pero seguía siendo un pecho, y la pequeña señorita Lizzie se sonrojó como la grana.

Rápidamente, se desabrochó el prendedor y se lo puso en la mano, pinchándolo en el proceso.

Con una pequeña mueca de dolor, Jack cogió el broche y comenzó a pasar la aguja por la cinta roja que les ataba las muñecas.

—Te llamas Lizzie, ¿no? —preguntó mientras lo hacía.

—Dese prisa, por favor —contestó ella.

—Quizá prefieras señorita Beal —continuó él—. Aunque eso resultaría demasiado formal, dado que acaban de unirnos para un año y un día.

—Vamos, déme. Lo hago yo —replicó ella, impaciente, y trató de quitarle la aguja de las manos.

—Paciencia —le pidió Jack, y le apartó la mano con el dorso de la suya.

Continuó arañando la cinta hasta que la tela se deshilachó. Luego, tiró hasta romper los últimos hilos.

Al instante, Lizzie Beal se frotó la muñeca, y luego tendió la mano, con la palma hacia arriba.

Jack le miró la mano y luego a ella. Tema unos impresionantes ojos azules. Del color del mar Caribe.

—Mi broche, por favor.

El hizo una reverencia innecesariamente pronunciada y se lo colocó con delicadeza sobre la palma.

Lizzie Beal no le echó ni una mirada. Fue directa a la única ventana de la habitación, apartó las pesadas cortinas y la abrió. Se apoyó en el marco y se inclinó hacia afuera, mirando al exterior.

Como era negra noche, Jack no entendió qué debía de estar mirando.

—Hace frío —dijo, y se volvió hacia la mesa—. Ven y come un poco de estofado. Será mejor que nos relajemos, porque parece que va a ser una noche muy larga, ¿no?

Esperaba una pudorosa protesta, pero lo que oyó parecía más bien el roce de un zapato contra el muro. Cuando se volvió, se quedó atónito al ver a Lizzie Beal agazapada sobre el marco y saliendo por la estrecha ventana.

Diah! ¿Has perdido el juicio? —exclamó—. ¡Baja de ahí antes de que te hagas daño!

Se lanzó hacia adelante para detenerla, pero ella ni lo miró, simplemente saltó.

Horrorizado, Jack se abalanzó hacia la ventana y asomó la cabeza, esperando verla aplastada contra el suelo del patio.

Por suerte, Lizzie no estaba en absoluto aplastada, sino arrastrándose por una terraza que quedaba debajo de la ventana de la torrecilla. Como en el castillo de Lambourne, a través de los años, había habido ampliaciones y remodelaciones, y en Castle Beal habían añadido una sala justo debajo de la ventana de la torre. Desde el techo de esa sala, sólo había una corta distancia hasta el camino de ronda de la muralla, al que Lizzie se descolgó como una ninfa de los bosques, y luego desapareció de la vista.

—Locuela —masculló Jack, y se irguió. No tenía ni idea de adonde se dirigía Lizzie, pero no era asunto suyo. El había cumplido su parte del trato. Jack cerró la ventana y se quitó la capa. Estaba hambriento; se sentó a la mesa y se sirvió una generosa ración de estofado de cordero en un cuenco—. Eso es lo malo de los highlanders. No tienen ningún respeto por el orden natural de las cosas.

Comió con apetito y, cuando terminó, atizó el fuego y se tumbó en la cama con los pies cruzados a la altura de los tobillos y las manos cruzadas bajo la nuca.

Tenía el estómago lleno, no hacía frío y, aunque se encontraba de nuevo en otra situación desagradable, confiaba en al menos poder dormir con suficiente comodidad.

Por la mañana ya pensaría en lo que iba a hacer.

Por desgracia, no consiguió su propósito de dormir. Una algarabía acercándose lo hizo ponerse en pie. La puerta se abrió antes de que él pudiera llegar allí, y se encontró con una escopeta apuntándole a la cabeza.

Suspiró y puso los brazos en jarras.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó a quien fuera que sujetase el arma.

Como respuesta, alguien empujó a una desgreñada Lizzie Beal dentro de la habitación. La chica le cayó directamente encima, y Jack la sujetó y la colocó detrás de sí mientras Carson Beal entraba en la alcoba junto con el enorme tipo que sostenía la escopeta. El laird tema las aletas de la nariz dilatadas y apretaba con fuerza la mandíbula. Miró enfadado a su sobrina y luego a él, y apuntó un amenazador dedo a la cabeza de la chica, que miraba a su tío desde detrás de Jack.

—Si se vuelve a escapar, Lambourne, lo colgaré —dijo con voz tensa—. Así de simple.

Todas esas amenazas de ahorcar a la gente, lanzadas tan a la ligera, estaban empezando a molestar a Jack. ¡Y esa historia de la unión de manos! ¡No había transcurrido ni una hora y ya era una molestia!

Notó que la joven se movía y tuvo la corazonada de que se proponía empeorar las cosas, por lo que la agarró del brazo, a su espalda, y apretó lo bastante fuerte como para advertirla de que no hablara.

—A sus órdenes, mi capitán —le dijo al laird a continuación dando un taconazo y haciéndole un frívolo saludo militar.

La expresión de Beal se tensó aún más. Miró fijamente a Jack, meditando, pero al final levantó una mano. El y el oso que lo acompañaba salieron de la alcoba.

—Vigílela bien, milord —dijo amenazante, y antes de cerrar de un portazo a su espalda; luego corrió el cerrojo y volvió a dejarlos encerrados.