CAPÍTULO 22
La señora Kincade hasta sonrió, y además con amabilidad, cuando lo vio junto con los perros Tavish y Red en la cocina esperando desayunar.
Jack le devolvió la sonrisa, sorprendido y complacido, y le preguntó si podía darle algo de comer. Ella no tuvo ningún inconveniente en prepararle gachas y unos huevos, e incluso hizo salir a los perros.
Sentado ante la larga mesa de madera, con una humeante taza de café y unas rebanadas de pan recién horneado, él le preguntó si Lizzie estaría ya levantada. Se la imaginó cortando un árbol para hacer leña, o llevando las ovejas a esquilar o algo por el estilo.
—Oh, sí —respondió la anciana en un tono que indicaba que era una pregunta ridícula—. Esta mañana se ha ido a Aberfeldy. Ella y el señor Kincade han llevado una vaca lechera vieja al mercado.
—¿Sin mí? —preguntó él, un poco molesto de que Lizzie hubiera seguido su consejo sin dejarle participar.
—Se fueron antes del alba. Aquí no esperamos a que salga el sol, milord.
Jack prefirió no hacer caso de ese comentario y siguió con sus gachas.
—Milord, si me permite que se lo diga...
La señora Kincade no acabó la frase, y él levantó la vista del cuenco. Dios, ¿se imaginaba cosas o realmente la mujer se había sonrojado?
—Su baile —dijo ella, y su rubor se hizo más intenso.
—¿Sí?
—El señor Kincade y yo lo probamos luego y nos, bueno, nos gustó mucho.
Jack dejó la cuchara y sonrió.
—¡Oh, señora Kincade, me escandaliza!
Ella rió nerviosa y se llevó la mano a la nuca.
—Que haya un poco de nieve en el tejado no significa que no haya fuego en el interior.
—Me alegra mucho oír eso —respondió él, y se echó a reír con ganas.
La anciana también rió, con una risita de adolescente.
Una vez acabó el desayuno, dejó a una sonriente señora Kincade con sus labores. Pero con Newton sin duda paseando a Charlotte, Jack se enfrentaba a otro día sin nada que hacer. Vagó por la casa y se fue fijando en las reparaciones necesarias. El tejado era lo que parecía más urgente, a juzgar por las muchas manchas de humedad que se veían en varios techos.
Se puso el abrigo y salió fuera. Era un día frío con un cielo azul cobalto. Después de recorrer todo el perímetro de la casa, decidió subir al tejado y echar una ojeada. Lo cierto era que no tenía ni idea de cómo repararlo, pero de pequeño siempre había ido detrás del señor Maxwell, el cuidador de Lambourne Castle, y supuso que habría aprendido un par de cosas.
Además se tenía por un hombre inteligente, y mientras él y Fingal se dirigían a los cobertizos en busca de una escalera, se dijo que reparar un tejado no podía ser muy complicado.
Mientras Fingal, y luego también Tavish y Red, se echaban una siesta al pie de la escalera de mano, Jack descubrió varios puntos que necesitaban arreglo, y dos por los que cabía su puño enguantado. El tejado era de pizarra, y muchas de las láminas estaban rotas o faltaban. Jack necesitaba ceniza y alquitrán para cubrir los peores agujeros y láminas de pizarra para sustituir las rotas.
Mientras se arrastraba despacio por el tejado para volver al extremo de la escalera, vio a Newton abajo, con uno de sus enormes pies apoyado en el primer peldaño, fulminándolo con la mirada.
—Tiene todo el aspecto de querer acusarme de algún acto vil, señor —dijo él con simpatía—. Pero se equivocaría. Sólo estoy echando un vistazo al tejado; tiene goteras.
—Sí, hay goteras. ¿Y qué puede hacer usted? —preguntó el highlander en un tono que indicaba que consideraba a Jack totalmente inútil.
—Puedo arreglarlo —replicó él—. Si tuviera los materiales necesarios, quiero decir. ¿Dónde puedo encontrar alquitrán y pizarra?
—No lo dirá en serio, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —respondió Jack impaciente—. Mire, Newton. Supongo que Kincade tendrá alquitrán, pero ¿dónde puedo encontrar pizarra?
El otro negó con la cabeza.
—No hay canteras por aquí, milord, pero se lo puede preguntar al viejo Mclntosh, hacia el norte del valle. Suele tener cosas como láminas de pizarra tiradas por ahí, y seguro que se alegrará de dárselas a cambio de unas cuantas monedas.
—¿Qué quiere decir con que no hay canteras por aquí? El tejado es de pizarra.
—Sí —contestó Newton con paciencia, como si le hablara a un tonto—. Hubo unas pocas hace unos años, pero se agotaron en seguida.
—¿Ha dicho Mclntosh? —dijo entonces Jack con sequedad, mientras ponía una pierna en la escalera. Bajó rápidamente y quedó frente al highlander, donde se sacudió las manos despacio, como si se pasara la vida entre escaleras, subiendo y bajando como si nada. Y añadió—: Muchas gracias. Me ha sido de gran ayuda. Quisiera que me trajeran mi caballo, y uno para Dougal, supongo.
Si no se equivocaba, aquel gruñido gutural que salió de Newton era una carcajada.
—No hace falta enviar a Dougal con usted, señor. Regresará con nosotros en seguida.
—Está muy seguro de eso, ¿no? —inquirió él, irritado.
—Sí. Es un terreno muy agreste; no hay nada durante kilómetros y kilómetros. Si piensa huir, allí no durará ni un día sin provisiones, sobre todo en pleno invierno. Un poco de nieve y se borran los caminos. Y si se dirige hacia el sur, no podrá escapar de los cazarrecompensas, ¿no?
—No me tiente, muchacho —replicó Jack.
Newton rió de nuevo. Cogió la escalera con una mano y se la apoyó en el hombro.
—Si quiere, ya me encargo yo de guardarla.
—Gracias —contestó él, y con los perros trotando detrás, se dirigió hacia el establo.
Sin embargo, los perros no parecían tener ganas de dejar las tierras de la casa, porque se detuvieron en el límite del camino de entrada y se sentaron inclinando la cabeza, observando con curiosidad a Jack y su yegua alejarse trotando por el único camino que se adentraba en el valle hacia el norte.
Newton no había sido muy exacto sobre dónde encontrar a Mclntosh, pero sí sobre el terreno. Casi no había camino, y el que había era en efecto agreste y lleno de matojos. Pero alguien había pasado por él no hacía mucho. Jack sabía que Carson había estado allí, y esperaba de todo corazón que su partida hubiera sido la única en recorrer aquella senda, porque no le hacía ninguna gracia la idea de encontrarse con los hombres que lo buscaban.
Parecía una larga cabalgada, pero si Jack tenía talento para algo, era para cazar y seguir rastros. Si había algún Mclntosh al que encontrar en aquel valle, Jack lo encontraría.
Avanzó durante una media hora y llegó a una bifurcación. El sendero más estrecho y difícil se metía en el bosque, mientras que el principal seguía hacia el norte. Mientras la yegua avanzaba lentamente, Jack vio una marca en el barro del camino más estrecho. Parecía reciente, y eso despertó su interés. Se preguntó qué tipo de caza rondaría por aquel lugar. Se detuvo, desmontó, caminó por el sendero y se acuclilló para examinar las huellas.
No eran de un animal del bosque sino de caballo. Huellas de caballo; contó hasta cuatro, todos herrados. Se incorporó y miró el sendero. Desde donde estaba, parecía estrecharse aún más y hacerse más agreste. Volvió a montar la yegua y la guió hacia allá, dispuesto a seguir el rastro.
Las huellas desaparecían en un arroyo, por lo que desmontó, lo cruzó e inspeccionó cuidadosamente el suelo. Encontró de nuevo el rastro en seguida, perdiéndose en el espeso brezo. El arroyo descendía por una colina muy empinada. A caballo, sólo se podía ir hacia arriba, y aun eso parecía difícil. Ni siquiera los ponis de las Highlands tenían un paso tan firme, especialmente sobre un brezo tan áspero y en una subida tan pronunciada.
Perplejo ante la desaparición de las huellas de los cuatro caballos, Jack regresó por donde había llegado. Resultaba muy extraño; decidió que echaría otra ojeada después de encontrar al tal Mclntosh y conseguir la pizarra.
Resultó que en realidad fue Mclntosh quien lo encontró a él cuando se detuvo para que bebiera su montura. El anciano apareció del bosque, con una sucia bolsa al hombro y una escopeta en la mano, y miró a Jack con suspicacia.
—¿Cómo va la caza? —le preguntó él con naturalidad.
—Dos liebres —contestó el otro, con un acento tan marcado que a Jack le costó entenderlo. El viejo se acuchilló junto al arroyo para lavarse las manos.
—Usted es Mclntosh, ¿verdad?
El hombre alzó la mirada.
—¿Y quién lo pregunta? ¿Es usted de las autoridades?
—Más bien al contrario —contestó.
Mclntosh tenía una lámina de pizarra para vender; según dijo, un trozo roto que unos carpinteros habían dejado en una cabaña. El anciano había visto su valor y se lo había llevado a su casa, que, como descubrió Jack, era una choza en medio del bosque.
Le pidió dos chelines por el trozo, lo que a Jack le pareció un precio exorbitante, pero no pudo evitar fijarse en el estado ruinoso de la choza del viejo; así que se los dio, ató el trozo de pizarra sobre el lomo de la yegua con una cuerda y comenzó el regreso a Thorntree.
El día se había vuelto mucho más templado; el sol brillaba y una fresca brisa agitaba las copas de los pinos. A medida que se iba acercando a la bifurcación donde empezaba el misterioso camino que se perdía en la colina, oyó un caballo acercándose.
El corazón le dio un vuelco. No quería encontrarse con el jinete cara a cara; la última vez que se había topado con hombres a caballo en el bosque, lo habían privado de la libertad y de su arma. Rápidamente, desmontó y llevó a la yegua hacia un grupo de pinos.
El jinete estaba azuzando al caballo y pasó tan de prisa que Jack casi no tuvo tiempo de ver quién era, pero el sombrero y los castaños rizos al viento delataron a Lizzie.
—Lizzie —gritó; se subió de un salto a la yegua y la espoleó para perseguirla.
Ella le llevaba demasiada delantera para oírle, al menos dos cuerpos, pero cuando el camino se hizo más irregular, su montura redujo el paso y Jack pudo acortar distancias.
—¡Lizzie! —gritó otra vez.
La muchacha se inclinó sobre el cuello del caballo y miró hacia atrás; al ver que era él, tiró con fuerza de las riendas, obligando al caballo a dar la vuelta.
Jack también tuvo que tirar con fuerza para evitar chocar contra ella.
—¡Qué demonios! —exclamó, mientras hacía que la yegua describiera un círculo alrededor de Lizzie hasta volver a tenerla de cara.
—¿Me estás siguiendo? —preguntó ella.
—¡No! —respondió él, ofendido, y miró hacia atrás para asegurarse de que el trozo de pizarra seguía sobre el lomo de la yegua. Y no seguía—. Maldita sea —masculló, y miró enfadado a la muchacha—. ¿Está ardiendo Thorntree? ¿Ha caído el sol del cielo? ¿Nos invaden los ingleses?
—¿Qué dices?
—¡Estabas cabalgando como una loca, muchacha! ¡Con demasiada imprudencia! podrías haberte caído y sufrir un serio accidente.
—¡Qué va! —dijo Lizzie, y se quitó el sombrero, que era posiblemente el sombrero más raro que Jack hubiese visto nunca. Mientras que los sombreros de señora de Londres estaban sobriamente adornados con cintas y ramitas de violetas, el de Lizzie lucía todo tipo de frutas de seda y llamativas flores.
—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Dougal? ¿Estás huyendo? —inquirió ella. Como él no respondió de inmediato, se llevó una mano al sombrero—. ¿Qué? —le preguntó en tono acusador.
—He... —Jack pasó la mirada del tocado al rostro de Lizzie—. Claro que no estoy huyendo —contestó, molesto por la idea, cuando era justamente lo que podría haber hecho un par de días antes—. No iría hacia el norte si quisiera escapar.
—Ya, porque todo el mundo sabe que todas las buenas rutas de escape discurren hacia el sur —replicó ella, irónica.
—Sí, también lo saben los cazarrecompensas —replicó Jack, y la miró entrecerrando los ojos—. ¿Y tú qué? Me han dicho que has seguido mi excelente consejo y que has ido a vender una vaca.
Lizzie se ruborizó.
—¿Y qué?
—No hay por qué dármelas —bromeó él con ironía, disfrutando al ver el intenso color de sus mejillas—. Apuesto a que has conseguido un buen precio. Tanto, que hasta te has permitido incluso comprarte ese sombrero.
Ella ahogó un grito y sus mejillas enrojecieron más aún. El estaba en lo cierto, era evidente que había dado en el clavo, pero ¿por qué de entre todos los sombreros de Escocia había tenido que elegir aquél?
De repente, Lizzie alzó la barbilla desafiante y enderezó el ala de su horrible adefesio.
—Si ya te has cansado de interrogarme...
—No me he cansado. ¿Por qué corrías tanto?
—¡Eres de lo más presuntuoso! ¿Quién crees que eres para hacerme esas preguntas? —exclamó ella, irritada.
—Estoy unido de manos a ti, por si lo has olvidado, aunque no creo que lo hayas hecho, dada nuestra representación de feliz pareja de anoche. Pero por si has perdido totalmente la cabeza, permíteme decirte que si fuera tu esposo, no te haría menos preguntas.
—Nunca serás mi esposo.
—¿Rechazarías la oferta de un conde? —bromeó él.
—¿Me la estás haciendo? —replicó ella con tono burlón.
—Si estuviera tan loco como para eso —respondió Jack aceptando el desafío—, ¿quieres hacerme creer que me rechazarías?
—En menos que canta un gallo —contestó ella con picardía—. No soy una de tus queridas de Londres, Jack.
Nunca se había dicho mayor verdad. No era en absoluto una de aquellas mujeres; no tenía absolutamente nada en común con ellas.
—Sí, eres diferente, eso te lo concedo de buena gana, pero muéstrame a una mujer que no desee mejorar su situación con un buen matrimonio y yo te mostraré a una viuda anciana con más de lo que puede gastar.
Ella se echó a reír.
—¡Eso es una tontería!
—No tanto como podrías creer. Pero si tú no buscas mejorar tu situación, ¿qué es exactamente lo que buscas, Lizzie?
A juzgar por sus hombros erguidos y el pecho hinchado, ella ya estaba a punto de empezar a despotricar contra él, pero su pregunta la descolocó.
—¿Qué buscas a cambio de tu corazón? —continuó él, e hizo que la yegua se acercara un paso o dos. Lo habían sorprendido sus propias palabras, pero de repente quería saber la respuesta.
A Lizzie pareció molestarle la pregunta.
—¿Por qué lo quieres saber? —preguntó.
¿Por qué? Jack no tenía ni idea de por qué, pero le parecía muy importante.
—Responde si te atreves.
—Debes de creer que me da miedo admitirlo. Pero no, Lambourne. Lo que quiero es amor, si tanto deseas saberlo. Quiero la promesa de que será para siempre —añadió, mirando inquieta alrededor—. ¡Saber que hay una persona que me ama y me respeta por encima de todo, alguien que entre en mi corazón y llene todos los huecos, que tape las grietas y lo haga cantar como debería! ¡No un maldito castillo o un esposo que honre sus votos sólo con su cartera!
—Muy poético —dijo él, asintiendo.
El semblante de Lizzie se ensombreció.
—¿Y qué buscas tú a cambio de tu corazón? —preguntó enfadada—. ¿Que te paguen una deuda de juego? ¿Que te perdonen algún delito? ¿Que una ramera comparta tu cama?
En el momento en que las palabras «ramera» y «cama» salieron de sus labios, abrió mucho los ojos. Pero él no se inmutó. Le sonrió a ella y a su sombrero.
—Hay cosas mucho peores que compartir una cama, muchacha. Algún día, cuando bajes de tu pedestal, quizá lo entiendas.
—Y supongo que ahí está mi respuesta —replicó Lizzie, y tiró de las riendas para hacer girar al caballo.
—Espera, espera. Por el amor de Escocia, ¿adónde vas?
—¡Dios! —Gritó ella hacia el cielo—. ¿Vas a empezar a interrogarme otra vez? Sólo estoy cabalgando. Me gusta y tengo muy pocas oportunidades de hacerlo; y prefiero hacerlo sola.
—¿Pocas oportunidades porque revientas a los caballos?
—No —replicó ella, soberbia—. Porque a Charlotte no le gusta que lo haga.
Al ver la mirada de confusión de Jack, se señaló las piernas con gesto impaciente.
—Ah —dijo él, y la miró a los ojos—. Pues a tu hermana no le falta razón, porque cabalgas como el diablo. Dale un respiro al pobre animal y ven conmigo. Quiero enseñarte una cosa.
Rió con un cierto nerviosismo, y se ajustó el ridículo sombrero.
—Creo que ya me has enseñado más que suficiente, ¿no te parece? —contestó.
Así que ella también pensaba en el vals.
—Ay, muchacha —replicó Jack con una sonrisa voraz—. No he hecho más que empezar.
Lizzie le entendió perfectamente. Jack lo supo porque la joven tenía la irritante costumbre de desafiarlo con descaro y luego echarse atrás cuando él sobrepasaba los límites de su inocencia, y en ese momento se retiró; desvió la vista y bajó la cabeza mirando la silla. Dos manzanas de seda apuntaron a Jack como un par de ojos.
—Lo que quiero enseñarte son unas huellas.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Huellas?
—Sí, unas huellas que no llevan a ninguna parte.
—¿Qué clase de huellas? —Preguntó, claramente intrigada, y miró hacia el sendero—. ¿Por ahí? Nadie pasa por ahí.
—Ven —le pidió él, y la llevó a la bifurcación. Cuando le señaló el suelo, Lizzie saltó del caballo antes de que Jack pudiera desmontar y ayudarla, y se agachó junto a las marcas para examinarlas.
—Caballos —dijo—. Cuento tres.
Sorprendido por su habilidad, él se acuclilló a su lado.
—Cuatro —indicó, señalando las distintas marcas.
Ella asintió y observó el sendero.
—¿Adonde lleva este camino? —preguntó Jack.
—A ninguna parte —contestó, confusa. Se levantó y miró hacia el bosque, igual que había hecho él un rato antes—. Más allá no hay nada, excepto la escarpada ladera de una colina y unos cuantos pasos de ciervos.
—Pero tiene que haber algo —insistió Jack, y clavó su vista en ella—. ¿Echamos una ojeada?
—Sí —contestó ella asintiendo con la cabeza, lo que provocó que una llamativa flor, que parecía totalmente fuera de lugar a finales de enero, botara en su sombrero.
Lizzie conocía un claro donde podían atar los caballos, y luego comenzaron a avanzar a pie por el sendero, siguiendo las huellas. Cuando llegaron al arroyo, ella lo vadeó expertamente saltando sobre unas piedras hasta llegar al otro lado.
Jack lo cruzó andando.
Lizzie se inclinó para examinar el suelo.
—Las huellas desaparecen en el brezo —le explicó él inclinándose también—. Es difícil seguirlas ahí, sobre todo sin buena luz —añadió, mirando el cielo, entre los altos pinos y la altura de la colina.
—¿Siempre te rindes tan pronto? —preguntó ella, sonriéndole burlona. Pisó el brezo con la cabeza agachada.
Jack la siguió. Unos pasos por delante de él, Lizzie iba avanzando lentamente, y rodeó un peñasco. De repente, se volvió hacia él, sonriendo de oreja a oreja, y señaló algo.
Al otro lado, había un pequeño claro libre de brezo donde se veían claras huellas de caballos. Jack giró sobre sí, mirando alrededor, y luego se volvió hacia Lizzie.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué venir aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Por nada, supongo. Para dar un paseo.
—¿Con este tiempo, que puede cambiar en cualquier momento sin avisar?
Lizzie volvió a encogerse de hombros.
—Hemos encontrado adonde llevaban las huellas. Y ahora que te he enseñado cómo se debe seguir un rastro sobre el brezo, me vuelvo a Thorntree.
Pero él sentía demasiada curiosidad como para regresar sin más, y fue hacia el otro lado, donde la colina comenzaba de nuevo su brusco ascenso.
—¡Espera! —Lo llamó Lizzie—. ¿Adónde vas?
El rastro era muy débil, pero suficientemente claro. Jack notó que ella lo seguía y se volvió un poco, señalando las huellas.
—Voy a echar un vistazo. Espera aquí.
—¿Que espere? ¡No pienso hacerlo! Si tú subes, yo también.
—No, Lizzie, es muy empinado.
—¿Y tú estás más preparado que yo porque eres una cabra? —replicó ella—. Puedo subir una colina, Lambourne.
Y, para demostrárselo, lo apartó y comenzó a ascender.
Jack la cogió de la mano para detenerla.
—Yo iré delante, si no te importa. —Cuando vio que se disponía a protestar, tiró de ella un poco—. A no ser que no te importe encontrarte de cara con quien quiera que pueda bajar por este camino, me permitirás ir delante.
Eso pareció hacerla recapacitar. Se apartó y le hizo un gesto para que pasara delante.
Subieron durante unos minutos. Jack se iba parando cada pocos pasos para asegurarse de que Lizzie lo seguía. Ésta comentó que parecía estar bastante acostumbrado a subir colinas.
El la miró.
—¿Te sorprende?
—Sí, la verdad —contestó alegremente—. Pensaba que se te daban mejor el té y las galletas que los paseos por la montaña.
—Muy graciosa.
Ella lo miró burlona mientras fingía beber una taza de té con el meñique tieso de una forma muy afectada. Jack siguió subiendo.
—Como muy bien sabes, uno no puede crecer en las Highlands sin subir unas cuantas colinas.
—Ah, pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora ya no puedes dártelas de highlander —le recordó alegremente.
Para su sorpresa, a Jack ese comentario le molestó. Era un highlander tanto como lo era ella. Sí, había estado lejos durante once años, lo que parecía toda una vida, pero ¡seguía siendo un highlander!
¿O no?
—Estas no son las únicas montañas que he subido.
—¿Oh? —Exclamó Lizzie, y pareció realmente interesada—. ¿Qué otras?
—En Suiza —contestó Jack—. Y Francia, naturalmente. —Le ofreció la mano para ayudarla a sortear una roca.
Ella se la cogió y le permitió que la ayudara a saltar. El sendero era muy estrecho y casi se cayó sobre el pie de él. Jack se sorprendió de poder notar el calor que emanaba de sus cuerpos incluso estando cubiertos de más lana que un par de ovejas. Lizzie tenía un increíble poder para hacer que la sangre se le calentara.
—¿Has subido montañas en Suiza y en Francia? —preguntó ella jadeando.
El la miró a los ojos.
—Sí.
—¿Por qué? ¿También querían ahorcarte allí? Jack se echó a reír y le apretó la mano.
—No —contestó, con el tono paciente que se emplearía para hablarle a un niño.
Lizzie también rió, y su risa sonó tan dulce como el canto de un pájaro.
—Por favor, cuéntamelo —le pidió—. Cuando éramos niñas, a Charlotte y a mí nos gustaba mucho mirar el atlas e imaginarnos esos lugares —explicó, y retiró la mano de la de él.
Eso lo contrarió. El deseaba que se quedaran donde estaban, en aquella empinada ladera, y mirar sus azules ojos. Pero siguió adelante, abriendo camino.
—Fue durante mi Grand Tour —dijo él, y pasó a explicárselo.
El viaje había durado más de lo que él había previsto, porque sus amigos, Nathan Grey, conde de Lindsey; Declan O'Conner, lord Donnelly; Grayson Christopher, duque de Darlington, y sir Oliver Wilkes, lo habían acompañado, y lo habían metido en más líos de los que a una jovencita educada le gustaría saber.
Lizzie parecía muy interesada, y le fue haciendo preguntas sobre cómo eran los lugares que había visitado, lo que comía la gente, cómo vestía, los idiomas que hablaban. Parecía sorprendida e impresionada de que Jack supiera francés. Y a él lo sorprendió, aunque no se lo dijo, que ella no conociera al menos un poco esa lengua.
Llegaron a una parte plana de la ladera, y Jack se detuvo para que Lizzie descansara. El día se estaba convirtiendo en uno de esos cálidos y brillantes tan poco frecuentes en invierno. Ella se quitó el horrible sombrero y se apartó un rizo de la frente con el dorso de la mano. Estaba a punto de volver a cubrirse cuando ambos oyeron voces.
Lizzie miró a Jack boquiabierta, y él le indicó que guardara silencio.
De nuevo oyeron voces, y venían por el camino por el que habían subido. Maldito momento habían escogido, pensó Jack, y ni siquiera tenía una pistola. En las Highlands, nunca se tenía demasiado cuidado.
Miró alrededor y vio que la parte plana rodeaba un peñasco, pero el camino continuaba. Agarró a Lizzie de la mano y tiró de ella. Pero cuando llegaron al peñasco, el sendero dio paso a una estrecha cornisa sobre un barranco rocoso.
Aquello no pintaba nada bien; estaban atrapados entre la montaña y quien fuera que se acercaba. Y hasta el momento, siempre que Jack se había encontrado atrapado en Escocia, las consecuencias habían sido desastrosas.