* * *

Tres semanas después de haber renunciado a su novela, Badabuche me propuso:

—Deberíamos asociarnos para escribir. No estando solo sentiré menos miedo a la página en blanco. Es demasiado tarde para el Goncourt, nos dedicaremos a la novela popular. Tú, como niegas el refinamiento de la decadencia, te sentirás a tus anchas. Mañana te presentaré a mi editor. Es un hombrecillo gris siempre dispuesto a invitarte a una copa. Nos repartiremos los derechos; hubiera querido darte la mitad del anticipo que he recibido, pero ya no queda nada.

—¿Y qué pasa con Familles de France?

—Tournebleu tiene la intención de largarte. Ha recibido cartas de provincias denunciándote como borracho y un peligro para las familias.

Era el resultado de mis paseos nocturnos. Se me hacía difícil rechazar la sugerencia de Badabuche, mi conciencia aún opinaba que estaba en deuda con él.

Y de esa forma, Madame, me convertí en autor literario. Badabuche me había encomendado el trabajo pesado, reservándose las fiorituras. Siempre encontraba la réplica acertada, la frase que conmovía, el personaje absurdo que daba a aquel tipo de obra cierto carácter humorístico.

El hombrecillo gris siempre dispuesto a invitarte a una copa se mostraba, sin embargo, muy irregular en sus pagos. A su juicio, bastaba con crear al autor algunas necesidades para tenerlo bien sujeto por las riendas. Por mi parte, pronto las tuve. Badabuche me impulsó a comprar a plazos un «monstruo sagrado», un coche de motor complejo y delicado. Al probarlo me pareció caprichoso, hosco, difícil de conducir, pero me aseguraron que tenía performances, lo que al fin me decidió. El coche presentaba marcada tendencia a sufrir averías en las encrucijadas, en general durante las horas de mayor afluencia. Consecuencia: me veía obligado a empujarlo y, gracias a él, recobré mis condiciones físicas que mis ocupaciones demasiado sedentarias empezaban a poner en peligro. Me inicié en los goces de la mecánica.

Badabuche me hacía observar lo envidiable de mi posición. El domingo, cuando cualquier individuo corriente sacaba su coche de serie, lo detenía junto a un riachuelo, lo lavaba, lo secaba, le sacudía el polvo, yo lo pasaba con las manos negras de grasa desmontando un motor en un garaje de barrio.

Recibí un tarjetón anunciándome la boda de Touran con un diplomático occidental. La Embajada ofrecía una recepción por encontrarse el príncipe Kosrow en París. Llevé conmigo a Badabuche. El coche de las performances sufrió, como de costumbre, una avería con el resultado de que aparecimos todos tiznados de grasa ante trescientas personas vestidas de gala.

—¿Qué te pasa, Agá Chun? —me preguntó alborozado el príncipe—. ¿Ahora trabajas? ¿Con tus propias manos...? ¡A eso has llegado!

—Ve a lavarte —dijo Touran—. Luego bailarás conmigo. Te presento a mi marido, el conde Hans von Ruppert.

Un maniquí se inclinó volviendo luego a enderezarse. Touran me arrastró por el brazo.

—Es guapo, ¿verdad? Su nombre suena muy bien. Nosotros, los persas, siempre hemos sentido debilidad por todo lo germánico... acaso el mito de los arios... Hans es un chulo; no..., no como tú... Él lo es de verdad. Liquidó sus deudas, le pago una pensión y me da su nombre. Esta noche te quedarás conmigo, en mi dormitorio; y quiero que se entere. Lo detesto.

—Entonces, ¿por qué te casas con él?

—¡Es tan guapo! Creo que lo amo. Yo sólo amo aquello que desprecio.

—¿Me amaste?

—Mientras te pagué. En el primer piso encontrarás un buffet reservado a mis amigos. Hay caviar, vodka y whisky. Iré un poco más tarde.

Pasaba Hans. Touran me besó en la boca y se cogió de su brazo.

Volví a pasear a Badabuche ante el gran buffet.

—Realmente abundante —me dijo—. El champaña es bueno y no dan demasiados empujones.

Con sus largos dedos cogió dos o tres emparedados, levantó la cabeza y abriendo una boca inmensa los dejó caer en ella.

Le conduje al otro buffet. Apareció el caviar, se dejó ganar por el vodka y a los veinte minutos estaba ebrio. Le expliqué mi situación; me dijo lo interesante que la parecía desde el punto de vista «literario». El príncipe Kosrow intervino en la conversación y dio su opinión.

—¿Cree en Dios? —^preguntó de súbito a Badabuche.

—No. Mi formación es positivista.

—Lástima, sentía necesidad de hacer intervenir a algunos dioses en nuestra discusión. Siga bebiendo, mi querido amigo, siga bebiendo... Uno de nuestros grandes poetas ha dicho... —recitó en persa con voz nasal y luego tradujo al francés en tono más natural:

Bebe vino, porque dormirás mucho tiempo bajo la tierra sin compañeros, sin amigos, sin mujeres.

Guárdate de confiar a nadie este secreto:

Una amapola marchita no vuelve a florecer jamás...

—Bebo porque me resulta muy fácil —afirmó Badabuche—. Uno de nuestros grandes poetas contemporáneos, se llama Timothée, decía a su manera:

«Te diré mi secreto:

«Cuando encuentres una botella bébetela de prisa. No esperes nunca: el viento podría romperla; quien la perdió, quitártela, o tal vez llegue un amigo que te obligue a compartirla con él. Cuando uno está muerto, ya no tiene sed. Bebe ya que estás vivo...»

—Me gusta —afirmó el príncipe—. ¿Conoce algo más de él?

Intervine:

—Sí. De Urbain, uno de sus mejores discípulos. La lengua es bastante especial y revela ciertos arcaísmos:

«Bebe, buen hombre, bebe hasta que el vino se derrame por tu barba y te rezume por todas partes.

»Entonces eres más rico que el Papa,

»Las mujeres nada te importan.

»Y la más bella

»No logra hacerte olvidar tu deseo de orinar...»

El príncipe se acarició el vientre:

—¿Acaso han influido en esa escuela Hafiz, Ornar Kheyyam y todos los grandes sufíes?

—Lo dudo mucho. Sin embargo tenían en común cierta forma de panteísmo y el amor por el vino.

No dormí con Touran. A medianoche mayaba de amor ante Hans, impasible y frío. Por los inmensos ojos del alemán vi pasar, como un relámpago, destellos crueles. Touran había encontrado la horma de su zapato.

Nuestro editor quebró. Era de esperar, porque llevaba sus negocios con demasiada fantasía. Sin embargo, la noticia nos dejó desamparados y, al propio tiempo, nos causó pena. Habíamos llegado a sentir afecto por el hombrecillo de gris. Su amistad era exigente, su humor insoportable cuando bebía, sus cheques con frecuencia sin fondos, pero nos daba la impresión de que, trabajando para él no abdicábamos de nuestra dignidad, de tratar de igual a igual, de que no recibíamos dinero, sino que lo compartíamos.

Badabuche se convirtió en lector de una casa editorial; introdujo un fantástico desorden, mientras que por mi parte caía de nuevo bajo la férula del bribón de Cap. Convertido de nuevo en director de un diario, no podía por menos de acudir en ayuda de algunos amigos poco comprometedores. Además era muy capaz de generosidad siempre que fuera correspondido y sobre todo que se divirtiera. Yo sólo lo divertí unos días, pero me conservó en mi puesto.

No obstante me vi relegado a tareas subalternas. Traducía los periódicos extranjeros; preparaba la documentación para las «grandes firmas». Me hice discreto, no demostré ninguna ambición y ya carecía de todas, hasta el punto de que me hice algunos amigos.

Una mañana estalló la guerra de Corea. Cap tropezó con bastantes dificultades para encontrar entre los grandes reporteros el elegido que iría a «cubrir» el acontecimiento. Todos querían ir, pero uno tenía hijos, el otro se casaba, el de más allá le temía al frío, aquél ignoraba el inglés.

Cap hizo una hermosa exhibición; de la cólera pasó al hastío, quiso despedir a todo el mundo, presentó su dimisión, la retiró y, no pudiendo designar a nadie, pidió un voluntario.

Quedó asombrado al verme llegar a su despacho ya que, aun cuando todos los días me cruzaba con él por los pasillos, había dejado de observar mi presencia. Por mi parte me había resignado; ya no le interesaba y dejé de existir.

Le espeté mi arenga cuidadosamente preparada:

—La guerra es un asunto, Cap, que conozco por haberla practicado durante varios años. Sé saltar en paracaídas, conducir un jeep y atravesar una barrera artillera. Tengo algunos estudios y he publicado cosas; de manera que sé escribir. Soy escrupuloso, adicto sin llegar al servilismo. Además poseo una condecoración americana, lo que tal vez facilite mi tarea...

—Eso lo cambia todo —dijo—. Esa medalla es la que decide mi elección. Supongo que te permitirá introducirte en los Estados Mayores, incorporarte a los batallones que avancen, deslizarse en las carlingas de los bombarderos. En la Prensa francesa existe una gran tradición de riesgo, el riesgo calculado... ¿Eres soltero? Muy bien. Te daré otra oportunidad. Comprenderás que no me es posible darte al mismo tiempo un sueldo de gran reportero. Pero si te desenvuelves bien, ya arreglaremos eso. Mañana por la mañana cogerás el avión con destino a Seúl.

El oficio de corresponsal de guerra es realmente extraño, Madame. Ofrece algunos peligros, pero permite desvelar la faz auténtica de la guerra, la que al soldado, agazapado en un agujero, jamás se le permite ver. Para ejercerlo es necesario tener un hígado a prueba de los peores alcoholes, una máquina de escribir que soporte todos los golpes, amigos entre los oficiales y suboficiales, relaciones en los Estados Mayores. También es de buen tono alardear de cinismo mientras en secreto se siente una gran simpatía por todos los que se baten, víctimas del azar, de la ambición, de la estupidez o de su propia leyenda. Los corresponsales viven entre ellos como en el seno de una masonería en extremo bien informada y que lanza sus antenas al interior de los países y de los ejércitos, a veces incluso en los del enemigo. Cuando a 20.000 km de una guerra abrís, Madame, vuestro periódico, resulta que a veces sabéis más que el general de división cuyas tropas acaban de lanzarse al ataque.

Desafortunadamente, a un corresponsal de guerra le resulta en extremo difícil mantenerse durante mucho tiempo neutral. Viviendo en el seno de un ejército, cualesquiera que sean la causa o los intereses que éste defiende, lo ve sufrir y morir, vencer o ser derrotado. Pronto toma partido por quienes mueren a su lado. Así quise a los americanos en Corea, a los ingleses en Malasia, a los franceses en Indochina y en Argelia. En Guatemala, en Colombia y en Azerbaiján, quise a los «rojos», porque su sangre era la que me salpicaba.

La guerra actúa a veces de Pigmalión con los hombres.

Por ejemplo, he visto en Corea a los infantes americanos, esos niños quejumbrosos, saturados de leche y zumos de frutas, anulados por el cine, la televisión, la publicidad, el culto a la mujer y el complejo de la Mam, convertirse en hombres en cuestión de unos días y combatir como los mejores soldados.

Cuando los corresponsales de guerra se sentían hartos de los campamentos de Prensa de Fusán o de Seúl, cuando se negaban a permitir por más tiempo que siguieran helándoseles las orejas o las narices sobre las armellas del «Triángulo de Hierro», cogían su equipaje, largándose al campo de aviación más próximo donde esperaban el primer avión con destino a Tokio. Horas más tarde se encontraban en el «Foreign Correspondent's Club». Los cócteles costaban veinticinco centavos, en los cuartos de baño había agua caliente y sábanas en las camas; con frecuencia les facilitaban también pequeñas rameras sonrientes.

Fuimos algunos los que abandonamos el club, su agitación ruidosa, su frenesí de noticias, sus muchachas que pasaban del uno al otro, para vivir a la japonesa, para «tatamizarnos» buscando en aquellos intermedios de paz una vida más pacífica y mujeres menos promiscuas en sus relaciones.

Desde mi llegada, John Morris me había acogido bajo su ala protectora. Se mostraba cordial con los principiantes, siempre que no le hicieran la competencia y supieran manifestarle de manera inteligente su admiración, pues era vanidoso como un anciano. Nos llamaba sus Yearlings, su jóvenes potros; durante un tiempo fui su yearling preferido. Mi absoluta ignorancia del oficio del periodista y de sus tira y afloja, mis desconocimientos del Extremo Oriente, de sus problemas y de los pueblos que lo habitaban le permitían, so pretexto de instruirme, entregarse ante sus iguales a brillantes generalizaciones con las que se complacía.

En Tokio mantenía a una joven japonesa en cuya casa vivía vestida con un quimono, dejándose adorar como un inmenso buda. Tenía un bonito nombre: Yusiko San y bellos trajes policromos de flores. Siempre sonriente, siempre asombrada, sacaba mucho dinero a su americano sin que éste se diera cuenta.

Morris le pidió que me buscara una amiga y un día vi llegar a mi habitación una deliciosa hormiguita, arrastrando con ella toda una serie de paquetes envueltos en chales y pañuelos. Era Yasudo San. Poseía algunos rudimentos de inglés a los que mezclaba el slang de los barrios bajos de Chicago. Antes de mí había vivido con un sargento de marines que hubo de partir para Corea. Al punto me mostró la foto de su boy, pues para ella aquella foto representaba una especie de certificado de virtud y demostraba que no era una de esas pam-pam girls que en una noche pasaban por los brazos de varios hombres.

Yasudo me desplumó con toda delicadeza. Me vi obligado incluso a pedir prestados algunos centenares de dólares a Morris, y como no pude devolvérselos, hube de servir de stringer —perro de caza de noticias— en las trincheras, al norte del paralelo 38° mientras él se pavoneaba en Tokio. No lo lamento, ya que Yasudo me divertía y convenía en grado sumo. He guardado un maravilloso recuerdo de aquella aventura en la que jamás intervino mi corazón. •

Un telegrama de Cap me envió a Indochina.

En Na-San, en la selva del país thai, las divisiones vietminhs acababan de aplastar a las tropas francesas; un ensayo general antes de Dien-Bien-Fu.