* * *
Myriam se despertó y con la punta de los dedos se alisó el rostro igual que un gato:
—He dormido mal —me dijo—. Siempre duermo mal cuando estoy cerca de.ti. Te siento tenso, receloso, como si temieras ser sorprendido en tu sueño. Estás conmigo como debías estar durante la guerra. Tranquilízate. No tengo el menor deseo de hundirte un puñal en la espalda. Sólo se mata lo que se ama. ¿Por qué no hablas jamás de tus guerras? No puedo salir tres veces seguidas con un hombre sin que me aburra con su guerra, su resistencia, sus encarcelamientos, sus campos de concentración o, a falta de todo ello, no me obsequie con alguna vieja historia de regimiento. Tú, jamás. Algunos de tus amigos, los que han vivido la misma aventura que tú también callan...
—Es que continúan...
Myriam cogió un cigarrillo, lo encendió y lo tiró á la primera chupada, con la boca ligeramente torcida, imitando al hombre. Luego, aplastando la colilla tosió. Sabía que, por la mañana, me resultaba insoportable el olor del tabaco; a ella le pasaba lo mismo, pero por bravuconería se obligaba a fumar.
—Jean —siguió diciéndome—, no me gustan tus amigos, esos que continúan... Para ellos soy tan sólo un incidente en tu vida; la pequeña judía, como supongo que ha habido la pequeña china, la pequeña persa, la pequeña negrita... Creo que ni siquiera me ven. Sin preocuparse de mi existencia, vienen de vez en cuando para llevarte con ellos. Resultan muy inquietantes, ¿sabes?, con sus rostros semejantes a los de los monjes, sus ojos inmóviles, sus ojos ciegos a todo lo que no sea su secta, su actitud desmañada de habitantes de otro planeta...
—Han perdido la costumbre de las ciudades, incluso de Francia.
—¿No comprenden que han dejado de luchar por un país o por una idea? Lo hacen sólo por ellos, como esos tigres viejos que matan incluso cuando no tienen hambre, sólo para demostrar que no son tan viejos como eso y que aún sirven para algo.
Myriam trataba de herirme en lo que me era más querido, esos camaradas de cierta guerra que habían continuado viviendo en comunidades militares. Mantenían a sus mujeres apartadas y entre campaña y campaña volvían para hacerles un hijo. Ellos también, a su manera, eran hijos de la Vieja.
Para no contestarle salí de la habitación y conecté la radio. Luego fui a preparar el desayuno. Mis camaradas sabían bien que me habían perdido; no era su culpa ni la mía, tan sólo de la vida que nos había separado. Desamparados en París y no sabiendo adonde ir, encontraban con toda naturalidad el camino de mi casa. Jamás hablábamos de las guerras que aún seguían haciendo, y muy rara vez de las que habíamos hecho juntos. Permanecía ligado a ellos por el recuerdo de aquellos años difíciles que a veces calificamos de los mejores sólo porque han sido los de nuestra juventud.