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Una buena mañana Badabuche me abandonó en medio de los botes de pintura, de los hilos eléctricos y de las escayolas. Quería escribir una novela para los Premios, pero como no le quedaban ya más que dos meses, no podía perder ni un solo día. Me expuso su plan, me detalló los personajes y me especificó sus intenciones filosóficas. Tenía la intención de oponerse seriamente a la guerra y al colonialismo —aun respetando la religión porque se decía que ciertos miembros de los jurados eran clericales—. Su heroína sería exuberante, se enamoraría de un sacerdote obrero, por despecho se adheriría al partido comunista, lo abandonaría por razón, y por último se embarcaría para Venezuela a reunirse con el primer muchacho que amara y que había hecho fortuna en Caracas construyendo buildings de cristal y acero. Resultaría un fracaso; tomaría parte en una revolución y encontraría la muerte en una barricada.

—Es muy sencillo —puntualizó—, ya no tengo más que ponerme a escribir. Quinientas mil letras (diez mil letras por día) cincuenta días, eso no es nada... Te emplazo para el día quincuagésimo primero. Tengo en el bolsillo a dos miembros del jurado. También he presentado mi dimisión en Familles de France. No se puede ser periodista y escritor a un tiempo. Tournebleu me ha prometido velar por ti.