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Aquella mañana salí a vagar con Myriam por el París que amo, el del mes de agosto, y la cogí de la mano en la rué Descartes ante las tiendas cerradas. Nos tomaban por enamorados. Nuestros pasos estaban regulados y en la plaza de la Contrescarpe compré algunas flores a un clochard para ofrecérselas.
—¿Por qué le compras sus flores? —preguntó Myriam—. Empiezan ya a marchitarse y te cobra más caro que la florista.
Me encogí de hombros.
—Mira, ya se encamina hacia la tasca para beberse su beneficio. Vendiendo flores se proporciona una coartada, no mendiga, conserva su dignidad. Claro que hace trampa y yo le ayudo.
Myriam era incapaz de respetar por mucho tiempo una tregua.
—Claudie, que te conoció mucho antes que yo, me puso en guardia el día en que nos encontró juntos en aquel cóctel: «Jean Soleyrolles —me dijo—, es todo lo contrario de lo que aparenta. Su porte pesado de campesino, su color bronceado, sus anchos hombros, son sólo una máscara. Es un inquieto que se complace en el secreto. No le gustan las mujeres. No cree que sean de la misma clase que el hombre.» ¿Es verdad, Jean, que piensas como aquellos cardenales del Concilio de Trento que dudaban de que la mujer tuviera alma?
—¿Ahora te interesas por la historia de la Iglesia?
—Un día que te esperaba en tu casa encontré uno de los libros de tu tío el obispo.
—¿Me esperabas?
—Sí, tú te habías ido muy lejos y yo jugaba a creer que entrarías de un momento a otro y me cogerías entre tus brazos. Como ves, a veces soy una estúpida. Claudie me dijo algo más; los únicos seres con los que te sientes a gusto son los semimendigos, los falsos artistas, las rameras disfrazadas. El fracaso te atrae... Al principio creí que estaba celosa...
—Claudie no te ha dicho nada de eso; es demasiado corta de alcances. Todo es idea tuya.
—¿Te gusta el fracaso? Pero sólo en los demás... Y hablas de dignidad... En el fondo no eres más que un sinvergüenza bien disfrazado porque sabes callar. Pero defiéndete...
—¿Por qué?
—Me han contado que estuviste a punto de morir de hambre en una prisión.
Me pellizcó en el brazo.
—Cuéntame, para que al fin sepa algo sobre ti que sea real, auténtico.
Aún no sé por qué, pero no pude hablar. ¿Tal vez sea, Madame, porque siento el pudor de ciertos recuerdos, tal vez porque tenga miedo de malgastarlos con cualquiera? También soy muy perezoso. Myriam me abandonó. Se fue para vengarse con algún otro y yo entré en «Pasteirous», el café-tabac de la rué Descartes, a beber un vaso de vino.
No estaban allí mis amigas las porteras; muchas de ellas se habían ido de vacaciones, y las otras se ocultaban. Me encontraba solo ante el mostrador de cinc y la cajera me miraba. Era nueva, jamás la había visto. Tenía las pupilas de los ojos dilatadas y sus pómulos estaban enrojecidos como los de los tísicos. Me pareció ya sentir entre ambos cierta complicidad, pues en la prisión de Gerona estuve a punto de morir de la misma enfermedad que ella. Podría haberle hablado durante toda una noche de mi escondrijo, de la losa de cemento sobre la que vivía tumbado, de aquella fiebre que me atenazaba todas las noches, a una hora fija, llevándome, sin orden ni concierto, recuerdos, sueños y deseos. Una noche la fiebre no me llevó ya nada y comprendí que me encontraba muy mal. Fue entonces cuando me sacaron de prisión.
Compré un paquete de cigarrillos. Nuestras manos se rozaron. Las suyas estaban húmedas y calientes; las aletas de la nariz se le contraían y su respiración era entrecortada.
Salí, pero me costó mucho arrancarme a aquella súplica desesperada, a aquella ansia que no se ocultaba.