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Mis vacaciones de 1939 no resultaron tan logradas, fructíferas y sabrosas como las del año anterior. Había pasado la segunda parte de mi bachiller, pero merecí el éxito, lo que le mermaba parte de su valor. Mi espíritu se había despertado y los «buenos padres» descubrieron, no sin cierta sorpresa, que no me estaba vedado el mundo de las ideas generales. Incluso había alcanzado en tres meses una madurez de espíritu que la mayoría de mis camaradas estaban muy lejos de poseer. De holgazán declarado me convertí en inteligente alumno. Durante un tiempo sentí cierta vanidad y lo que duró un trimestre abandoné el fútbol. La naturalidad volvió pronto por sus fueros.
Guste, casado con la hija del alcalde, se arraigaba en el conformismo y rehuía a Timothée. En varias ocasiones se negó a acompañarme cuando de noche iba a la caza furtiva. Incluso un día trató de persuadirme de lo interesante que era pescar con caña y de la necesidad que sentía de obtener un permiso para pasearse a lo largo de los ríos. Guste dejaba entrever la tenebrosidad de su alma. Defendía la ley porque quería ser gendarme.
Juliette asistía a vísperas del brazo del beato de su novio, bajaba los ojos, cruzaba las manos y ya no se pintaba. De repente el cura se hacía lenguas de ella. Me vi reducido a acompañar al obispo en sus paseos. Era muy erudito y, en medio de las retamas o a la sombra de un abeto, me hablaba de las civilizaciones desaparecidas. Sabía de los hebreos, los persas y los caldeos, los griegos, los arameos y los egipcios y se asombraba de que no conociera la Historia más que a través de Malet e Isaac, que ignorara a Pirenne y Gobineau, al Talmud y Mahoma, a los micénicos, Glotz y las religiones politeístas.
Pronto me dio dolor de cabeza y hube de buscarme otras distracciones. Tuve dos aventuras rápidas que me dieron pocas satisfacciones, una con Gertrude, la sobrina de Mademoiselle de Tartela, pero era virtuosa y sólo admitía hacer manitas; la otra con la mujer del funcionario de Correos, pero no estaba disponible más que los viernes por la tarde y temía la incomodidad y los muchos peligros del aire libre.
Un día, al fin, reapareció Badabuche. La Vieja, que advirtió mi ociosidad, le invitó a Peyrelade y creo que se sintió halagado. El amor de Marie empezaba a agobiarle; estaba dispuesto para las escapadas, pero sentía la necesidad de ser alentado.
La mañana que las campanas anunciaron la guerra los dos estábamos con el obispo. Yo asestaba fuertes golpes de hacha al pie de un abeto que la Vieja me pidió que talara, pues estorbaba el paso de la segadora que acababa de comprar. Con tal motivo el obispo hacía citas en latín, y Badabuche, que no comprendía una palabra, adoptaba, sin embargo, aires de entendido.
—Vaya, tocan a rebato —dijo mi tío que tenía el oído fino como toda la gente de iglesia—. Debe haber un incendio por alguna parte.
El obispo vivía fuera de su época y no sabía nada de política.
—Es la guerra —afirmó Badabuche—. Se esperaba hace dos días.
Asesté un último golpe de hacha y el árbol cayó con un ruido desgarrador de ramas aplastadas. La guerra me dejaba indiferente aun cuando mi padre mandara un regimiento de cazadores en los Alpes; tal vez ya estuviera combatiendo. Nuestras relaciones no habían mejorado con el tiempo.
—Otro año más que no ingresaré en el Instituto —dijo el obispo con inmenso desprendimiento—. Todo el mundo va a estar muy ocupado.
Apareció Guste encaramado en mi «bici».
—Sube a la baqueta —me dijo—. Vamos a Marmeize; va a haber acontecimientos.
—Subiré a Bergerolles para ver a Marie y bajaré con ella a Marjevols, donde están mis padres. Según mi tarjeta de movilización partiré mañana.
Comprendí que hubiese preferido pasar aquel último día con nosotros.
En Marmeize los campesinos se agolpaban delante de la Alcaldía. El alcalde había hecho izar la bandera tricolor gritando luego «¡Viva Francia!», pero sin encontrar el menor eco.
Al día siguiente me reuní con Badabuche y Marie en el andén de la estación de Marjevols. El tren se llevó al maestro y yo llevé a su novia de regreso a Bergerolles en el auto que el obispo me había prestado. Consideró que la importancia de los acontecimientos me dispensaba del permiso de conducir.
—No me gusta esta guerra —me dijo la Vieja—. Empieza mal y nadie tiene ganas de hacerla, a excepción, tal vez, de tu padre, pero para él, claro, es su profesión. He escrito a tu madrastra para decirle que se venga con tu hermano pequeño.
La Vieja cumplía con su deber, pero yo sabía que mi madrastra le desagradaba. La consideraba inclinada a la molicie y le reprochaba su afectación y el dinero que llevara como dote a mi padre y que no fue ganado de manera noble, labrando la tierra. De todas maneras, aquel personaje rechazó la oferta; se encontraba bien en París y formaba parte de un comité de la Cruz Roja donde se tomaba el té.
—No me gusta esta guerra —afirmó a su vez el obispo—. Las guerras no solucionan problema alguno. Si se me permite ser profeta a semejanza de los antiguos, te predigo, querido sobrino, que aun cuando la ganen las democracias, como así lo deseo, siempre resultarán contaminadas por los regímenes de violencia contra los que deberán combatir.
Un domingo invité a Marie a acompañarme a pescar. No me animaba ninguna intención en particular; me gustaba su compañía, me complacía con la armonía de sus ademanes y el arroyo que quería piratear pasaba cerca de la granja donde ella servía.
En una cesta de mimbre llevé nuestros dos almuerzos, vino en una bota y una caña de pescar para disponer de coartada. Pero no tenía la menor intención de utilizarla, ya que pensaba utilizar exclusivamente mis manos.
El arroyo serpenteaba en medio de una landa de brezales; estaba transparente y helado, formando en algunos lugares playitas de arena fina. Marie, con el pelo suelto, devoraba con apetito de hija de los bosques y cuando echaba atrás la cabeza para beber de la bota, la garganta se le henchía de placer. De pronto descubrí que también ella era una hija auténtica de Timothée, sensual y vigorosa; una pagana de amplias formas con un vientre en ánfora hecho para recibir el placer de los hombres y madurarlo en hermosos niños.
El milagro se produjo hacia las tres de la tarde.
De súbito la temperatura subió varios grados; se hicieron más violentos los aromas de las plantas de montaña, el brezo, el tomillo y la genciana, la hierbabuena, el hinojo y el citronil. El arroyo se agitó. Todas las grutas bajo las piedras, todos los agujeros en las orillas se vaciaron de sus peces, atacados de repente de locura. Saqué rápido mi caña y la lancé con un saltamontes de cebo; en aquellos momentos todos son buenos. Volví a sacarla lanzándola de nuevo y cada vez al borde del hilo se retorcía un gobio negro de torrente, una trucha salpicada de puntos rojos en los costados, una perca de plata.
Lanzaba los peces a Marie, quien los recogía; reía, chillaba y saltaba. Se habían liberado unas fuerzas poderosas; su voz enronquecía mientras que a mí me asaltaba el deseo violento de emparejarme con la tierra toda. Había saltado un misterioso dique y reaparecieron todos los dioses sensuales y amorales de los tiempos felices del paganismo: Dioniso, sus ninfas y sus sátiros, las dríades y las hamadríades, Efebo y su sol, Zeus y sus apetencias, y, por unos instantes, Afrodita, la gran ramera cósmica...
En los brezales tumbé a una Marie dócil y jamás he sentido un placer semejante. Me desposé con Afrodita y con todas las diosas; mezclé mi sangre con la de los dioses. Pero luego llegó el remordimiento. Después vi varias veces más a Marie, pero nunca volví a encontrar aquel éxtasis y aquel desenfreno. Una tarde que nos habíamos amado en un henil entre el olor acre de heno, me dijo:
—Me ha escrito Badabuche. Está destacado en un depósito en Seine-et-Marne; se aburre y se siente muy desgraciado como si supiera... Se ha hecho amigo de un médico que le ha prometido darle un permiso por enfermedad. No debemos volver a vernos.
El 17 de septiembre Timothée se ahogó.
Después de dilapidar con la desenvoltura de un gran señor la herencia de la Pétasse, volvía a ser muy pobre. Pero la aurora que le confiriera la Barrica, hacía que lo invitaran a todos los grandes banquetes que acompañaban a los acontecimientos solemnes: bautizos, bodas o entierros. Mostraba incluso tendencia a sentirse exigente en cuanto a la calidad de la comida y en una ocasión llegó hasta a negarse a beber un vino con un ligero punto de acidez. Y no era que la herencia se le hubiera subido a la cabeza, sino que Timothée poseía el sentido exacto de las jerarquías en cuanto se refiriera a fiestas y diversiones. Solicitaban de su presencia que diera a los banquetes cierta pompa y propagando a su alrededor su alegría, su risa contagiosa, sus bellas historias, llegar por etapas al resultado lógico: la borrachera en los hombres, el enternecimiento en las mujeres. Por tanto, no podía exponerse al jamón rancio, a las patatas heladas o a los restos de los toneles. Prefería comer en su casa un trozo de pan negro con queso.
Para el entierro del viejo Augustin Pignéde, el amo de la granja de Eyrolles, la familia había hecho bien las cosas. Una vez sepultado el muerto con las bendiciones y los padrenuestros de rigor, instalaron una mesa en el hórreo sirviendo un descomunal banquete a quienes formaban parte de la «parentela» o que acudieron al entierro desde aldeas lejanas. Hubo morcilla, carne y caza, volatería y truchas con un vino áspero y franco, servido en picheles de estaño.
Timothée comió con apetito; había querido al difunto porque fue generoso, amplio de espíritu y hasta una edad bien avanzada, gran perseguidor de faldas. Delante de la viuda, de los hijos y las hijas, Timothée había contado cómo se las arreglaba Augustin para derribar a las sirvientas. Nadie vio en ello mala intención; por el contrario, los allegados del viejo campesino se sintieron halagados.
A todas las recién llegadas, por jóvenes que fueran, Augustin les decía: «Ya me ataca otra vez el reumatismo, pequeña. Ven a atarme el cordón de los zapatos.» Cuando la muchacha se inclinaba, Augustin aprovechaba rápido la ocasión. Jamás padeció reumatismo; sabía defenderse bien haciendo que en primavera le picaran las abejas.
El banquete no terminó hasta las once de la noche. A Timothée le había costado mucho trabajo que los herederos no llegaran a las manos y, en consecuencia, se vio obligado a beber más vino que de costumbre. Le propusieron que durmiera en un henil, pero se empeñó en regresar a su casa. Creía que el aire de la noche lo despejaría. En lugar de atravesar el Truyére por el puente de Mauverdier por donde pasa la carretera general, quiso tomar un camino diagonal, lo que le obligó a atravesar el río por un viejo puentecillo de madera que la humedad de la noche hiciera resbaladizo. Probablemente Timothée tropezaría y al caer en el agua ya fría, sufrió una congestión.
Jean Caluc, anonadado, queriendo vengar a su amigo, trató de hacer correr el rumor de que lo habían asesinado, que el alcalde y los gendarmes tenían mano en ello. Pero nadie dio el menor crédito a semejantes sugerencias, que en otros tiempos hubieran desencadenado las pasiones.
La mayoría de los hombres estaban «en armas» y tan sólo mujeres y ancianos formaron la comitiva del féretro. Guste, que se anticipara al llamamiento de su quinta, acudió con permiso especial a los tres días de su incorporación; llevaba un triunfante gorro cuartelero, un capote viejo azul cielo y unas bandas en las pantorrillas que se le soltaban continuamente; me pareció ridículo.
Junto a la tumba abierta, el cura pronunció las siguientes palabras:
—Hermanos míos, Timothée dio, durante toda su vida, mal ejemplo. Con el dinero del Señor se entregó a orgías; votó siempre a las izquierdas y envió a sus hijos a la escuela laica. Jamás quiso hacer nada con sus dos manos. Aun así, hoy lo bendigo; era cristiano porque, como todos sabéis, fue bautizado. Sabía todo cuanto ocurría en Marmeize y tal vez el buen Dios se lo haya llevado a un rincón para que le informe. Pero a vosotros, hermanos míos, el Señor os enviará a arder al infierno, porque no queréis pagar el denario del culto. Me decís que la guerra tiene la culpa. Me decís que vuestros hijos están en el Ejército y que los paquetes cuestan caros. Yo también tengo a mi vicario. Thérése, no te agites así. El abate acaba de escribirme que sus zapatos están destrozados; quiere un par de piel de foca. Tendré que enviárselos. Si se le hielan los pies no podrá volver a trabajar para la santa Iglesia. Y eso es todo. Timothée, ha hecho cuanto he podido por ti; ahora arréglatelas tú allá arriba. Pero si llego a encontrarte en el Paraíso, sabré que intervino ese viejo borracho de Noé... Requiem aeternam... Pater noster...
Toda la aldea pensó, Madame, que Timothée estaba bien muerto porque el cura lo había enterrado; sólo algunos sabemos la verdad: Timothée está bien vivo. Lo he encontrado en latitudes muy diversas, un día joVen, viejo al siguiente, hablando árabe, chino, persa o francés, sospechoso a los ojos de todos aquellos que gozaban de la más leve autoridad y que, con frecuencia, abusaban de ella: los gendarmes, los maestros, alguaciles y ayudantes.
Desde hace unas semanas empiezo a sentir bullir en lo más profundo de mí un Timothée que despierta.