13
Cuando Antonio subió al coche, el sol vestía sus primeras luces, tras haber vencido la cortina de nubes que oscurecían la mañana.
El coche estaba seminuevo y el motor respondía bien. Inició la marcha lentamente, en dirección a la ciudad. Había pasado la noche con unos colegas, grifotas de los primeros tiempos, en Alboraya. Era su última noche. La próxima pensaba dormirla en Barcelona.
Un poco de música vendrá bien, murmuró entre dientes. Puso la radio.
«Aún no se sabe cuántos son con certeza. Las primeras noticias que se tienen apuntan la posibilidad de que se trate de tres individuos encapuchados. Los atracadores han penetrado en la sucursal del Banco Hispano Americano, sito en la calle San Vicente, hace apenas unos veinte minutos. Al parecer, un transeúnte detectó cierta anormalidad en el interior de la sucursal y dio aviso a la policía. La rápida intervención de una dotación policial ha impedido la huida a los atracadores, que se han hecho fuertes en el interior del banco…»
Las diez y media.
Los mendas de ahora, pasados de chocolate, no servían ni para dar un palo en un banco. Un traque se da bien o no se da. Además, ésas no eran horas de hacerlo, y menos en una calle tan céntrica.
La policía empezaba su jornada con un atraco. Bien visto, era lo mejor que le podía suceder. Iban a estar ocupados durante un buen rato.
«Fuertes contingentes de la policía rodean el edificio… El tráfico ha sido cortado. Parece ser que mantienen como rehenes a los empleados del banco y a varios clientes que se hallaban en el interior.»
Circulaba por la avenida de Emilio Baró. El tráfico era ya pegajoso. Maldijo en voz baja, al comprobar que seguía haciendo mucho viento. Toleraba bien la lluvia, pero las andanadas del viento le deprimían de forma especial. Miró el reloj digital del coche y se tranquilizó. Iba bien de tiempo.
El día anterior había sido un éxito. Y ni el viento ni nada iban a ponerle de mal humor. Se había inyectado antes de salir de casa y su cuerpo estaba templado. Todo marchaba según lo previsto.
«Las noticias que nos llegan son muy confusas. Una auténtica multitud se ha dado cita alrededor del banco. La policía trata de persuadirles y les obliga a alejarse. Se desconoce, por el momento, la identidad de los atracadores. Tampoco se tienen noticias de que haya ningún herido; no se ha escuchado ningún disparo…»
Sintió asco de la gente. De los curiosos, que escondían su morbosidad tras la apariencia de personas legales; los que conducían, próximos a él, cómodamente, arropados por un trabajo bien remunerado; y esos otros, que deambulaban nerviosamente, ganando minutos al tiempo, convertidos en seres vulgares y enanos.
A él le quedaban escasos minutos para conseguir el dinero y largarse.
«En este momento nos llega la noticia de que los atracadores quieren negociar. Están poniendo condiciones para dejar en libertad a los rehenes…»
Cruzó el viejo cauce del río Turia por el puente del Real.
Había esperado que Maica volviera de nuevo a él. Pero ella se escondía tras una muralla de silencio. En realidad, tampoco él había querido saber nada de Maica. La noche anterior estuvo tentado de telefonearla, pero desistió. No podía rebajarse ante una mujer. Y menos ahora.
De momento, cuando tuviera el dinero en el bolsillo, se reuniría con Serafín el Ladillas en Barcelona. Allí planearían el viaje. Después, ya se encargaría de ella. Maica tendría que volver a su lado. Él iba de hombre y no podía permitir que una mujer le dejara, como a un papel usado.
«Se ven muchos policías de paisano, parapetados tras los coches estacionados en la calle. También hay francotiradores, apostados en las viviendas de enfrente.»
—Mal lo tenéis, colegas —murmuró.
Estaba detenido en un semáforo de la calle Játiva. Pensó que debía haber dado una pasada antes por las proximidades de la cafetería Reno, por si acaso la pasma. Pero desechó el pensamiento. No era posible que don José María se hubiera ido de la muí. No estaba bromeando cuando le amenazó con el revólver.
Se llevó la mano a la cintura y el tacto del arma le infundió confianza.
Cuando el semáforo cambió a verde, entró en la calle San Vicente.
«Los atracadores llevan, según se ha sabido, escopetas de cañones recortados. La Jefatura de Policía aún no ha emitido comunicado oficial alguno, pero se cree que se trata de delincuentes comunes…»
Vio un hueco y detuvo el coche, dispuesto a aparcar. El frenazo brusco desató las iras de los conductores que circulaban detrás de él y que empezaron a hacer sonar sus aparatos acústicos. Antonio les dedicó un gesto obsceno y se olvidó de ellos.
«Está paralizado el tráfico en…»
Fue caminando hacia la calle Lauria. Se dijo que había hecho bien poniéndose la cazadora marrón, que le había prestado un colega. Introdujo la mano en el amplio bolsillo de la derecha y empuñó el revólver. Sonrió, satisfecho. Unos minutos, y el dinero sería suyo.
Estaba cerca de la cafetería Reno. Caminaba despacio, marcando sus pisadas con fuerza.
De pronto, a unos diez metros, frente a él, vio un hombre en extraña espera. La alarma resonó en las cavidades de su pecho. Volvió la cabeza atrás. Muy próximos y en su misma dirección, dos hombres jóvenes le observaban. Reconoció a uno. Eran policías.
Una breve vacilación. La humillación de la victoria pisoteada y el miedo.
Siguió andando, frenando su propio paso.
Con rapidez sacó del bolsillo la mano que empuñaba el arma. Disparó. El hombre le miró con sorpresa, se llevó una mano al hombro y se desplomó.
Inició la carrera, sin volver la cabeza. Quedaban apenas cuarenta metros para alcanzar la esquina. Si tenía suerte, la aglomeración de gente jugaría a favor suyo. La policía no podría disparar, por miedo a herir a otra persona.
Llegar a la esquina y estaba salvado. Corría frenéticamente. Le pesaban demasiado los pies.
El estruendo del disparo le estalló en la cabeza.
Era como si volara. Su cuerpo era etéreo e infinitamente lento.
El segundo impacto no lo sintió.
Estaba caído en el suelo. De pronto, la mañana se había apaciguado. Sus ojos abiertos en un asombro no traslucían el miedo que arañaba su mente. Como tantas veces, nadie estaba pendiente de él, que yacía de bruces en el suelo con el brazo derecho ligeramente separado del cuerpo. La caña de la bota campera le oprimía la pierna derecha. Una brecha de fuego le cruzaba la cabeza, empapado de sangre su negro cabello, confiriendo a su cara alargada y huesuda una palidez letal.
El dolor era penetrante y se le iba anudando por todo el cuerpo, mientras su débil quejido se prolongaba mansamente a la luz del sol. Una sensación cálida descendía por su frente.
No se podía mover. Oleadas de sangre subían, retumbando en su cerebro, y le dejaban ingrávido el pensamiento.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué esperaba? ¿O será que avisa la muerte?
Imágenes de penumbra rompían a golpes el silencio.
No podía situar los recuerdos. Sus ojos estaban entrando en oscuridad. Maica. Un mar de cabellos rubios que enmarcaban su rostro de ojos adolescentes, cubierto de tristeza; aquella piel blanca y tersa, tan conocida…
Quedaba todo tan lejano ya.
Las sombras, casi espectros, continuaban en borrosa ascensión.
No podía ser cierto que tuviera que morir. Sentía que se acercaba a un lugar donde la vida, suspendida apenas de una niebla inconsistente, podía quebrarse. La muerte estaba ahí, agazapada.
Dos policías se inclinaron sobre él. Le hablaban, pero sus palabras resonaban en la distancia.
Se dejó hacer, impotente, mientras le envolvían en una manta para introducirle en el vehículo.
La sirena golpeó la calle y el coche se puso en marcha. Ahora no sentía ningún dolor. Pero estaba muy cansado. Hasta el miedo era de otra forma. De pronto, la realidad no era un conjunto de deseos almenados. Todo carecía de valor. Era como si hubiera gastado toda la ilusión.
Entonces, los ojos abiertos no alcanzaron a llenar de luz su cuerpo. La andadura había terminado.
El policía que sostenía su cabeza, le miró fijamente. Después, le tomó el pulso.
—Está muerto —dijo.