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El sociólogo de la prisión se encontraba de un humor excelente aquella mañana. Normalmente, sus jornadas de trabajo en el establecimiento penitenciario estaban exentas de problemas urgentes que resolver. Todo se reducía a conversar con los reclusos y confeccionar un historial, lo más completo posible, de cada uno de ellos. Era una labor apasionante, como sumergirse en un mundo aparte. Un mundo con su propia moralidad y regido por leyes diferentes. Todos aquellos hombres se comportaban de forma agresiva y habían renunciado a la sociedad.

Pero estaba convencido de que con método y perseverancia él podría cambiar la personalidad delictiva de muchos de ellos. Sólo era cuestión de encontrar en cada caso, el elemento aglutinante de sus inclinaciones hacia el delito.

La silla crujió ligeramente cuando se sentó tras la mesa del despacho. Era una estancia espaciosa y austera, en el tercer piso, con dos ventanales de cristal opaco amarillento.

Era un hombre delgado, de tez pálida. Se puso las gafas de montura dorada y ojeó las fichas de diversos reclusos. Separó una que leyó con detenimiento.

«Antonio Chacón Murillo, alias Toni el Califa.

Conceptuación: Delincuente habitual contra la propiedad y traficante de drogas.»

En ese momento oyó dos golpes en la puerta y levantó la cabeza.

—Adelante.

Un ordenanza asomó la cabeza. A un gesto del sociólogo entró, seguido de Antonio.

—Siéntese —y le indicó una silla, frente a la mesa.

El ordenanza se retiró y cerró la puerta.

—En un momento estoy con usted —explicó, conciliador—. Puede fumar, si lo desea.

Antonio le observó detenidamente. Era aproximadamente de su misma edad y tenía unas manos inmaculadas, que siempre había envidiado.

En la cárcel todos se tomaban a broma a aquel hombre, de ideas angelicales, que parecía haberse impuesto la misión de redimirles a todos. Nuevo en el centro penitenciario, debía de hacer escasos años que había terminado sus estudios.

Encendió un cigarrillo y aguardó sumisamente, mientras le veía ordenar, infatigable, una serie de fichas.

El sol de la mañana le daba de lleno en la espalda y Antonio sintió que, de forma inexplicable, se le adormilaban los ojos en un suave vaivén entre el sueño y la realidad.

El sociólogo levantó la vista por encima de sus gafas y miró a Antonio. Repasó su ficha.

Lugar de nacimiento: Valencia.

Fecha: 21-11-51.

Nombre de los padres: X y María.

Estado: Soltero.

Profesión: Ninguna.

Fecha y motivo del ingreso en prisión:

3-8-1971 Hurto.
21-9-1972 Robo con fuerza en las cosas.
3-5-1974 Tenencia útiles para robo y objetos de procedencia ilícita.
27-6-1975 Lesiones en agresión y atentado.
3-8-1975 Hurto y tenencia drogas.
11-1-1976 Conducción ilegal. Reclamado.
5-7-1977 Tráfico de drogas.
11-9-1977 Aplicación Ley de Peligrosidad Social.
17-2-1978 Robo con fuerza en las cosas.
13-11-1980 Robo con fuerza en las cosas.

Observaciones:

Puesto a disposición del Tribunal Tutelar de Menores, en dos ocasiones, por hurto y robo.

Datos complementarios:

Individuo agresivo y altamente peligroso. Convive con una mujer que ejerce la prostitución. Frecuenta compañías de delincuentes habituales contra la propiedad y los lugares donde se reúnen los consumidores y traficantes de drogas. En ocasiones ha usado nombre falso. Se considera muy improbable su recuperación para la sociedad.

Pensó que quizá su predecesor se había excedido en un juicio demasiado severo. Se quitó las gafas y limpió ceremoniosamente los cristales con un pañuelo blanco. Se le notaba indeciso.

—Mi labor como sociólogo —empezó diciendo— no pretende otra cosa que ayudarles a ustedes. Trato de ver las posibilidades de adaptación en el medio en que ahora se encuentran y también con vistas a su integración en la sociedad —hizo una pausa, para calibrar el efecto de sus palabras. Golpeó suavemente con la punta del bolígrafo sobre el bloque de cuartillas que tenía delante y continuó—: Hablando sin rodeos, intento que lo bueno que hay en usted aflore a la superficie y que lo malo quede relegado a segundo término, como agua pasada. Si lo entiende así desde el primer momento, esta conversación puede ser muy positiva. Piense que al desnudarse a sí mismo se llegan a comprender en profundidad una serie de motivaciones que son las que, en definitiva, nos convierten en lo que somos. Fundamentalmente, el psicoanálisis es eso: un estudio serio sobre uno mismo.

Antonio se esforzaba por mantenerse atento a sus palabras. Aquel hombre tenía estudios, pero era evidente que había vivido poco. Físicamente lo encontraba demasiado delgado. Una calvicie incipiente se abría camino a ambos lados de la frente, entre su oscuro pelo rizado. Vestía una chaqueta deportiva, camisa azul y un pañuelo oscuro al cuello.

—Le puedo asegurar que si usted pone voluntad, a la larga estos contactos serán muy positivos. Si consigue conocerse mejor, tiene todas las posibilidades a su favor. He de admitir que no siempre se cosechan éxitos, pero en su gran mayoría los fracasos se deben a la escasa colaboración con el sociólogo. ¿Me comprende?

Antonio asintió, tras un titubeo. Estaba totalmente ausente. Por un momento pensó en la posibilidad de ganarse la confianza de aquel hombre. Ello podía traer aparejadas muchas ventajas.

—Bien, si está dispuesto, vamos a empezar con unas preguntas sobre usted.

Se puso las gafas y buscó un formulario impreso. Antonio corroboró todos los datos de filiación pero mintió cuando fue preguntado por su domicilio. Una vez más, dio el de su madre. El piso que compartía con Maica, seguramente lo ignoraban los de la policía y no era cosa de quemarlo por un loco de la vida. Por lo demás, esa pregunta, en otras épocas hubiera tenido múltiples respuestas, todas ellas diferentes. Había dormido en pensiones y dentro de coches robados; conocía el frío de la noche a la intemperie sobre un banco de la vía pública, y el cobijo cálido del piso de algún amigo.

Recordaba que una mañana, tras una velada de embriaguez total, había amanecido junto a la tapia de un cementerio. Huyó del lugar a toda prisa, antes de poder recordar cómo había llegado hasta allí.

La voz del sociólogo, le volvió a la realidad.

—¿Conoció usted a su padre?

—No.

—¿Qué sabe de él?

—Nada. Que se largó con una fulana.

—¿Después de nacer usted?

—Antes.

Tomaba nota de las respuestas, calmosamente.

—¿Su madre le habló mucho de él?

—No. ¿Para qué?

—¿Le dio su apellido?

—No.

El hombre no hizo ningún comentario. Por el gesto vivaz de Antonio, supo que había pulsado una fibra delicada.

—¿No ha vuelto a tener noticias de su padre?

—No.

—¿Se volvió a casar su madre?

Antonio levantó los hombros.

—Vive con un menda —respondió indiferente.

—¿Desde hace mucho tiempo?

—Sí, siendo yo pequeño.

—¿Significó mucho en su vida?

Antonio se irguió en la silla.

—¿Quererle? Yo he pasado mucho de él.

—¿Por qué?

Se hizo un silencio. El sociólogo carraspeó ligeramente.

—No parece usted muy hablador —dijo.

Antonio apartó la mirada. Empezaba a resultarle pesado el hombre aquel. ¿A qué venía hablar ahora de su padrastro? Podría haberle contado las palizas recibidas en su infancia; el cariño que nunca tuvo de su madre, a causa de aquel chulo; las veces que huyó de casa al ver a su madre golpeada.

Pero no quería hablar de todo aquello. ¿Para qué? Bastante hacía con aguantar el rollo. Por tanto, que no se le pidiera nada más.

—¿Qué estudios tienes?

Estuvo tentado de decirle que era ingeniero. Ese pobre hombre no cogía onda.

—Primarios —respondió.

Luego quiso saber la actividad laboral que había desarrollado Antonio a lo largo de toda su vida. Le mintió, de nuevo, inventando un sinfín de empleos. Apenas hizo hincapié en sus creencias religiosas y volvió a incidir en lo relativo a su infancia. Sus respuestas eran siempre lacónicas, cerrando todos los caminos de su intimidad.

—Ha estado muchas veces detenido —explicó el sociólogo—. Es usted un hombre curtido que, además, denota un grado de inteligencia no muy común.

Antonio quedó perplejo, tratando de adivinar qué pretendía por el camino de las alabanzas.

—Tiene usted… —repasó la ficha, flemático— eso es, veintinueve años. Hagamos un alto en el camino. Ha transcurrido ya una etapa importante en su vida. Puede ser éste un buen momento para plantearse el porvenir desde otra perspectiva. No es nada agradable vivir aquí dentro y para evitarlo lo primero que se necesita es mentalizarse. Cambiar nuestra mentalidad frente a la vida o de lo contrario terminar siendo un eterno presidiario. Y eso no debe ser. ¿Qué opina usted?

Guardó silencio, convencido de que el hombre había quedado satisfecho, tras largarle la perorata. Él tenía muy claro que no pensaba volver a la prisión. Era sólo cuestión de no cometer errores. La última vez se había confiado demasiado. Pese a lo cual no lograba adivinar qué fallo había cometido para que algún vecino advirtiera su presencia. Por lo demás, había actuado deprisa. En escasos segundos se apoderó de todo lo que de valor encerraba el piso. Salió a la calle en el preciso momento en que llegaba la policía. Le sorprendieron con todo el consumado. La próxima vez sería diferente.

Había que montárselo con el polvo. Daba mucho dinero, si se hacían bien las cosas. Para dar un buen meneo, tenían que estudiarse bien todos los detalles, como hacían los presos políticos. En ese aspecto admitió que los presos políticos estaban mejor organizados. Pero su orgullo les perdía. No se relacionaban con nadie más en la cárcel y formaban siempre grupo aparte.

El sociólogo seguía hablando con voz sosegada.

—¿Alguna vez le han detenido sin motivo?

—Muchas.

—¿Consume drogas?

Al fin, salía la cuestión.

—A veces, como todo el mundo —respondió.

—¿Heroína?

—Cuando se tercia.

Sus respuestas eran anotadas minuciosamente. Antonio despreció el sistema y a todos los hombres que formaban parte del mismo.

—¿Qué tal es su conducta en este establecimiento?

—Normal.

—¿Y qué entiende usted por normal?

No encontró palabras adecuadas para contestar y permaneció callado.

—Su conducta aquí —aseveró el sociólogo— es muy importante. No sólo porque le permitirá llevar una vida relativamente más cómoda, sino porque le coloca en el camino recto que debe seguir usted luego, cuando le den la libertad. Tómelo como una oportunidad.

Aquello era demasiado. Todas aquellas palabras estaban muy bien para los lameculos. Él conocía de sobra lo que era el maco. Allí dentro sólo hay una forma de vida: pisar fuerte y ser más duro que los demás.

Cuando salió del despacho, sin embargo, tuvo conciencia de que había desperdiciado una buena oportunidad. Era un buen hombre y simulando interés y con un poco de suerte habría logrado ganarse su simpatía. De ahí a conseguir un destino en la cárcel, sólo había un paso.