6
Aquel domingo Antonio estuvo toda la mañana como aletargado. Se había levantado con sueño y al mediodía aún no se había recuperado. El programa de la televisión del día anterior se había prolongado de forma inusual. Por lo demás, en la celda los tres habían abusado del hachís y del coñac, hasta altas horas de la madrugada.
En el patio el tiempo discurría con mucha lentitud. Aún faltaba media hora para la comida.
Buscó un espacio a la sombra, pues el sol cálido en los días de invierno le producía un sordo dolor de cabeza.
Del otro lado del muro llegó el vibrante chirriar de neumáticos sobre la calzada. Prestó atención. No parecía haber tenido mayores consecuencias. Por el sonido del motor, al arrancar de nuevo, dedujo que se trataba de un autobús. Imaginó la clase de personas que viajarían en él: matrimonios endomingados, ancianos sacando a los nietos de paseo y alguna pareja de novios sorbiendo con avidez, minuto a minuto, todas las horas del domingo.
Gente distinta. Les envidiaba su libertad, pero le repugnaba su forma de vida, estrecha, sin disfrutar plenamente de las cosas, siempre atados a sus costumbres.
De improviso, a escasos metros de él, dos individuos a los que no había prestado atención, y que parecían mantener una conversación apacible, empezaron a elevar la voz. Se adivinaba la pelea.
Uno de ellos era gitano, de tez muy cetrina, con los pómulos salientes y las mejillas hundidas. El otro, payo, era más grueso, de cara regordeta y una pronunciada joroba. Antonio le conocía por «el Chepa» y estaba en el talego por tráfico de drogas.
Los gritos atrajeron la atención de todos los reclusos del patio, que poco a poco se fueron acercando alrededor de los dos hombres. En el calor de la discusión, apenas se distinguían las palabras. Supuso que el motivo era el de siempre: un odio mutuo que surgía en algunos sujetos, sin ninguna explicación. Un odio primario que hostigaban constantemente.
El Chepa trataba de dar coherencia a sus explicaciones, enrojecido, con las venas a punto de estallar en su cuello. El gitano, en cambio, le interrumpía constantemente aumentando el tono de su voz y hablando más de prisa. De las voces airadas se llegó a los juramentos y luego a las maldiciones.
El gitano, enfurecido, profanó la memoria de los muertos de su interlocutor. El Chepa calló, como paralizado por un resorte. Los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas. No reparó en el amplio círculo de reclusos que les rodeaban.
El brazo derecho del Chepa salió despedido, rotundo, asestando un terrible puñetazo en la nariz al gitano, que trastabilló, cayendo de espaldas. En el suelo, se llevó la mano a la boca y contempló la sangre que manchaba sus dedos. Se puso en pie, pero antes de que lanzara su ataque, recibió una patada en los genitales, que le obligó a doblarse sobre sí mismo.
Todos los reclusos observaban en silencio, sin que nadie osara intervenir. El gitano, apenas repuesto del impacto doloroso que acababa de recibir, fue incorporándose con lentitud. Estaba de espaldas al Chepa, quien no captó el rápido movimiento de su mano derecha al calcetín del pie izquierdo.
El gitano se abalanzó sobre él como un huracán enloquecido.
—¡Cuidado, Chepa! —le gritó uno de los espectadores.
No tuvo tiempo de reaccionar.
Le había hundido el destornillador en el vientre.
El Chepa se llevó las manos a la herida, mudo y sorprendido. Luego, el dolor doblegó sus rodillas, desplomándose lentamente.
El gitano desapareció de la escena con rapidez. Los espectadores se alejaron asimismo del lugar. Dos reclusos, amigos del Chepa, le asieron por los brazos hasta ponerlo en pie y le sacaron del patio. Unos segundos después aparecieron varios funcionarios que observaron inquisitivamente a los reclusos.
Antonio dedujo que ignoraban quién era el autor de la puñalada, pero no tardarían en saberlo. El Chepa no hablaría. Pero entre tantos mirones había más de un chivato dispuesto a ganarse los favores de los boqueras.
Permaneció solitario, apoyado en la pared, fumando un cigarrillo. En el suelo, cerca de donde se encontraba, había un pequeño reguero de sangre.
Un funcionario le hizo señas con la mano para que se acercara. Antonio giró la cabeza a ambos lados, comprobando que estaba solo y que se le llamaba a él. Se acercó, sumiso.
—Dígame, don Elías.
—Vamos a mi despacho, Antonio. Quiero hablar contigo.
Era un hombre maduro, conocedor del ambiente de prisiones. Usaba gafas de gruesa montura, detrás de las cuales se escondían dos ojos diminutos.
Una vez en el despacho le indicó a Antonio que tomara asiento, frente a él.
—¿Estabas allí cuando ha ocurrido? —le preguntó, ofreciéndole un cigarrillo.
—Sí, señor.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Creo que una pelea.
—Crees que una pelea… —el hombre tamborileó los dedos sobre la mesa. No se inmutaba con facilidad—. Bueno, ya es algo. Pero, no sabes quién estaba peleándose con el Chepa, ¿verdad Antonio?
—No, señor.
—Estabas tan cerca de los dos, que de rebote te podían haber dado a ti. Pero no sabes nada.
Antonio bajó la vista, sin despegar los labios.
—Tenéis lo que os merecéis. Sois carne de presidio porque os gusta revolearos en la porquería. A la cabra le tira el monte y vosotros sois incapaces de reaccionar como personas humanas, ni siquiera una vez. No pidáis trato de personas hasta que no lo seáis. ¿Me oyes, Antonio?
El funcionario guardó silencio, esperando haber logrado algún efecto con sus palabras. Sabía que tenía frente a sí a un individuo duro, con muchos días de cárcel a sus espaldas, y que sólo entendía el lenguaje fuerte y agresivo.
—No puedo, don Elías —dijo Antonio.
—¿No puedes decir quién ha pinchado al Chepa?
—No, señor. Pídame lo que quiera, pero no sirvo para mamona.
—Entonces, atente a las consecuencias.
Antonio le escuchó con desprecio. Odiaba la cárcel y a todo el que se relacionaba con ella. ¿Quién se había creído que era don Elías? Porque tenía estudios y ocupaba ese puesto, se creía que lo podía todo. Si no fuera porque no estaba en condiciones de replicar, le hubiera gritado a la cara lo cerdos que eran todos los de verde. Si no los tuvieran encerrados, eso no pasaría. Y habla de ser persona, uno que carece de humanidad. Pensó que lo último que haría en esta vida sería meterse a funcionario de prisiones.
Sabía que por su silencio no le podían imponer castigo alguno.
—De acuerdo, Antonio. Ya hemos terminado de hablar.
Había calculado que emplearía la táctica del sermón dulce con él. Se alegró al comprobar que le daba por imposible.
El funcionario se quitó las gafas con cansancio y se frotó los ojos.
—Puedes retirarte —dijo.
Durante la comida en la celda, la conversación giró en torno a la puñalada del gitano.
—A estas horas el Cortés ya estará en una celda de castigo —aseveró Juan el Gafe.
—Seguro —afirmó el Bobadilla—. Con la cantidad de chotas que hay aquí, ya habrán trincado al gitano.
—Sí, pero mira —insistió el Gafe— el que está jodido es el Chepa. Dicen que el pinchazo ha sido cosa fea.
—Le ha metido todo el hierro —terció Antonio—. Era un destornillador de buen tamaño.
Los tres comían con apetito. Los incidentes de este tipo eran normales y la persona se habituaba a convivir con ellos.
—¿Qué quería el de verde? —preguntó Valentín el Bobadilla, señalando a Antonio con su tenedor.
—¿Don Elías? Nada, lo de siempre. Que si sabía lo que había pasado y todo eso.
—¿Y qué tal?
—Nada. De mí se ha comido una mierda.
—Pues habrá cogido un cabreo como un enano.
Era el Bobadilla que reía con la boca llena.
—Calcula —respondió Antonio—. Un sermoncito y a paseo.
—¡Y qué jodidos son los gitanos! —exclamó el Gafe.
—Son raros cantidad —dijo Antonio—. Lo mismo los tienes de cara que te vuelven la espalda. Si no eres calorro como ellos, no te aceptan. Llevan su vida a su manera. Sólo hablan entre ellos. Cuando un calorro tiene visita, acuden gitanos como moscas.
Y una manada de churumbeles. Pero ellos pasan de todo.
—De eso, nada —respondió el Gafe—. El mariconeo les va cantidad.
—Natural —dijo el Bobadilla, sin levantar la cabeza de su plato.
—Pues no es tan natural —agregó el Gafe—. Ten en cuenta que hace unos años a un calorro le gastabas una broma en plan mariconeo y te rajaba. Se volvían como locos. Pero ahora, ponen el culo y lo que haga falta. Les va cantidad el rollo.
—En esa materia, pasaban de historias —terció Antonio—. Fíjate, sus mujeres, por ejemplo. A un gitano hace muy pocos años le ponía los cuernos la mujer y ¡la que se podía formar! Ahora, los tíos se han echado a macarras y las mujeres se dan de bofetadas por currelar en el chino.
—Y se harán los amos del barrio —sentenció el Gafe—. Esa gente es como una plaga.
Rafael el Huesos se encontraba de excelente humor. Todo le sonreía bajo la mansedumbre de aquel sol invernal, jinete de ilusiones efímeras a caballo entre el odio y la desesperanza.
—¿Te van a dar la bola? —le preguntó Antonio.
—Qué va, qué va. ¿Por qué?
—Hombre, parece que vayas a salir en libertad. Llevas un día…
—Es que hoy me toca comunicación. Viene mi hermana.
Antonio comprendió de inmediato la euforia de su amigo. Cuando recibía visita, al Huesos siempre le llegaban drogas.
—¿Qué te va a pasar? —preguntó Antonio.
—Caballo. Tiene una onda buena.
—Te lo montas de buten, Rafa.
—A ver… No te muevas y te pudres aquí.
—Haces bien.
Rafael sonrió.
—Mi hermana tiene mucha jeta —explicó—. Entra aquí, como si tal cosa. Lleva siempre un bolso de mano y lo primero que hace es dárselo al funcionario para que se lo mire. Es cosa fina, lo que yo te diga. Y entre las tetas lleva escondidas dos bolsitas con caballo.
Antonio afirmó con la cabeza, con gesto complacido.
—Está clarísimo —dijo—. Tú coges el polvo y antes de que termine la comunicación, se lo has pasado a un menda de aquí. Después de la comunicación, cuando el de verde te cachea, estás limpio.
Ambos rieron. Súbitamente, Antonio apretó los labios con preocupación.
—¿Me puedo fiar? —le preguntó.
—Hombre, Califa, eso no se pregunta.
—Es que le voy a escribir una carta a Maica —y señaló una libreta que llevaba bajo el brazo.
—¿Sí? —interrogó, apremiante, Rafael.
—¿Se la podemos dar a tu hermana y que se la lleve a Maica? Es que no me fío del de verde. A lo mejor, la abren, ¿entiendes?
—No se hable más, Califa.
—De acuerdo. En un rato la escribo.
Antonio se alejó y buscó un rincón en el patio donde las posibilidades de ser molestado fueran mínimas, y se sentó.
Instintivamente, levantó la cabeza. Allá arriba, en su garita, estaba el guardia civil de vigilancia, con la metralleta al hombro: mensajero de la muerte para todas aquellas ratas que deambulaban en la cloaca sin salida.
Soltó una maldición. Apoyó la libreta en el saliente del muro junto al que se había sentado. Con lentitud, ya que escribir no se le daba bien, empezó su misiva:
«Un día del año 1980.
»Ya falta menos.
»¿Qué hay, Maica? Te escribo desde el patio, porque ha salido un buen día y así a ver si me animo. Son muchas las cosas de aquí que tengo que decirte. Pero esto de escribir no es lo mío. Como supongo que te molará saber cómo me va, te voy a contar algo.
»Como ya sabes, aquí de currar, nada. Me paso el día en el patio y en la celda, y ya estoy hasta los huevos. Aún no tengo nada para buscarme la vida, aunque ya estamos en tratos unos pocos para montar una partida de dados. (Y a ganar siempre, ya me entiendes.)
»Por ahí fuera la pasma está pegando mucho palo por lo de la droga. Aquí no paran de entrar casi todos los días. Está cayendo mucha gente y muchos colegas míos.
»Bueno, tronca, yo no sé lo que tú harás por ahí, pero te juro que me molaría estar ahora contigo. Pues a pesar de los mosqueos que tuvimos últimamente, te sigo considerando la mejor de todas las mujeres que conozco. Cuando salga, nos lo haremos de puta madre, tía.
»Aquí dentro, hasta los que van de más hombres, están dándole al mariconeo. Te prometo que, por ahora, aguanto bien. Ya sé que no te importa que me lo haga con otro tío si no aguanto más. Pero ese rollo no me va.
»Lo demás, todo igual. Los funcionarios te meten una coña con lo del reglamento, que no veas. Menos mal que por las noches en la celda nos ponemos cardíacos de priba. Y a veces tenemos chocolate y cogemos unos ciegos que dormimos como marmotas. Ya te imaginas que estar aquí dentro es un palo. Hay muchas veces que estamos chungos por falta de droga. Ya te hablé de los pocos amigos en los que se puede confiar aquí.
»Este sobre te lo lleva la hermana de Rafa el Huesos. Es un buen colega y ella tiene ahora una buena onda de polvos. Que se enrolle bien contigo y me ligas un poco de chocolate; y de polvos, lo que puedas. Cuando lo tengas, vienes a verme y te diré la forma de pasármelo. Yo he pensado en el abogado. Falta que trague. Él me podría pasar un buen mogollón. Yo veré que trague. Por la cuenta que le tiene, lo hará. Pues si yo hablara, con las joyas que se ha comido, tenía para unos cuantos marrones. Bueno, ya lo hablaremos.
»Enróllate bien, Maica, que lo necesito para ganarme la vida aquí.
»Tengo ganas de ponerme ciego contigo.
»Te quiere.
»ANTONIO.»
Ese mismo día a última hora de la mañana y cuando ya había entregado la carta a Rafael el Huesos, le llegó un aviso inesperado, a través de un ordenanza.
—Tienes una comunicación —le dijo—. Me ha dicho don Elías que te llame.
—¿A mí?
—Sí. Es un abogado.
Antonio salió del patio. Cruzó la gran explanada situada en la entrada de las galerías y pasó al pequeño cubículo en el que existía una silla por todo mobiliario adosada a una ventana para comunicar con el visitante. Por fortuna, no tenía reja. Al otro lado del tabique, en una habitación fría con señales de humedad en sus paredes, y amueblada con una mesa sin edad y una silla, estaba su abogado.
En todas las comunicaciones se apoderaba de él un profundo sentimiento de envidia. Las visitas le recordaban que él se hallaba de este lado de la pared. El otro era libre de dar por terminada la entrevista y abandonar la prisión en el momento que quisiera.
—Buenos días, Antonio.
—¿Cómo está, don José María?
El abogado llevaba un maletín de piel marrón y permanecía de pie. Tras saludar a Antonio, cerró la puerta de la habitación y se sentó. Depositó sobre la mesa el maletín y tras abrirlo, tomó unos documentos.
El hombre le observó unos instantes. Aquellos ojos diminutos daban la sensación de estar atisbando constantemente hasta los pensamientos.
—El asunto está muy feo; no te quiero engañar.
Verdaderamente, el hombre era conciso, pensó Antonio. No perdía el tiempo con palabras rebuscadas.
—Tu declaración ante la policía fue desastrosa —continuó—. Aunque luego en el juzgado la cambiamos, no hemos adelantado gran cosa. Te cogieron con todo encima.
Antonio le miraba en silencio, a la espera de que al abogado se le ocurriera, de pronto, alguna idea esperanzadora.
—¿No sirve lo que le hablé? —preguntó débilmente.
El hombre repasó, una vez más, sus papeles.
—Es lo único, pero no garantizo nada. He pedido fianza para sacarte, pero de momento el juez dice que ni hablar: que continúes en prisión incondicional. Cuando preparemos el juicio hay que decir que el día de los hechos, tú salías de la finca, donde habías ido a buscar a una amiga. Los detalles, los completaremos en su día —se detuvo, pensativo. Luego movió la cabeza y prosiguió—: Una amiga puede quedar mejor que un amigo, por aquello de la complicidad. Le podrían dar la vuelta al asunto. Pero todo eso ya lo estudiaremos. Dices que te encontraste en el portal una bolsa y la cogiste, sin saber lo que contenía. Luego, en ese momento, se personó la policía.
El abogado hablaba sin mucha convicción y Antonio comprendió que lo tenía muy difícil. Sin embargo, el juicio tardaría más de dos años en celebrarse. Ahora su preocupación era la libertad.
—¿Y de la fianza, don José María…?
—Ése es el tema. Nos pueden pedir bastante dinero, dados tus antecedentes.
El abogado recalcó las últimas palabras, agitando al aire el dedo índice de su mano derecha.
—¿Doscientos billetes? —preguntó Antonio.
—No lo sé.
Antonio estudió al hombre. Estaba convencido de que le iba a pedir dinero.
—Me veo en la obligación de hablarte de dinero —le dijo el abogado, en tono de disculpa—. Llevo muchos gastos en lo tuyo.
Y para mover lo de la fianza no vendría mal untar a alguien.
«El cuento de siempre —pensó Antonio—. Habrá que untar a alguien… Lo que quiere es chupar él.»
—¿Cuánto, don José María?
—Con cuatrocientas mil no cubro gastos, pero podré seguir con el asunto.
Antonio pensó que el hombre tenía los dedos muy largos. Podía estar haciendo un montaje y saber de antemano que no había nada que hacer.
—De acuerdo, don José María. Yo hablaré con Maica y se lo explicaré. Precisamente, hoy le he escrito una carta.
—Muy bien, que me avise entonces.
El abogado guardó los papeles en el maletín e hizo ademán de levantarse. La comunicación había terminado, pensó Antonio. Le había pedido dinero y nada más.
—Don José María…
—¿Sí?
—Oiga, necesito pedirle un favor. Estoy sin blanca y si usted me ayuda, puedo sacarme un dinero.
—Tú dirás —le invitó el abogado, un tanto sorprendido.
Antonio le explicó someramente que podría disponer fácilmente de dinero. Que, independientemente, Maica se pondría en contacto con él, para pagarle. Le insistió en que, por ese aspecto, tuviera la total seguridad de que no había problema; que en el hipotético caso de no disponer de esa suma —extremo éste totalmente imposible— disponía de amigos y si no se sacaría el dinero de donde hiciera falta. Tras esta exposición, que pareció tranquilizar al abogado, consideró que tenía ya el terreno allanado.
Maica, además de llevarle el dinero —insistió una vez más en el detalle— traería consigo un poco de hachís y de heroína. Un abogado es hombre de leyes y ningún funcionario del mundo se atrevería a cachearle al llegar o al salir de la prisión. El resto, era sencillo. Cuando acudiera a comunicar con él, se lo pasaría por la ventanilla. Una vez en poder de Antonio la droga, él se encargaría de entregársela a otro recluso antes de terminar la visita; con lo cual la jugada era perfecta. Por lo demás, añadió, eso lo hacían muchos abogados.
Cuando terminó de hablar, permaneció expectante, mirando al abogado que no parecía haberse inmutado lo más mínimo. La expresión de su rostro no dejaba traslucir ninguna decisión.
—No es, precisamente, una tontería lo que pides —comentó.
—Comprenda, don José María, que aquí la vida es peor que la de un animal. Además, de esa forma, puedo sacar una pasta y me hace falta. Se lo juro por lo más sagrado.
El abogado se puso en pie.
Era un buen luchador y no se ablandaba fácilmente. Estaba habituado a las lamentaciones y a los llantos fáciles. Conocía la capacidad para fingir de las personas.
—Lo pensaré, Antonio —le dijo en la despedida—. Cuando venga a verme Maica, ya decidiré lo que hago.
El abogado se marchó.
En aquel momento, Antonio supo que, si Maica le llevaba su dinero, accedería a la petición.