12

El sol de la mañana irrumpía ya con violencia en el despacho de don José María Real Rubén. La habitación era espaciosa y a través del balcón llegaba el bullicio de la calle Lauria. Junto a la pared del fondo, una gran mesa repujada en cuyos pies destacaban figuras de relieve. Dos sillas, frente a la mesa, tapizadas de terciopelo color salmón, similares a la que ocupaba el abogado. Los muebles eran de madera noble, de coloración tan oscura que la imaginación retrocedía varios años en el tiempo. La pared situada frente al balcón la ocupaba una gran librería, con tribunas en forma de arquería y fondo de terciopelo rojo, repletos todos sus estantes por gran variedad de volúmenes profesionales.

El abogado apartó la vista del documento que estaba estudiando y quedó pensativo, al tiempo que contemplaba los dos grandes blasones azules de la pared, en los que colgaba la colección de armas de fuego y de espadas.

Las arrugas marcaban su frente y sus ojos aparecían cansados. Esa defensa era más conflictiva de lo que había supuesto.

Mirando a su hija de cinco años que le hacía compañía, sentada en el suelo, sobre la alfombra turca, pensó que le dedicaba poco tiempo.

El carillón, con su melodía dulzona, empezó a sonar.

—Llaman a la puerta, papá.

—¿No está tu madre?

—Ha salido a comprar.

El hombre rezongó, molesto:

—Está bien, ya abro yo.

La niña siguió trazando líneas inconexas sobre el papel: castillos que emergían de la calígine de la noche y monstruos terroríficos que al conjuro del hada buena se convertirían en animales mansos. Giró su cabecita rubia, mirando a su padre que salía de la habitación.

Al abrir la puerta, vio a Antonio.

—Buenos días, don José María.

—¡Hola! ¿Cómo estás?

Le estrechó la mano y le hizo pasar, cerrando la puerta tras él.

—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó.

Notó cierta vacilación en Antonio. Tenía el rostro rígido.

—Quería hablar con usted —dijo.

—Muy bien, vamos al despacho.

Le indicó con la mano que pasara delante. Al entrar en la habitación, Antonio ignoró a la niña, que seguía con sus dibujos y tomó asiento frente a la mesa. Estudió el rostro del hombre en el que los años empezaban a marcar sus facciones.

—¿Algún problema? —preguntó el abogado con su característico acento paternal. Luego miró a su hija y estimó que podía permanecer allí.

—Sí.

—¿No te habrás metido en otro lío? ¿Te busca la policía?

—No.

—Menos mal. Por cierto, no te he dicho que el otro día conseguí anular una orden de ingreso en prisión que había decretado un juzgado contra ti.

—¿El siete?

—No. Es una causa antigua, por drogas. Te habían citado varias veces… Pero, en fin, eso está solventado —se detuvo, juntó sus manos regordetas y le sonrió—. Bueno, tú dirás.

—Necesito dinero.

—No entiendo…

—Está muy claro, don José María. ¡Necesito dinero!

El tono había sido imperativo. El abogado enarcó las cejas, sorprendido. Agazapados, detrás de sus gafas, los ojos se le empequeñecían. Sintió que un peligro impreciso flotaba en la habitación. Sus colegas, veteranos como él en materia penalista, le habían aconsejado muchas veces precaución frente a determinados individuos. Antonio nunca había sido conflictivo y ahora, de pronto, se mostraba agresivo. Y él sabía hasta qué punto podía ser peligroso. Miró hacia la niña, de reojo. Sin saber por qué, estaba inquieto.

Intentó una salida conciliadora.

—Los problemas de dinero siempre tienen solución —dijo—. Mientras no se trate de algo más serio, no hay por qué preocuparse.

—Le he dicho que necesito dinero. ¿Es que no lo entiende?

—La verdad, no acabo de comprender…

—Lo ha entendido perfectamente. Necesito tres kilos y usted me los va a dar.

El abogado levantó ambas manos, forzando una sonrisa.

—¿Te refieres a tres millones?

Antonio asintió.

—¿Y para qué necesitas el dinero?

—Eso es problema mío.

—Entonces…

—¡Tres kilos!

—No dispongo de esa cantidad. ¿Por qué supones que te los voy a dar?

—No me haga reír.

—Te estoy hablando perfectamente en serio.

—¡Tres kilos! —le gritó Antonio.

—Pero, ¿te has vuelto loco?

El abogado hizo ademán de levantarse, pero Antonio se puso en pie de un salto.

Entonces vio el revólver en la mano de Antonio y enmudeció. No sabría decir de dónde lo había sacado, pero lo empuñaba con firmeza. El metal negro, brillante, con su boca siniestra, le estaba apuntando.

—Por favor, Antonio —suplicó—. Ten calma. ¿No habrás pensado utilizar eso?

—De usted depende. No me provoque, ni intente nada raro.

Antonio le hizo un gesto y el abogado se sentó, intranquilo.

—¿Estás en algún apuro? —quiso saber—. Podemos hablar con calma y buscar una solución.

—No intente enrollarme. Esta vez no me va a comer el coco. Paso de historias. Le he dicho que necesito el dinero y basta. Tengo que ganarme la vida —observó el semblante del abogado y una expresión radiante iluminó su rostro. Lo tenía dominado, a su merced—. Fíjese, ahora es el mundo al revés. Usted me ha sacado el dinero siempre y lleva muchos «papeles» ganados conmigo. Los dos somos iguales, sólo que usted es «don José María» y yo «Toni Califa». Me ha santeado cantidad de pisos. ¿O no se acuerda? Yo le puedo decir que los mejores pisos que me he hecho, han sido los santeados por usted. He entrado en casas de amigos suyos y hemos ido a partir. ¿Y los consumados? Los mejores se los ha pulido usted y me ha dado la parte que ha querido.

Nunca he protestado, porque yo, mientras no me falte la pasta, voy bien. Pero ahora, se acabó. He ido de pringado toda la vida y ya me he cansado. Yo he sido un chorizo, no lo niego, pero usted también y además avaro.

Antonio gesticulaba violentamente, con el revólver en la mano. El hombre le miraba, aterrorizado. En cualquier momento, un gesto brusco y podría dispararse el arma. No comprendía de dónde había sacado el valor para enfrentarse a él de aquella forma. Tenía que encontrar la forma de apaciguarle.

—Estás equivocado, Antonio —le dijo.

—Yo creo que no —respondió con sarcasmo.

El abogado señaló el revólver.

—¿No crees que podrías guardarlo? Está la niña…

Antonio se volvió hacia la pequeña. Le daba la espalda y su cabecita rubia quedaba a un metro escaso de él. Con movimientos lentos acercó el arma hasta la cabeza de la niña. El cañón casi rozaba sus cabellos.

—¿Cree que mañana tendrá el dinero? —le preguntó.

—¡Por favor! Eso, no —suplicó, en un susurro.

—Usted tiene la palabra.

—De acuerdo —aceptó, abatido—. Pero guarda eso.

Antonio retiró el brazo y escondió el arma en su cintura. Con la cazadora, pasaba perfectamente inadvertida.

El abogado seguía, anonadado, sus movimientos de reptil, al tiempo que escuchaba sus propias pulsaciones. La sangre circulaba en torrente por sus venas, golpeando rítmicamente en su cabeza.

Antonio se sentó, nuevamente, frente a él.

—Tres millones, don José María —insistió, autoritario—. Mañana por la mañana, a las once.

—¿Y de dónde voy a sacar el dinero? ¿No podrías darme más tiempo?

—¡No! Mañana, a las once.

El abogado asintió, en silencio. La imagen del arma apuntando sobre la cabeza de su hija, le paralizaba los pensamientos.

—Creo que no se irá de la muí —le advirtió Antonio—. Tiene más que yo que perder, pero si quiere bronca la habrá. Yo no tengo miedo a nada. Además, para mí el talego es pan comido.

—No creo que me merezca este trato.

Antonio no le escuchaba.

—Si ha pensado en largar todo esto a la pasma, le juro que lo mato. Si me trincan, puedo encontrar otro abogado, pero usted estará criando malvas. Y le digo más: yo no soy hombre de letras, porque no las tengo, no sé hablar tan bien como usted, pero lo que tengo escrito me lo va a entender a la primera la policía. Me lo he escrito en un papel, que está en buenas manos, por si cree que me va a engañar.

El abogado estaba lívido. Se había quitado las gafas, cuyos cristales frotaba con un pañuelo. Sus ojos parecían ahora infinitamente más pequeños. Todo lo que había logrado en esta vida, prestigio, solvencia, una carrera casi brillante como letrado y un nada despreciable nivel económico, podía ser destruido por ese loco en unas horas.

—Te prometo que nadie sabrá nada —balbuceó. Sus manos temblaban de tal forma que las entrelazó, en un esfuerzo por controlarse.

—Quiero los tres kilos, mañana por la mañana. A las once en punto.

Antonio estaba muy excitado. Inclinó el cuerpo sobre la mesa, aproximando su rostro al del abogado.

—Nada de policía —exigió.

—Entiendo…

—Y si ha pensado traer alguno de los matones de mierda que van por ahí, ya lo sabe. Todo por el aire. Usted no lo contará.

El hombre asintió, gravemente.

—Otra cosa, don José María. Nada de trucos. No quiero «papeles» marcados, ni nada raro. Si veo algo que no me gusta, usted es hombre muerto.

Había dicho lo del dinero, en tono triunfal. Quería dar la sensación de que lo tenía todo perfectamente planeado. En realidad, ese dinero iba a salir al extranjero, y de poco iba a servir que controlasen la numeración de los billetes.

—Espero que sea la última vez que nos veamos, Antonio.

Sus palabras volvían a tener la cadencia conocida del hombre que no está habituado a perder. Antonio no le hizo caso.

—Mañana a las once en la cafetería Reno —explicó—. Está aquí mismo, en la esquina de su casa. Usted va mucho por allí, ¿no es eso?

El hombre se encogió de hombros.

En ese momento la niña se acercó, gateando hasta Antonio. Le tiró de la pernera de los pantalones.

—¿Quieres ver mi castillo? —le preguntó.

—Márchate de ahí, Belén —le gritó su padre—. ¡Sal del despacho! Papá está trabajando…

La niña quiso protestar, pero la extraña alarma en el rostro de su padre, la atemorizó. Se levantó llorando y salió de la habitación.

Antonio permanecía impasible.

—No lo olvide, don José María. Mañana a las once.

Se puso en pie. Tanteó el bulto en su cintura, provocativamente. El abogado se incorporó. Tenía el cuerpo pesado, como si despertara de un sueño de muchas noches.

Le vio caminar por el pasillo y abrir la puerta. Cuando salía, creyó ver una silueta diabólica aleteando por su rostro. Permaneció quieto unos instantes. Las piernas se le antojaban dos columnas graníticas.

El silencio le dolía en el cerebro, aguijoneado por centurias de puntitos fluorescentes que se sucedían con cada pulsación de la sangre.

Entonces escuchó la llantina de su hija, escondida en algún rincón de la casa.

Se asomó al balcón. Por el cielo de Valencia se deslizaban, tránsfugas, majestuosas montañas de nubes blancas. No percibía el rumor de la calle de la misma forma. Como si alguien hubiera cambiado en su cerebro el orden del tiempo y de las cosas. Ahora le parecía ridículo el afán y el nerviosismo de los transeúntes.

Se sentó, abatido. El escritorio estaba sobrecargado de papeles. Nunca había sido virtud suya el orden, pero de pronto, lo encontraba todo fuera de lugar. Nada era digno de que se invirtiera tiempo en ello. Sobre la mesa, junto al teléfono, estaba enmarcada en plata la fotografía de su esposa con la niña.

La mujer era más firme de carácter que él. No había vacilado lo más mínimo: el único camino a seguir, era dar cuenta a la Policía. Los rasgos delgados de su rostro le conferían un aire agresivo. Mirándola, recordaba sus palabras. Habían discutido el tema largamente.

Por su parte, aún dudaba en dar el paso. Seguía opinando que era mejor guardar silencio y contemporizar. Ya tendrían tiempo de resarcirse. Sin embargo, la indignación y el miedo estaban librando la batalla en su interior.

Se había retirado al despacho para meditar con calma los pros y los contras. Si accedía a las pretensiones de Antonio el Califa, podía convertirse en su juguete cada vez que le diera la vena. Por otro lado, el individuo estaba loco; era un peón suelto muy peligroso. Profesionalmente le iba a colocar en una situación muy delicada.

Si acudía a la Policía, cabían dos posibilidades: que consiguieran detenerle, antes o después de la extorsión consumada, o que lograra escapar a la envolvente policial. Si le detenían, la prisión solucionaría el caso, durante unos pocos años, con mucha suerte. ¿Qué ocurriría cuando saliera en libertad? Esa clase de personas no olvida y la reclusión aviva la venganza. Pero en el supuesto de que algo fallara y no se le pudiera detener, entonces…

Trató de desechar las imágenes que se agolpaban en su retina. Aquel individuo era capaz de todo.

Apretó los puños, impotente. Aunque no le gustara, la única opción que le quedaba era acudir a la Policía.

Alargó la mano y descolgó el teléfono.

—¿Por qué le ha elegido a usted? —preguntó el comisario Crespo, tras oír su detallada narración. Conocía la reputación del abogado.

—No lo sé —respondió.

Le pareció que hasta el aire era frágil en el despacho de la Brigada, como si algo se pudiera romper de un momento a otro.

—¿Estaba drogado? —quiso saber el comisario.

—Como siempre. Su proporción de heroína en sangre debe de ser altísima.

—¿Usted qué piensa de todo esto?

—Qué está enloquecido. No le veo otra explicación —el abogado hablaba con lentitud, la vista fija en el cigarrillo con el que jugueteaba sobre el cenicero, como si fuera la cosa más importante del mundo—. Es muy capaz de cumplir sus amenazas. Le llegó a poner la pistola en la cabeza a la niña. ¡Está loco! Yo soy hombre y le digo que me daba miedo mirarle a los ojos. En mi vida he visto una mirada como aquélla.

—¿En qué basaba sus exigencias?

El abogado levantó la cabeza. Cualquiera que fuera su respuesta, sabía que no iba a convencer. Pero había planteado el asunto bien. Toni estaba loco por las drogas. No cabía otro razonamiento.

—Lo ignoro —respondió—. Pero sé que va a cumplir sus amenazas… He pensado en la posibilidad de entregarle el dinero y si hace falta me voy de la ciudad. Todo, antes que continuar con esa amenaza.

—No debe pagar. Si lo hace estará a su merced cada vez que necesite dinero. Me pregunto para qué querrá tanto dinero.

—No lo sé.

—Es muy posible que esté planeando algún viaje. Heroína. Eso lo explicaría todo.

Tras la larga conversación, en la que se sopesaron todas las posibilidades del dispositivo de vigilancia que se iba a montar, el comisario se sentó a la máquina y escribió la denuncia.

Al día siguiente, el abogado debía acudir a la cita en la cafetería Reno, portando un maletín, a la hora prevista. Sin dinero. Todo lo demás, quedaba en manos de la Policía.

El abogado salió a la calle. La sombra de un mal presagio entristecía su rostro. Por encima del ruido, oía su propia sangre bombeando el miedo a martillazos sordos.

La tarde había caído y el pulso de la ciudad se había serenado.

Antonio conducía eufórico. Había alquilado el coche Ritmo, gris metalizado, esa misma tarde, con el documento de identidad falso, sin que detectara ninguna suspicacia. Todo funcionaba.

Y don José María… Bueno, ése estaba acojonado. Además, lo de la niña le había salido fetén. Seguro que el hombre no dormía en toda la noche. Y de largar a la pasma la historia, nada de nada. Ése no se iba de la muí. Sabía lo que se jugaba. Mañana a las once en punto estaría, puntual, en la cafetería Reno, con la pasta.

Se encontraba cerca de la calle Tres Forques. Decidió pasar por casa de Maica. ¿Por qué lo había pensado así, «casa de Maica»? ¿Es que no era también suya?

No debía detenerse. Ese piso quemaba.

Cuando cruzó la esquina, no vio el vehículo R-18, estacionado en las sombras, con dos hombres en su interior.

Maica no salió de casa en todo el día. Esta vez, el peligro era concreto, real. La policía lo sabía todo sobre Antonio. En muy pocas horas estaría detenido. Era un presentimiento.

¿Dónde se había metido? Su falta al trabajo, pendiente del teléfono, no había servido para nada. Sin respuesta en casa de Rafa el Huesos. Tampoco Blanca estaba en la cafetería.

Las horas se diluían lentamente en la profundidad de la noche. Se acercó al teléfono y marcó el número de Blanca. Oyó la señal al otro lado. Aquel sonido atravesaba la ciudad, firme, pero como una mecha rápida que no encontraba detonante. No había respuesta.

Se preguntó si Antonio la habría buscado. Quizá había ido a casa del abogado. ¡Dios no lo quisiera!

Colgó, desalentada, el teléfono. No comprendía sus propios sentimientos, que al tiempo que le hacían rechazar a Antonio, le buscaban afanosamente. Temía por su libertad. Eso era. El vínculo de la libertad. Sólo los que estaban en el rollo podrían comprenderlo. Le seguía odiando, pero allá en el fondo de su ira se remansaba algo etéreo, sin forma, que bien podría ser compasión.

Tenía que localizarle. La heroína estaba enloqueciéndole y era capaz de intentar el chantaje al abogado. Estaba perdido. El policía no había dejado traslucir nada, pero la repetida mención de su nombre era suficiente. Volvió otra vez a recorrer la conversación en el recuerdo. Habrían relacionado lo ocurrido en la cárcel entre Antonio y el Sevillano, así como su violación. ¿O quizá no tenían pruebas?

Tenía que hablar con él, contarle todo lo ocurrido. Pero nada más. No pensaba volver a su lado. ¡Nunca! Tomó el teléfono y marcó de nuevo. Cuando oyó la voz de Blanca, suspiró, con alivio. Su amiga le dijo que Antonio no había aparecido por casa en todo el día. Maica fue muy lacónica, pues no se fiaba del teléfono. Lo podían tener intervenido.

—Blanca, tan pronto como llegue, que me llame. Es urgente ¿me entiendes? Muy urgente.

Pero el teléfono permaneció en silencio toda la noche.