8
Antonio rompió el sobre con ansiedad. La carta era de Maica.
«Hola, tronco.
»Es la primera carta que te escribo y voy muy ciega, pues lo primero es la priba y luego las cartas. Perdona, pero no puedo escribir de ciega que voy. Me había quedado sin chocolate, ya sabes.
»¿Cómo estás? Supongo que muy mal. Espero que un poco más desenganchado. Yo hoy me había levantado relativamente bien, pues ayer estuve desde las tres de la tarde hasta las cinco de la mañana, a base de Rohipnol. Pero sólo para poder dormir. Si me lo propongo, puedo pasar del caballo.
»Aquí dicen que he cambiado mucho, y que estoy más delgada.
»Te voy a regalar una foto, pero está chunga, porque estaba hecha polvo.
»Tengo pretendientes, ¿sabes? Entre otros, el gallego y un abogado de Valencia. Me insinúan cosas obscenas, pero paso totalmente de ellos. ¿Cómo lo ves? Estoy haciendo voto de castidad. Espero que estés haciendo lo mismo o te mato. (Es broma. Te lo digo porque como nunca me las coges…) Ya sabes que a mí no me importa que ahí dentro te arregles con otro, si te hace falta. Te lo digo de verdad, pero no te acostumbres.
»A ver si nos conceden una comunicación especial y podemos hacerlo los dos. Aunque, te diré, a mí me deprime mucho hacerlo contigo ahí. No lo puedo remediar.
»Bueno, he dejado para el final la mala noticia. He abortado otra vez. El otro día me puse muy mala y se fue todo. ¡Menudo derrame! Menos mal que Blanca ha estado conmigo estos días. Ahora ya ha pasado todo, y estoy bien.
»Llevo dos días en casa y aún no trabajo. Me aburro cantidad.
»Lloré mucho por lo del aborto. Me había ilusionado con tener el niño y parecía que todo iba bien. Siempre ocurre algo que lo estropea todo. Mala pata. A ver si la próxima no fallo.
»Por aquí todo como antes. Esto es un palo.
»Con la tronca que te envío la carta, te mando un poco de chocolate para que te pongas a gusto. Ya te ligaré más la próxima vez, que ahora estoy sin blanca.
»Un beso. Maica.»
Había abortado. En la soledad de aquellas horas oscuras meditó en su paternidad frustrada. Estaba seguro de que sería un buen padre para sus hijos. Al menos, tenía la experiencia de su niñez. Pero siempre aparecía aquella gran sombra. ¿Valía la pena que naciera un hijo? ¿Cómo le explicaría un día su permanencia en el talego? ¿Qué le esperaba en esta vida?
Todos los interrogantes se agolpaban en tromba, buscando respuesta en su mente. Una depresión sorda le fue inundando. Si él hubiera tenido otra infancia…
Sus padres eran oriundos de Sevilla. Mucho antes de nacer él, se vinieron a Valencia donde se auguraban mejores perspectivas de futuro. Su padre no tardó en encontrar trabajo. Un día conoció a otra mujer. Tras una agria disputa con su esposa, salió de casa dando un portazo. Era lo último que su madre recordaba de él. Nunca más regresó.
Pasaban vidriosas por su retina las imágenes de la riada que asoló Valencia cuando él apenas contaba seis años de edad. Las calles parecían ríos embravecidos. El agua roja y el barro despedían un hedor pútrido. Su madre no cesaba de llorar. Vivían muy próximos al cauce del río Turia. La vivienda y todos los enseres quedaron anegados por las aguas. Tras la calamidad, a fuerza de súplicas y solicitudes, logró que se le adjudicara un piso, de reciente construcción, como damnificada, en el Barrio de la Fuensanta.
Antonio no conoció a su padre. Cierto día, su madre llegó a casa acompañada de otro hombre. Le dijo que, a partir de entonces, él sería su padre. Era alto, fornido, de mirada penetrante y unas manos grandes, temibles.
Casi siempre llegaba a casa borracho. La primera vez que vio cómo golpeaba a su madre, lloró de rabia, impotente. Después se fue habituando a ese trato y se escondía cada vez que adivinaba ademanes violentos en el hombre.
La primera mujer que vio desnuda fue su madre. Aquel día había salido del colegio antes de lo habitual. Al llegar a casa, al mediodía, le abrió la puerta un desconocido que le permitió pasar, sin prestar atención a su persona. Miró con ojos asombrados a aquel hombre. Sólo vestía una reducida prenda interior.
Antonio dejó la cartera con los libros en una silla del comedor y fue en busca de su madre. La habitación matrimonial estaba abierta. El desconocido se había acostado en la cama y ella estaba allí, de pie, riendo extrañamente, borracha y desnuda. Quedó hipnotizado por la contemplación de aquellos grandes pechos que se bamboleaban a cada risotada y que el hombre acariciaba desde su posición con manos repugnantes. Pero fue, sobre todo, la desnudez del pubis cubierto de un espeso vello negro lo que más le impresionó. Era su madre.
Salió de casa y emprendió una veloz carrera huyendo de allí. Las imágenes danzaban grotescas en su pupila infantil. Aquel día no regresó a comer. Por la tarde la madre guardó silencio, mientras su padrastro le propinaba una de las mayores palizas que recordaba por su fuga.
Nadie dijo una palabra de lo otro. Más tarde supo que su madre se prostituía. Desde entonces, le obligaron a permanecer alejado del domicilio la mayor parte del día.
La visión de su madre desnuda, riendo su propia borrachera, abrió una profunda grieta en su persona. Empezó a dudar de todo. Nada le infundía confianza. Algo se estaba resquebrajando en su interior. Las barreras que delimitaban el bien y el mal se iban diluyendo. El mundo que conocía no era lo que le enseñaban en su escuela.
Rebasados los diez años, escribía y leía con soltura.
Una tarde decidió cambiar la escuela por los amigos. Aprendió nuevas formas de diversión. Sus colegas siempre disponían de dinero, a pesar de que eran tan pobres como él. Descubrió el placer del riesgo y la satisfacción tras las primeras sustracciones.
Nadie le censuró sus ausencias en la escuela. Hasta que, finalmente, dejó de asistir a clase.
Rememoró con desabrimiento aquella noche en que su madre, al registrarle los bolsillos del pantalón, le encontró un billete de cien pesetas. Ciertamente, era mucho dinero. La mujer, el rostro enrojecido por la ira, gritaba y maldecía. Apareció el padrastro.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
Su madre le mostró el dinero.
—Bien, son cien pesetas —comentó con voz agria—. ¿Y qué pasa?
—¿Qué va a pasar? —respondió la madre—. Lo llevaba el niño en el pantalón. A saber de dónde lo habrá sacado.
—Me lo he encontrado —se aprestó a disculparse Antonio, sin comprender que sus ojos le delataban.
—¡Estas mintiendo! —chilló su madre.
El padrastro cogió el billete, lo examinó brevemente y se lo guardó en el bolsillo. Arqueó los labios cerrados, en una sonrisa.
—Muy bien, chico —dijo—. A ver si encuentras más como éstos.
—No le enseñes esas cosas al niño —le increpó la madre, airada.
—No le tolero a nadie que me diga lo que tengo que hacer; y menos, tú.
—Es mi hijo, ¿te enteras? Y no me da la gana de que vaya por ese camino. Quiero que sea un hombre y no como tú.
Antonio les miraba atónito, sin comprender bien el fondo de la discusión. Ahora no le regañaban a él. El enojo recaía sobre ellos mismos. Se preguntó qué sería su padrastro. La violencia se palpaba en el aire.
El hombre accionó ambas manos en un gesto grosero, y dijo:
—Pues lo que enseñe la puta de su madre, me lo paso yo por…
La madre reaccionó como un felino acosado. La bofetada resonó por toda la estancia. El hombre permanecía paralizado por la sorpresa, pero reaccionó al instante. Golpeó a la mujer con las manos hasta que rodó por los suelos. Continuó golpeando con los pies a la mujer indefensa y asustada. Aquella bestia enfurecida seguía pegando, pegando…
Antonio, espantado, huyó de allí, llorando. Aquella noche, por primera vez, no durmió en su casa.