3
La Pantera era un pequeño bar de alterne, situado en una calleja estrecha, en el mismo corazón de la ciudad. El local estaba decorado con cierto aire barroco, transportando a los clientes a una dorada edad de ensueño y romanticismo. El ambiente era selecto.
Blanca y Maica, desde hacía escasamente un mes, trabajaban allí, desde primeras horas de la tarde hasta la hora de cierre, entrada la madrugada. Esclavas de la conversación y ninfas de cara siempre lasciva, se desenvolvían con soltura, permaneciendo la mayor parte del tiempo juntas. Dominaban los mimos y la simulación placentera. Al final de la jornada siempre tenían en su haber una buena suma. Cuando alguna vez un cliente exigía la presencia de dos mujeres capaces de emular un ferviente amor lesbiano, ambas se prestaban de buen grado. En esas ocasiones aplicaban una tarifa mucho mayor.
La Feria de Muestras estaba en su apogeo. El bullicioso parloteo de los clientes y el denso humo de los cigarrillos presagiaba ya la hora de cierre.
—Vamos arriba, a ver si se está más tranquilo —dijo Maica.
Blanca obedeció y subieron al altillo, donde había un pequeño bar. Se acercaron al mostrador.
—Dame un poco de whisky, Julio —pidió Blanca al camarero.
—¿Te pongo algo a ti? —preguntó aquél a Maica.
—Sí, dame otro poco —respondió.
El hombre les sirvió afablemente, con su sonrisa de lobezno siempre en los labios. Dispuso los dos vasos delante de las mujeres. Julio se mostraba siempre distante. Estaba curtido en el trato con ellas. No era fácil engañarle, ni él abrigaba ilusiones respecto a ninguna de ellas en aquel trabajo. Todas tenían su hombre y no eran precisamente enamoradizas.
Maica observó con pereza a los dos hombres que acababan de subir y que se estaban situando junto a su amiga. Uno de ellos, con voz segura, pidió al camarero un whisky con agua y un vaso de leche natural.
Julio pidió disculpas y entró en el almacén contiguo. Cuando regresó llevaba una botella de leche en la mano. El cliente agradeció con una leve inclinación de cabeza y le pasó el vaso de leche a su amigo.
—¿Desea alguna cosa más? —preguntó de ritual Julio.
—Gracias, nada —respondió el aludido. Tenía acento extranjero.
Se volvió hacia Blanca y le sonrió. Esta observó que aún llevaba puesta su gabardina, de corte impecable. Debía de estar frisando los cuarenta. Mentalmente le asignó la profesión de ejecutivo de una empresa extranjera.
—¿Qué le pasa a tu amigo que pide leche? —le preguntó Blanca, sondeando el terreno.
—¿La leche? —respondió aquél—. ¡Ah, sí, le gusta!
—Es que aquí no pide leche nadie.
—Él hace según su costumbre.
Hablaba el español con suavidad, y por su voz gutural, no parecía europeo.
—¿Está enfermo? —terció Maica.
—No, nada de eso. Le da vigor.
El hombre rio maliciosamente. Las dos mujeres intercambiaron una rápida mirada.
—Oye, tu amigo es muy callado —comentó Blanca.
—No conoce bien el idioma.
El aludido observó detenidamente a las dos mujeres y sonrió complacido. Maica le aguantó la mirada. Su tez cetrina enmarcaba unos ojos profundos y penetrantes. Lucía un espeso bigote negro y su cabello profundamente oscuro, cuidado con esmero, le confería un aspecto de hombre absoluto y acostumbrado a mandar. Próximo a los cincuenta años, vestía un traje claro, de confección exquisita, del que destacaba una corbata roja sobre el fondo de la camisa azul.
Los dos hombres intercambiaron varias frases.
—¿Qué dice tu amigo? —preguntó Maica.
—Está satisfecho. Bebed lo que queráis, os invita a todos.
—Gracias, cielo —respondió Blanca—. ¿Cómo te llamas?
—A él le podéis llamar Abdul. Yo soy Quetara.
Se estrecharon las manos.
—¿De dónde sois? —preguntó Maica.
—Él es jeque. Somos árabes. Dice algunas palabras en español. Él me ha dicho que os desea a las dos; que le gustaría teneros toda la noche.
Blanca olfateaba el dinero. Una cascada de luces restalló en su cerebro, alerta al menor gesto de los árabes. Tomó del brazo a Quetara.
—Toda la noche no es lo mismo —le dijo—. Va a ser más complicado.
—¿Por qué?
—Bueno, es distinto.
—¿Dinero? —preguntó el hombre.
—Sí. Y además no os conocemos.
El árabe se volvió a su amigo. Tras un breve diálogo, se dirigió a Blanca.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Yo, Blanca. Mi amiga, es Maica.
El hombre dejó sobre la mesa un fajo de billetes. Eran dólares americanos.
—Hay medio millón de pesetas en dólares —explicó—. Son para vosotras y dos mujeres más. El jeque quiere cuatro mujeres con él toda la noche. Sin descanso. En la suite de su hotel, el Palace. La comida y la bebida corren a cuenta de él. No faltará nada.
Las mujeres se miraron sobresaltadas. El árabe hablaba en serio y parecía dispuesto a gastar su dinero.
—Julio, danos de beber —pidió Blanca. De pronto, estaba sedienta.
Conversaron durante un tiempo de temas intrascendentes. En un momento dado, los dos hombres hicieron un breve aparte.
—El jeque espera —dijo Quetara—. Faltan dos mujeres.
—De acuerdo. Nosotras lo arreglaremos.
—Violeta y su amiga, pueden dar buen juego —opinó Maica, interrogando con la mirada a Blanca.
—Sí —respondió. Y dirigiéndose a los hombres, añadió—: Ahora volvemos. Están abajo. En cinco minutos lo tenemos claro.
Cuando descendían las escaleras, Maica sonrió a su amiga. Tenía la voz alegre y los ojos brillantes.
—No es feo —dijo.
—Ni guapo tampoco.
—Pero, ¿tiene un algo, verdad?
—Sí, rica; tiene un pastón que es demasiado.
—Qué tío más pirao. ¿Cómo pueden ligar tanta pasta?
Momentos después, volvían junto a los árabes, acompañadas de Violeta y Merche. El jeque estudió el rostro y las curvas de las mujeres. Sus facciones no se alteraron. Lo mismo podía haber estado examinando sus caballos. Finalmente, movió la cabeza afirmativamente.
Entonces, Susi penetró en el local, y besó efusivamente a Julio, iniciando los dos una conversación amigable. El jeque contempló a la mujer que acababa de llegar. Susi se dio cuenta de que era objeto de la curiosidad del hombre, pero hizo caso omiso del desconocido.
Quetara daba las últimas instrucciones.
—La fiesta durará toda la noche, hasta que el jeque diga basta. Dispondrán de comida y bebida. Nunca champán ni whisky para el jeque. Sólo leche. Las cuatro siempre atentas al jeque. ¿Está claro?
Cuando Quetara terminó su rápida explicación, Susi ya había captado el significado de sus palabras. El dinero estaba aún sobre el mostrador.
—¿Ella? —preguntó el jeque al camarero, los ojos fijos en Susi.
—No. Ella no trabaja en esto.
El jeque frunció el ceño, desairado.
—¿No es señorita de la casa? —preguntó Quetara a Julio.
—No. Ella es amiga. Pero no trabaja en esto. No entiende nada de estas cosas.
Susi intervino con arrogancia:
—Lo que esas mujeres te hagan en una noche, te lo hago yo sola —miraba al jeque con gesto altanero—. Me sobro y me basto para dejarte listo en una noche.
El jeque la miró con detenimiento, tras escuchar la traducción de su hombre de confianza. Era una mujer esbelta. Estaba próxima a los treinta años y lucía con orgullo su condición de mujer. La apariencia de sus ojos fríos no ocultaba la voluptuosidad de un carácter vivaz y apasionado. Envolvía su persona un aura de elegancia, que acentuaba el vestido oscuro, cuyo generoso escote dejaba al descubierto dos senos insinuantes. Le gustó el temperamento de aquella mujer.
Julio, el camarero, observaba atónito la escena.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Quetara.
—Susi —respondió.
—Susi, te presento al jeque Abdul.
El hombre hacía una leve reverencia cada vez que nombraba a su jeque. Susi simuló ignorar la mano, presta al saludo, del árabe, y le besó con mimo en las mejillas.
Los dos hombres hablaron de nuevo entre sí, en su propio idioma, afirmando con la cabeza, sonrientes.
—Susi —dijo Quetara—, cuando quieras… Nos vamos. El jeque acepta el reto y está impaciente.
—Yo estoy lista —respondió, besando apresuradamente a Julio y saliendo del mostrador.
—Gracias, señoritas —se disculpó Quetara—. Buenas noches.
Quetara pagó la cuenta y dejó varios billetes para las mujeres. Escoltada por los dos árabes, Susi salió del local.
El grupo de mujeres permaneció en silencio. Aturdidas por la sorpresa, habían quedado sin habla.
Blanca fue la primera en reaccionar.
—¡Putón desorejado! —gritó mirando hacia la escalera.
—Y no es profesional, ¿verdad, Julio? —intervino Maica—. Esa tiene más tiros pegados que un legionario.
—Lo que ha hecho esa guarra, no quedará así. Cuando me la eche a la cara, de la primera le voy a romper todos los piños. Le tengo que poner toda la piñá por peineta.
—A ésa la voy a poner yo cavilando…
Las lenguas afiladas de las mujeres escupieron toda la ira contenida. El salón se llenó de maldiciones y de amenazas. Julio no hizo ningún comentario.
Maica y Blanca se marcharon, excitadas y temblando aún de rabia.
—Se ha creído esa cerda que nosotras comemos sopas de pino —murmuraba aún Blanca.
Maica se detuvo en mitad de la calle. Juntó ambas manos, los dedos índices extendidos, y los acercó a sus labios.
—La rajaré —murmuró.
El restaurante estaba atestado. En una mesa próxima, tres hombres cenaban en conversación animada, mirando constantemente a las dos mujeres solitarias. Maica apenas había probado la cena. Blanca, en cambio, daba cuenta de un chuletón de ternera a la brasa. Pidieron tarta helada de postre y café irlandés.
—Lo tienen claro si van de ligue —comentó Blanca, mirando despectivamente a la mesa de al lado.
—De ligue o lo que sea. Fíjate qué ojos pone aquél. Parece que no haya estado con una mujer en su vida. Cuando miran así, me dan asco.
Maica cambió de silla, volviendo la espalda a los tres hombres.
—Pueden ser buenos clientes —aventuró Blanca.
—Con el rollo que se marcan…
Julio, el camarero de La Pantera, entraba en el local en aquel momento. Buscó con la mirada una mesa disponible, y cuando divisó a las mujeres se acercó a ellas.
—¿Os importa? —dijo sentándose.
Los hombres de la mesa contigua observaron detenidamente al recién llegado. Blanca captó el gesto de contrariedad y les sonrió con descaro.
—¿Qué te pasa que estás tan serio? —preguntó Maica a Julio—. Parece que te hayas tragado un sable.
—Nada. Cosas del trabajo.
—Pues que no te quiten las ganas de cenar. Fíjate en Blanca. Tiene siempre un montón de historias, pero come como una lima. Y bebe. Yo pienso que come para poder beber.
Blanca ignoró a su amiga y se dirigió a Julio:
—Por cierto, ¿qué has sabido de tu amiga, la virgencita vergonzosa?
—Que es imbécil. Eso por decir algo suave.
Las dos mujeres cambiaron una mirada de inteligencia. ¿Qué relación habría entre Julio y Susi?
—¿Cómo le fue con el moro del petróleo? —quiso saber Maica.
—Ya os lo he dicho. Es idiota y viciosa.
Blanca pensó si Julio, tan calladito él, le estaría tocando la pasta a Susi.
—Pero se llevaría un mogollón de dinero.
Habían transcurrido tres días y no la habían vuelto a ver. Podía ser cierto que no trabajara en ninguna cafetería, pero estaban convencidas de que era del oficio.
—Sólo cobró cien dólares —se lamentó Julio.
—Ja, ja.
—Blanca, puede ser que el tipo la largara por demasiado virgen —ironizó Maica.
—En serio. Cobró sólo cien dólares y para coger un taxi. Estuvo toda la noche con el tío. La he visto hoy y me lo ha contado. Se pasó una noche de juerga bestial y dice que la gozó. Que no le quiso cobrar porque le había gustado la marcha. ¡Cien dólares!
—Algo más le habrá sacado —aventuró Maica.
—No lo sé. Pero como la conozco, me creo lo de los cien dólares.
—Muchos mocos me parece a mí que se pone la tía.
Julio movió la cabeza.
—No la he entendido nunca —dijo. Levantó el pulgar derecho, señalando a las dos mujeres—: No es más tonta, porque no se entrena.
—O demasiado lista —sentenció Blanca.