29. El último viaje

¡Esplendor carmesí, media luna de sangre, chorreante el trozo de sandía alzado en la mano de Ahram contra el azul! Con el suave balanceo del barco anclado, el escarlata oscila sobre un fondo alternativo de agua más oscura y de celeste seda blanquecina. Likos volvió hace un rato de tierra y trajo la sandía: en Quíos maduran pronto.

El pescador al largo de la bahía de Elata reconoce en ese barco, que ayer no estaba, uno más de la flota verdepúrpura del Navegante, pero se asombra de su casco, largo y ligero, de su arboladura al estilo godo y de la cabina a popa, impropia de un buque pirata y hasta de un mercante. Lee el nombre escrito bajo el ojo pintado a cada lado de la proa: Samio, el de Samos. Pero no puede saber que es el propio Ahram quien proyectó la embarcación con Filópator y Artabo, ni que ahora está sentado sobre un tapiz a la sombra de la cabina. Ignora igualmente que ese nombre le recuerda al Navegante la isla en que se encontró con el amigo para toda su vida. Y continúa recogiendo sus redes intrigado por el propósito de ese fondeo en las aguas de la isla. Si le dijeran que ese fin es tan sólo navegar no podría comprenderlo, por su dura dedicación cotidiana a ganarse el sustento.

Tampoco lo hubiera comprendido el antiguo Ahram, pero sí éste que ha pasado por la Roca, por la traición de Zenobia, por un año en Tanuris. Ha planeado el barco, relevando con él al Jemsu perdido en la guerra, para que lo mande Malki llevando de copiloto a Tages, el hijo de Artabo, tres años mayor que su nieto. Y recién botado se ha embarcado en él con Glauka para volver al mar, escapando en su brisa de la pesada estación del Nilo desbordado. Zarparon de Alejandría el 20 de Epeiph y vagaron unos cuantos días por las calas meridionales de Creta, donde les esperaba un regalo del mar.

Les llegó una mañana, cuando ella se sumergía como tantas veces, para vivir las ondas con su cuerpo. Tardó bastante en remontar a la superficie y Ahram, como años atrás en la isla Karu, estaba ya a punto de tirarse a buscarla. Pero ella emergió con el regalo de Poseidón: una anforilla de perfume de un navío hundido, mostrando claramente en su lacrado cierre el sello de la última Cleopatra. La abrieron y pese al mar y a los siglos, les invadió el aroma hasta que volvieron a taparla.

Siguieron navegando, saboreando las islas como si fueran uvas de un racimo de tierras. La rocosa Kasos, Karpathos la de las liebres y el pez rumiante, luego Rodas la grande, ya con su Coloso abatido por el terremoto, pero siempre ilustre sobre los mares con su código marítimo por todos reconocido. Luego hacia el norte, serpenteando entre pequeñas islas, probando en Kos ese vino mezclado con agua marina que llaman leukokum, y al fin Samos la de las famosas hembras —Myrina amada por Demetrio, Polioneta, Rhodope fiel esclava de Esopo— y con el recuerdo de Krito en lugares que Ahram visita conmovido, evocando para el oído de Glauka, entre palabras adorantes, aquel encuentro de los dos hombres. Después, en la cercana península de Asia, más recuerdos de Krito: su frontera natal, entre Teos y Clazomene, entre Jonia y Eolia. Ahora, en Quíos, el crujiente frescor de la sandía deshaciéndose en la boca y, al lado, la jarra de vino de Arvisio. Artabo, que conoce todo lo curioso de las islas, ha advertido al ofrecerlo que era el preferido de Julio César, quien lo descubrió cuando le hicieron prisionero los piratas.

Y, en todas partes, Glauka. Sus blancos dedos aparecen ahora asiéndose a la amura por donde está colgada la escala, anunciando la aurora ambarina de sus cabellos, el rostro, el cuello, el torso, su cintura, sus piernas pisando una tras otra la cubierta, sus pies caminando hacia Ahram. Más que todo, el resplandor de su sonrisa… Ahram la retiene por la muñeca, la hace sentarse junto a él, venciendo una juguetona resistencia:

—¡Tonto! Estoy chorreando, voy a mojar el tapiz.

—¿Crees que no lo veo, si toda la ropa se te pega al cuerpo, a tus pechos maduros como la sandía, a tus caderas frutales, a tus piernas espigadas?… Vamos, siéntate a mi lado: harás dichoso al tapiz.

Ella le mira ahora con inquietud:

—Si te mojo puedes acatarrarte.

La recia carcajada desprecia el riesgo.

—¿Qué me traes esta vez de tus profundidades?

La diosa del mar sonríe y muestra las manos vacías.

—No encontré buques hundidos, ni tesoros, ni prodigios para mi señor.

—Tú eres el prodigio.

Callan. Hasta las palabras estorban para tocar la felicidad, para olerla y paladearla. Hacia proa, bajo un toldillo, los compañeros hablan entre sí, lanzando furtivas miradas. Felices también, porque lo es la pareja.

Ahram observa a su compañera y sabe que está mirando a la misma persona, pensando en lo mismo:

—¡Qué hombre se ha hecho Malki! —exclama ella en ese instante, confirmando la impresión—. A sus años tú serías como él.

—No tan hermoso.

—Calla, o te beso en público como no besan las mujeres decentes.

Ríen.

—Toma —ofrece Ahram la cajita que encargó también a Likos—. El famoso mástic de Quíos. No lo necesitas para perfumar tu aliento, pero te gustará. Sabe a vida de árbol, a hierba salutífera.

Le encanta observar los amorosos labios absorbiendo la golosina.

—¿A qué día estamos? —pregunta ella, e inmediatamente ríen ante preocupación tan fuera de lugar.

El casco ha rolado poco a poco a merced de la corriente litoral. Ahora queda a babor el islote de Pelagonesos próximo a la playa, mientras a estribor se va alejando el contorno de la isla, con sus casitas a media ladera, entre parrales, cipreses y olivos, con algarrobos hacia lo alto y pinos en las playas. A lo lejos, como a ciento cincuenta estadios, se dibuja la silueta de otra isla, difuminada por la leve calima de la ya avanzada primavera.

—¿Sabes cuál es esa isla?

—Lo adivino por la forma en que lo preguntas. Es Psyra. No quiero ir, ya lo sabes.

No, Glauka no desea volver a la tierra en que emergió de las ondas. «Como Afrodita», ha pensado Ahram muchas veces en estos años. No quiere ver el escenario de la muerte de su primer hombre y de su hija, donde la capturaron los piratas y comenzó su dura peregrinación hasta Ahram. Pero allí «nació», allí está el santuario donde la diosa le otorgó el don de la mortalidad, y el Navegante sí quiere pisar esa tierra. Glauka le adivina una vez más:

—Puedes ir tú, si quieres. Yo desembarcaré en Quíos y me quedaré con alguien a esperarte.

Glauka se apodera de una raja de sandía y la muerde golosamente. El zumo rosado resbala desde su barbilla a su pecho y se pierde entre los senos. Ríe y Ahram no sabe si ha sentido cosquillas o si es al ver el aletazo de cólera de una gayareta que pasaba volando y ha dejado caer el pez que acababa de capturar y llevaba en el pico.

—¿Has visto el pájaro? ¡Qué torpe!

—Se distrajo mirándote. En cambio a ti no se te escapa nada. No te pierdes ni un instante de la vida. Eres sabia.

—Mi mayor sabiduría fue llegar hasta ti. No detenerme antes en nada ni con nadie.

—Aunque hallaste mucho.

—Si, hallé mucho. Pero más aún contigo.

La mira Ahram, advierte ella, tiernísimamente. Como sólo en estos últimos tiempos la ha mirado:

—Incluso tenías a Krito.

Glauka reflexiona un instante.

—No era distinto de ti… ¿Sabes? Decía Krito que ningún dios tiene poder para que se junten dos paralelas, pero que los humanos las hacen tocarse en el amor de dos cuerpos tendidos. Nosotros llegamos a ser tres paralelas.

El vino, la fruta, el mar y el cielo envuelven las palabras.

—¿Te dije que según las últimas noticias de Roma, recibidas por Soferis, Zenobia se ha casado allí con un senador y vive en Tibur, junto a la famosa Villa Hadriana?… ¿Quién puede comprenderlo?

—Yo, desde luego. La conocí siempre mejor que tú. A su edad se las ha arreglado para vivir su triunfo de mujer. Como Clea, que estará a su lado.

Será un triunfo, pero Glauka ha pronunciado ese «su» en tono de desprecio.

—También hemos sabido que Roma se ha aliado con el rey de Axum.

—¿Axum? ¿Dónde está?

—En África, muy al sur. Más allá del Campo Esmeralda y más al interior que el país de Punt —suspira—. Ésos debieron ser mis verdaderos aliados, y no Palmira. África es nueva, está llena de fuerzas intactas, mientras que Oriente es viejo… No supe elegir a mis amigos.

—¿A qué hablar de tus aliados, amor mío? Para vivir como ahora no los necesitamos.

—Tienes razón. Déjalos que sigan cuesta abajo. En Persia en pocos meses murió Hormizd, el aliado de Zenobia, que acababa de suceder a su padre Shapur, y le reemplazó Varham. En Roma ya están levantando cabeza los aspirantes a suceder a Aureliano y otros dioses ya tienen templos como el que ha erigido al Sol el propio Aureliano. Tenía razón Krito: están cambiando los dioses y el futuro es de otros. Cualquiera sabe quiénes, entre toda esa confusión de judíos, órficos, cristianos, mitraicos, isíacos…

—¿No te atrae ninguno?

—Yo ya tengo mi diosa.

—No, no, nada de diosa. Tu mujer.

El paladeo de esas dos últimas palabras les deja a ambos en silencio.

Este vino de Arvisio, preferido por Julio César; sabía vivir bien. También yo conocí a los piratas, pero no me cogieron prisionero. Le apuñalaron sus más afectos, y nadie ha logrado apuñalarme a mí. Los sublevados cayeron pronto. A un tirano lo derriba otro y si los rebeldes triunfan se convierten en tiranos. Es el trono el que hace a los tiranos y no al revés. Mirándolo bien, he triunfado al no triunfar. ¡Me asombro: así hablaría Krito, enrevesadamente diciendo la verdad! Pero no hace falta hablar. La verdad es esto: el vino, la riquísima sandía, la mar que es la libertad. Los tronos no flotan, se hunden. Ahora soy más libre que lo he sido nunca, desde que no quiero mandar. Y el mundo más luminoso, quizás porque he vuelto a él desde la orilla de la muerte. Me creía colmado en mi mansión, mandando a hombres y buques, pero me sobraban cosas. Eran tantas que no podía paladearlas despacio, como ahora esta sandía.

Libre para querer. Y para ser querido. He visto en sus ojos un chispazo de inquietud, como un relámpago sobre una mar tranquila. El miedo por mi salud. Temor de que me acatarre, ¡acatarrarse Ahram, habría que verlo! O de que la mojadura me contraiga la sangre. O… lo que está pensando siempre: que me vuelva el ataque. Más que si su vida dependiera de la mía. Pues claro, lo mismo que la mía depende de la suya. Otra riqueza que he descubierto, otra posesión que tenía sin saberlo: esta necesidad uno de otro, esta mutilación cuando nos separamos, aunque sólo sea un instante. Claro que me volverá el ataque; algún día habrá de ser. Pero no ahora, no aquí, en esta redonda perfección. Y si viene —esto te lo digo muy bajito, Ahram— ¿dónde mejor que en tu barco, en tu mar, en sus brazos? Por si acaso, este viaje.

En mi barco, que ya es el de Malki. En cuanto haya navegado un par de años con Artabo y con Tages será un buen capitán. Se ha hecho hijo nuestro, le hemos hecho hijo nuestro. ¿Ves, Glauka? No has de estar triste. Al fin me has dado un hijo. Te lo confié aquel día y tú lo enderezaste. No sería quien es de no ser por ti. Tú le hiciste, como me has hecho a mí. Tú sí que me has vencido para mi suerte. ¡Cómo odié Alejandría después de la batalla! Creían que me fui a Tanuris a descansar, y era por no ver la ciudad desde mi terraza. Me daban asco sus gentes, saqueándose unos a otros en vez de defenderse. Acudieron inmediatamente a prosternarse ante la traidora. Hatajo de rufianes pensando tan sólo en su tripa y en sus barraganas; traicionando a sus dioses y a sus amigos. Aprovechados como Firmus, ¿por qué se metió en eso? Aferrados a sus bienes, que de todas maneras acabarán perdiendo, mientras que el ser hombre entero no se pierde nunca. Mi odio a Roma se desvió hacia Alejandría; pero ahora, como aquél, se ha desvanecido: ¿para qué? Odiar no resuelve nada; todo lo odiado y destruido renace con la fuerza que le da el haber sido odiado, replantado por el odio mismo. Las tiranías duran y se suceden a fuerza de ser odiadas. ¡Cuánto tiempo odié pudiendo haberlo vivido gozando! Hasta que tú me enderezaste, como a Malki. ¡Ah, si mandaseis las mujeres!

Tengo que aguantarme la risa, pues ella acabaría haciéndome confesar la causa. ¡Mandar las mujeres! ¡Jamás hubiera pensado tal cosa el viejo Ahram! Aquél que odiaba el poder del romano, el del persa, el de los sectarios obispos cristianos… aunque sólo aspiraba a ser como ellos. Quería hacerse odioso y no se daba cuenta. Ahora no quiero poder más que para una cosa: vivir sin pensar en nada más, como el más pequeño de los animales.

¡Qué trabajo me ha costado, aunque se haya hecho ello sólo dentro de mí! Renací, en la Roca, como Glauka en Psyra. Avancé como ella por muchos caminos, al borde de precipicios como la batalla de Alejandría o la condena por Zenobia. Y acabé madurando como ella, gracias a ella, y también a mi ataque. No sé si fue al corazón o a la cabeza; nunca entendí las jerigonzas de los médicos, pero fue la impotencia la que me ha dado mi nuevo poder. Como en la Roca, pero más apretada, atándome más fuerte. Esas semanas de este invierno sin poder mover el lado derecho, balbuceando con la boca torcida sin que me entendiera nadie más que ella, fueron el atanor donde me evaporé y condensé, como en el de mis alquimistas. Y el lento retorno, más difícil que desde la Roca, recobrando poco a poco la libertad de los dedos, de la mano, del hombro, de la pierna, cada día un punto más, el ángulo abriéndose algo, la rigidez cediendo y constantemente los tenaces ejercicios… Le aseguré al médico que ganaría yo y lo hice. ¡Ah, ésa sí que fue mi mayor batalla, eso sí que quedaba del viejo Ahram: su empeño en la lucha, no ceder! Sólo que ahora no era un combate para aplastar a nadie sino para la vida hacia mí mismo y hacia Glauka. Secar sus ojos tristísimos, borrar sus ojeras de enfermera permanente, de amante angustiada. Su rostro era un reproche al hombre equivocado a lo largo de su vida: yo tenía que escalar el duro risco donde arriba volvería a estar tan vivo como antes… La vida: no algo que se posee, sino que se es, cuando se pierde no somos.

La vida ahora: el pecho de Glauka junto al mío, con sus gemelas colinas modeladas por la túnica húmeda, alzándose y bajando a compás, respiración del mundo. Malki a proa, capitán entre los hombres, mirándonos de reojo, deseando que le veamos, ufano de su joven mando. La vida: los compañeros, el barco, el viento… ¡Casi la pierdo aquella tarde, sin darme siquiera cuenta! Pasé de un salto desde la vida a la muerte, desde hablar con Soferis a sentirme tendido, viendo borrosamente, inmóvil medio cuerpo, trabada la lengua. Habían pasado para todos veinte horas, pero no para mí. ¡Entonces vi lo que perdí; entonces decidí reconquistarme! Suerte fue la ayuda de Nar-Teb, el médico nubio, y su otra medicina, aprendida en el lejano templo del sur. Suerte de que el hombre de Artabo en el Campo le conociese allí y le convenciera de instalar su consulta en Alejandría. Los galénicos y los hipocráticos me hubiesen matado. Aunque se ha equivocado en lo de este viaje; aconsejó que no me embarcara. No sabe lo que es la mar para el marino. En la cuna del barco renazco. Y sobre todo me salva Glauka, que es la vida misma siempre ante mis ojos, ante mi deseo. Sus regalos, aquella anforilla de perfume hallado en Creta, obsequio de Poseidón para ella. A veces tengo miedo, ¿será que la mar la llama, que quiere recobrarla? ¿Tendrá acaso un tiempo marcado que la obligaría a dejarme? Se acabaría mi vida, pero no puede ser; ella no es ya de la mar, es mía. No, yo soy suyo, por eso no puede abandonarme.

También eso lo hubiese pensado Krito. Acabamos siendo uno los tres, como dicen los cristianos. ¿Habrá quedado Krito en mí, en ella, en nosotros? Lo descubrí en un espejo; el más grande que conseguimos construir cuando al fin logramos aislar el hidrargirio de aquellas piedras rojas traídas del Sinaí. El mejor espejo, el que podría quemar con el sol las naves cuando lo hiciéramos aún mayor y más curvo, pero eso ya no me interesa, ¿para qué? Aquel espejo me sirvió para descubrir tu mirada secreta, tu profundo amor. Me contemplaba en él y tú estabas a mi espalda con Krito, sin advertir que yo te veía. Leí tus ojos en el espejo y aunque estabas junto a Krito, ¡cómo me contemplaba tu mirada gris malva, con qué derretimiento!, más que si yo fuera el dios de tus dioses.

La verdad es eso: la mirada en los ojos de la mujer que contempla a su hombre cuando cree no ser vista por él. Y la mirada del hombre que la ama. Ahora me aprieta la mano: ¡con qué fortísima dulzura, qué tiernísima fuerza! Compañera y amante. ¿Por qué no podrán ser compañeras las mujeres? ¡Cómo lo es ella de mí, y compañera del barco y de la mar conmigo! Mi compañera y mi mujer y mi hembra: lo fue anoche. ¿Acaso por última vez? ¡Cuánto me hizo sufrir, al salir del ataque, la idea de que el sexo se había terminado! «Me mato, si no vuelvo a hacerte mía», y su respuesta: «¡Pero si soy tuya! ¡Si me haces tuya con existir, con sólo mirarme!». Y era verdad. Yo lo comprendía pero no lo vivía. Hasta eso le debo: haber resucitado al placer gracias a sus caricias. ¡Qué amanecer aquél en la torre! ¿Puede revivir la hombría muerta? Yo no me lo creía… «¡Has llorado, lloras!», me dijo llena de asombro. Descubrí que el júbilo de las entrañas no arranca risas sino lágrimas… Anoche ¿será la última? Me lo pregunto sin inquietud: en todo caso ha sido, la he vivido. Ni deseo ni temo nada. Recibo, acepto, existo, respiro, vivo…

—¡Si te vieras en un espejo, Ahram! ¡Qué hermosa es tu sonrisa!

Tú lo sabías, aunque pensaras que yo no me daba cuenta. ¡Y cómo lo sabías!… El palacio entero regocijado con este viaje. «El patrón vuelve a ser el mismo», «El viejo a navegar como siempre», pero en ti no era eso, todos creyendo superado lo peor de la batalla en Alejandría, tu herida y tu captura, incluso el fallo de tu corazón en el repentino ataque clavándote en tu lecho tantas semanas, decidiste zarpar y se olvidaron tus setenta y un años, pero tú lo sabías, querías decir adiós a tus viejos caminos, vivir tu abrazo final con la mar, no acabar en tierra, todo tu fuego necesitaba un océano para extinguirse, tú lo sabías, que éste sería tu último viaje.

Todos engañados menos yo, lo adiviné desde el principio, desde que me dijiste aquello, tu voz disfrazando de nimiedad lo importante, «¿por qué no embarcamos en el Samio?…, un viaje de descanso», lo propusiste con ojos falsamente inocentes, niñamente viejos, todas tus arruguitas alrededor, pero nunca supiste engañarme, sólo resultabas astuto con los demás, comprendí que embarcabas para un adiós y me necesitabas a tu lado… ¡qué sobresalto mi corazón, qué tristísimo gozo de servirte en tu final!, sonreí y te admiraste, «¿por qué de pronto tan hermosa?», ¡ay, yo sí que te engañé!

¡Volver a ser el mismo, curado de aquella parálisis! ¿Qué sabían ellos? Ni siquiera sospechaban tu herida más grave, la de ver arruinados tus sueños, el de tu desembarco final en Ostia mandando la doble trirreme que ya no construirás, roto por la traición de Zenobia, era la peor herida y sin embargo ya curada, ya no hablabas de eso, no te acordabas apenas de tus técnicos, los convocabas sólo para mantener su moral pensando en Malki, el poder no te importaba, valían más los momentos de tu cuerpo con el mío, te importaba la vida, ¡cómo luchaste enfermo para reconquistarla!, ¡tu máxima batalla y la ganaste!, yo sentada junto a tu lecho con mi pequeño telar, tú tendido en silencio, altísimo cedro abatido por el rayo, pero todavía unido a sus raíces, en tu sangre tenacísimas hormigas acudiendo a tus muertos dedos para agitarlos, despertarlos… Yo escuchaba esa sangre en el silencio donde los demás sólo oían el golpeteo rítmico de mi lanzadera, yo la sentía en aquel otro silencio submarino, existente sólo para ti y para mí otro tiempo aparte como el del lagarto, y la oía llegar cada instante un poco más adelante, un poco más adelante por tus venillas hasta que el dedo obedeció, se estremeció, se movió imperceptiblemente, ¿recuerdas como yo en ese instante mismo volví de pronto la cabeza?, captaba la sonrisa que te había nacido creyéndote solo, en mis ojos la recogía, la contestaba con otra y te hacía sentirte más acompañado que nunca, sabiendo que yo también, otra hormiga la más ardiente de tus hormigas, caminaba hacia la punta de tus dedos para ayudarte… ¡Porque los necesitaba, amor, los quería otra vez sobre mi cuerpo, rozando mi piel y reclamándola, arañando mi carne con uñas que me llegaban hasta los tuétanos del alma y los encendían de gozo!, necesitaba tus manos y tu cuerpo, lo sabías y eso te espoleaba, lanzaba tu sangre hacia tus dedos hacia todos los rincones de tu carne, hasta que moviste la mano… ¡Qué éxtasis tu primera caricia con ella, desmañada, posándote en mi brazo que se fingió activo en el telar, simuló la sorpresa cuando su ansia llevaba siglos esperando, se enredó a tu cuello para abrazarte!, ¿dónde quedaban las viejas heridas del orgullo, el poder, los malos aprendizajes hacia el odio?, los demás te creían el mismo, yo sabía quién eras, siempre lo supe, aquella caricia fue torpe, luego me has dado las más estremecedoras, las más profundas y altas, tan sabias como las de Krito porque se iniciaban desde la inseguridad, pero tan ardientes, tan sísmicas, tan seguras, que sólo podían ser tuyas, amor, rey de mi piel y de mi carne, emperador final de mi vida, de todos los vitales orientes y occidentes, dignos de luchar por ellos, caricias que me mojaban toda, abrían ellas solas mis piernas, mis íntimas medusas, las preparaban a esperar tu advenimiento, pero que también me anegaban en melancolía, en tristeza final, en esa vivencia del tiempo que obsesionaba a Krito, el tiempo arrebatándonos la vida, caricias tuyas dándome el gozo y el dolor del humano existir para la muerte, caricias que me incorporaban a ti, me consagraban madre y también hija de tu carne, además de la mujer de tus sentidos… Me dabas en uno solo todos los amores que viví antes, además del tuyo supremo y único, carro de fuego bajando a buscarme cuando nos unió Tijón enfurecido, tu amor era además como el de Krito, descubridoras caricias tan de Krito como tuyas, al final aprendiste, disipadas ya las vanidades, los errores, después de recibirte, colmada ya de ti, lloraba yo mi felicidad mientras dormías: en tu virilidad había brotado la violeta de la ternura, el poderío del débil… Lo eras todo y todos, incluso eras Domicia algún momento, ofrecerme tu pasión fue entonces volar al Vértigo con un andrógino, gozar el darse y poseer al mismo tiempo.

Pensado parece un sueño pero lo vivió mi carne y me lo sigue gritando, tú lo sabes, tú que me escuchas tendido ahí en silencio, tú que aún ayer me hablaste, ¡prodigiosas palabras!, iba yo a sumergirme cuando el sol se acostaba, las aguas violeta con reflejos de oro y sangre, «anda, sirenita, busca otro barco hundido, sácame otro perfume, una moneda», sonreías feliz viendo mis juegos, no hallé lo que pedías pero se abrió una ostra para mí, me mostró su tesoro y lo llevé a tus dedos, acariciaste la perla admirando su oriente, pequeña gota sólida de tu famoso hidrargirio, aunque no reflejo metálico sino cálidamente pálido, de seno adolescente, aún oigo tus palabras, «así han sido los días que me has dado: una capa tras otra de sólida ternura, de vigor opalino, de perdurable luz», y me besaste, ¡cómo me besaste!, hablaste como Krito pero aquel beso no podía ser de nadie sino tuyo.

Ahora eres silencio, acabado para todos, vivísimo para mí, tu última pasión fue la más alta de tu vida, ahora lo sabes, descubierta cuando ya te había parecido imposible, cuando la sangre al fin llegada a tus dedos no alcanzaba a tu miembro, ¡qué tortura la tuya viéndote para siempre mutilado del sexo!, ¡qué sorpresa la tuya cuando te abrí otra puerta del amor, cuando me llevaste al Vértigo sin penetrarme!, fue tu resurrección, aceptarla del todo, aprender a gozarla plenamente, y tu hombría volvió pronto, en cuanto olvidaste haberla perdido… ¿Verdad que ahora tus huesos lo recuerdan?, y lo recordarán aunque sean polvo, aquella noche que empezaste eunuco, renunciando a la esperanza, tan pasivo que hasta dormidas tus obsesiones, sin resistirte al reino de la hembra, por eso mis caricias el milagro, te restauraron la erección perdida, y floreció el espino en tu desierto, ¡qué lágrimas doradas dio tu júbilo!, tú que nunca llorabas, cayeron en mi hombro y me quemaban… «Aunque ésta sea la última…», no pudiste seguir, pero no fue la última vez, solamente distinta la cima del prodigio, fue ternura en el fuego, Vértigo en lucidez, Krito hermano de Ahram, hombre y niño cumplido, ¡andrógino mío!… ¡Y yo creyendo saber desde Bizancio todo lo conocible del sexo de los hombres!, no volviste a hablar nunca como antes, aún hace pocas noches desembarcando en Quíos, bajo el parral filtrándose la luna, «ahora te comprendo y comprendo la vida, junto a ti sus misterios son más hondos que nunca y más fecundos, pero los vivo transparentemente, si yo fuese griego te llamaría Aletheia, porque eres la Verdad», ¡creí oír a Krito con tu voz!

Aquella posada donde me dejaste para acercarte a mi isla al día siguiente, ¡cuánto me alegré de no haber ido!, «no hubieses reconocido nada», me contaste a la vuelta, la pueblan otros pescadores, construyeron nueva aldea, sí, habían oído hablar de piratas, pero eso en todas las islas, te pregunté por el santuario, «fui a donde me dijiste, la punta de poniente, sólo quedaban ruinas, un pedestal, columnas, escalones de mármol hasta la orilla, maleza y soledad, un total abandono», ¡qué tristeza!, ¿es que puede morir así la piedra?, pero ¿cómo extrañarme si aquella noche en que imploré a la diosa vi agrietarse los mármoles?, y ahora los hombres buscan otros dioses…, celebré no haber ido, ¿para qué?, ¿para llorar la ruina de aquel mundo, el primero que tuve?

En cambio no te lloro, todos pasmados de mi serenidad, piensan que el estupor por la tragedia, ¿me esperaban plañidera?, pero he llorado con los ojos de Malki, sus lágrimas sobre mi hombro al verte muerto, el capitán de buque retornado a su infancia, su devastado abrazo buscando amparo, sólo así hubo llanto, ¿cómo llorarte si tú y yo lo sabíamos?, vinimos a lo esperado, tanto que aún anoche tu cuerpo ha sido mío hasta el final, tu hermoso y viejo cuerpo, al alba el mundo vino a despedirte, era tan dulce el aire que salí de la cámara, te despertó mi ausencia y saliste a abrazarme, el barco atracado al peñasco estaba inmóvil, sobre cubierta todos en su sueño, sólo tú y yo vivientes de lo mágico, envueltos por el círculo de basaltos oscuros, la mar hecha un espejo de mercurio, en aquella gran calma universal el sol vino a encontrarte, los riscos se enjoyaron de topacio y de ágata, en las nubes un rosa transparente, el aire azul, divino, luminoso…, tú y yo sentados frente a aquel despertarse la belleza, su despliegue con suaves mutaciones desde la sombra al día, en el silencio susurrante nuestras manos uniéndose, nuestros cuerpos traspasados de embriaguez…

De pronto sentí el rayo: tu mano no era tuya, tu brazo de plomo quebraba mi cintura, tu pecho no era ritmo sino piedra, tu sonrisa detenida para siempre aunque en tus pupilas aún lucía el horizonte… Te tendí estremecida a mi costado, cuidando no hacer daño a tu carne dormida, ¡qué descansada muerte!, fuiste a ella en el momento más hermoso, cuando éramos el centro de una corola mágica, de rocas y de luz, de agua y de reflejos, pero nada podría recomponer mi corazón partido, ya sólo me quedaba el estar a tu altura, ser digna de ti hasta encontrarte de nuevo… Ya te llevó la muerte, también tu enamorada, no te voy a dejar solo con ella, a sus brazos iré para encontrarte, a esa muerte que afila nuestras vidas y así les da sentido, no tardaré en llegar donde me aguardas…

El cuerpo amado yace sobre el tapiz, tocando a través de él una tablazón de navío, como lo quiso siempre. Likos se había ofrecido para ayudar a Glauka a lavarlo y ella hubiese aceptado esa ayuda sólo ésa, porque era el marinero cristiano del viaje a la Roca, pero esa carne era sólo suya, así es que la lavó reverente, retirada en la cámara, con agua recién sacada de la mar porque él pertenecía a la mar y había salido a vivirla en aquel último viaje. Previamente Glauka había retirado del cuello de Ahram la medalla encargada para ella, la segunda medalla de Ittara que él acabó llevando y ahora ha vuelto al pecho femenino. Luego le secó cuidadosamente y se dio cuenta, sorprendida, de que aunque sus manos siguieran transidas de amor pasaban sobre aquella carne de otra manera, con serenidad hecha de amargura y de pasión al mismo tiempo. Ungió después el cuerpo con el perfume del ánfora de Cleopatra, comprendiendo al fin para qué se la había regalado el mar de Creta.

Sólo entonces llamó a Malki y a Likos. Entre ambos sacaron el cuerpo a la toldilla, donde el mar y el aire le acariciasen mejor, a través del sudario que sólo dejaba a la vista el rostro. Ella se sentó a su lado en el tapiz y los demás se acercaron en silencio. Ahora Glauka no ve a nadie; sus ojos están fijos en el perfil de halcón del Navegante, más audaz que nunca, más sereno que jamás le haya visto. No percibe ninguna otra cosa, ni siquiera los altos acantilados negros de la isla de Thera, a la que habían llegado la víspera entrando en la oscura corona de basaltos formada por su curva de media luna, cerrada por la isla de Therasia frente a la concavidad y la más pequeña de Apronisi, junto a la cual atracaron.

¡Cuán diferente, aunque el mismo, su amado muerto de su amado vivo! Ahram sigue siendo fuerte y pétreo, pero ahora lejano; presente pero a la vez irreal. Glauka se atiranta en un potro entre dolor y serenidad: dolor de que el Ahram junto a ella sea tan inalcanzable y serenidad de que todo es como es y el dolor es la forma más intensa de sentirse vivo. Más que el placer y el arrobo, porque en el éxtasis se sale de una misma. Ahora se siente toda: sus entrañas son un mundo acongojante, su corazón un aleteo crispado, su carne un desafío frente al destino.

El sol, el calor, imponen su mandato. Glauka se levanta y habla serena. En silencio terminan de coser el sudario, escondiéndose así el rostro, y le amarran a los pies un anclote. Puesto el cuerpo sobre una tabla apoyada en la amura basta inclinarla para que Ahram resbale por última vez hacia su mar. Suena la salpicadura, saltan los círculos de ondas, puede verse aún la blancura oscilando lentamente en su descenso bajo las olas.

Glauka, inclinada sobre la borda, observa cómo se va desvaneciendo el cuerpo en las aguas sombrías, extrañada de no verle detenerse sobre un fondo de algas y madréporas, pues el barco está atracado a tierra. Y ya va a retirarse cuando, de pronto, las aguas se estremecen un momento, sin motivo aparente, dejando escapar gruesas burbujas. Quizás se desprende así el aire envuelto en el lienzo, pero a ella le parece un gesto de aceptación: el océano acogiendo a quien tanto se dio a él toda su vida.