23. La noche de Krito

Es como la primera tarde que vivió en la Casa Grande, nueve años atrás, salvo que entonces Glauka veía el sol poniente desde una lucerna trasera del edificio, en la zona de la servidumbre, mientras que ahora, sentada en su banco de los delfines, lo tiene a su espalda tiñendo de rosa el mármol del faro, sobre cuya cima pronto surgirá el humo, anunciando la nocturna cabellera de fuego. Las aguas de la caleta son ya de color malva, las nubes arreboladas se ciernen en lo alto.

La hiere el esplendor del mundo. Le hace daño la tibia suavidad del aire, los perfumes florales, el vuelo de mariposas, la algarabía de pájaros, la armonía de colores, el resuello del mar, el rumor de la vida en la tarde estival, a la vez ardorosa y serena. Todo le resulta ajeno: entre tantos seres se siente extraña al mundo, ante tanta plenitud le duele su soledad. Ahram, una vez más, está lejos, en sus astilleros cirenaicos de Darnis, reforzando sus naves, dedicado a su poder; ni siquiera distraído en un capricho erótico, como esa Yazila por lo visto ya olvidada. ¿Y Krito? ¡Un mes sin aparecer apenas! Después de lo que él dijo, después de ofrecerle ella el descenso a la gruta de la torre… ¿qué le pasa? ¿Tan atado se siente?… ¡Nadie a su lado!, sólo Eulodia, pero pensando en su dios y en su Jovino. Cada cual metido en su interés, en su quehacer, en su ser… «¿Cuál es el mío?», se pregunta angustiada.

Porque Glauka se consume en la angustia. Su congoja desmiente la plenitud del escenario. En su interior un goteo implacable horada las cosas y los seres, los disgrega y se los lleva. «¿Es esto envejecer?», se pregunta. Esto: la tierra, los astros y los seres prosiguiendo imperturbables mientras ella se queda atrás, desconectada, a la orilla del tiempo… Sobre el mar balancea indolente su mástil el Jemsu, plegadas las velas, fondeado a la gira en torno al áncora. Bajo las aguas el otro mundo, el que la creó a ella, el que no envejece. No ha vuelto a ver sirenas, ni siquiera cuando se zambulle junto a la gruta de la torre, en noches de plenilunio como ésta. ¿Las rechaza Alejandría con su faro o es que han huido de este mundo, donde otros dioses ya nacen? ¿Qué queda en ella de aquel pasado suyo? Últimamente viene cavilando sobre su identidad, debatida con Krito. ¿Es realmente Glauka una sola? No está segura. Se siente entera pero, también, con dos corazones, otro Jano con dos caras. Como cuando era medio mujer y medio pez, con dos lealtades, aunque entonces no se diera cuenta. «Pertenezco a la frontera, como Krito —se dice—. Entonces, ¿por qué no está conmigo? ¿Acaso habrá fronteras diferentes?». Piensa en la Mujer Diosa de las femineras, divina y humana a la vez, además de mujer con apariencia de hombre, doblemente fronteriza. «En todo caso —se dice Glauka—, estoy viva». Esa seguridad la sostiene en su angustia, gracias a ella no se derrama en llanto. Viva, aunque hundida en el desfallecimiento: por eso no se arrepiente de haber acudido aquella noche a Afrodita. No le angustia envejecer sino sentirse abandonada. ¡Cómo añora el breve tiempo del lagarto, anclado en la serenidad! ¿Qué desea, qué necesita? ¿Cuándo empezó su angustia? ¿Acaso es premonición de algo, deslumbrante o siniestro? La voz llega hasta ella repentina, la voz tanto tiempo y tan oscuramente esperada. Su mano se coge a la marmórea cabeza del delfín para sosegar su emoción, mientras escucha a Krito, ve sentarse a Krito, siente el olor de Krito, el roce de su femenino quitón:

—No te atormentes, Glauka. Un día más no es retraso con esta calma en el aire. Pronto llegará tu Ahram.

Entre los dedos que la voltean suavemente, la hojita de hiedra.

—No estoy esperando. Llegó una paloma advirtiéndonos del retraso.

—Me habré equivocado, entonces. Parecías angustiada.

Glauka guarda silencio y Krito comprende que no se ha equivocado. Respeta la pausa mientras enamorada compasión llena su ánimo.

Una gaviota cierne sobre ellos sus alas. «¿Será nuestra gaviota?», se pregunta Krito, porque se les acerca desde la izquierda y eso se considera mal presagio. Sonríe porque no lo cree, pero siente como si la angustia de Glauka le penetrase también a él.

Callan, mientras en ambos gira un silencioso torbellino interior. «Pero ya no es angustia —se dice Glauka sorprendida—, sino expectación. Krito conmigo; ¿qué trae ahora?».

El mundo parece callar también, quedar en suspenso. Los pájaros ya duermen, el mar está inmóvil, el faro vuelve a ser blanquecino porque el sol se ha ocultado, el aire no se mueve… La plenitud estival se adormece. La mujer ya no se siente herida por la belleza y lo celebra con un suspiro:

—¡Qué hora tan singular! Se acaba todo con el día.

Lo dice pensando en su angustia esfumada, pero Krito contesta respondiendo a su propio afán:

—Al contrario, todo empieza con la noche.

Glauka reacciona alerta, pero sin temor. Sonríe:

—Estamos en la frontera, como tú dirías.

—Sí, donde todo es posible. Donde respiran los proscritos, como yo.

Glauka le mira mientras empieza a comprenderlo todo: el secreto fondo de su propia angustia, el nombre de su soledad y, también, la ausencia de Krito.

—Donde ahora también habito yo —y ante la mirada sorprendida de Krito añade, vehemente—: ¡Si supieras hasta qué punto soy también fronteriza!

«Voy a declararle mi origen», decide Glauka en el mismo instante de hablar así.

—No tanto como yo, mírame bien —replica Krito, aludiendo a su vestidura.

—Una túnica se quita en un instante; pero la piel no.

Krito la mira sin comprender. Ella siente el cosquilleo de la delicia, pensando en la sorpresa que le espera al hombre, mientras le pregunta:

—¿Cuál es el dios de los fronterizos?

—Hay varios. Némesis, diosa de los límites. Jano, que mira dentro y fuera, que está entre ayer y mañana. Hermes, dios de los viajeros y padre de Hermafrodita. El mismo Zeus, tantas veces transformado… Pero sobre todo Proteo el multiforme, el sabio… ¿Te divierte el catálogo? Puedes elegir entre otros todavía.

—¿A cuál te encomiendas tú?

Krito sigue asombrado. Ya han tratado ese tema otras veces. ¿Por qué ahora? ¿Y por qué ha dicho ella que la piel no se quita como una túnica?

—Ya conoces mi dios, pero en esta hora del crepúsculo puedo describírtelo mejor. Si un día en un eclipse, cuando sol y luna están alineados, como explicó Anaximandro, ambos se fundieran en una luz cegadora y dulce, en una fuerza irresistible y benévola, ese sería mi dios. Un dios fronterizo, andrógino, holosexual. Se enamoraría de otro igual a él y en su cópula crearían un mundo y unos hombres nuevos… Haría más que milagros: haría lo imposible: ser y no ser al mismo tiempo, igualar los contrarios, conciliar el todo y la nada, la luz y las tinieblas. Podría unir aquí mismo las paralelas y encerrar el infinito en el puño de un niño. Sería el verdadero Eros, porque viviría el fulgor de todos los amores… Pero ya sabes que no espero nada de los dioses. Si existen, no se ocupan de nosotros.

—Los dioses existen, lo sé… Ya te convenceré —añade apresurada ante el gesto escéptico de Krito—. Pero no pueden vivir el amor de los humanos aunque se emparejen y se acoplen. Sin la muerte al fondo, sin el tiempo en los huesos, el amor es trivial… Como este juego tuyo —concluye, seria en el tono, compasiva en la mirada, señalando el vestido de Krito.

El hombre se siente herido un instante, comprende en el acto. «Es mi degradación y mi osadía», piensa, pero en su lugar dice, en tono ligero:

—Cada cual juega como puede… Con esto, con la palabra que ahora leo…

—¿Filosofía?

—No. Poesía. Es superior a la mejor filosofía, que discute la duda, mientras el poema revela la verdad.

—Por favor, Krito, concédeme esa verdad: la estoy necesitando.

Krito tarda en contestar. La mira; al fin se decide y la palabra vuela de sus labios:

Si nunca despertaste en sobresalto

febril, precipitándote hacia el lado

vacío de tu lecho, tanteándolo

con manos que se obstinan vanamente

contra implacable ausencia.

Si no sentiste entonces a la muerte

desgarrándote en vida y agrandando

el vacío en tus venas inflamado,

el vano apartamiento de tus muslos,

el ansia de tu sexo.

Si no rompió tu voz ese gemido

que acuchilla la turbia madrugada…

es que en tu corazón no ardía la hoguera

que llamamos amor.

En ella me consumo y es mi grito

tu nombre: a ti me abro en carne viva.

Mi piel muere en espera de la tuya,

mi sexo late con ansiosa boca

de pez en la agonía.

Y al no llegar tus labios con su bálsamo

ni el fuego sosegante de tu lengua

mi mano se fatiga inútilmente

en estéril caricia,

porque tan sólo tú tienes las alas

para el vuelo que mata y da la vida,

para llegar, Diótima, contigo…

Krito se interrumpe. Glauka le mira, esperando. Pregunta:

—¿Safo?

Krito no niega:

—Un fragmento desconocido que llegó a mis manos en… Es largo de contar. Te lo daré: entiérralo conmigo, cuando llegue mi hora.

De golpe lágrimas en los ojos de Glauka:

—¡Oh, Krito, me haces daño! No me hables de tu muerte.

—¿Tanto te angustiaría?

A Glauka le tiemblan las manos.

—No me hagas contestarte —suplica.

Al hombre se le desmoronan las defensas. Tiembla y su voz suena decidida, para no darse tiempo a arrepentirse de hablar:

—Perdóname, hermana: no hay tal Safo. Esos versos no son dignos de ella; son míos… Escritos estos días, sin poder reprimirme. No era para decírtelo, pero tú mereces la verdad.

—¿Escritos para tu amante?

No lo pregunta la mera curiosidad. Es un súbito grito de amargura que clava en el corazón del hombre una saeta de imposible esperanza.

—No… —vacila, pero ya no puede negarse ni negarla—. Escritos para mi amada.

La voz se desgarra en melancolía al continuar:

—No te digo su nombre porque me avergüenzo. ¿Qué mujer me escucharía?… Ya te lo confesé: sólo soy un amante lesbiano; lo único que puedo ofrecer… ¿Comprendes mi silencio, y que me ocultara por un momento tras la careta de Safo? —la voz se apresura, patética, desgarrada—. ¡Imposible hablarle yo como amante a una mujer!

Se atreve a mirarla y palidece porque en el rostro de Glauka domina un desconcertado asombro. Se levanta para huir:

—Es demasiado escandaloso, ya lo veo. Perdóname.

—Espera Krito. Ven.

Le llama en voz baja, pero él la hubiese oído aunque sólo lo hubiera pensado. Vuelve a sentarse, trémulo, confuso.

—Me escandalizo, sí, pero de lo poco que sabes de las mujeres: no has llegado a conocernos nunca… Te he contado mi vida, con Narso, con Uruk… también con Ahram —añade vacilante—. Pero no te he hablado de otro amor mío. Escucha: fui muy feliz con otra mujer. Con sus caricias y las mías no necesitábamos al hombre; nos comprendíamos como ninguno nos había comprendido jamás. Era…

Apasionadamente, mientras Krito escucha, ella da suelta en su corazón al recuerdo de Domicia. La confidencia brota fácilmente porque ahora los rostros son apenas manchas más claras en el aire ya nocturno, sin una luna apenas asomada sobre el mar y sólo el faro recién encendido. Krito escucha asombrado y en seguida se asombra de asombrarse porque no ignora el amor femenino, tan frecuente entre sus conocidas de Rhakotis. Pero aún le espera una sorpresa magna, imposible de prever ni en su más loca fantasía, porque tras una pausa Glauka le desvela lo inesperado:

—Tú también te mereces la verdad, hace tiempo que debí confesártela. Una verdad que sólo Ahram conoce y que me prohibió revelar a nadie, pero tú eres Krito. Si te dije antes que la piel no es una túnica es porque un tiempo la mía era de escamas desde mi cintura.

Ante los atónitos ojos de Krito, explica cómo fue sirena, viviendo entre los peces y las algas antes de aparecer en Psyra como mujer. Mejor dicho, no vivió: los dioses no viven, puesto que no mueren; por eso mismo ella decidió dejar de serlo… Interrumpe su relato para sonreír a Krito:

—No me mires así. Te estoy diciendo la verdad, por increíble que te parezca.

—No te miro incrédulo, sino iluminado. Por fin comprendo; ya sé por qué siempre fuiste única, diferente. Comprendo que ondule tu paso como un alga en las ondas, que tu cabello fluctúe, que tus ojos tengan los colores del mar y sean a la vez sosegados e insondables y que a veces, como esta tarde cuando llegué aquí, rezumes amargura salobre… Te creo, ¡claro que te creo!, pero dime más, déjame saberte mejor.

Glauka resume su existencia de sirena para Krito. Vacía para él su memoria mientras crece en ella la convicción de sentirse escuchada como nunca por nadie, comprendida como parece imposible. Relata su descubrimiento de los humanos, su ansia de vida, su petición a Afrodita. Y cómo lo olvidó todo al ser mujer, al pasar al mundo del tiempo, hasta que recuperó esa memoria.

No explica cómo. En cambio exclama:

—¡El tiempo!: es el nervio de la vida. Vosotros lo sentís menos porque os acostumbráis desde la infancia, pero a mí me asaltó de golpe como una inundación. Y sigo percibiéndolo con frecuencia: sus dedos erosionándome, arañando átomos de mi existencia. El río de mi sangre me sostiene hacia delante, pero sobre otro río lívido y frío, aún más rápido, que me arrastra hacia abajo llevándose mi carne, mi memoria, los aleteos de mi corazón. Vosotros sólo percibís su poder cuando algo o alguien se desploma derribado por él; yo lo tengo más presente. A veces se reduce en mí a un rumor lejano, pero nunca cesa. Y, ¿sabes?, en ocasiones también es mi amparo, mi esperanza. Cuando la vida se muestra turbia, fea enemiga; cuando los humanos se vuelven inhumanos. Es entonces un consuelo pensar que el río se lo lleva todo, que la desventura no durará siempre: una esperanza negada a los dioses inmortales… Sí, una esperanza.

Lo repite como para convencerse a sí misma. Krito se da cuenta, recuerda cómo la encontró al llegar y pregunta tiernamente:

—¿Como ahora?

Ella asiente en silencio. La pregunta la enfrenta con su angustia de estas semanas, con su soledad en un mundo colmado, con las tensiones entre ella y Ahram: «¿se estará alejando de mí?», se pregunta una vez más. Y, por un instante, la nostalgia de su tranquila sirenidad le arranca un grito ante la luna, ya levantada, dorada y espléndida, sobre el horizonte marino:

—¡Ah, en estos plenilunios salíamos a la superficie, mis hermanas y yo, y cantábamos!

—Como cantaste aquella noche en la torre —evoca suavemente Krito—. Entonces no supe explicarme por qué tu canto era indescriptible, tan dulce y devastador… Me envolvió como una marea… aunque no fuese para mí, sino para Ahram.

La amargura final en esa voz impulsa a Glauka:

—Hoy cantaré para ti. Para ti solo. Ven.

Habla una pobre mujer buscando compañía desde la soledad, comprensión desde el abandono. Pero Krito escucha a una diosa, compasiva y magnánima, concediendo su gracia a un mortal adorante.

Krito sigue en silencio a Glauka por el jardín solitario, cruzando las sombras y claridades de la luna y el faro por entre los árboles. Uno de los perros guardianes se acerca desde lejos y cambia su gruñido en ronroneo cuando reconoce a Krito. Uno de los guardianes se cruza y les saluda respetuoso. Ellos no advierten nada en su caminar mágico, tan adentro de sí mismos que es como si estuvieran fuera de sí.

Glauka hace rechinar, al abrirla, la puertecilla de la cerca junto a la torre: si no anduviera tan absorta hubiese visto a Eulodia asomándose alarmada a la ventanita con ojos asombrados. Tampoco se da cuenta de que Tijón ha acudido sigiloso a olisquearla. Se acerca al borde del risco e inicia el descenso a la cueva por la roquera escalerilla, seguida por Krito. La luna, todavía muy baja, traza un sendero de plata sobre el mar para llegar hasta los pies de la estatua en la hornacina. En la concavidad resuena el suave maretaje de las olas contra el acantilado. La mar, salvo en el sendero lunar, ondula oscura y misteriosa y su oceánico rumor es una gigantesca respiración. Ambos se sienten abrazados por el cosmos y penetrados de su fuerza. «La Gran Madre», piensa Glauka, contemplando en la hornacina la estatua, más acogedora que nunca. Y se descalza, sentándose en el borde de la roca de manera que sus pies entran en el agua. Desde ella sube la memoria a su corazón y canta.

Canta y el mundo, para Krito, se reduce a esa melodía. Canta como sirena, pero también como mujer: la melancolía, la angustia y la soledad, ignoradas por los dioses, añaden armónicos inconcebibles en gargantas divinas. Krito se disuelve en ese canto, se vuelve ciego y sordo al resto del mundo, se siente vaciado de sí mismo para llenarse de una esperanza, de un imposible.

La voz acaba declinando poco a poco y el mundo vuelve a ser el fulgor de la luna, el susurro del mar, el amparo de la roca, la propicia sonrisa de la diosa. Obediente al mensaje del instante Glauka se pone en pie, se quita su túnica, su ceñidor pectoral. Acaba de desnudarse liberando sus cabellos, que descienden magníficos en acariciantes ondas. Sumiso a su guía, osándolo todo, Krito se desnuda sin asombrarse al descubrir su erección, casi dolorosa, frenéticamente enardecida.

No sonríen, no hablan. Son puros amantes celebrando gravemente un sagrado ritual. La sacerdotisa se acerca de rodillas al varón, acaricia hacia arriba las delgadas piernas, queda con el rostro frente al sexo erguido, se incorpora rozándolo entre sus pechos, queda frente a él. Se miran y, ahora sí, ella sonríe, invitadora, a los ojos entregados bajo la frente ancha, el rubio cabello. Las manos viriles se posan en sus hombros y la empujan poco a poco hasta tenderla en el suelo. Glauka, dobla las rodillas y abre sus muslos en espera del hombre, que desciende sobre ella quietamente. Se siente besada en los ojos, en las mejillas, en la frente; nota el peso del otro cuerpo, su calor oprimiendo sus pechos, y una dureza en el vértice de sus muslos, pero ninguna presión penetrante, mientras las caricias continúan.

No se asombra, nada puede asombrarla: todo gesto es nuevo y, a la vez, pertenece a un antiquísimo rito. Recuerda una noche semejante en el mismo lugar, pero aquella hora pertenece a otro mundo y la diosa lo sabe. De pronto las caricias se interrumpen, el cuerpo del hombre se estremece es espasmos y suspira como en un llanto. La dureza viril vibra sola en el aire y una húmeda tibieza resbala lenta entre los muslos femeninos hasta el suelo. El hombre queda inmóvil, cerrados los ojos; ella espera.

Luego el hombre reanuda los besos, inclinado sobre ella de rodillas, desciende lentamente con sus labios cuello abajo, entre la seda cobriza de los cabellos. Se detiene en un pecho, lo rodea, lo asciende en espiral, enardece su cúspide, la mordisquea, la succiona y excita entre la lengua y dientes, la abandona por su gemela. Una mano de seda sobre el flanco femenino y los labios como abejas libadoras, caracoles untuosos, van dejando un rastro de placer sobre la piel abierta, expectante, entregada, absorbente. Las mejillas acarician el terso vientre, los labios beben en el pozo umbilical, se acercan a la mata rizada, que remueven a besos. Las manos concurren también allí, abren delicadamente la flor púrpura para los labios ávidos, que se posan en los pétalos y, encontrando su destino, se abren disparando el estilete vibrátil de la lengua…

No, no he soñado aunque actuara como en un sueño, sin ser dueña de mí y sin embargo tan lúcida, tan consciente, sólo proyectaba cantar, le era debido tras mi revelación, pero la diosa sonreía cuando llegué aquí, bendiciendo también este amor, todos los amores, de sirena y de hembra, solar y nocturno, todo es uno en dos, como yo misma, Ahram amor y poder, Krito amor y palabra, yo amor y vida, somos el futuro, pero Ahram obsesionado con su juguete, el poder, como un niño, Krito haciéndose hombre en el tiempo del lagarto, con sus ardores que el violento ignora, su osadía impensable para el fuerte, sus miedos ocultando las pasiones, sus triunfos al débil reservados, hombre aunque él lo dude, ahí tendido a mi lado, qué pensará, seguro consternado por derramarse fuera, ¡qué me importa!, ignora que dentro sólo a veces lo notamos, nos gustan más las caricias externas, pero él como todos, los hombres esclavos de su cetro, el dichoso pene, gimiendo cuando fláccido, fanfarrones si rígido, abrumados por los fallos, castrados por las exigentes, madres o sanguijuelas, matronas de otro poder, ¡hombres vulnerables!, a mi lado tendido, ni le siento moverse, pero… ¿dónde está?, ¡se ha ido!, ¡y no me di cuenta!, absorta en mi pensamiento, acurrucada en mi placer, le recuperaré, le convenceré, aprenderá de mí como yo aprendí de él, desventurado, prisionero de sus mitos, desde ellos me ha salvado, me ha reintegrado al mundo, colmado mi vacío, angustiada estas semanas, no padecí igual en otros trances, porque nunca amé antes a nadie como a Ahram, y ahora soy más suya que esta mañana, ahora que me siento comprendida, por eso la sonrisa de la diosa, su bendición, su gracia, ¡los dos tan diferentes! Ahram es el Vértigo, el Instante, mi piel bajo el imperio de la suya, su olor me droga y me intoxica, su mirada me pone húmeda, pero sin comprenderme, tomándome sin acompañarme, dándose sin abrirse, un amor absorbente no el amor entregado, el de Domicia, flotar en el deleite, y ahora este otro amor de Krito, no cree que he llegado entre sus brazos, lo sabe y no lo cree, ¡si era anegarme toda, hundirme triunfalmente, no el surtidor en alto sino el vórtice al fondo!, con Ahram es morir y revivirse, con Krito continuar, hundirnos juntos, compañero como Domicia, a mi lado como ella, envolviéndome en huellas, en sonidos, recuerdos, fantasías, añadiendo a mi carne la palabra, ¡y tan amando el mundo!, mientras Ahram rechaza lo distinto, lo que no acepta, niega sus tabúes, o los destruye, Krito asumiéndolo todo, lo que es y lo que no es, su desventura y su gloria, su doble naturaleza, Ahram tan seguro que da pena, ¡lo que se pierde!, escogiendo como niño el juguete más grande, el más reluciente, el plato más lleno y no el más exquisito, pero en su mundo el primero, grande como la mar, como el desierto, inagotable imán, cruel también, su crueldad indiferente, ¿qué hará cuando se entere?, fulminarme como el rayo, pero vale la pena, esta cueva templo de los tres, al pie de la sonrisa de la diosa, vale la pena, todo es posible en Egipto, lo comprendí ya en la casa de esclavos, en Tanuris aquellos días, no podía adivinar que fuera tanto, doble amor como la doble hacha de la Gran Madre, el integral amor en la frontera, de fuego y miel, los dos tan verdaderos, para la sirena y la mujer, como las dos almas egipcias, Bâ ligada al cuerpo, Kâ inmortal entre los dioses, ¿nos comprenderá Ahram?, él tiene otras mujeres cuando quiere, pero ¿comprenderá?, ¿caerá sobre este Krito que ha desaparecido?, ¿dónde ha ido?, ¡qué intuitivo amante!, más aún que Domicia coartada por su credo, cómo pudo saber que mi espasmo no era el último que seguía deseando, ¿lo comprenderá Ahram?, imposible ocultárselo, bajeza indigna de su amor, del que yo le tengo, ser fiel es ser leal, ¿comprenderá que me he enriquecido también para él?, ¿que ahora tiene más en mí?, habrá de darse cuenta, mi piel se lo demostrará, el escalofrío de mis suspiros en sus brazos, esto ha sido sagrado Ahram mío, habrás de comprender la sonrisa de la diosa, tu diosa aprobándolo, me habías dejado sola, si no te importó Uruk, ¿por qué Krito? Uruk mutilado de las piernas, y Krito víctima de su cerebro, conquistándome con su valentía de cobarde, tú que nunca dudas habrás de comprenderme, pero no es explicable para ti este amante lesbiano, no ha sido el fuego de tu hoguera, sino descenso alucinante hacia la nada, sin dejar de vivir ardientemente, tú detienes el tiempo con tu fuerza, Krito me acompaña en él, me envuelve en tiempo, en esa incertidumbre que es la vida, que es preciso beber hasta su fondo… ¡Ahram mío!, déjame el compañero que comprende, el que entra en mi piel y no sólo la toma, el capaz de asumir a la sirena, como mujer también y como hombre, te amaré más por eso, te amaré de otro modo más completo, pregúntale a tu diosa si lo dudas, tú eres mi centro, él es mi compañero… pero entonces, ¿por qué no me acompaña?, ¿cuánto tiempo ha pasado de su marcha?, ¡ya no estoy en la luna, sino en sombra!, la luz muere en la boca de la cueva, he quedado en tinieblas, un terror me estremece al recordar, ¡se le escapó una vez a Krito!, «el mar arregla todas las angustias», ¿qué has hecho?, ¿acaso te desprecias?, ¿no has comprendido nada?, ¿acaso quieres evitarme el rayo de Ahram?… ¡Krito, Krito!, ¡qué largas escaleras!, si no te encuentro arriba seré yo la suicida, no es posible, no lo habrás hecho, ¡oh diosa!, no es posible…

Con la angustia galopando en su pecho, por irreflexiva más violenta, Glauka llega sin aliento a lo alto de la escalerilla y sólo se detiene, ya en el borde del acantilado, al ver a Krito sentado contra un árbol en el jardincillo, su cuerpo de alabastro bañado por la luna, fantástico y real a la vez. Él a su vez contempla asombrado la aparición por encima de la roca, la blanquísima y hermosa desnudez de la mujer que en su pánico ha dejado abajo la túnica y ha subido descalza. La ve llevarse la mano al corazón al reconocerle e iniciar su retorno a la cueva para vestirse, pero se le adelanta:

—Espera, yo subiré tu ropa.

Glauka le ve desaparecer escalera abajo, como sumiéndose en la tierra, mientras se va calmando el golpeteo en su pecho y el ahogo de sus pulmones. El mundo que a la tarde le era ajeno ahora la envuelve y la penetra: la caricia del aire, el estridor de insectos, el grito aflautado de la lechuza, el susurro del ramaje, la solidez áspera de la roca que pisa… Como la noche en que dejó de ser divina, cuando se resquebrajaron los mármoles y el laberinto de sus venas se llenó de ríos innumerables. Sólo que ahora los mármoles permanecen.

Krito reaparece y mientras ella se viste él le anuda las sandalias.

—Me has dado un susto de muerte. Creí que…

Krito la mira extrañado:

—Yo sí que estaba asustado. Temía tu arrepentimiento, cuando descendieras de la nube que nos arrebató. Temía tu tristeza, no sé si tu aborrecimiento… Esperaba aquí tu rechazo.

—¡No! —casi grita Glauka. Y añade, más suave—: ¿Cómo has podido imaginarlo así? ¿Te sientes culpable? ¿Hundido?

—¡No! Jamás viví nada más hermoso. Pero mañana… ¿Y Ahram?

—Sí, lo he pensado. Eso sí.

Se sienta donde estaba Krito. Cavilan.

—No hay pleamar sin resaca —afirma Krito—. Siempre es duro retornar de lo profundo. Por eso escapé: para dejarte libre. Y por eso esperaba aquí, temiendo…

—Yo sí que temí… Que tú…

—¿Me matase? —amplísima sonrisa—. ¡Si nunca estuve tan vivo!

—Te declaraste lesbiano… ¡Tonto!

—Al final lo he sido —murmura confuso.

—Nunca. Yo me sentía tomada por un hombre.

—Sí —yergue la cabeza—, de eso me di cuenta… Por eso ha resultado tan…

Un gesto circular de la mano, trazando la perfección de la esfera, la magnitud del mundo. Y continua:

—Fue una libación: a la tierra y al mar, a ti. No en la tierra sino en ti; perdiéndome en ti. En tu anémona, en tu mar, en tu perfume… Esta noche he besado el mar, paladeado el mar… ¡Qué mujer eres, diosa!

—Y tú qué hombre, ¡qué amante!

Callan se contemplan. Krito al fin murmura:

—Pero ya estás pensando en mañana.

—No me arrepiento. Ha sido lo que soy.

—Y yo… ¿Sin sentirte culpable?

—¿Culpable por vivir? Que lo digan otros, que me lapiden ellos, no yo.

Krito recuerda que también Ahram estuvo a punto de ser lapidado. Sonríe: ¡qué encuentros trama la vida!

—¿Qué le he quitado a Ahram? —continúa Glauka—. Le amo como no te amaré a ti nunca; igual que te amo a ti como no podré amarle a él. Y ahora le daré más: estos últimos tiempos yo era una mujer hundida… ¿Cómo no voy a amarle? Es… es…

Hace un gesto de impotencia para expresarse. Callan. Krito es quien continúa, su rostro en sombra, los árboles atajando a la luna ya en lo alto. Sólo un resplandor rojizo del faro les hace verse bajo luces irreales, sintiéndose al mismo tiempo más verdaderos que nunca.

—Tú me has confiado un secreto, voy a confiarte otro. Yo también amo a Ahram. ¡Toda mi vida, sí, toda mi vida! Le vi cuando yo estaba destruido, inseguro y él era un león en aquel corro de jueces y plebe que le acosaban a muerte. Le vi impávido hermoso, y yo necesitaba asirme a alguien y le amé. Le defendí por eso; desde el primer instante hubiese dado mi vida por él… Un león que es un niño. ¿Recuerdas que te lo dije? Los dos Ahram.

—Un niño, sí, aun con todo su poder. Ahram el fuerte me necesita más que tú… ¡Se asombraría si me oyese! —concluye Glauka con una risa silenciosa.

—No debe sufrir su orgullo. No debe pensar que sus estrellas se apagan: tú y yo, ya sabes… Al menos tú has sido suya, lo eres… ¡Cómo envidié a Soferis, en los primeros tiempos, cómo quisiera tener sus recuerdos de amado por Ahram, poseído por él!… No sospechó nunca mi amor y yo no me atreví… No debe sufrir su orgullo. Debemos evitárselo como sea.

—Pero no a costa de lo que somos. Fue verdad esta noche: una mentira o un capricho no hubieran sido tan fuertes dentro de nosotros.

—Una verdad grande y hermosa.

—La aprobó la Gran Madre; lo sentí en mis entrañas. No le dañaremos; sólo se dañaría él mismo si no comprendiera. La diosa sonreía; que se lo pregunte a ella… Abajo, mientras tú estabas aquí, yo sabía que la gruta de Ahram no ha sido profanada… No le he quitado nada. Lo malo es que es prisionero de su tribu; hombre del desierto con una ley implacable. Lo descubrí en la isla cuando enterramos a Bashir, ¿recuerdas?

—Sí, no es hombre de la mar abierta y amplia, sino un nómada. De esa Arabia pétrea, mundo de vengativos… —sonríe para continuar—. Pero no has de inquietarte: ya tiene en mí bastante chivo expiatorio para su cólera, suficiente víctima.

—Yo también sabré morir.

—¿Morir tú? Te necesita, tú lo has dicho. Y cada día más. Si muero, al menos será a sus manos —sonríe—, otra forma de ser poseído al fin, de darme a él. Entonces no podrá olvidarme nunca y habitaré sus sueños.

—Pero ¿por qué, por qué? —se angustia Glauka—. Él me necesita, pero yo también a ti. Te estaba viviendo a medias, a distancia. Te necesito para acompañarme, para ir muriendo conmigo, para vivir la otra cara de la vida, la que él ignora y tú paladeas, haciendo duradero cada instante… Su abrazo es irresistible, pero tú me das la palabra, me la has enseñado, ¡sólo por ella valdría la pena ser mortal! Las sirenas nos comunicábamos sin ella, con el pensamiento. Vivíamos en el mundo del silencio perpetuo, sin las modulaciones de la voz, las inflexiones, la música de la frase… Y tú eres la frontera, la ambigüedad creadora, mientras Ahram es el centro fijo, inmóvil, decidido…

—No nos comprenderá —sentencia Krito tras su silencio—. Nunca comprende, siempre decide y obra. Al menos, tú le gozas… Yo, sólo imaginándolo, ¡tantas veces, en tantos insomnios! Cerraba los ojos en mi soledad para imaginar, sentir, el vello de su pecho en mi espalda desnuda, sus ijares contra mis nalgas, su miembro penetrándome, embistiendo, mientras su voz en mis oídos decía que me quería, su explosión llenando mis entrañas, tomando posesión… Nunca lo viviré.

Un silencio, un suspiro inaudible, la vida escapándose por una desgarradura. Y luego:

—¿Me concederá el destino volver a vivir esta noche?… Nuestra confluencia. Dos ríos predestinados a juntarse. ¿Es pedir demasiado?

—Esperemos en la vida. En la Gran Madre. En tu dios andrógino.

Dejan que les penetre la claridad lunar, la estela de plata sobre las ondas oscuras, el ritmo de las rompientes como un jadear del universo.

Krito deja escapar una suave risa, mientras apresa amorosamente la mano de Glauka:

—No se te ha ocurrido ocultarle lo nuestro a Ahram, lo de esta noche.

Gesto de asombro en Glauka:

—¿Qué dices? Ni por un momento. No le engañaré, ni tú tampoco.

—Eres extraordinaria.

Besa tiernamente la mano que acaricia. Con la luna ya alta, iniciando el descenso, los insectos han callado. El silencio está lleno de sonoridades. Lo rompe Krito:

—Tengo hambre.

—Y yo —ríe Glauka—… Ven.

Se levantan, se acercan a la torre cogidos de la mano, como niños tramando una inocente travesura.

—Nos verá Eulodia —susurra Krito.

—Nos está viendo —ríe, feliz, Glauka—. Me vio subir desnuda, nos ha estado viendo mientras hablábamos… Krito, ¿sabes que te ama?… Sí, no te sorprendas. Es fiel a su Jovino, pero es como nosotros, te ama también a ti. No me lo ha dicho nunca, pero lo sé. Por la forma en que habla de ti, por sus ojos cuando estabas con nosotras, aquellos días en el tiempo del lagarto.

Krito retiene a Glauka en la puerta de la torre:

—No entremos. Ven.

La guía. No sienten que sus plantas pisen la tierra de los senderos, en el jardín inundado de luz blanca y rojiza a la vez. Las sombras son macizas, densas; las superficies iluminadas resultan en cambio irreales. Se sienten luna, árboles, perfumes en el aire mar al fondo. Les embriagan los aromas florales, el susurro de las palmas. Tanta plenitud se sube a la cabeza; en el aire y en el alma vacila una balanza con la melancolía en un platillo y la fuerza vital en el otro.

En la caleta las rojas antorchas de los pescadores nocturnos se balancean como luciérnagas. Los perros guardianes acuden a atajarles como espíritus de la noche, hasta que reconocen a Krito, frecuente transeúnte nocturno del jardín.

La pareja llega hasta el pabellón de Krito y mientras el hombre coge la llave de la ranura del muro donde la oculta, Glauka siente la emoción de tener acceso al santuario de Krito. Y se sorprende de que esa puertecilla con goznes de hierro no haga ruido al abrirse. Como si también fuera irreal, ingrávida, en esa noche mágica.

La lámpara de aceite que Krito enciende a golpes de pedernal contra el eslabón ilumina el recinto casi desnudo, con los volúmenes en el anaquel y las vestiduras colgadas. El brocado sasánida, con sus centelleantes rojos y oros, cubre de fuego la pared encalada. Y por primera vez la mujer se da cuenta de algo insólito: un látigo colgado entre la ventanita y la puerta. Mira extrañada a Krito:

—Fue tuyo —explica él suavemente— aunque no lo recuerdes. Cayó sobre tu espalda, en Tanuris.

—¿Cómo no recordar? Pero no lo esperaba aquí.

—Lo tenía Bashir. Se lo reclamó a Amoptis al día siguiente de tu castigo y lo guardó desde entonces. Lo retuve cuando él murió… Bashir también te amaba, ¿sabes? —añade tras una pausa—. También él, también a su manera.

El recuerdo del hombre del desierto tiñe de pena la felicidad de Glauka en esta noche. En el pupitre a la cabecera de la cama advierte unos papiros escritos.

—Poemas —aclara Krito al notarla curiosa—. Venía escribiéndolos a quien tiene todo lo que yo no puedo darle.

—¿Todavía se te ocurre pensar que no me das nada? —replica simulando indignación.

—No, tienes razón.

Mientras hablan Krito ha ido disponiendo sobre la mesita sus sencillos manjares. Pan, queso, semillas de loto, aceitunas, pistachos, frutas, agua. Los saborean como refinados platos, aderezándolos con palabras, con miradas, con manos amorosas.

Nuevas confidencias, caricias… Poco a poco amanece. La abierta ventana va reflejando las tonalidades del cielo hacia la luz, hasta que un sol rojizo, recién brotado de las aguas por oriente, refleja con su esplendor el incendio de la carne vivido por ambos esa noche, revivido ahora en paz por sus cuerpos satisfechos, abiertos, libres.