14. El poder y la vida

En la galería pequeña de levante, que sólo tiene acceso por la estancia donde suele trabajar Ahram y por la alcoba privada adjunta, Soferis contempla a la esclava de Ahram, convertida en compañera. Como llovió durante la noche y el sol sigue oculto entre nubes, es una suave luz de otoño la que pone reflejos indecibles en la prodigiosa cabellera, ahora al descubierto y peinada a la griega: recogida en alto con unos rizos sueltos. La cabeza femenina se inclina sobre el bordado que van creando sus dedos, un ramificado dibujo geométrico en negro y rojo al estilo de Amorgos.

Hace sólo tres días que ella ha aparecido en la mansión y los rumores no cesan. Soft-er-Osiris, cuyo nombre helenizan todos como Soferis, recuerda varios en este momento. No le extraña que algunos sean disparatados, porque jamás tomó Ahram una compañera, conformándose con su gineceo y con mujeres ocasionales. «Le ha dado un bebedizo», «Ahram la va a libertar», «ya la ha hecho liberta, aunque aún lleve la ajorca», «está embarazada», «es una princesa goda, con ese pelo», «¡qué va, es una terrorista!», «embaucó a Bashir», «tiene más de cien años, pero es maga»… Cosas así circulan por las cocinas y almacenes. Mientras dispone sus carpetas de pergaminos y papiros, sus cálamos y tintas, porque Ahram está a punto de llegar, Soferis admira la gracia de esa mujer, en sus pequeños movimientos de las manos y la cabeza. ¿Cuál será la verdad de Glauka? Comprende a Ahram seducido por ese encanto, pero se explica mucho mejor que ella se haya entregado al amor de Ahram. ¡El amor de Ahram! Él lo conoce bien; lo gozó plenamente cuando, siendo aún muchacho, Ahram fue a la vez su amante y padre, sustituto del que había muerto al servicio del Navegante. La relación acabó como siempre, al llegar Soferis a la adolescencia, y entonces pasó a la situación de secretario general de Ahram como lo había sido antes su padre, con una fidelidad y una eficacia insuperables; alimentadas aún ahora por un soterrado sentimiento entre filial y amoroso: rescoldo que sobrevive incluso al hecho de estar ya casado y con dos avispados chiquillos.

Unos conocidos pasos atraen las miradas hacia la puerta. Ahram aparece en ella, seguido del nubio Mnehet, que permanece en la estancia de trabajo. Sonrisas y saludos, palabras amables de Ahram para el bordado de Glauka, que se ha puesto en pie, como Soferis, y recibe una caricia en su pelo.

—Despacharemos aquí —decide Ahram—. Da gusto este aire húmedo… No te vayas, Glauka; tu presencia es favorable.

Glauka sabe que la quiere constantemente a su lado, pero Ahram lo justifica con otros motivos porque todavía le resulta nueva la situación: a ella le sorprende que el autoritario amo tenga a veces esos respetos a las convenciones. Soferis, por su parte, interpreta la frase como resultado del dictamen de Assurgal, que ya ha estado en la Casa temprano; en Alejandría nadie importante puede pasarse sin astrólogo permanente o, al menos, consultándole con frecuencia, y Assurgal, como caldeo, es de los más afamados.

Mientras los dos hombres empiezan a despachar, Glauka contempla a su vez al secretario. Viste a la griega, como la buena sociedad alejandrina, pero lleva peluca egipcia, que entona con su piel ocre y mejora su escasa estatura. Los ojos negros, que parecen rasgados gracias al ligerísimo maquillaje, están algo hundidos, dando impresión de astucia. La mirada, sin embargo, es inteligente y franca. Glauka sabe que Soferis no está todavía seguro, por lealtad a su amo, de que éste haya hecho bien dando tanta participación en su vida a una mujer aparecida no se sabe de dónde, no hace aún cinco meses. Quizás por eso empieza su informe en demótico, en vez del griego que usan habitualmente. Ahram se ríe.

—Glauka también habla demótico, Soferis.

El escriba dirige una mirada a Glauka y se inclina disculpándose. Continúa un poco turbado aunque ella pronuncia unas palabras reconociendo su lealtad. Efectivamente, el tiempo que lleva en el país ha convertido ya en un lenguaje fluido el rudimentario demótico que le enseñó Fakumit. Recordar a la malograda muchacha le produce una punzada de pena.

Vuelta a su bordado escucha sin atender las palabras de los dos hombres, mezcladas con el suave rumor del agua que cae sobre una pequeña concha de mármol al extremo de la galería. Le llegan nombres de la frontera asiática: Armenia, Bactria, Sogdiana, Comagene, Parthia. Hay referencias a movimientos de legiones y a cambios de gobernadores romanos. Luego le suenan puertos de Asia, de África, de Grecia y Roma, mezclados con sugestivos nombres de navíos: Aquilón, Zerbo, Isíaco, Tauro, Hípaco. Otros dos nombres atraen súbitamente su atención: Odenato y Zenobia; la mención de esta última la perturba siempre. Tiene clavados en la memoria los grandes elogios de Ahram hacia la princesa y por instinto se da cuenta de que la admiración del Navegante no es sólo un tributo a la gobernante y compañera del príncipe, sino también a la mujer como hembra.

Soferis da cuenta a Ahram de los últimos informes llegados de Palmira, todos favorables. No sólo Odenato es capaz de seguir refrenando los intentos de Shapur en su dirección, ganándose cada vez más el aprecio de Roma, sino que al mismo tiempo logra incrementar el tráfico de caravanas por Palmira y aprovechar los beneficios económicos para ir formando unas tropas muy móviles con caballería y camellos. Esto último es una idea de Ahram, convencido de que en los desiertos de Arabia y Parthia ese animal no está todavía bien aprovechado para la guerra en unidades organizadas.

Aparte de los informes ha llegado también una carta personal cifrada de los príncipes al Navegante, aparentemente llena tan sólo de orientales cortesías y novedades sin importancia. Ahram la toma en sus manos junto con el texto resultante de descifrarla, que le suministra Soferis y que alegra su rostro pues confirma y amplía la impresión de sus agentes.

En cambio los informes de Alejandría misma son más confusos. Valeriano ha dejado de tolerar a los cristianos y el prefecto Emiliano ha deportado al obispo. Sus fieles se inquietan temiendo una nueva persecución. Al mismo tiempo en los bajos fondos se habla de agitadores, no se sabe si movidos por potencias extranjeras o por el clero egipcio, pues los sacerdotes siempre aspiran a recobrar su antiguo poder. Corren incluso extraños rumores sobre partidarios de un nuevo faraón «legítimo» agrupándose al sur, en Nubia. Ahram descarta todo eso como habladurías, pero en cambio se sorprende de que se le atribuyan a Firmus, el riquísimo tratante, pretensiones políticas.

En ese momento Mnehet recoge de una sierva una bandeja con cervezas y aguamiel, dátiles y otras frutas y la deposita sobre un taburete. Glauka se anticipa al nubio y sirve a Ahram, así como a Soferis, que ya se disponía a hacerlo por sí mismo. Ahram observa encantado el desconcierto del escriba y la elegancia con que Glauka maneja los pliegues de su nueva túnica.

Todavía tratan de la última remesa de esmeraldas desde el Campo, que ha llegado algo disminuida porque al venir por tierra es preciso comprar la protección de los tres estrategas por cuyos distritos pasa el mensajero. Concluyen preparando la tarea del día a base de la lista de visitantes que han solicitado una audiencia y aguardan ahora a que Ahram baje a la sala donde recibe al público. Ya han detectado entre ambos un caso de los que se presentan bien recomendados con peticiones descabelladas o con absurdos proyectos para resolver los grandes problemas: el de hoy cree tener la clave para acabar con la amenaza de la peste, que parece haberse reactivado en alguna ciudad del Menhit y que los sacerdotes atribuyen a castigo de los dioses, motivado por la relajación de las costumbres.

—Además hay otro visitante curioso —añade Soferis—. Uno de esos judíos nuevos, de los terroristas. Viene de la Tebaida.

—A esos hay que tomarlos más en serio. Son tenaces. Las persecuciones no pueden con ellos. Sirven de carcoma contra el imperio.

Todavía hablan unos instantes del hijo de Artabo, Tages, que tiene ya siete años y va a empezar su educación. Ahram se alegra de los excelentes informes del muchacho, hijo de su mejor piloto. Después Soferis recoge sus documentos y su material, se despide de Ahram y saluda a Glauka con una inclinación.

—Ayer te divertiste más en el Museo. Hoy espero que no te hayas aburrido… ¿Qué te parece Soferis? Ya sabes que está conmigo desde su infancia; su padre naufragó en un barco mío. Fue uno de los primeros egipcios que creyeron en mí.

Ahram se levanta mientras habla e indica a Glauka que le acompañe.

—A mí me gusta. Pero yo no le gusto a él.

—No es eso. Es su extrañeza ante la libertad con que tratamos ciertos asuntos delante de ti. Yo he sido siempre muy reservado y a él le sigue preocupando tu desconocido pasado… ¡si supiera!

—Menos mal que tú lo sabes… Porque ya no dudas, ¿verdad?

Han pasado a la alcoba contigua al despacho, provista de un baño anejo, donde Ahram dormía o descansaba a veces. Hay un mullido estrado donde se acomodan entre almohadones. Ahram la besa, contemplando su rostro largamente.

—Claro que no dudo. Ahora ya no podrías engañarme. Y además hay una prueba que aún desconoces. Mírala:

Retira de su cuello el amuleto, ese disco de oro que Glauka ha visto sobre su cuerpo desnudo. Desenvaina la daga y con la punta ataca el borde del disco constituido, como ahora descubre Glauka, por un anverso y un reverso perfectamente encajados a presión. La daga los separa y aparece dentro el verdadero talismán, que el oro protege. Ahram lo pone con reverencia en la mano de Glauka. Es una medalla de estaño, del tamaño de un tetradracma, que muestra en relieve el esquema de un árbol y sobre él un creciente lunar. A cada lado del árbol hay una estrella y ambas, así como la luna, son de plata incrustada en el metal.

—Itnanna, la luna, sobre el árbol de la vida. Los sábeos la hacíamos un dios, Ilmuqah, pero ella la llamaba así: Itnanna, y la adoraba en la gruta. Me dio esta medalla.

—¿Ella? ¿La sacerdotisa en tu isla?

Ahram asiente, porque en sus noches de confidencias ya ha empezado a contar a Glauka su pasado.

—La diosa que llaman también Ishtar, Astarté, Ashtoreth, Tanit.

—En Psyra, la Frigia veía en la luna al dios Men.

—Da lo mismo. Mi madre me enseñaba a adorarla alzando los brazos. Para ella era el dios Shin. Otra cosa son las estrellas, la de la mañana y la de la tarde. Es el mismo astro, me explicó Ittara, apareciendo a veces al alba y a veces en el crepúsculo, pero para mi madre eran dos distintas y a ellas me confiaba. Ahora las tengo conmigo: tú y Krito… ¡Sí, Krito, aun siendo lo que es! Gracias a él conservo esta medalla, que recuperó en Samos para mí. Dale la vuelta, verás.

Glauka contempla asombrada el reverso, donde aparece una sirena entre las ondas. El metal incrustado para representar su cabellera no es plata, como en el anverso, sino oro. No sabe qué decir.

—Cuando vi en la caja de mi hija aquellos cabellos cortados pensé en esta sirena y al vértelos luego comprendí por qué habías sido tan fuerte ante el perro, aquel primer día… Luego, ¡han sido tantos los signos!

La abraza y la besa, para concluir sin palabras. Glauka se desprende fingiendo enojo:

—¡Y no me lo dijiste antes! ¡Y yo esforzándome en que me creyeras cuando ya tenías la prueba pendiente de tu cuello! ¡Eres cruel; te pegaría!

—Te lo permito, pero no eres capaz… ¿Sabes? Voy a encargar una copia de esta medalla para que la lleves igual que yo.

Se miran, se adensan las miradas, se enlazan y desafían, se desean. Ahram suspira:

—Tengo que bajar a recibir a esa gente. Hoy abundan los funcionarios y la burocracia es una fuerza tremenda. Cada día lo será más. No crea nada, no produce nada, pero puede pararlo todo. Y nos tiene registrados a cada uno por partida doble: en la Casa de la Vida y en las oficinas del prefecto. Hasta en Roma saben ya que Ahram ha tomado una compañera, por primera vez en su vida, ¿entiendes? Lo que no saben es qué clase de compañera. Estarás aquí cuando vuelva. Almorzaremos y reanudaremos este abrazo aplazado.

Se besan. Glauka anuncia que ha quedado con Krito para continuar sus charlas —ya no las llama clases, aunque sigue aprendiendo— y que volverá a tiempo. Pero cuando ella acude al banco de los delfines Krito no ha llegado todavía. Se sienta a esperarle preguntándose qué le habrá ocurrido a un hombre tan puntual con ella, dentro de su complicada vida.

Luego conocerá, por su protagonista, las aventuras de Krito en la noche precedente: caminaba por las callejas de Rhakotis hacia una excitante entrevista con un joven conocido antes, cuando la andadura y porte de una mujer acompañada por dos hombres le recordaron inmediatamente a alguien. Era un trío extraño en el barrio a aquella hora porque iban elegantemente vestidos, pero sin la escolta de siervos habitual en gentes de su clase. Krito se hundió en un portal para no ser visto y con el manto oscuro, propio de sus expediciones nocturnas de cazador o de cazado, consiguió no ser visto, aunque pasaron bastante cerca de él; gracias además a los negros nubarrones que acabarían deshaciéndose en lluvia. Lo único que no coincidía en el supuesto parecido de la mujer era su peinado, complicado y de mal gusto, propio de gente inferior. Afortunadamente uno de los hombres llevaba una antorcha encendida —sólo un asiduo como Krito podía moverse por allí sin luz— y la cara femenina disipó todas las dudas: era, efectivamente, Clea, la mujer del epistratega, disfrazada con una peluca. Conociendo de ella algunos detalles no le pareció extraño su curioso paseo nocturno, pero el asombro de Krito creció al darse cuenta de que los dos acompañantes, aunque con ropajes masculinos, delataban en sus movimientos y formas su condición de mujeres. En Rhakotis y aun en algunas casas especiales de la Neópolis no escaseaban los travestidos, algunos de ellos íntimos de Krito, pero la mujer vestida de hombre era muy poco frecuente y en esta ocasión sólo podía explicarse para ocultar algo más anómalo todavía: la de tres mujeres bien vestidas sin acompañamiento varonil a tales horas. Sin su intuición y costumbre de personajes ambiguos, Krito no hubiera advertido el engaño.

Su curiosidad y su interés por Clea pudo más que la cita convenida y las siguió con prudencia, por la falda de la colina donde se alza el Serapeum, hasta las cercanías del Estadio. No podían ir a unas catacumbas que se decía existían por allí, puesto que Clea no era cristiana. Por fin las vio entrar, después de una llamada convenida, en una casa nueva de tres pisos, como las del barrio en expansión fuera de las murallas.

Krito anotó mentalmente la situación de la casa y se prometió seguir indagando, pero no estaba dispuesto a esperar. Deshizo por tanto el camino, pero aún se cruzó, ocultándose otra vez, con un grupo de cuatro mujeres análogas. Recordó entonces la existencia de sociedades secretas femeninas, y le asaltaron penosas memorias de la llamada en Esmirna «Las hijas de Safo», que tanto había pesado en su propia vida. Pero desechó el tema para pensar en su muchacho, confiando en que aún estuviera aguardándole.

Desgraciadamente hubo de detenerse de nuevo, al ver por el camino a un tabernero conocido suyo, maltratando en la puerta de su establecimiento a una muchacha que llamó la atención de Krito por la digna mansedumbre con que lo soportaba. El tabernero, para justificarse, explicó a Krito que ayer mismo la había comprado y ahora ella se negaba a complacer a los clientes en sus deseos, como era habitual en las tabernas. Krito miró a la muchacha: una egipcia campesina, joven, de tez morena, cara redonda y gruesos labios, con ojos oscuros brillantes de lágrimas a la luz de la tea clavada junto a la puerta. Krito suspiró porque el destino le había arrebatado ya su placer de aquella noche y sonrió ante una repentina idea. Preguntó el precio pagado por el tabernero y le ofreció comprársela. Krito era cliente lo bastante distinguido como para complacerle y así la muchacha pasó a poder del filósofo, que ordenó al tabernero la dejara dormir tranquila hasta la mañana, en que él volvería a buscarla. Quedaba segura: todos conocían el poder de Ahram.

Ignorante todavía de todo ello Glauka se queda extrañada cuando desde el banco ve llegar a Krito acompañado por una mujer. ¿Formará parte de la vida misteriosa de Krito fuera de palacio?, se pregunta intrigada. Krito lo aclara al presentarle a la muchacha.

—Mira, se llama Nebet, «sicomoro». Una buena esclava: te la regalo.

—¿Estás loco? ¿Cómo va a poseer esclavos una esclava?

—Bueno, pues se la regalo a Ahram, pero para ti. Pronto dejarás de ser esclava y ya la necesitas. No digas que no —sonríe pícaro—. Así verá Ahram que de verdad puedo comprar esclavos. Y además —añade intencionadamente melancólico— este regalo no se te caerá al mar, como el brazalete.

Glauka quisiera negarse, pero no sabe cómo y al fin acepta, condicionándolo a la conformidad de Ahram. Una frase amenazadora la decide:

—Si no aceptas, peor para ella. La devolveré a donde vino.

—Al menos, será tuya legalmente.

—¡Oh, por supuesto! Escribiré todos los papiros que quieras y los registraremos.

Empuja a la mujer hacia Glauka y entonces la esclava, que no ha comprendido el diálogo en griego, se da cuenta de que está ante su ama definitiva. Se arrodilla llamándola «señora», en demótico.

—No digas eso —responde Glauka—. Yo también soy una esclava.

La muchacha se desconcierta y aparece una turbación en su mirada, temiendo ser víctima de una broma entre gente rica. Glauka la tranquiliza asegurándole que hablará al amo para que la acepte.

Como es tarde Krito renuncia a la entrevista habitual y se aleja con sus papiros. La muchacha corre a alcanzarle y le besa la mano a pesar de que él se resiste.

—Gracias por haberme sacado de allí.

Krito se desprende y ríe, advirtiendo a Glauka al partir que la muchacha parece testaruda.

—¿De dónde te ha sacado? ¿De una posada? —pregunta Glauka, mientras la conduce hacia la torre, donde piensa dejarla antes de ir a comer con Ahram. La egipcia la detiene, tirando de su manto.

—Señora… Sábelo en seguida: no era una posada. Era una de esas casas, en el barrio de Rhakotis. Para hombres, en el piso alto de la taberna… Mis padres me vendieron porque nos moríamos de hambre. Habían cogido presos a mis dos hermanos y ya no podíamos llevar la tierra nosotros solos con mi padre viejo y casi baldado… El tabernero quería vender mi virginidad… Entonces el caballero que me ha traído me salvó.

Glauka ha conocido muchas historias parecidas, pero pregunta:

—¿Cómo aceptaste ser esclava?

La muchacha la mira con ojos límpidos:

—¿Qué podían hacer mis padres? Y además, en mi alma sigo siendo libre.

La frase y la prisión de los hermanos impulsan a Glauka:

—¿Acaso eres cristiana?

La muchacha lo reconoce, aunque en sus ojos apunta el temor a las consecuencias.

—Mi nombre en Cristo es Eulodia, pero lo oculto por la persecución romana.

—Aquí eso no importa —la tranquiliza Glauka—. Podrás vivir tranquila. Yo también he vivido entre cristianos, aunque no lo fui. Sígueme.

Glauka la conduce hasta la torre y la deja con Ushait, que aspaventea:

—¡Ese Krito, qué cosas tiene! ¡Regalarte una mujer!

Pero acoge a Nebet cordialmente y Glauka puede al fin correr a la Casa Grande, donde la espera Ahram, que acepta divertido la donación de Krito. Almuerzan rápidamente y pasan a la alcoba a gozar de los besos aplazados.

¡Qué delicia abrazados en la lluvia, qué espléndido después! Antes, el rayo de la vida como siempre, tú eres la vorágine, pero luego ¡qué intensidad duradera, que lento reflujo en la tarde!, ¡qué música tranquila la llovizna!, y la ventana gris y el aire húmedo, escalofríos de invierno en nuestros cuerpos todavía como brasas, qué estrechísimo abrazo, mis manos en tu espalda, las tuyas en la mía, en mis nalgas, las piernas trenzadas, un cuerpo solo, tu barba en mi hombro y mi mejilla, ¡qué deleite, qué gozarnos!, tu corazón latiendo contra el mío, nuestras sangres corriendo paralelas, dos torrentes hermanos, ¡qué delicia!, escapados del tiempo, sí, escapados, pero a la vez viviéndolo, ¡oh, Ahram que das la Vida!

Y también los susurros, palabras de vez en cuando, tú ofreciéndome la libertad, ¡tonto!, ¿para qué quiero yo la libertad?, aunque me hagas libre seguiré siendo tu esclava, ofreciéndome una esmeralda recién llegada, ¿para qué quiero la esmeralda salvo para que tú la lleves en mi dedo si quieres exhibirme?, no quiero riquezas, ninguna bastaría para comprarte a ti, único bien que quiero, curioso que conocieses a Astafernes, la esmeralda me ha recordado su lapislázuli, que incluso llegases a pensar en él para usar Armenia como ahora planeas con Palmira, hasta conocías la intriga con Tirádates, ¡qué vueltas da la vida!, uniéndonos también por ese lazo, pero ¿qué más lazo que abrazarnos?, ¿y me has preguntado esta mañana si me aburría?, yo no me aburro nunca, ¿cómo es posible aburrirse estando viva?, además tú eres un espectáculo, tu información del mundo entero, un águila dominando montes y valles, tu elección de las presas, tu audacia para lanzarte, me llenas de asombro, y luego no me creo que me escuches mis pequeñas palabras, que soportes esas visitas indignas de tu tiempo, esos clientes pedigüeños, que pienses en el regalo que me esperaba en la torre, llegado en un navío mientras nos abrazábamos, ¡qué túnica voluptuosa!, del otro lado del mundo, el país de Seresh, tan lejos que ni tu ambición piensa en abarcarlo, mi cuerpo había olvidado lo que es la seda desde que Vesterico me sacó de Astafernes, aquel sibarita la usaba, me regaló un pañuelo, acariciaba mi carne con él, un tacto olvidado, ¡qué gozo recobrarlo hoy!, qué túnica voluptuosa, sorpresa para Ushait, para Nebet, «qué lino tan firme y tan fino, tan pesado», tuve que explicarles, no se podían creer que fuese obra de gusanos, Astafernes me lo explicó, me ayudaron a ponérmela, desnuda alcé los brazos para recibirla por la cabeza, ¡cómo resbaló sobre mi cuerpo!, ¡qué completa caricia!, ¡qué túnica de agua, de manos, de labios!, electrizaba mi piel, me miré en el espejo de hidrargirio, me veía casi toda de una vez, otro asombro para Nebet el espejo, qué caída de la tela, otra piel sobre la mía, suelta y viva, no debería importarme pero es que me hace hermosa para ti, Ahram, voy a esperarte con ella, no vengas muy tarde, qué dos regalos hoy, la túnica y Nebet, otra intuición de Krito, qué muchacha, cuando llegué ya eran amigas ella y Ushait, no es bonita, su cuerpo es aldeano, pesado y de piernas cortas, más bien chata, pelo negro magnífico, eso sí, pero sosiega su presencia hasta ignorándola, encarna la calma como Bashir, por cierto no le veo estos días, «se ha quedado en Tanuris», explica Ushait, en verdad este ir y venir ya no es para su edad, y menos dada su amistad con Ahram, deberían relevarle, que descanse, Ushait me dice que no quiere, pero no le ocurre nada, Eulodia me recuerda a sus compañeras de religión, tan serena como Domicia aunque no su elegancia, claro, nos llevaremos bien, a Ushait le conviene una ayuda ahora que yo estoy en palacio, Eulodia no es feminera, pertenece a la iglesia del obispo Dionisio, como la mayoría, no son terroristas aunque los llamen así, más bien «africanos» como los del obispo Cipriano, quieren independencia frente a Roma, la liberación, esa idea interesa a Ahram, hablando con Soferis de cómo apoyarles, contactar con ellos. ¡Si no hubiesen matado a Roteph qué gran caudillo!, jefe digno de Ahram, ¡qué delicia esta tela!, me tiendo a esperarte, Nebet ha bajado dejándome sola, voy a llamarla Eulodia, dejándome en mi sitio.

Sí, éste es mi sitio, mi centro, mi abismo y mi cumbrera, el que adiviné, el que alcancé peregrinando, cuántos ensayos previos, como el ciego en su noche tanteando, tocaba una brasa y creía haber llegado al fuego, tan sólo eran umbrales, y cuántas cicatrices, horas desesperadas, prisiones y burdeles, golpes y humillaciones, adioses sin retorno que se llevan el alma, y el terrible morir de la inocente, la espada asesinando a mi pequeña, traspasándome a mí, eso no lo viviréis nunca los hombres, no sufriréis la destrucción de carne que fue tuya, te derraman tu sangre y sobrevives, por todo eso pasé desnuda y sola, hasta la certidumbre luminosa, el final de la noche por tu fuego, saber que éste es mi trono y es el tuyo, ya te siento a mi lado anticipadamente, aunque se hundiese el mundo aquí estarías, porque es como esta tarde, el aire fresco y húmedo, ha cesado la lluvia pero hay en la ventana un resplandor del faro, y a mi lado la dulce lamparilla para verte mejor cuando me abraces, acarician mis manos a mis pechos, pasan sobre mi vientre, mis flancos, la seda no se interpone: refuerza la sensación como si en mí tus manos, tu fuerza voluptuosa, el máximo regalo de la vida, los dioses no sienten así, imposible imaginar a una sirena vestida, no notaría nada, yo no notaba el agua hasta que me interesé por los terrestres, luego noté hasta el aire, no el viento sino el aire quieto, envolviéndome, y tú ya no dudas, no te perdono que hayas necesitado tu amuleto para creerme, pero lo importante es que me creas, ese mensaje de la mano de tu Ittara, mi Afrodita o quien sea, ¿por qué no me lo enseñaste antes?, me torturaba creerte dudando, suponiéndome embustera, eres cruel, no es eso, es tu reserva, miedo a comprometerte, sobre todo tu estar en otras cosas, seguro en otros terrenos pero no en el mío, el de la vida y el amor, distante de tus mujeres, en cambio sin vacilar cuando despachas, como esta mañana, los navíos, los aliados, los enemigos, la fuerza, sí, la fuerza porque no te mueve la riqueza, es el poder, para aumentarlo piensas hasta en los terroristas, te voy conociendo y así te quiero, no necesito idealizarte, yo también soy de carne, eres parcial, terco, rudo, arbitrario, desprecias la lectura aunque uses la palabra, «el mejor libro es la gente», dices, tus sentimientos aplastados por la acción, en cambio ellos son mi campo, el de la vida: emoción antes que nada, y no es que tú no vivas, ¡al contrario: la vida eres tú!, pero no te das cuenta, la encarnas sin gozarla, la ejerces sin paladearla, tu carne goza pero sólo ella, no te llega el placer hasta el alma, tu orgasmo es sólo un deseo satisfecho, el Vértigo que a mí me anega en ti es Poder, Potencia como tú dices, para mí es la Vida, la que a diario sólo vivimos muy de lejos, borrosamente, en el Vértigo me baño en la misma fuente, en la Vida Total, Absoluta, así la Gran Diosa Madre que sólo conocemos a través de las diosas pequeñas, Ittara, Tanit, Ashtarté, Afrodita, con la vida es igual, sólo vivimos sus ecos pero en el Vértigo es Ella, la Suprema, la raíz del mundo insospechada por los dioses, tú en eso eres un dios, acabarás comprendiéndome, sé que tardarás pero te enseñaré, ¡eres tan testarudo, tan seguro en lo tuyo!, aún no me comprendes aunque me creas, aún me preguntas por qué renuncié a ser inmortal, por eso, tonto, por vivir la Vida, cuando ayer me llevaste al Museo, niño feliz con los técnicos, Dagumpah enseñándonos las clepsidras, los perfectos relojes de agua que usaba Claudio Ptolomeo para sus cálculos, estaban cambiando la pieza, ¿recuerdas?, la del agujerito regulador de la caída del agua, desgastada por el roce, sin embargo era diorita, la durísima roca eterna en las estatuas de los templos, la había desgastado el agua blanda, pero más aún el tiempo, todo se lo lleva, eso es estar vivo, sentir el tiempo, ¡qué claro lo entendí cuando me asaltó de golpe!, allí en el santuario, me arrebató en sus brazos y ya no me ha soltado, brazos como la tela de mi túnica, como el agua que desgasta la piedra, suaves pero implacables, atrayentes como ese electrón que frotaban tus físicos en el Museo y atraía trocitos de papiro, ¡el tiempo es la vida y no la eternidad!, ¿quisieras ser inmortal?, ¿te gustaría luchar perpetuamente contra Roma?, el tiempo nos hace como somos, amamos tanto porque nos arrastra, para olvidarnos de él, en la desesperanza de ir deshaciéndonos, nos agarramos al ancla del amor, pero el cable se escurre, seguimos arrastrados y el alma se exaspera, gateamos con las manos sobre el cable, ¡y a veces podemos más que la corriente!, tan sólo unos instantes pero ése es el Momento, el Vértigo, como quieras llamarlo: eso es la vida, me llegará en tu cuerpo, en esos tendones, cordajes de falucho atrevido, tu casco, tu bauprés, corriendo contra el viento, ese viento del tiempo que abomba las velas, las tensa y acaricia, moviendo las cuadernas de tus costillas en el ansia, avanzando con brisa racheada, ya aprendo hasta tus marinerías, mis pescadores no eran tanto, solamente carne excitada o satisfecha, tú eres un mundo más, revelador de mi memoria, ¡cómo vibro cuando me sorprendes!, llegas por mi espalda, tus brazos me ciñen la cintura, tus manos se suben a mis pechos, tu virilidad contra mis nalgas, instalándose entre ellas, acelerando mi corazón, esperando que me dobles por el talle, me alces la túnica, me toques, aferres mi carne, me penetres mientras siento en mi nuca tu jadeo… cuando vivas eso, no cuando simplemente lo hagas, cuando te arrebate a ti también, entonces sentirás la diferencia entre un poco de vida y la Absoluta, entre la diosa menor y la Gran Madre, verás que es superior a tu poder, a tus obsesiones, al planeta en que mandas, amor tiene su luz: es una estrella, acabarás sabiéndolo, lo sabrá primero tu niño dentro, el de tu infancia, el que amaba a tu madre y ahora ha de amarme a mí de otra manera, ya te vas franqueando, hoy cuántas confidencias, te creen fenicio, cananeo, tú orgulloso de ser sabeo, creías que yo ignoraba lo de tu reina, las cristianas me hablaron de Salomón y sus amores, te alegró mi respuesta, contestaste orgulloso, el niño de tu adentro lo gritó, «de esa tierra soy yo, la de la hermosa Balkis», y añadiste, muy bajito, «ahora tú eres mi Balkis», ¡no pudiste decir nada más bello!, al fin he comprendido tu odio a Roma, escuchando tu historia, pero eso es poco para tu fuerza, vivirías mejor sin odio, tú eres más, me envuelves como mi nueva túnica, la piel que tú me has dado y con ella te espero, mientras llega la que me visten tus manos, para llevarme al Vértigo… Tu poder se ha enamorado y mi amor es poderoso: son uno como nosotros.

¿Sabes cuándo lo aprendí? Cuando asesinaron la barba de mi padre. Ahora que estás dormida te contesto, mi sirena, porque en la palabra me ganas, como Krito. Yo no te entiendo a veces, o sí te entiendo pero sé que no es así. ¿Por qué me reprochas mis planes de combate y mi hambre de poder? Mira, si tú no eres poderoso, otro mandará en ti: ésa es la verdad. Otro te humillará o te destruirá, te quitará tu dignidad y hasta tu hombría: ¡lo más grande del mundo!… Las mujeres no podéis comprenderlo, nacisteis para ser poseídas. Es así desde siempre. En cambio al hombre sometido le roban el alma. No me comprendes, pero ¿qué importa, si te doy lo que nadie y me das lo que ninguna? Nuestros cuerpos se entienden. Te lo confieso, ahora que no me oyes: cuando me hundo en ti me olvido del poder. De la hombría, del combate, de todo. ¿Sonríes? ¿Con qué estás soñando? ¿Acaso dormida oyes mi pensamiento? Como la sirena que eras. Pues gózalo en tu sueño, lo repito: me olvido de todo. Hasta de lo que soy me olvido en ti. Ya te lo dije antes, cuando volvíamos a abrazarnos.

Tienes que comprenderlo: sin poder no eres nadie. ¡Lo aprendí tan de golpe y tan de niño! Cuando asesinaron la barba de mi padre. Tú acariciabas la mía hace un momento. La gozabas en tu cuello. Hasta entre tus muslos; ya ves si olvido ser hombre. Yo nunca le había hecho eso a una mujer; era cosa de esclavos, de lesbianas. Pero contigo es tomarte de otro modo. Yo también amaba aquella barba en mi mejilla; la de mi padre. Primer recuerdo de mi piel, más fuerte que el de la teta de mi madre. Aquel pecho era tan suave como mi propia piel; la barba de mi padre era fuerza. Levantaba la manta de la puerta para entrar en nuestra tienda y se me acercaba como un gigante. Su voz recia frente a la de mi madre. Sonaba como el cuerno de carnero que congregaba a la tribu; la de mi madre era la flauta de nuestras danzas. Siempre les estoy viendo. Mi mundo era la tienda, dentro todo era eterno: las dos voces, el tapiz, los besos. Fuera todo cambiaba: las rocas, las arenas, el ganado que va y viene, el cielo que hiela o quema. El sol se iba y la luna venía. Todo girando alrededor de la tienda; dentro mi mundo siempre el mismo. Las barbas del gigante, las manos de mi madre. El gigante levantándome hasta el cielo antes de sentarme en su hombro; yo sentía su barba en mis muslos desnudos. Luego me dejaba resbalar despacio y la barba rozaba mi mejilla. Era la firmeza, me hacía invulnerable. No lo creerás, pero yo me daba cuenta. Cuando asesinaron aquella barba, me alcanzó de golpe la inseguridad.

Porque la degollaron. Aquella tarde grabada a fuego en mí: un niño de cinco años. La degollaron ante mi vista. Delante de la esposa, brutalmente sujeta por dos hombres, una mano tapándole la boca. Pero no sus ojos, para que se llenaran de horror. Mujer recién violada viendo morir a su hombre. Dos monstruos le sujetaban. Otro con casco empenachado se le acercó por detrás. Una de sus manos puso la espada por delante; la otra agarró la barba para forzar hacia atrás la cabeza. Así fue, la agarró para presentar el cuello a la espada. No lloré; aquello pedía más que el llanto. Si hubiese llorado las lágrimas hubieran hervido en mis ojos ardiendo… Su vida se desparramó en sangre. Mi madre forcejeaba impotente. Dos manos me cogieron a mí. Yo era sólo ojos: mirar y no olvidar. Aún ahora lo veo con el horror de entonces. Sin haberlo sufrido no se puede saber de la vida…

Pasaron a cuchillo a nuestro grupo. Supongo que habría gritos, lucha, muertos y muertos, jinetes derribando tiendas, incendiándolas, animales en fuga… Pero yo sólo veo la barba ensangrentada, los ojos sin mirada, la espada, los alaridos de mujer y el casco empenachado. Las manos que me agarraban me lanzaron a las del casco, que me alzaron. Como hacía mi padre pero al revés, porque me vi sobre un enano. Le escupí desde arriba y se rio. Al bajarme me rozó su cara, pero en vez de barba sentí el bronce de las carrilleras. Hablaron en su lengua. No la entendía, pero sé lo que dijo: «A éste dejadle vivo; ya ha aprendido la lección. Ya conoce el poder de Roma». Sí, la aprendí, sé lo que es. Lo más odioso del mundo. Más tarde supe de Aníbal niño, jurando odio eterno a los romanos. No lo haría con tanta rabia como yo, que no me dormiré en ninguna Capua. ¿Por qué nos destruyeron, de qué éramos culpables? Pastores nómadas, como fuimos siempre. Pero no les hacía falta un porqué, el poder no necesita razones: eso aprendí. Dice Krito que el tiempo es un río hacia el mar de la muerte y ahora me dices tú que el tiempo es la vida misma, que de él y en él vivimos, que resistirle en derrota es nuestra dignidad. Pero no es la vida: el tiempo es la muerte…

Yo sueño lo mismo más de una noche: de una ciudad ha partido hace años un guerrero. Todo en el sueño es negro, la ciudad y el desierto y el guerrero, con casco negro y espada que no brilla. En el casco dos huecos, pero no se ven los ojos. Avanza despacio pero sin descanso. Sé que me alcanzará. Le veré llegar sin miedo; y si antes siento que me debilito demasiado correré yo hacia él. Ése es el único poder que acato; ninguno más ha de oprimirme.

Es lo que tú no entiendes, amor mío: que sin poder tu vida no es tuya. Tú, que me estás dando otra vida, no puedes comprenderme por ser mujer; aunque seas la mujer que nunca imaginé pudiera existir… Yo lo aprendí entonces. Me sublevé para siempre aquella mañana. Sólo quedamos nosotros dos en pie; mi madre y yo, entre cenizas y muertos. A lo lejos el polvo de los malditos se alejaba. Ella fijó la vista en una espada rota; sé que no se mató con ella por no dejarme solo. Entonces me hizo jurar: odio y odio. Piensa en eso: un niñito de cinco años maldiciendo a Roma, su vocecita en el desierto… Echamos a andar de espaldas al sol. Era igual, en cualquier dirección, sin víveres ni agua, íbamos a la muerte. Pero tuvimos suerte, unos Abu-Raim nos recogieron. Nos acercaron a nuestra Sirwah, en el país sabeo. A los siete años ya andaba yo en caravanas con mi tío. Daba agua a los camellos y asnos, recogía las boñigas para luego hacer fuego. Me mandaban todos, me pegaban, pasaba hambre, pero resistí. «Ya llegará mi hora», pensaba, y llegó. También cumpliré mi odio. Tú me hablas de tu vida, yo te digo la mía: una vida de hombre.

Lo grande de este mundo es que las dos han llegado a nuestro abrazo… Así, sonríe en sueños, amor mío.