9. En la Casa de la Vida
La mar es buena y el viento propicio; los planes para celebrar la vestidura de Malki pueden cumplirse plenamente. El parque de la Casa parece un hormiguero con los invitados congregándose junto al embarcadero norte, para subir a bordo y zarpar hacia Canope. Los servidores acercan al bote las viandas y bebidas, los músicos ya están en la embarcación. No es el Jemsu, demasiado pequeño para tanta gente, sino un mercante ligero de vela y remo, cuya cámara de popa ha sido ampliada con toldos contra el sol, aunque ya el verano termina. Neferhotep y su mujer son, con el niño, los protagonistas del acontecimiento, junto con Ahram y la segunda mujer del Excelso, con los dos hermanastros de Malki. Sinuit es el asombro de todos y la envidia de las señoras por su incomparable peluca, que estrena para la ocasión y que resplandece como un sol. Otras señoras con sus pequeños y muchos colegas de Neferhotep completan el grupo de invitados, además de los principales colaboradores de Ahram. Todo son voces, movimiento, risas, impaciencia de los niños por embarcarse, despliegue de vestiduras coloreadas, órdenes y recomendaciones de tranquilidad.
Desde el banco de los delfines Irenia contempla esa agitación festiva. Evoca el día, hace tres semanas, en que también se levantó muy temprano y salió del gineceo, ahogada por el ambiente e irritada por el insomnio. Cruzó el patio y el jardín privado y pasó de largo junto al banco donde ahora está sentada, con el propósito de bajar hasta la playita del embarcadero. Como otras veces, buscaba el rumor de las olas, el olor del mar, la caricia suave y rasposa de la arena para sosegarse. Acababa de salir el sol, todavía muy bajo frente a ella, y la colosal columna del faro era una vertical pincelada de sombra, color de luna nueva, mientras en su cima todavía humeaba densamente la hoguera recién apagada. Al fondo, el cielo iba tomando todas las tonalidades de la aurora.
No se dio cuenta de que no estaba sola hasta que no llegó al mismo embarcadero. Al otro lado de la pequeña estructura de madera se encontró sentados, para su sorpresa, a Bashir y al propio Ahram. Se detuvo sobrecogida: ¿habría abusado de la libertad que se le concedía, saliendo del gineceo casi de noche? Por otra parte, ¿qué hacía allí Ahram; cómo reaccionaría? Pero Bashir le sonreía y el propio Ahram también, aunque contestó al tímido saludo preguntando:
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—Perdón, señor; no sabía…
—Le gusta el mar —explicó Bashir por ella—. En Tanuris hacía lo mismo.
—Espera, no te vayas —la detuvo Ahram—. Estoy pensando en comprarte a mi hija, ¿verdad Bashir? ¿Qué te parecería?
Un inmenso asombro se instaló en el corazón de Irenia.
—Señor, tu voluntad y la de mi señora bastan. Yo soy la esclava.
—Sí —terció Bashir—, pero Ahram no quiere esclavos a disgusto.
—Malki empieza otra educación, con un ayo; ya le has ayudado como te pedí y estoy contento. ¿Qué harás tú entonces en Tanuris? Bashir dice que se puede confiar en ti y yo quiero gente así a mi alrededor.
—Nunca seré desleal, señor. Eso puedo asegurarlo.
—Te creo. Krito me ha dicho que está enseñándote letras y a Ushait le has gustado.
—No necesitas explicármelo. Estaré donde mandes.
—Entonces te quedarás aquí cuando ellos vuelvan a Tanuris. Lo arreglaré antes de mi viaje a Palmira —Ahram sonrió, mirando a Bashir—. ¿Recuerdas lo bien que lo pasamos allí, viejo?
La esclava le miró. No comprendía lo que le pasaba. El Poderoso, invisible en su palacio como un dios, era en la playa el mismo que ella vio aparecer por primera vez, confundiéndole con un remero de su propio barco. Descalzo, la sencilla túnica, el turbante, la daga en la faja, el cordón al cuello con su misteriosa medalla… Nadie le distinguiría de Bashir; parecían hermanos. ¡Y estaba preguntándole a una esclava si podía comprarla!… Ahora la miró:
—Puesto que eres leal lo vas a saber. Me voy a Palmira, pero es secreto… ¡Hace quince años que estuvimos allí, Bashir y yo, también clandestinamente!
Bashir se ufanó:
—¡Hemos hecho tantas cosas!
Sin duda las evocaron ellos en el silencio que siguió. Para Irenia fue embarazoso; no sabía si marcharse o no. Bashir lo rompió fingiendo —pero no es hombre para fingir— que algo se le había ocurrido de pronto:
—Ushait va siendo mayor; ¿por qué no la ayuda esta mujer en la torre?
«¿Será posible?», pensó la esclava. Ahram movió la cabeza afirmativamente pero se quedó pensativo.
Sonaron pasos en la arena. Era Tinab, el patrón del Jemsu, que dirigió a Irenia una mirada de asombro y de deseo disimulado. Ahram se levantó y cogió sus sandalias.
—Ya estás aquí. Vamos. Te diré cuándo zarpamos, para que prepares el barco… Te espero arriba, Bashir.
Hizo un gesto de adiós a la esclava y se alejó hacia palacio seguido por el marinero.
Bashir contempló a Irenia, viéndola confusa, con ojillos alegres y sonrisa irónica:
—¿Te gusta mi idea, muchacha?… Puedes sentarte.
Los sentimientos de Irenia se precipitaron en torrente:
—¡Oh, Bashir! ¡Estoy tan contenta! —exclamó casi llorando—. No me gusta el gineceo, me siento un pájaro raro entre las mujeres, me envidian la libertad que me toleráis, mi posición con el niño y se alegran porque se acaba. Codician hasta la túnica que llevo… Tanuris era más tranquilo.
—Sí, esto es una colmena. También con zánganos y abejorros. Pero en la torre será otra cosa. Ushait es muy buena.
—Ya lo sé… ¡Estoy tan contenta!
Se apoderó de la mano de Bashir, que la retiró confuso, pero sin poder evitar que ella la besase.
Sí, aquella mañana cambió su vida, y ahora está recordando los primeros tiempos en la torre, mientras contempla el ajetreo del embarque para Canope. Ya están casi todos a bordo y un último viaje del esquife se dispone a completar la operación. Ahram, recién regresado de Palmira, marcha en ese transporte final.
Se izan las velas y se levantan de un golpe los remos pues, aunque el viento es de popa, quieren llegar antes de que salga la famosa procesión del templo de Serapis. Se mueve el navío, flanqueado a cada lado por la espuma de los remos, vira hacia levante y deja atrás Alejandría.
Una hora más tarde navegan a la altura de la isla de Karu, que recuerda a Ahram una tarde importante para él y, poco después, ante Villa Tanuris y su caleta. Cerca ya de su destino pasan por delante del templo de Heracles y se acercan al muelle. La esposa del agoránomo de Alejandría, que presume mucho entre los egipcios por su origen griego, y que sabe escribir e incluso compone pequeños poemillas para las ocasiones, recuerda a las señoras que en ese templo Paris y Helena buscaron refugio a su huida de Troya, sin que les concedieran asilo las autoridades, por rechazar su pecaminosa unión, lo que produce reacciones diversas entre las damas, desde la maliciosa sonrisa hasta el asentimiento de alguna bienpensante.
Están ya desembarcando cuando el sonido de trompetas lejanas acaba con los comentarios y anima a apresurarse. La excitación no proviene tanto del fervor religioso cuanto por saber que a la tarde, una vez transformado el rito en expansión popular, la excursión en barcas floridas por el canal facilitará fantasías y locas aventuras como las que han llevado la fama de Canope hasta la misma Roma; pues la romería flotante es testigo de escenas que han contribuido, como quizás ningún otro acontecimiento anual, a difundir por el mundo la idea de que Egipto es una tierra de delicias.
Al fin, entre una muchedumbre que los siervos del grupo van apartando sin mucha delicadeza —aunque, desgraciadamente, no pueden hacer lo mismo con el polvo, que apaga los colores de túnicas y pelucas—, llegan todos al famoso templo de Serapis, donde los sacerdotes declararon diosa a la hijita de Ptolomeo III y a su esposa Berenice. Al grupo de elegantes le impresiona, más que esa efemérides, la fama que tiene el recinto de albergar sesiones de magia y de libertinaje, descritas por los adeptos como debates y prácticas de alta filosofía. Los cristianos condenan el templo y su escuela, y contra ellos se defiende un nuevo jefe de los estudios sagrados, Antonino, que intenta a toda costa restaurar el esplendor del culto y de las creencias tradicionales. De todas maneras, las columnas de granito y de caliza estucada, los artísticos mosaicos y los magníficos baños anejos, situados cerca en dirección al mar, son una visión espléndida. Y es frente al templo, bajo un toldo especialmente preparado por los servidores de Ahram, donde se instalan sobre alfombras y cojines las señoras, tratando de retener a sus polluelos, que amenazan perderse entre el dédalo circundante de vendedores de panecillos, granadas, higos, sandías e incluso pollos y ocas ya cocinados, así como jarras de cerveza nueva.
Quienes han asistido a la fiesta años anteriores y vienen preparados para la báquica excursión por el canal encuentran más bien aburrida la pomposa procesión. Lo más llamativo es la salida del dios, con su porte helénico asimilable a Zeus, pero con su repleta cesta sobre la cabeza simbolizando la fecundidad. Lo transportan veinte sacerdotes sobre unas andas decoradas emblemáticamente y que parecen moverse por sí solas, porque de los cuatro largos maderos que las sostienen penden lienzos pintados que ocultan a los porteadores. Delante, detrás y alrededor del dios caminan otros sacerdotes de afeitados cráneos agitando ramilletes, abanicos o quitasoles, mientras otros sostienen cajas con los atributos canónicos de Serapis. Detrás sigue un buey blanco, con largas plumas de avestruz sujetas entre sus cuernos cubiertos de oro, llevado por otro sacerdote al que acompaña el que inciensa constantemente al buey y al dios. Siguen las bailarinas, soldados, músicos, cofradías de fieles y autoridades, y el cortejo se desliza lentamente entre el estrépito de las trompetas y los tambores, de los sistros y los panderos, de las carracas y de los gritos y vítores constantes de una multitud que sólo calla para trasegar un jarro de cerveza o atarazar de un bocado el pepino, el bocadillo o el manjar que sostienen en su mano.
Por fin, para alivio de los aburridos y de las damas ya expertas en aprovechar la fiesta, concluye la solemnidad y empieza algo que les interesa más directamente, antes de reembarcar y disfrutar del banquete preparado a bordo por los cuidados del propio gran mayordomo Amoptis: se trata de proceder al registro de Malki y sus compañeros, acudiendo a la Casa de la Vida por una entrada diferente, pues serán atendidos personalmente por el escriba superior, evitándose así la larga cola de gentes que tratan de hacer lo mismo con sus hijos por las puertas abiertas al pueblo. Al cabo de poco tiempo Malki ostenta ya su faldellín de adulto y ha sido inscrito con el nombre de «Malki-Ptah-inf-ankh, hijo de Neferhotep y Sinuit», significando el epíteto «El dios Ptah le asegura la vida».
A la misma hora en que los festejantes de Canope comienzan a atacar las golosinas iniciales del festín, servidas en la nave bajo el toldo verde y púrpura, la esclava se encuentra en la torre comentando con Ushait las repetidas ausencias de Ahram, que sólo hace un par de días ha regresado a tiempo para asistir a la vestidura de su nieto.
—¡Cómo iba él a faltar a eso! —explica la mujer—. Malki es su nieto favorito porque Sinuit es la única hija que tuvo con Damira, su esposa más querida. Las anteriores, madres de los hijos que ahora llevan los negocios de Ahram por esos mundos, nunca significaron tanto para él. Además Damira era hija de Belgaddar, el rico mercader fenicio que hizo la fortuna de nuestro amo y que le adoptó cuando era un joven todavía.
Nunca suele hablar tanto Ushait y la esclava decide aprovechar la oportunidad:
—Le conoces bien, madre —exclama dándole este título de respeto—. ¿Llevas mucho tiempo con él?
—¡Uy! Desde poco después de su boda. Mi hermana y yo fuimos de las primeras siervas que tomaron en la nueva casa.
—¿Por qué te confía esta torre?
—Es natural. Porque fui lo que fui y no le fallé nunca. Yo era hermosa, y también Tenuset, pero me prefirió a mí: era más joven —y añade, viendo que la esclava no entiende del todo—. ¿No comprendes? Me llevó a su lecho más que a otras siervas. Luego nos mandó a nuestra tierra, al sur, bien regaladas; pero cuando construyó esta casa nos llamó a las dos, dejando a mi hermana en Tanuris.
La esclava quisiera seguir hablando, aprovechando este torrente de confidencias que le asombra un poco —¿por qué hoy, ahora?—, pero por la puerta entreabierta del recinto aparece Krito. A ella no le sorprende verle esta vez vistiendo un quitón y unas sandalias masculinas: como se ven casi a diario con motivo de las clases sabe que él se encuentra en una fase solar. Pero sí le sorprenden las primeras palabras después del saludo:
—¡Ushait, necesito un conejo! Afrodita Urania te colmará de emociones.
La mujer rompe a reír.
—¿Esas tenemos?
—¿Qué pasa? Necesito un hermoso conejo, macho, gordo y reluciente el pelo. ¡Ah, si fuese blanco! Entonces te ofrecería un ramo de jacintos.
—¿Para qué quiero yo tus jacintos, loco? Dime, ¿quién es el feliz efebo? Lo habrás pescado en Rhakotis, claro.
—Alguien a quien no conoces ni necesitas conocer. ¿Cuándo me lo traerás?
La esclava asiste al para ella ininteligible diálogo, y la mujer se interrumpe para explicarle que el conejo vivo es la ofrenda tradicional con la que un hombre declara su amor a un efebo y su deseo de llevárselo a su lecho. Luego se dirige a Krito:
—Mientras enseñas a la muchacha voy a las cocinas a buscártelo… ¡Ojalá fueras así siempre!
Krito se encoge de hombros, Ushait se aleja y ellos se sientan fuera, a la sombra de la torre, frente al faro ahora resplandeciente bajo el sol de la tarde. El filósofo saca de su bolso un atado nuevo de cañas de escritura, que Ahram hace traer de Cnido para él porque son las mejores, y entretanto Irenia prepara los demás útiles de escribir: tinta, esponja, papiros y piedra pómez para alisarlos. Krito piensa una vez más en el talento de esa mujer que tan rápidamente aprende, pero, a poco de empezada la lección, ese talento no aparece hoy por ningún lado.
—¿Estás en lo que estamos, o lo dejamos por hoy? ¿En qué piensas?
—¿Qué pienso? Me quedo sin Malki, sin el niño… ¡Le quiero tanto!
—Compréndelo: ahora cambia su educación. Su ayo es un escriba de buena familia. Le conozco, tranquilízate. Y yo me encargaré de él, más adelante, porque el abuelo no quiere que sea demasiado egipcio.
—¿Y yo? Me quedo sola, sin más tarea que tener a punto la torre con Ushait. Bueno, la estancia de abajo; a la de arriba sólo sube ella.
—Orden de Ahram. Ni yo mismo subo sin acompañarle.
—¿Y qué hay arriba?
—¡Ah, la curiosidad femenina!
—Tú también estarías muerto por saberlo, en mi caso.
—Por eso lo digo: mi curiosidad femenina.
—Por cierto, ¿cómo no has ido a Canope?
—No me han invitado. Estarán cansadas las señoras de mis impertinencias. Para ellas no soy filósofo, sino bufón: creen rebajarme llamándomelo, cuando es una de las tareas más nobles que existen. Yo recojo en el ágora y en Rhakotis las palabras indecentes y luego se las escupo en la cara a esas matronas, que en el fondo se refocilan oyéndomelas. También les ofrezco los libelos más procaces aparecidos en los muros de la ciudad y los epigramas satíricos contra los escándalos sociales. Mi desvergüenza les hace creer que ellas no son tan desvergonzadas… Esa gente es despreciable: quiere ser viciosa y además respetada. A estas horas alguna se estará enredando ya con alguien en Canope. De quienes fueron a la procesión el año pasado se perdieron dos damas que no aparecieron hasta el amanecer. Pero sus maridos eran influyentes y no se dijo nada, salvo en Rhakotis, claro… Que se aprovechen; les queda poco.
—¿Qué quieres decir?
—¿Y tú, la cristiana terrorista, me lo preguntas? ¿No anunciaban otro mundo nuevo tus predicadores, porque éste se desmorona?
—Yo no era cristiana, ya lo sabes.
—Te creo; pero eso no cambia las cosas. Estamos viviendo sobre arenas movedizas; el barco de esas gentes hace agua ya por todas partes y les asedian los tiburones… Ya ocurrió antes en la historia: vinieron del norte los descubridores del hierro y acabaron con la dulzura de Creta. Llegaron los romanos y contaminaron la sabiduría de Atenas y Jonia. Ahora les toca a ellos. Quizás duren todavía porque las civilizaciones se tienen de pie más tiempo por su propia masa, como el hipopótamo herido sin remedio entre los cañaverales, pero el imperio muere de gangrena. El futuro es de los bárbaros: los britanos, los germanos, los godos y, quizás más tarde, porque aún no tienen armas, de los númidas, los garamantes, los de Punt…
—¿Por qué?
—Es el destino de los poderosos. También caerán los otros imperios que nazcan mañana… ¿Por qué? Quizás por lo que llamamos tiempo, simplemente: ese susurro, ese implacable viento del desierto que se lleva a los hombres y los imperios como arenas. Esto ya no tiene vigor ni para la grandeza en los crímenes. Ahora son sórdidos y venales. ¿Leíais las terroristas ese libro antiguo de los judíos?
—Sí, y el nuevo de los apóstoles.
—¿Y no te sorprendía oír tantas barbaridades? El padre sacrificando a su hijo por deseo de su dios, el rey matando al súbdito para gozar de su esposa, las piedras lanzadas contra la pecadora… Y lo mismo entre nuestros antiguos: esos Átridas con sus asesinatos, sus incestos, sus violencias… Pero al menos aquello se hacía con pasión, tenía grandeza… Ahora los emperadores de Roma duran dos o tres años; son asesinados cobardemente por sicarios. Al este, en Persia, duran más los tiranos, pero tampoco hay ya Ciros ni Daríos, aunque Shapur gane batallas. Todavía, cuando yo estuve en Persia…
—¿Estuviste allí?
—Sí, estuve allí tres años; todavía reinaba Ardashir. Hube de refugiarme allí, como tantos otros griegos en el pasado. Pero hablábamos de esas señoras que han ido a Canope: si las frecuentaras te asombrarías. Sus problemas son los trapos, los adornos, las masajistas, la maledicencia, los escándalos… Y las pelucas; ¡qué muerto estaba tu pelo en la cabeza de Sinuit, aunque ella se creyera envuelta en sol! ¡Qué tristeza!
—Hay que comprenderlas. Tú que eres filósofo…
—Por eso: la tristeza está en comprender. Mira los animales, esos peces que a ti te apenan tanto, recién desanzuelados, contrayéndose y saltando hasta morir. Les duele el músculo pero no están tristes, porque no se lo explican, ni lo intentan. La angustia es comprender que nos falta algo y no sabemos lo que es. Hay en nuestros adentros un abismo sin fondo. A veces creemos llenarlo con algo muy deseado pero que, una vez conseguido, ha agrandado el abismo. Ése es el hombre.
Krito calla. La esclava percibe en su mirada hacia dentro la niebla de la melancolía, y también el fulgor del orgullo. La voz continúa:
—Los dioses, en cambio, lo son porque no tienen ese abismo. Son más elementales que nosotros. No les creo capaces de crearnos; al revés, más bien son los hombres quienes crearon a los dioses.
—¿No crees en ningún dios, habiendo tantos?
—Yo pienso como Epicuro. Si existen, es evidente que no se ocupan de nosotros. Hasta sospecho que Epicuro no creía que existieran, aunque no podía decirlo sin peligro. En todo caso me sobran. Mi dios es el ser humano: el hombre y la mujer. Mi dios es el andrógino.
—Te acercas a la madre Porfiria, mi feminera.
—Pero, según me dijiste, ella creía que su diosa estaba pendiente de nosotros, y eso es una ilusión. Si necesitas una diosa, háztela tú… Mira, mi diosa para hoy es ese muchacho y ahora estará llegando a mi cubil.
—¿Tu cubil?
—O mi templo, mi celda; como quieras.
Al decirlo señala hacia la otra punta de la caleta norte, al final del parque junto a la tapia. Entre los árboles y plantas la esclava logra distinguir una casita toda verde.
—¡Ah, sí, allí! Pintada de ese color casi no la veía.
—Es hiedra. Me envuelvo en ella. La planta de Dionisos y de Attis. Símbolo femenino también porque necesita apoyo, no se levanta sola… ¿Qué te parece, para Krito?
Sonríe ante sus propias insinuaciones y continúa:
—Verdor indestructible, pero vulnerable… Te llevaré otro día; no hay ningún arriba con estancia prohibida. Pero hoy no, porque voy a reunirme con mi diosa. Estará al llegar.
Como Ushait regresa ya con un conejo, que se debate en la mano de donde cuelga, la conversación concluye. Krito recoge sus bártulos y se aleja, confiando antes este secreto a la esclava:
—Sí, hay muchos dioses y diosas. Pero si alguna vez necesitas a una invoca a la que quieras. Todas son nombres y formas diferentes de lo mismo.
¿Cómo no voy a estar pensando en otra cosa si me quedo sin Malki? Era mi nueva Nira y me llenaba la vida, ahora sin otra ocupación que el ligero avío de la torre, envidio a las femineras, Domicia con su fe no sentía ese abismo interior, pero yo sí, una inquietud me corroe, no puedo olvidarla aturdiéndome como esas señoras, tiene razón Krito, desconocen su abismo, se reúnen, se reclinan en sus cojines, se empiezan a llenar de golosinas mientras se quejan de que engordan, critican a las ausentes, me recuerdan a la gran pajarera de Astafernes, todo eran colorines y canturreo y despliegue de plumas, peleas por el sésamo o el agua, pero yo no puedo olvidar, ahora mismo tendría que estar contenta, he escapado de Tanuris, de Amoptis y su hija, incluso la torre me libera aquí del gineceo, sólo dependo de Ahram, que es diferente, pero ¿qué soy para él? Sólo me ha comprado por mi supuesta magia, por si puede utilizarla, ¡si supiera que no hay tal cosa!, ¿cómo voy a convencerle?, ¡si no la poseo, si son aciertos sueltos, intuiciones, qué sé yo!, cuando lo comprenda me arrinconará, como a Ushait, ni siquiera eso, ella empezó en su cama, ni siquiera eso, a veces me ha mirado y he pensado… ¡estoy loca!, ¿cómo va a fijarse en mí si lo tiene todo?, ¡si su reino es el mundo!, no es como esa gente, es como los antiguos, los del libro hebreo o los Átridas, ¿lo ha dicho Krito por eso?, fuerte y elemental, sus gustos sencillos, es como esta torre, piedra y mar hasta el horizonte, las rocas y las hierbas alrededor, ahora comprendo este jardín, es lo suyo, como el grito de su bandera verde-púrpura, como esta habitación desnuda, paredes de piedra vista, ¿y arriba?, cualquier día subo, ver el nido del águila, lo prefiere a un palacio aunque sea poderoso, goza andando descalzo como esta mañana, es como Krito, no adora a los dioses de esa gente, ¿cuál será el de Ahram?, ¿la de la caverna en Karu?, ninguna imagen en la hornacina vacía de la torre, ¿y en la cueva?, se le escapó a Ushait ese secreto, existe una cueva prohibida, ¡ni aun ella la conoce!, aquí mismo, debajo de la torre, a ras de la marea, yo no me había fijado en el arranque de la escalerilla, al borde del acantilado, Ahram baja solo, pienso en la gruta de la isla, aquella tarde en Karu, se quitó su camisa cuando se arrojó al agua, vi su medalla al cuello, un disco liso, sin relieves, no me revelaba su dios, nunca lleva joyas, sólo un anillo con una gran esmeralda en los banquetes, dice Ushait que es para ostentarla, para los demás, no tiene manos codiciosas, y sus pies de pescador, posee riquezas pero no es rico, es de otra raza, entonces ¿por qué se afana tanto?, ¡esos viajes, nunca descansando aquí!, ¿a qué aplica su poderío?, ¿a tapar su abismo interior?, ¿o lo llena con una mujer?, ¿a qué ha ido a Palmira?, luego no cuenta nada, dicen que esa Zenobia es bellísima, el otro día me habló Krito de Palmira, un imperio naciente, ¿será de ésos que mandarán en el futuro?, una reina seductora, aunque esté casada, a Ahram no lo frena nadie, y él puede seducirla, deslumbra, me ha comprado por mi magia, ¡si al menos la tuviese!, pero no tengo más que soledad, mis amigos quizás no lo son, a lo peor Bashir y Ushait están para vigilarme, Krito para investigarme, ver lo que me saca, como Amoptis en Tanuris, ¡qué orgulloso se pavoneaba esta mañana arreglando el embarque!, discutiendo con Hermonio el mayordomo, y Yazila ya con túnica de mujer, felina al moverse, le sale la sangre nubia, me alegra perderla de vista, enemigos, ¿por qué me hace Krito tantas preguntas?, ¡qué personaje!, tiene ojos femeninos pero mirada de hombre, dentro hay un hombre, además de lo que sea, soy injusta, ellos me quieren, a Krito le gusta hablar conmigo, tantos hombres conocidos y no se parece a ninguno, anteayer me dijo que mis ojos son glaucos, un verde especial, de mar, ya me lo decía la Madre, Ahram no se ha fijado en ellos, acabará comprendiendo que no tengo poderes mágicos, que no soy adivina, una pobre esclava sin infancia siquiera, ¡mi abismo interior enorme!, ¿qué será de mí?, ¡y esperé un cambio en mi vida!, ¡cómo me golpeó el corazón al anunciarme que me compraba!, soy una ilusa, ¿para qué?, ¿qué va a ser de mí?, ¿cómo vivir con un vacío tan tremendo?, tanto desasosiego y no derrumbarme, vivir sin estar ardiendo no es vivir, esta torre está más viva que yo, caldeada por un hombre vivo, concavidad de horno, y dentro yo estoy fría, ¿o no lo estoy?, ¿por qué seguimos adelante sin estar vivos?, ahora comprendo a la Madre, la única que tuve, la Frigia, la de Narso en la isla, la que vio en mis ojos lo que ha visto Krito, era como Ahram, piedra encendida por dentro, como su diosa, la Cybele de su país, la arrebatadora de hombres, un Ahram mujer que me comprendería, me consolaría, ¡yo no soy como las de Canope, Ahram!, aunque no llegue a ti, ¿acaso como Krito?, somos de otra madera, como la Madre, ahora la comprendo, ¿qué va a ser de mí?, ¿acaso Tijón no fue mensajero de nada aquella tarde?, ahora la comprendo, mantenía su fuego dentro porque nunca se sabe, el mar en calma de pronto se revuelve, la vida tiene esquinas y al darles la vuelta la niebla se hace sol, Uruk me llegó así, ahora comprendo, vivía con la esperanza de arder, como aquellas brasas que me quemaron el primer día, se estaban muriendo, rubíes perdiendo el color, volviéndose ceniza, pero les llegó mi mano: fue su vida, ¡y cómo se encendieron, me mordieron, resucitaron contra mi carne!, ¿contra qué carne resucitar ahora?
Kilia contemplaba otro prodigio más en la vida que venía aprendiendo desde su aparición en la playa. Admiraba la ciruela de oro, opalinamente verdosa, con una gota de zumo exudado cuajándose sobre la piel, translúcido como un ámbar tierno. La llevó a su boca, la oprimió, se deshizo dentro, derramándose en miel por la garganta… ¡y qué susto con el hueso, que casi se tragó! La Madre se reía… Como la miel: en Psyra nadie salvo la Madre tenía colmenas; a quienes lo intentaron se les desperdigaron los enjambres. Otro de los poderes de la Madre, una maga según los isleños. La Madre, así había aprendido Kilia a llamarla desde el primer día, o la Frigia, como la llamaban todos porque su difícil nombre extranjero había sido olvidado. Era extraña en muchas cosas: en su amoroso cultivo de la tierra, en su conocimiento de hierbas y enfermedades, en sus inimitables bordados que llenaban sus inviernos y que luego iba a vender a Quíos, en su desdén por el templete de Afrodita y su culto al santuario de la gruta, en su peinado exótico, en su afinada estatura, en su viudez tercamente mantenida para consagrarse a su hijo… La habían tolerado en la pequeña y cerrada comunidad porque la necesitaban; nadie como ella para dirigir a las mujeres, para calmar rencillas, para imponer armonía y para dar ánimo en las calamidades. Nadie había discutido su adopción de Kilia cuando apareció en la playa, era lo natural en aquella Madre.
Su marido, el padre de Narso, había sido también diferente, aunque nacido en la isla. Se había empeñado en cambiar la pesca de bajura que todos practicaban por bordadas más largas, buscando coral cada vez más lejos; pero los mejores caladeros estaban demasiado al sur. Alguien de Samos que hizo aguada en la isla le habló de ostras perleras en el Ponto Euxino y así fue como decidió un largo viaje, él solo, mientras le consideraban loco quienes le despedían. Tardó meses y volvió sin perlas, pero se trajo a la Madre, unida a él —nunca explicaron cómo— en las costas de Amastris, y ésa fue mayor riqueza pues la mujer encarriló su vida y añadió otros ingresos al hogar con su huerto y sus bordados. Por primera vez le vieron feliz sus convecinos, sin aquel desasosiego que le había llevado antes a otros horizontes. Desgraciadamente desapareció en una inesperada tempestad que se llevó también a otros hombres, cuando apenas había cumplido un año su hijo Narso.
Eso lo sabían todos. Lo que ignoraban era lo que aquella tarde, cuando Kilia descubrió el duro interior de la prodigiosa ciruela, iba la Madre a confiar a la que ya dentro de pocos días sería la mujer de su hijo. Kilia acababa de preguntarle, asombrada ante la dulzura del fruto, si aquel árbol se daba también en otras tierras o si era producto único de sus poderes.
—¿Poderes? —rio la Madre—. Es mucho más sencillo que todo eso. Ocurre que estas gentes son de la mar y viven de la mar; pero mi pueblo pertenece a la madre tierra y yo amo a la tierra que me ama. Nuestra diosa es la llamada aquí Cybele; nosotros la nombramos Adgistes, en su templo al pie del monte Dydimo donde yo nací, junto al río Sangario… Es la Gran Diosa Madre, Señora de la Fecundidad, generadora de vida hasta la exasperación y la locura. Los hombres llegan por ella hasta a cortarse el sexo y ofrecérselo; se hacen sagrados y los llamamos Galus. En la Fiesta de la Sangre, en primavera, para adorar a Attis, amante de la diosa, el Archigalus y sus sacerdotes se azotan hasta arrancarse sangre en ofrenda a Adgistes… Cuando se ama se da y se recibe: así nos lo enseña la tierra.
Mientras la escuchaba, Kilia contemplaba otro prodigio: una delgada, diminuta hoja verde emergiendo de la tierra en una maceta. Ante las jaras y los cipreses había supuesto que eran permanentes e inmutables como las piedras. Y ahora de aquella tierra, tan muerta como el polvo, surgía aquel inmenso y pequeño grito verde. Cuando la Madre plantó algo en la maceta, tiempo atrás, ella fue incrédula sobre el futuro de la seca semilla enterrada, dura como un grano más de tierra. Para convencerla, la Madre había puesto al mismo tiempo otras semillas en agua y ahora Kilia se asombraba ante la fuerza vital encerrada en aquellos granitos, capaz de hacer crecer unas manos verdes hacia el sol y unas piernas blancas hacia las profundidades subterráneas.
—Eso hizo el hombre que yo amaba —continuaba la Madre—, amar más a la diosa y castrarse para servirla… Me volví loca, o me volvieron las aguas del Sangario, que llevan al frenesí. Huí siguiendo el río, alcancé el mar, una playa desierta. En ella un bote, Un hombre solo, hermoso como mi Narso, su hijo. Era como tú, llegado de la mar, extraño a la tierra, asombrado ante la tierra. Por eso nos unimos, le seguí, me trajo; fueron bodas del mar y la tierra. Él me enloquecía como el Sangario… Sí, era como tú; por eso te cuento estas cosas, que no he contado a nadie, salvo a mi hijo que te va a gozar y al que vas a gozar… Tienes ojos marinos; cambian de color como cambia el del mar. Y eres extraña aquí. Y has arribado como yo a una playa solitaria… Te reconocí en seguida. Llegabas para mí, para mi hijo… ¡Al fin!
La Madre había hablado apasionadamente. Se levantó de su pequeño taburete, dejando el bordado a un lado, y abrazó a la muchacha, oprimiéndola violentamente contra ella. Las manos que la retenían, curtidas por los trabajos, eran para Kilia dueñas de crear: las más hermosas del mundo.
—Tus ojos… Pasan del azul verdoso a un verde oscuro, casi violeta o gris. Ahora son más violeta, como el mar bajo el crepúsculo.
Volvió a sentarse y guardó silencio unos momentos, como asombrada de sus impulsivas confidencias. La muchacha la miraba como a otra maravilla más, como a la ciruela o la hojita recién nacida. La Madre era un prodigio. Que, hablando, continuaba:
—Te necesitábamos mi hijo y yo. ¡Qué tremenda es esa necesidad! No sé cómo pude sobrevivir; por él, claro. Menos mal que iba a Quíos, cada mes, a vender mis bordados. Me los compraba un tendero y me hacía el amor: se lo compraba yo con mis bordados. No era mi hombre, pero era un hombre.
Kilia admiraba cada vez más a aquella mujer alta, delgada, curtida la cara, resquebrajada la piel, pero con aguda lengua, risa fresca en el recuerdo, ojos vivísimos que miraban a la muchacha muy de frente, muy a lo hondo, queriendo imponerle la lección, la sabiduría.
—Empecé a comprender que la diosa exigiera el órgano viril; empecé a inclinarme ante esa diosa que yo había odiado cuando me quitó a mi hombre. La Gran Diosa Madre; la Única; ya era yo madre también… Mi hijo fue creciendo, empezó a embarcarse con el patrón. Pensé que iba a ser, como tantos aprendices, la mujer de los mayores; aquí se acostumbra, pero en Frigia no. Como era mi tiempo de ir a Quíos le embarqué conmigo. Navegando en medio de la mar, le conté a lo que iba; añadí que el tendero tenía una hija: tendría que ofrecérsela a mi Narso para gozarme a mí. Todo salió bien… Ya comprenderás; no me importaba que mi hijo fuese en la mar como todos, pero que supiera también cómo se es hombre con una mujer; es así como se da la vida… Por entonces murió la Anciana de la isla, que de tarde en tarde llevaba a las mujeres a la gruta reservada para ellas. Me eligieron a mí en su lugar y resucité los olvidados ritos de un culto verdadero, para ofrecer a la Gran Madre un amor nuevo, a cambio de los años en que la odié y la olvidé… Estoy contenta; hoy todas las mujeres de la isla van al templete de Afrodita porque es la costumbre, pero llevan en el corazón a la Gran Diosa Madre; la única verdadera, la más antigua. Afrodita es sólo otro nombre para ella; es una estatua. No es la fuerza de lo profundo.
Declinaba la tarde, las barcas de los pescadores estarían ya cercanas a la playa aunque aún no habían traspuesto el promontorio donde lucían, empequeñecidos por la distancia, los mármoles del templete. La Madre continuaba hablando, como si aquella hora fuera la única propicia para dejar en herencia toda su vida a la próxima mujer de su hijo. Un designio superior a ella la impelía a salir de su concha permanente, a transmitir la antorcha secreta, de mujer a mujer.
—Narso no se casó a mi gusto. Siempre supe que aquella mujer era hermosa sólo por fuera; no tenía sangre dentro. Me alegré cuando se fue; mi hijo volvió a acompañarme a Quíos. El tendero había muerto pero otro le sustituyó. No tenía hija, pero sí una mujer que lo fue de Narso; nadie lo supo nunca… Ahora no tendremos que volver. Mi deseo decae, estoy cansada, no me compensa. Y Narso te tendrá a ti. Tú le colmarás, porque eres como yo. También llegué aquí como por un naufragio.
—¿Naufragio yo? —habló por fin Kilia.
—¿Qué otra cosa pudo ser? Desaparecieron todos y tú te salvaste aunque perdiendo la memoria. Quizás te trajo un delfín; no sería la primera vez que ayudan, todos los marinos conocen ejemplos… Nunca lo sabremos pero llegaste de la mar, con tus ojos de mar. Y Narso lo ha comprendido, os llevaréis bien.
Guardó silencio un momento y continuó:
—¿Quién va a servir a la Gran Madre cuando yo muera? Porque no existe más dios que ella; todos los demás, dioses y diosas, son sus sombras, advocaciones diversas… Quién sabe si ella misma te salvó…
Una primera barca daba la vuelta al cabo. No era la de Narso, pero la anunciaba. La Madre suspiró:
—No le digas nunca que sabes todo esto, hija mía.
Kilia se conmovió porque, aunque ella venía llamando Madre a la Frigia, era la primera vez que a ella la llamaba hija.