6. Bashir el camellero

Sólo ante el mar siente la esclava apaciguarse su desazón. En la casa la exaspera el calor, las impertinencias de la señora con sus jaquecas —eludidas por el esposo, que multiplica sus ausencias alejandrinas—, las horas alargadas en estos días estivales, cuando ha de ajustarse el goteo de la clepsidra para que sigan siendo doce justas desde el alba al ocaso. En el jardín le pesa el cielo plomizo, la pestilencia del aire estancado, el acoso de los mosquitos y los mugidos, relinchos o cacareos de los animales, respondiendo inquietos a la hinchazón de las aguas, pues la riada ya colma incluso la boca occidental del Nilo. En el canal las barcas de los excursionistas a Canope más bien parecen arrastrarse, porque el cauce lleva casi más limo que líquido y semeja un camino donde emergen raíces, ramajes y tallos de papiro arrancados tal vez de las lejanas riberas de la Nubia. Hasta el pequeño Malki acusa tanto agobio, recayendo en sus anteriores intemperancias, como si adivinara la comezón secreta de la esclava y quisiera aprovecharse para imponerle sus caprichos. Y en la sofocante noche, acostada en su yacija junto a la de Yazila, el perforante ritmo de los grillos y la machacona insistencia de las ranas acribillan la frente insomne de la esclava, que vuelve y revuelve su cuerpo desnudo sobre el jergón pegajoso, envidiando el sueño de la muchacha a su lado… «¿Por qué no caigo rendida yo también? —se pregunta—, ¿qué me ocurre?… ¡Cuándo nos iremos a Alejandría, a otro lugar, a dónde sea…!». Menos mal que la luna, cernida por la celosía, esparce piadosa su plata sobre el suelo como un puñado de monedas: para Irenia un consuelo porque siempre se sintió más criatura de la luna que del sol.

Sólo ante el mar se calma; la playa matutina es su refugio. Se entrega al arrullo de las espumas quebrándose en la orilla, a la quieta infinitud azul y verde, al horizonte blanquecino, a la contemplación de Yazila y Malki, dos gráciles terracotas jugando con la hipopótama de madera en un templo de arena. Se instala en un presente inmóvil, se adormila a la sombra de una palmera, se despierta con la risa del niño que, plantado frente a ella con las piernecitas abiertas, en actitud ya de hombre, acaricia el amuleto colgado del cordón de su cintura. Yazila llama a Malki para seguir el juego y golpea la arena con talón impaciente, delatando así su deseo de volver a mandar en el niño como antes. Y la esclava sonríe pensando que Malki es suyo, que entonces toda su desazón es desdeñable…

Crujidos en la arena, a su espalda, aumentan su goce al reconocer los pasos sincopados de Bashir, a quien nunca gustó el mar pero que ahora, para general extrañeza, baja con frecuencia a la caleta después de haber presentado sus informes a la señora; haciéndola sonreír cuando trae alguna carta de Dama Pompilia, que provoca la inmediata llamada al escriba para oírle leer las últimas noticias de la ciudad. Todavía suele charlar Bashir un momento con Tenuset mientras se sienta a tomar frugal almuerzo y, al fin, se levanta.

—¿Otra vez a la playa? ¿Estás enamorado de Irenia, a tus años, viejo pellejo? —bromea cariñosamente Tenuset—. ¡A vigilaros tendría yo que bajar, si me llevaran mis pobres piernas!

Bashir frunce los labios como un perro gruñón: es su manera de sonreír, aunque sólo consigue mostrar una mella entre sus dientes. Los ojos son los que brillan risueños, y continúan alegres cuando se sienta en la playa junto a Irenia, que le interroga ávidamente acerca de Alejandría, para adaptarse mejor cuando llegue el día del traslado.

—¿La Casa de Ahram? —explica Bashir—. Grande, mayor que el palacio del prefecto, situado enfrente, al otro lado del Gran Puerto. Esta villa es una cabaña, comparada con aquello. Ocupa buena parte de la isla de Faros. ¡Ya verás qué hormiguero, en el ala de las oficinas! Gente que entra y que sale, comerciantes, pilotos, agentes, mensajeros, clientes, pretendientes… Claro que al parque no les dejan pasar. Y mucho menos al promontorio de la torre, que es donde vive Ahram.

—Tú sí que podrás pasar.

—¡Claro! —se ufana Bashir—. Yo soy antes que ninguno.

—¿Conoces a Ahram desde hace mucho?

—¡Uf, ni se pueden contar los años!… Desde el día en que recibí esto en vez de llevárselo él.

Muestra la larga cicatriz que blanquea bajo el vello en su moreno antebrazo izquierdo. Se aviva la curiosidad de Irenia, pero Bashir calla bruscamente y ella toca otro tema.

—¿Y el gineceo de las mujeres?

—En el ala norte, entre los almacenes y la residencia oficial.

—¿No vive con ellas?

—Vive en su torre, ya te lo he dicho. Allí le sirve Ushait, hermana de Tenuset, algo más joven. Claro que a veces Ahram va a su gineceo.

—O se lleva alguna mujer a la torre… —provoca Irenia.

—¿Allí? Nunca. Jamás se ha visto… Las mujeres son aparte.

La tajante respuesta deja el rastro de un silencio.

—Hace dos decenas que no viene —murmura Irenia—. Desde el quinto día de la primera de Toth.

—Salió poco después de viaje; pero ya vuelve pronto.

—¿Se marchó lejos?

—No creo. Soferis lo sabrá, su secretario… Ahram tiene asuntos por el mundo entero. Se mueve mucho… —y añade, pensativo—. Lo tiene todo, pero sigue adelante.

—¿Para qué?

—¿Quién lo sabe?… Quizás los dioses.

No le asombra a ella la respuesta, sino sentirse mirada de un modo extraño. «¿Por qué?», piensa la esclava.

—Bueno —añade Bashir en tono ligero, como para borrar toda sombra de misterio—, quiere cambiar las cosas… A veces, cuando está fuera, llegan mensajeros extraños. Ayer apareció uno de los más raros. Delgadísimo, con ojos como brasas, vistiendo sólo un lienzo y unas sandalias, un redondel violeta pintado en su frente. Apenas comió nada, sólo verduras. Duerme en el suelo y no lleva armas. ¿Tú comprendes eso, un hombre sin armas? Le entregó unos papeles a Soferis; los llevaba en una bolsa.

—¿Papeles? ¿Qué son?

—Las hojas donde escriben esas gentes. No es pergamino; se parece al papiro. Según el filósofo ese hombre venía de la India, ¡quién sabe dónde estará eso!

—¿Qué filósofo?

—Krito, ya te hablé de él. El que vive en el recinto, pero fuera de la casa, y que a veces se viste de mujer. ¡Incluso lleva un cinturón dorado, como una cortesana! Y así tiene el valor de cruzar la ciudad hacia los peores sitios de Rhakotis, el barrio de mal vivir… No le pasa nada porque toda Alejandría sabe que le protege Ahram, ¿tú te lo explicas?… Sí, le protege; le trajo a vivir a la casa hace… desde que nació tu señora, Sinuit. Dice Ahram que Krito le salvó la vida: ¡bah, fue sin luchar, no se llevó ninguna herida!

Ella percibe el desdén en esa voz. Bashir teme haberse excedido y reconoce:

—La verdad es que Krito es muy sabio. Ahram le consulta, cuando nos reunimos, y siempre se le ocurre lo que ninguno habíamos pensado. ¡Y cómo habla! Convencería a cualquiera hasta de que el sol es negro… Así salvó a Ahram en un juicio, sólo con su palabra.

—¿Se ve el mar? —pregunta Irenia, comprendiendo que el tema no es grato para el hombre.

—¿El mar? ¿Desde dónde?

—¡Pareces tonto! —ríe—. ¡Todo hay que preguntártelo! Desde las habitaciones de las siervas, donde yo viviré, supongo.

—Estás nerviosa, muchacha; ya te lo he notado hace días. ¿Qué te pasa?… ¡Pues claro que se ve el mar! Se ve desde todas partes. Estamos en una isla, delante de Alejandría. Al frente el mar libre, a levante el faro: ¡te asombrará tan alto y tan blanco!, a poniente el puerto Eunostos y atrás la ciudad entera, la más hermosa del mundo, desde el palacio real hasta Rakhotis… ¿Cómo no se va a ver el mar? ¡Ahram se moriría!

—Y yo —murmura la esclava sin pensar—… A ti no te gusta ¿verdad?

—No, me azotaron demasiado en el banco de una trirreme imperial… No, lo mío es esto.

Hunde los pies descalzos en la arena. Su mano coge un puñado de granitos dorados y calientes y los suelta despacio. Caen a plomo, porque no sopla viento.

—¿Eres del desierto? —pregunta ella, sintiendo una punzada al recordar a Uruk.

—De los desiertos, los de arena y los de piedra. Mis gentes vienen de Arabia, pero no de la provincia romana sino de más allá, de donde el incienso. Hubo luchas, tuvieron que huir y en Petra nací yo, una ciudad rodeada de rocas. Los peñascos más rojos y más altos del mundo… No, lo mío no son los barcos.

—¿El camello?

—¡Claro! Los romanos se enamoran del caballo, los egipcios se conforman con el burro, ¡puaf!, pero el camello… El más noble, rápido y leal compañero de un hombre. Yo no podría vivir sin Al-Lat y espero morirme antes que ella, porque todavía es joven. Me la mandó traer Ahram cuando murió mi otra montura… Las mujeres no podéis comprender lo que es un buen camello.

La esclava no replica, aunque recuerda su penoso viaje en una cesta, a lomos del camello que la llevaba hacia Astafernes. Bashir, mientras tanto, sigue cantando las alabanzas de Al-Lat con un fuego que sorprende a Irenia. Al cabo el viejo vuelve a otro tema.

—En cambio Ahram es hombre de barcos. Los suyos, los verdipúrpuras, como los llama la gente. Ahora está construyendo el mayor de todos, porque para eso tiene ingenieros mejores que los de Roma. Filópator ha llegado a proyectar hasta una pentarreme; parece imposible que puedan no estorbarse los remeros puestos en cinco bancadas, pero lo he visto: Filópator ha construido un modelo en pequeño. Cabe entre mis brazos como un juguete; ahora lo guarda Ahram en su torre para que nadie lo vea… Algún día navegará, como navegan ya los navíos emparejados de Ahram, unidos sus dos cascos, para cargar grandes bloques de piedra destinados a templos o los troncos del Líbano para mástiles… ¡A lo mejor te lleva Ahram un día al sur, dónde tiene su mejor campo de ingenieros y de sabios, el Campo de las Esmeraldas!

Calla súbitamente y se golpea la cabeza con el puño.

—Muchacha, contigo pierde el seso un viejo. Charlo demasiado.

La esclava reacciona casi solemnemente. Se inclina hacia el hombre, coge su mano:

—Bashir, no se de qué me hablas, ni quiero saberlo. Pero entérate: jamás traicionaría yo al amo. Ni a ti.

Bashir sonríe, aunque también su voz es algo solemne.

—Ya lo sé… Pero si lo usases contra él, yo te mataría.

—¿Usar? ¿Usar qué?

El hombre calla un momento. Luego, lentamente:

—Lo que eres. Lo que me ha hecho hablar tanto, sea lo que sea… Anda y arréglate el pañuelo, que te asoma ese pelo prohibido.

Lo dice ya sonriente y, mientras ella se quita el lienzo para cubrirse mejor, Bashir admira el indecible color de ágata y se asombra, sobre todo, de que forme ya casi una corta melena. Entre tanto, ella se pregunta por el significado de ese «usar». Recuerda cuando, donde ahora mismo están sentados, pareció como si Bashir la deseara, pero sabe muy bien que no es eso… ¿Qué ven en ella esos dos hombres, Bashir y su amo? ¿Qué creen poder averiguar? Por mucho que se escudriña a sí misma no encuentra nada oculto… Salvo la desazón de estos días, ese vacío interior, ese temblor oscuro…

Bashir continúa hablando, más superficialmente, de los proyectos de Ahram. Siempre tramando algo, siempre en acción. Ha reunido a hombres excepcionales como ese Filópator, que imaginan y que hacen. «El mundo va a cambiar», le repite a Bashir. Allá en el campo del sur, en un oasis próximo al mar, los tiene trabajando en cosas raras: un espejo que echa fuego, un agua que derrite hasta el oro, un tubo que ve muy lejos, un cristal que provoca llamas con el sol… Bashir ha estado allí y ha visto incluso máquinas extrañas para levantar enormes piedras o lanzarlas muy lejos. Ha visto también los serpentarios, los herbarios y los raros animales traídos de más allá de Nubia o de la otra orilla del mar Arábigo, porque esos hombres buscan drogas para curar o matar… También indagan en las bibliotecas de la ciudad, en el Serapion y en lo que quedó del Museo tras los incendios, en olvidadas obras de antiguos sabios. Y Ahram siempre impulsándolos a todos.

—Así no tiene tiempo para ocuparse de sus mujeres —bromea la esclava—. ¿Para qué tiene entonces un gineceo?

Bashir la mira sorprendido:

—Te lo repito, estás nerviosa. No piensas lo que dices. ¿Cómo no va a tener mujeres alguien tan importante? Se reiría toda la ciudad… Sería como si no invitase nunca a banquetes.

—¿Ofrece muchos?

—Por fuerza, con tantos grupos enfrentados en la ciudad. Tiene que cumplir con todos: los romanos, los griegos, los egipcios, los judíos y qué sé yo… Ya irás viendo, ya.

—No lo veré, pobre de mí. No soy más que una esclava.

Bashir la mira intensamente. Como antes, cuando pronunció las extrañas palabras. Pero sólo dice:

—Ahora he de volver a la ciudad… Queda en paz, muchacha, y no caviles.

Se levanta, mete sus pies en las sandalias, se acerca a Malki a hacerle unas carantoñas y se dispone a alejarse.

¿Qué súbito impulso le hace a Irenia preguntar, sin pensarlo siquiera?

—Bashir, ¿te casaste alguna vez?

Se arrepiente en el acto, bajo la viril mirada en ese rostro, petrificado de golpe.

—¿Pretendes saberlo todo, muchacha?

Y el hombre se aleja, ladera arriba, con su andar cojeante.

¿Cómo no voy a cavilar, con este desasosiego? ¿Germen, presagio?… ¡Imposible! ¿De qué?… Es el calor, los animales, los dioses… Todos están igual. La señora, el amo, Amoptis mirándome con miedo y con deseo, ¿será de los que tienen miedo a la peste, ésa que dicen ataca más a los invertidos?, ¿será que le duran sus gustos en el templo, cuando era un escriba entre tantos?, y hasta Yazila, siempre ambiciosa, como cuando hace un momento se irritó contra Malki, le duele haberlo perdido, ¿qué culpa tengo yo?, no era capaz de educarle, supongo que me odia porque ya no es la reina de la fiesta, a veces se descubre, en medio de su frivolidad sus ojitos de mono se delatan, ayer cuando dormía el niño y yo le enseñaba masaje, como me ha mandado su padre, sus párpados se entrecerraron, fríos y quietos como los de un lagarto… ¡y su boca me estaba dando las gracias por la lección, quería serme agradable!, será peligrosa, como el padre, cobarde pero venenosa, ¡y duerme tan tranquila!, ¡si yo pudiera dormir como ella!, parece no tener alma que la inquiete, ninguna de las tres almas egipcias, ¿y yo qué tengo dentro?, ¿cómo llenar ese vacío, esa congoja?, menos mal que Malki, sus bracitos en mi cuello, pero se está volviendo como todos, además excitado por su ceremonia, al vestirlo por primera vez será persona, un hombre ya, ¡un machito!, como el bautismo en los neófitos de Porfiria, adultos ya y excitados por el rito, ¡Malki casi empieza a mirarme con superioridad!, imaginaciones mías, pero busca a Yazila, ya va oliendo a mujer esa cría, Malki juega con ella más que antes, al menos así hablo tranquila con Bashir, Tenuset extrañada, «¿de qué habláis en la playa Bashir y tú?», Bashir apenas hablaba antes con nadie salvo con ella, hoy se ha ido de la lengua, se ha disgustado por eso consigo mismo, ¿me crees capaz de traicionaros, grandísimo tonto?, buenísimo tonto, eres como el padre que no recuerdo, no te lo digo porque te ofendería, como te ofendió mi última pregunta, no fue ofensa sino otra cosa, ¿qué recuerdos removí al hablarte de boda?, ¡eres tan hombre!, yo creía que me hacías hablar para sacarme cosas, lo comprendo, una terrorista indultada de las fieras, ahora no es eso, sabes que no haré ningún daño, nunca lo hice, aunque a mí me maltrataron muchos, malditos piratas, también me han querido otros, todo eso es pasado, ¿por qué recuerdo a nuestro recadero en Bizancio?, Retilo, pobre eunuco enamorado, me protegía en el burdel, nunca se atrevió a decírmelo, ¡como las otras se reían de él!, ¿por qué no me lo dijo?, yo le hubiera complacido, igual que lo hacíamos entre nosotras, ¿cómo hubiesen sido sus caricias?, ¿con qué fuego o languidez, con qué suavidad o ardor?, ¡déjate de fantasías, muchacha!, olvídate, pero ese alejamiento de Malki, no se puede vivir sin caricias, niño mío, ya lo aprenderás, bueno, ya lo sabes, pero yo pienso ahora en otras caricias, las que aún ignoras, para qué si ya se acabaron, pero Bashir me hace pensar, ¿qué quiere saber?, «no hablamos de nada», le digo a Tenuset, pero claro que sí, hablamos de la Casa Grande y de Ahram, yo le pregunto, los amos siempre interesan, pueden amargarnos la vida, es natural querer conocerlos. Mucho hablarme de Ahram y no sé nada, que no descansa, que quiere cambiar el mundo, una tontería pero Ahram es incapaz de tonterías, que no le interesan las mujeres, no se ocupa de ellas, entonces, ¿aquella mirada suya?, y capté más de una, ¿acaso las interpreté mal?, ¿estaría sólo intrigado por la magia que me atribuyen?, eran miradas de otra clase, las conozco muy bien, ¿cómo no ha vuelto por aquí queriendo tanto a su nieto?, ahora lo sé por Bashir: sus viajes, ¿tendrá más nietos, hijos?, por fuerza ha de tenerlos, quizás pequeños, no es viejo todavía, más joven que Bashir, mucho más, ¿cuántos años tendrá?, ¡tanto hablarme y no averiguo gran cosa!, desconcertante, quiere cambiar el mundo y apenas necesita nada, come poco y muy sencillo, ofrece banquetes sólo por obligación, «es como un beduino, le bastan dátiles y agua», dice Bashir, como los cristianos de Porfiria, ¿para qué entonces cambiar el mundo?, ¿será de los siempre transgresores?, esos locos o tontos, tontos en su mayoría pero él no, como ese filósofo, Krito, a Bashir no le cae bien, sin embargo algo tendrá cuando Ahram le consulta, he conocido hombres haciéndose mujeres, vestían y gozaban siempre como nosotras, pero no alternaban de sexo, me interesará conocerle, y esa Casa Grande, ¡qué vida tan distinta en Alejandría!, a lo mejor eso me esperaba en Egipto, ¡qué cambio!, ¿y nunca entraré en la torre?, bien quisiera, sería conocerle, ¡naves con cinco bancos de remeros!, ¡qué cosas le interesan!, ¡qué más habrá en esa torre!, y Ushait le sirve, más joven que Tenuset, a lo mejor como Ahram, ¿y si por eso no le interesan otras?, nunca entraré allí, demasiado pedir, al menos que no me falte Malki, Bashir tampoco, otro hombre del desierto, como Uruk, «de los desiertos» ha dicho, también era distinto el desierto de Uruk, una llanura de hierba, cordilleras nevadas a lo lejos, se le iluminaban los ojos cuando me lo contaba, un desierto de hierbas, en primavera verde salpicado de color por florecillas, la paz de los caballos pastando, amarilla en verano, blanca de nieve en invierno, y las galopadas, las galopadas… ¡Uruk! ¡Tus brazos! ¡Me devolvieron el Vértigo de Narso, después de mis desiertos, que fueron los piratas, el burdel, Astafernes! No lo recobré hasta Domicia y era otro, sí, era otro éxtasis…

En la terraza, donde Irenia juega con Yazila y el niño, y la señora se lamenta del calor y el amago de jaqueca, Nufria interrumpe alarmada por la escalerilla del patio inferior:

—¡Señora, señora! ¡Los terroristas, una banda! ¡Vienen por el camino, están en la puerta exterior!

El grito acaba de golpe con la lasitud de Sinuit, que se incorpora todo lo aprisa que puede y empieza a gritar:

—¡Yazila, el niño!… ¡Isis bienaventurada, sálvanos! ¡Y mi Neferhotep en Alejandría, como siempre! ¡Han de caerme a mí todos los males! ¡Llamad a Amoptis, tenía que estar aquí! ¡Que prepare la defensa!, ¿no hay hombres en esta casa? Ven amor mío, Malki querido, tu madre te protege… Toma el niño, Irenia, escóndete con él en algún sitio… ¡No, espera, que se quede conmigo, quizás esos malvados se apiaden de una madre!… Alguien a Alejandría, corriendo, que vengan los soldados…

Al fin, agarrando a su hijo y llorando desesperadamente, desaparece en el interior de la casa. Sus gritos han atraído a todas las mujeres próximas y abajo, en el patio, también a algunos siervos que no se atreven a subir a la terraza… Irenia procura saber algo más. Al parecer la banda errante no es muy numerosa, ni está armada, y sólo pide ser oída. Amoptis, por desgracia, se encuentra al otro extremo de la propiedad, revisando con el escriba mayor los planes para las plantaciones después de la cosecha y algunas reformas en la canalización. Pero el capataz de los siervos ya ha decidido por su cuenta la resistencia y distribuye hoces y horcas entre los hombres de la casa, además de haber enviado recado a la aldea pidiendo ayuda.

Irenia se alarma. El capataz, el mismo que le administró los azotes cuando fue castigada, es hombre iracundo y autoritario, muy pagado de su fuerza física. Ha de encantarle esta oportunidad para demostrar a su amo su fidelidad, mediante un fácil escarmiento de los recién llegados. Irenia está segura de que esos terroristas serán cristianos pues, cuando no lo son, se les suele llamar bandidos o desertores, e incluso reciben el nombre oficial de anacoretas, si andan errantes para eludir los impuestos o el cumplimiento de los trabajos forzosos que los complementan. Por eso decide evitar en lo posible la violencia; no tanto por solidaridad con esos cristianos cuanto por evitar a la casa males futuros: un rechazo sangriento podría provocar la venganza de otras bandas más agresivas, como la que capitaneaba Roteph.

La esclava sale corriendo de la villa, deja atrás los jardines circundantes y avanza por el camino hasta encontrar al grupo. El guarda exterior se precipita a ella repitiendo sus disculpas por no haber podido evitar la invasión. Irenia cuenta como un medio centenar de hombres y mujeres pobremente vestidos y descalzos en su mayoría. Hay viejos entre ellos y algunas madres aprietan contra sus flancos o llevan en brazos a sus hijos. Al frente se encuentra un viejo con un largo cayado en la mano; a su lado una mujer joven. La paz se lee en las miradas de todos, en su actitud sumisa y a la vez esperanzadamente utópica. Sí, esperanzada, como las femineras de Porfiria. Irenia se transporta mentalmente a Cirenaica y vuelve a vivir (incluso a envidiar, según reconoce interiormente) la fuerza inmensa que infunde a los seres humanos su posesión de una fe absoluta. Esos ojos en los rostros desnutridos no miran el presente sino el futuro y, convencidos de ser sus dueños, se convierten en unos poderosos de la tierra. Al lado de aquellos necesitados el Excelso Neferhotep rodeado de riqueza y servidores resulta un ser angustiado, corroído por ambiciones frustradas.

Irenia hace callar al portero y, mirando al grupo, encuentra sin pensarlo las palabras de Porfiria:

—Ave María.

Las cabezas próximas se yerguen hacia ella, los ojos se iluminan ante recepción tan inesperada. Un movimiento unánime se transmite incluso a las últimas filas.

El anciano avanza un paso:

—No sé si he oído bien. ¿Serías cristiana, hermana?

—No, pero he vivido con un grupo que me acogió. Quizás lo hayas conocido: el de la Madre Porfiria.

Un joven situado tras el viejo se adelanta impetuoso y alarmado:

—¡Las femineras! ¡Las de la Mujer Divina! —escupe en el suelo e increpa amenazador a Irenia—. ¡Hereje! ¡Sois peores que los paganos!

El viejo le detiene con el brazo y le hace callar con la mirada:

—Porfiria dio su sangre: no la juzgues —y continúa, dirigiéndose a Irenia—: Discúlpale; es joven y neófito… No sé quién eres aquí, pero no venimos a hacer el mal. Sólo queremos reposo a la sombra, agua, algún alimento y, si es posible, alivio para los enfermos. La inundación nos empuja hacía estas tierras y no nos dejarán entrar en Alejandría.

—Soy una esclava, no tengo aquí poder ninguno, pero trataré de ayudaros ante la señora, que está asustada pues el señor está ausente. No sigáis más adelante ni os mostréis violentos —añade, oyendo los gritos belicosos del capataz, que se acerca a la cabeza de sus armadas gentes—. Voy a explicar vuestros deseos.

Irenia retrocede hacia el grupo de jornaleros y, al principio, casi es derribada violentamente por el capataz. Por fortuna un siervo le contiene, recordando la privilegiada situación de Irenia, protegida de Bashir. Ella trata de recordar a ese hombre que Amoptis prefiere siempre las negociaciones, y que la violencia con los recién llegados puede provocar la agresión de otros. Pero lo que más disuade al capataz es esa creencia de que la esclava posee poderes sobrenaturales y desde ese momento la negociación se centra en que él pueda dar a sus gentes la sensación de que no ha cedido ante la esclava, sino que ha sido clemente con el grupo de desgraciados. Incluso da satisfacción a sus seguidores más exaltados encargándoles de vigilar a los terroristas para que no se excedan.

Los recién llegados son conducidos entonces hacia un soto cercano al canal de Canope, donde se les permitirá acampar, e Irenia les promete que recibirán algunas vituallas. Se acerca especialmente a los enfermos, transportados en unas parihuelas, y los encuentra más que nada extenuados; aunque les observa e interroga lo mejor posible para pedir consejo a Tenuset, conocedora de tantos remedios.

Luego corre a tranquilizar a su ama antes de que llegue Amoptis de los campos y entre los dos puedan adoptar decisiones violentas. Camina ya por los jardines, pensando en convencer a Sinuit de que con una pequeña entrega de víveres evitará mayores males, cuando oye tras ella unos pasos tratando de alcanzarla. Se vuelve y ve a una mujer de gruesos pechos, a la que en seguida reconoce como la arpista que canta en la terraza.

—¿De verdad no eres cristiana? —pregunta la recién llegada después de un saludo, caminando junto a Irenia para seguir hacia la casa.

—No, ya se lo he dicho a ellos.

—Pues has hecho lo que un cristiano. Gracias.

Irenia la mira: un rostro redondo, común, de campesina. La piel bastante oscura, ¿mestiza de nubio? Pero ¡qué ojos más límpidos! No hay sonrisa en los labios, está en las pupilas mismas.

—Tú sí que eres de Cristo, ¿verdad?

—Sí, estoy bautizada, pero aquí no lo saben —hay una súplica implícita en las palabras.

—No temas, no lo diré. ¿Cómo te llamas?

—¡Oh, no tengo miedo! —sonríe, también con los labios—. Me llamo Marsia. Cuando supe que llegaban corrí hacia ellos y estaba allí mientras hablabas con el diácono. Luego, cuando llegaba el capataz, temí por ti; es un hombre malo. Pero tú le puedes al peligro. Comprendo ahora.

—¿Qué?

—Lo que dicen de ti.

—¿Algo malo? —ahora es la esclava quien sonríe.

—Tus extraños poderes —sonríe a la vez la muchacha.

Han llegado a la casa y se despiden amigas. Irenia se pregunta si habrá más cristianos entre la servidumbre de Villa Tanuris, aunque ya lo sospecha. ¿De qué grupo, de qué secta? Éstos, le ha dicho el diácono anciano, son del obispo Cipriano, al que acaban de desterrar a Curubis porque quiere una iglesia africana, independiente de Roma. ¡Qué extraño, tan diversos creyentes para un solo dios!

Lo urgente es llegar antes que Amoptis y convencer a la señora. Lo consigue, con la condición de que los terroristas prometan marcharse de la finca antes de cinco días. Luego ha de dar de comer al niño, que después se queda dormido. Irenia, fatigada por las emociones del día, baja sola hasta la playa.

El mundo ya no es el de la mañana. El cielo, cóncavo como el de un horno, es todo una veladura blanca. El mar es de mercurio, llanamente tranquilo, sin un rizo ni una onda; sólo una difusa luminosidad chispeante. Del viento ni un susurro en las palmeras… ¿Dónde están las rompientes? ¿Se ha detenido el mundo? Y ¿a qué espera?

Ante tan expresivo reflejo de su alma Irenia se reclina, se abandona a la arena. Alcanza una pequeña caracola vacía y se imagina como ella, avanzando por su propia oquedad, espiral adentro.