24. El lingote de luna

—¿Qué querrá Amoptis? —pregunta Glauka a media voz, tras un silencio en el que se escuchan los lejanos rumores del festejo popular en el Bruquio, por ser el primer día del mes Paophi.

Krito no la ha oído. Mirándola, está viendo a la sirena que aquella mágica noche, hace ya veintidós días —los cuenta cada mañana—, le llevó al amor en la caverna marina. Justo al día siguiente regresó Ahram y, apenas se vieron a solas en el despacho antes de que el Navegante se dirigiera a la torre Krito le confesó sus horas de pasión con Glauka para evitar que ella lo hiciera primero y sufriese el temible peso de la reacción de Ahram. Éste, al principio, no le creyó: «¿Ella y tú? ¿Contigo?». Repitió con sarcástico asombro: «¿Contigo, el degenerado impotente?». Pero empezó a creerlo, ante aquella mirada de hombre verdadero que sostenía impávido la suya. Su mano acabó crispándose sobre el puño de la daga. «Vamos, hiere —exclamó Krito, yo soy el único culpable». Y entonces la carcajada rota y el abismal desprecio: «¡Toda Alejandría se reiría de mí si te matase… Te matarán mis criados, pero antes ella misma ha de decirme con su boca que nunca dejó de ser una puta… ¡Vete!… Vete y dile que esta noche no la quiero en la torre… ¡Al gineceo como todas, allí le pediré cuentas!… ¡Y tú, vete! ¡Fuera de mi vista, mujerzuela!».

Ya no pensó Ahram más que en interrogar a Glauka, pero se lo impidió la inmediata irrupción de Soferis con un mensajero agotado por el rápido viaje y desencajado por sus noticias de Campo Esmeralda. Tan graves eran —misteriosa desaparición de un científico, presencia de gentes extrañas y otros accidentes— que lo aplazó todo y embarcó en cuanto pudo, con sólo Mnehet y cuatro hombres más en un falucho distinto del Jemsu a fin de pasar inadvertido. No llegó a ver a Glauka. «Por eso —piensa Krito— hemos podido vivir estos veintidós prodigiosos días». Pero ahora le preocupa la suerte de Ahram, que ya debía haber regresado y del que escasean las noticias.

—¿Para qué tendrá tanta prisa en hablarme, sabiendo que no está Ahram? —pregunta a Krito, insistiendo.

Se encuentran en la azotea del lupanar de la Ursa, a la sombra del cañizo, junto a esa habitación como un palomar, permanentemente reservada a Krito. Con el pretexto de la fiesta helénica Glauka ha podido acudir a la ciudad por la tarde, acompañada de Eulodia, que la espera en el mismo Rhakotis, en casa de la madre de Jovino, y volverá a buscarla al oscurecer. La única tarde en que ha podido reunirse con Krito, pues los otros encuentros se han producido necesariamente por la mañana, fingiendo Glauka acudir a la casa de baños y belleza recientemente instalada por Fenecio, el sucesor del peluquero Lisinio, cuya puerta trasera permite escabullirse a las damas discretamente. El viento Noto llega fresco del mar y aleja los olores del lago Mareotis. «¿Será también la última esta primera tarde?», se pregunta Glauka, compartiendo sin saberlo los pensamientos de Krito. Pero vuelve al tema de Amoptis, menos angustioso:

—Querrá interceder por su hija, si le ha llegado alguna noticia de su crimen. Aunque lo hemos tratado muy secretamente.

Desde que, al enfermar Glauka, supo la extraña muerte del gato en las cocinas, Krito realizó investigaciones hasta comprobar, primero, que Glauka había bebido leche envenenada y, segundo, que los hechos apuntaban a Yazila como culpable. Al debatir la cuestión con Artabo y Soferis sólo pudieron explicárselo pensando que, al enterarse la muchacha del intento de asesinato de Ahram, decidió satisfacer contra Glauka su odio de siempre, pensando que el envenenamiento se atribuiría al mismo asesino. A no ser —pero esto eran sólo conjeturas— que ella participara también en el complot. Artabo quería aclararlo obligándola inmediatamente a confesar mediante la tortura si era preciso; Krito y Soferis prefirieron dejar la decisión pendiente hasta el retorno de Ahram, que entonces supusieron no tardaría.

—¿Habéis decidido algo acerca de Yazila? —pregunta Glauka—. ¿Qué le digo a Amoptis?

—Seguimos aguardando a Ahram.

Los dos se miran: pendientes de Ahram y su retorno. Cualquier rodeo les conduce a lo mismo. Pero sonríen: ya se han acostumbrado a vivir bajo esa espada de Damocles. Krito, incluso, casi está esperando que caiga sobre él de una vez, con tal de que no dañe a Glauka. Piensa que tanta felicidad no puede durar mucho y prefiere acabar en la cima de su delicia.

—Ya tendría que haber vuelto. A no ser que la situación le haya retenido allí más tiempo.

—Las últimas noticias son de hace diez días, ¿no?

—Sí. La última paloma anunciaba que Ahram había llegado bien al Campo.

La sombra de Ahram siempre con ellos. Pero no sólo como amenaza inhibidora sino también como estimulante acicate. Glauka vive su amor con Krito segura de que es su deber vivirlo; como también de que debe confesárselo a Ahram apenas retorne, cualesquiera que sean las consecuencias, ya que no pudo hacerlo antes. Krito, por su parte, percibe asombrado que su muerte segura a la vuelta de Ahram aumenta deleitosamente su potencia erótica, que ahora responde al deseo de Glauka sin dificultades. Lo único que ambos lamentan es la inevitable clandestinidad de sus abrazos que, además, no han podido prodigarse. Ninguno ha querido situarlos en la torre y sólo una noche pudieron volver a la gruta propicia. En la Gran Casa o en el cubil de Krito es demasiado riesgo. Además Malki ha salido ya del gimnasio con el permiso estival y su creciente cariño a Glauka le impulsa a buscarla frecuentemente.

—Me extraña —continúa Glauka, insistiendo en el tema— que Ahram no haya avisado su salida de retorno como otras veces.

—Algunas palomas no llegan, ya lo sabes. Hay milanos y cazadores… ¿Estás inquieta?

Glauka se pregunta si la interrogación alude a temor por la suerte de Ahram o por sus decisiones cuando regrese. En cualquier caso contesta:

—No me inquieta nada porque lo asumo todo. Vivo cada hora —continúa mientras Krito asiente— como si hubiésemos llegado a una meta… Me refiero a mis horas contigo —se corrige—, pues las demás son de otro mundo. Nuestros cinco encuentros los he vivido… en la frontera, como tú dices.

—Sí. El riesgo encendiendo la sangre. Y la vida en el filo de la muerte… Perdona.

—No me asusta la palabra. Créeme, cuando la evoco sólo pienso en que Ahram y tú me necesitáis. Él más que tú, ya lo sabes.

Krito no contesta. Nunca podrá convencerla de todo lo que ella es para él. Se levanta para regar otra vez el cañizo que les da sombra, de nuevo recalentado por el sol, mientras piensa: «De todos modos ya no necesitaré nada ni a nadie porque para Ahram las fronteras no son para habitarlas, sino para violarlas y destruirlas». Admira un momento el prodigio de las redondas nubes blancas, suspendidas contra la seda del cielo, y paladea su felicidad interior: «El éxtasis al borde de la muerte, ¡la más afilada frontera!».

Una muchacha delgada, de pechos adolescentes vestida sólo con su breve delantal, remonta la escalera y les sirve refrescos de miel y menta. En su rostro una sonrisa tímida y unos curiosos ojos de gacela. Le dan las gracias y saborean la bebida.

—Es tebana —advierte Krito cuando ya ha desaparecido la sirvienta—. Acaban de traerla, aún no trabaja.

—Me recuerda mi pasado —sonríe Glauka—. En el harem de Astafernes me servía una parecida: un gracioso animalito. Su lengua sonaba como la que después oí hablar a Uruk… Y otra en Bizancio; siempre hay una chica así en estos sitios. Ahora estará en el cuarto de las muchachas contándoles en qué postura nos ha encontrado y qué aspecto teníamos…

—Tu entrada aquí fue tan desenvuelta… —comenta Krito, que la estaba esperando en el atrio cuando llegó con Eulodia—. Y fuiste hacia la puertecilla de la escalera como si conocieras ya la casa…

—Me la habías descrito muy bien. Además, todas son por el estilo.

—Te habrán tomado por una chica de Dofinia, con tu buen manto y tu discreto maquillaje.

—Otro capricho del amigo Krito, ¿verdad?… ¿Lo has hecho con frecuencia?

—No. A este nido no traje nunca a nadie… Salvo a Yarko y su flauta. Un día tendremos que oírle aquí.

Se le ha escapado el proyecto. ¡Está tan seguro de la vida! Y al ver súbitamente pensativa a Glauka teme haber evocado una vez más la sombra de Ahram.

—No pienses en eso —pide a la mujer.

—¿En qué? —comprende en el acto y sonríe—. ¿Por qué no? Forma parte de todo, juega con nosotros ahora… Pero no pensaba en eso. Había pasado por mi mente cómo hubiera sido mi hija a la edad de esa muchacha…

Continúa melancólica, y Krito bebe sus palabras:

—… Yo deseaba un niño, un continuador de su padre, un adivinador de los bancos de peces en la mar, con ese portento de la virilidad capaz de erguirse, como el tuyo… ¡y te decías lesbiano, embustero!…

Durante el embarazo estuve segura de que sería varón, por su peso, por la fuerza de sus patadas en mi vientre. A Narso también le ilusionaba y se anticipó tallando una barquita de madera, el primer objeto que se ponía en las manos de un hijo de la aldea. Sólo la Madre —más tarde me di cuenta— esperaba una niña. Incluso la deseaba, y hasta pienso que quizás pudo provocarla con sus hierbas, que me hacía tomar para fortalecerme. Ella me consoló después del alumbramiento, al verme decepcionada; acabó convenciéndome del poderío de las hembras, de cómo en realidad poseen al hombre cuando parecen entregarse sumisas… ¡Poderío! Un golpe de acero bastó para destruir a mi pequeña Nira; el poderío de los piratas casi me destruyó a mí también…

Krito deja que pase la amargura final. «Estas horas de amor nos hacen recordar nuestra vida pasada, como dicen que ocurre en el trance del morir», piensa, antes de intervenir:

—Sin embargo, yo soy una prueba del poderío de la hembra… A mí me destruyó una, en Esmirna. Yo empezaba a lograr eso que llaman éxito, acreditándome como ganador de pleitos y recibiendo de mis ricos defendidos buenas bolsas de oro. Empecé a introducirme entre la clase social más alta, participando de su vida fácil y libre. La reina de aquella sociedad era Kalidea, tan famosa por su belleza como por sus infidelidades a su acaudalado marido que, por su lado, corría también toda clase de aventuras. ¡Me enamoré como un loco, es decir, como un niño: la hice mi diosa! Jugaba conmigo, me hizo su capricho, otro objeto nuevo para sus veleidades. Provocaba mi deseo para negarse riendo… De pronto se dio cuenta de que yo realmente la adoraba, de que no me limitaba a desearla… Aún ahora me asombra comprender que el verse idealizada le produjo repugnancia, rechazo, como si yo con eso despreciase lo que ella era realmente, como si yo le presentase un espejo en el que le obligaba a ver su mezquindad, su incapacidad de amar de verdad… Su burla se convirtió en odio; un odio insondable. Necesitó vengarse de mi adoración y con ayuda de sus cómplices del vicio y de unas cuantas amigas extrañamente asociadas a ella me puso públicamente en una situación tan ridícula para mí que me convertí en la rechifla de la ciudad. Fui el protagonista de los más hirientes murales y libelos, de los más feroces epigramas. Nadie podría ya tomar en serio ni el mejor de mis alegatos jurídicos; la primera vez que aparecí ante el tribunal los magistrados contuvieron la risa con sólo verme… Tuve que huir de Esmirna, dejar atrás mis éxitos y mi carrera…

Glauka percibe el apasionamiento de Krito. Su voz y sus palabras no son simple recuerdo, sino revivir una situación con sus mismos criterios de entonces acerca del ideal y la degradación, opuestos a los del Krito callejeante por Rhakotis con un quitón femenino… «¿O son los mismos?», se pregunta, mientras le oye concluir:

—Me destruyó, me castró. Me hizo imposible poseer como hombre a otra mujer que conocí más tarde, a la que amé y me quiso. Desde entonces sólo pude ser potente con mis amigos o con las mujeres que no me inspiraban amor… Hasta llegar a ti, mi resurrección y mi último destino.

Se inclina sobre la mano femenina y la besa:

—Hueles a fruta madura, como una granada abierta.

Glauka piensa en aquel Tulio Emiliano, aquel decurión amante de Krito, destinado a la ruta de Adriano en el desierto… Escribía versos… Un hombre nacido lejos, donde los lagos son grises entre montañas… Se le había quedado grabado su nombre, y la confesión de Krito el mismo día en que ella le conoció en el banco de los delfines. Aquellos sus primeros tiempos en la Casa Grande, cuando aún era la esclava Irenia, sin sospechar siquiera que Ahram la convertiría en Glauka, en la hetaira, y la llevaría a ser amante de Krito. Porque ha sido Ahram quien la ha traído hasta aquí donde está ahora, aunque él lo ignore, aunque sea incapaz de comprenderlo, aunque rechazaría con toda su violencia la idea.

—¿Por qué no podríamos amarnos los tres, puesto que nos amamos? —exclama entonces—. ¿Qué mundo es éste, que levanta barreras a lo que se siente de manera inevitable? ¿Qué le robo a Ahram mientras te amo, si le amo como nunca, con más sabiduría para quererle?… Tú repites, Krito, que vienen otros dioses. ¿Por qué no han de ser más compasivos, más humanos? ¿Es que no los hubo nunca? ¿Unos dioses del amor profundo?

—Me temo que los hombres han inventado más bien dioses crueles, exigentes y juzgadores, porque los concebían casi siempre los poderosos, para invocarles cuando promulgaban las leyes que legitimaban su poder… Acaso en Creta, cuando las mujeres burlaban a los toros en la arena, ocurría de otro modo, pero la Creta del rojizo bronce fue aniquilada por los guerreros del negro hierro… Hombres feroces, enemigos de la comprensión y la ternura.

—Opuestos a los hombres como tú, los que sois fuertes y delicados, audaces y comprensivos.

—¿Fuerte yo?

—Fuerte. En el tiempo del lagarto fuiste el piloto de la nave, tan capaz como el que más.

—Glauka, tú quieres hacer a los hombres más femeninos cuando todavía hay que alzar a las mujeres a su altura… Habrá de pasar mucho tiempo.

—Quién sabe… yo no acabé de decidirme al bautizo de las femineras, pero acaso la Mujer Divina nos lleve al reino del amor. Porfiria y Domicia lo anunciaban. Sería entonces la más perfecta emanación de la Gran Madre… Quizás dentro de cinco o diez siglos todos crean en ese Cristo mujer y los Ahram de entonces comprendan y admitan lo que ahora desprecian…

—No lo dices muy segura.

—Es que las femineras desdeñaban la carne y, ¿cómo puede haber vida sin carne? Sería caer en la inmutable existencia de los dioses, la que yo abandoné.

—¿Cómo era tu mundo del mar?

—Siempre el mismo bajo la superficie. Arriba el viento y la tempestad, el juego de la espuma; abajo nada cambiaba nunca, en cuanto se amortiguaba la luz. Y silencioso: terriblemente silencioso. Al principio, en la aldea de Psyra, me aturdían los gritos y los ruidos; hoy me estremezco sólo de recordar aquel eterno silencio. Sin las risas terrestres, la gloria de la risa, la vida en la carcajada. Las sirenas no reíamos. ¿De qué íbamos a reír? Tampoco llorábamos ¿por qué? Nunca nada nuevo, sorpresa ninguna. La gran aventura era el plenilunio; subir a su luz y salmodiar, pero también algo monótono, inmutable. Hoy comprendo que no lo hacíamos para divertirnos, sino para comprobar que conservábamos la voz… También era aquél un mundo espeso, aún recuerdo la extrañeza del aire levísimo; las corrientes marinas no acariciaban como la brisa. Y apagado el color, sobre todo cuando descendíamos —por eso lo hacíamos raras veces— más abajo de donde alcanzaba la luminosa redecilla movible del sol en las ondas. Ciertamente había peces con escamas doradas y anémonas con filamentos púrpura, y algas con esplendores verdes, pero ¡qué diferencia con la tierra! Nada como estos geranios, o como el arco iris. Hasta el rojo fuego del coral, tan reluciente al aire quedaba amortiguado bajo las aguas… Pero, sobre todo, un mundo invariable: nada nos afectaba. Luego comprendí que algunos afilados objetos duros en la arena eran espinas de peces muertos, descarnadas por los cangrejos; me di cuenta de que a veces de lo alto descendían cuerpos o navíos a desintegrarse en el fondo, pero no valorábamos esas muertes, su significado se nos escapaba… No vivíamos, sencillamente. No nos arrebataba esa vida que, a veces, a los humanos nos lleva a rastras, pero no importa. Aunque al final acabe con nosotros, vale la pena.

Han bebido los refrescos, el sol se va tendiendo, no tardará Eulodia en volver a recogerla y la esperará abajo, incómoda, acorazada en su fe, pero a disgusto entre las muchachas de ese oficio pecador que quisieron imponerle a ella.

—Vale la pena vivirla —repite Glauka y se incorpora sobre el desnudo cuerpo del hombre. Se arrodilla en el suelo frente a la litera en que descansaban y su boca desciende hacia el pecho apenas velludo, se posa en el costado sobre un pezón, pequeña excrecencia de coral moreno cuya blandura se endurece bajo el beso, se yergue contra los dientes de esa boca que la absorbe como devoran las anémonas. La boca se aleja, acude a otra papila gemela, la enardece igualmente. La cabellera de rojizo ámbar, iluminada por el sol, resbala en suavísima caricia sobre el cuerpo que se ofrece yacente.

Luego esa boca desciende por el costado, aletea con un roce de mariposa sobre la piel que cubre el hígado, esa víscera asiento del alma, y la estremece. Se desplaza hasta posarse en el hoyuelo central del vientre como en un puerto tranquilo, que asciende y decae rítmicamente, según respiran las olas en la playa. Continúa su ruta hacia un bosquecillo rubio, denso y encrespado, que esa boca mordisquea como algo sólido, hasta encontrar al final una sierpe soñolienta.

Una sierpe primero dócil, dejándose mover por los labios que la buscaban, reclinándose así contra un muslo u otro mientras va despertándose perezosamente. Luego comienza a resistir el beso, crece, se levanta. El corazón femenino sonríe y se estremece a la vez, contento de su poder sobre esa carne, feliz por haberle devuelto su vigor. Sabe que está dando a la carne de Krito la victoria sobre él mismo.

La caricia va y viene, la dureza disfruta prisionera, el placer la recorre en estremecimientos, los temores se olvidan. Pero ya cambia de sexo el poder. El cetro se libera, una mano prende los cabellos de ámbar e inclina la cabeza y el torso femenino sobre el lecho, al mismo tiempo que el hombre pisa el suelo y se arrodilla tras ella, acaricia las nalgas, juega con los dedos en la granada madura, descubre su más secreto centro, donde empieza a brotar una humedad untuosa.

Los sexos se encuentran. ¡Ah, el primer impulso! Luego el suave ir y venir de ondas en la playa, el ímpetu del mar contra la roca, el furioso oleaje batiendo acantilados… Un océano la envuelve, al tiempo que la invade.

¿Cuánto duró? ¿Cómo saberlo? No manda la clepsidra. Se advierte que ha durado porque cesa, pero se habitan cimas absolutas… Al cabo el pecho viril se rinde sobre la espalda femenina, pesando dulcemente. Reflujo de la pleamar, dejándola a la vez llena y vacía. El hombre da la vuelta al cuerpo poseído que acaba de poseerle, lo besa, le transmite en ese beso todas las palabras. Su pecho oprime los pezones femeninos, ambos arrodillados, enlazándose uno a otro, confundiéndose hacia lo alto.

¿Qué habrá pasado en el Campo? ¿Qué le habrá forzado a seguir hasta el país de Punt, tan al sur? Cuando esperábamos el mensaje anunciando su regreso esta paloma de hoy le aleja más aún, sin explicaciones, sin detalles, tan misteriosamente, nunca ha ocurrido esto, ya mi ansiedad no es por lo que decida a su regreso, ahora sólo me importa su vuelta, que escape a los peligros, no sé cuáles serán pero nunca le ocurrió nada en sus viajes, temo por él, también Krito, ¡si algo malo le sucediese a Ahram!, yo me mataría, ¿cómo podría seguir viviendo?, pienso si le transtornó la confesión de Krito, acaso eso le hizo ser más descuidado ante los riesgos, no quiero imaginármelo, menos mal que he recobrado el brazalete, el que me regaló Krito y arrojé al mar, el que a él le ofreció Tulio Emiliano, obsequio de su amante, me lo ofreció como prenda, menos mal que ha vuelto a mí, eso me da esperanzas, es lo único…

El mensaje de la paloma en clave, ¿me habrá leído Soferis el verdadero texto?, ¿me habrá ocultado algo referente a mí?, no me lo ha parecido, no he notado en Soferis ningún cambio, además el mensaje era corto, tenía pocas líneas, mi ansiedad por Ahram lo hace todo amenazante, además aquí se complican las cosas, Ahram es imprescindible, Soferis y Artabo desbordados, ¿qué pasa en Tanuris? Amoptis volvía de compras en Canope cuando le robaron el género, dicen que salteadores, le mataron a él y a sus siervos, ¿por qué no le recibí antes cuando quiso verme?, ahora no sabré nunca sus deseos, Soferis ha ido a Tanuris, ahora aquel capataz es el mayordomo, Neferhotep consternado, Krito encuentra esa muerte sospechosa, la relaciona con la insistencia de Amoptis por venir a verme, no cree en bandidos tan cerca de Alejandría, no se habían dado casos, sospecha de asesinos pagados, pero ¿por qué, por quién?, el Excelso rechaza esas sospechas, siempre hay bandidos y Amoptis traía ricas mercancías, algo pasa en Tanuris, Ahram lo aclararía, otro problema sumado al de la muerte de Yazila, se despeñó por las rocas de poniente cuando paseaba sola, un accidente para todos, Krito piensa en suicidio, él la había interrogado, la instó a nombrar a sus cómplices para salvarse de la tortura de Artabo, el marino hubiera sido con ella tan cruel como el mismo Ahram, ella le juró a Krito que se decidió sola, lloraba y lloraba, fue un impulso al creer muerto a Ahram ése fue el rumor que llegó a las cocinas, confesaba odiarme, me acusaba de haber arruinado su felicidad, odiarme así, aquella cara con ojitos de mono alegre, ¿cómo es posible?, se asustó ante la tortura, Krito seguro del suicidio, pero ¿y si también la mataron como a su padre?, ¿y si esas muertes están relacionadas?, ¿y si Krito me lo oculta para no alarmarme?, ¿qué conspiración se teje en torno a Ahram?, ¡él lo aclararía en seguida!, la destruiría de un manotazo, es urgente que vuelva, ¡si vuelve!, no quiero ni pensarlo pero es mi obsesión, con él todo se arreglará, pero ese último mensaje tan extraño, el día en que llegue Ahram, ¡qué alegría para nosotros dos!, aunque sea nuestra muerte, Krito también angustiado, ya no planeamos encuentros, nos hablamos en el banco donde siempre, eso a nadie le extraña, sólo se encuentran nuestras manos, nuestros ojos, asustados de haber causado su desgracia, ¡y ningún miedo por nosotros, es curioso!, menos mal que la mar me devolvió el brazalete, compasión de mi antiguo mundo, regalo de la diosa, gracias a eso sufro menos, si no la culpa sería intolerable, ¿qué estoy diciendo?, ¿cómo hablo de culpa?, me contagia Krito, es peor: ansiedad, miedo por Ahram, Eulodia piensa en culpa, lo leo en sus ojos, ¡pero es tan leal!, no me culpa a mí sino a los dioses que me supone, quisiera verme abrazar a su Cristo, imposible, su fe es la de las femineras, no respetaban su cuerpo, ni la vida que encierra, los torrentes de sangre, los goces de la piel, la Gran Madre nos lo da para vivirlo, cuando bajé ayer a la cueva temió por mí, sospechó una cita peligrosa, miedo a que me descubran con Krito, «¿adónde vas, señora?», lo leí en sus ojos, «no te apures, voy sola, a recordar a Ahram, a desear su vuelta» sus ojos se calmaron, la abracé y sorprendida movió la cabeza, en vez de su mejilla besé sus labios, ¡qué asustada quedó!, «somos amigas, ¿no?» tuve que decirle, «¡señora, señora, sólo quiero tu bien!», besó mi mano aunque yo lo impedía, bajé a la gruta sola pero el brazalete me esperaba, ahora sólo me preocupa él, su regreso, a todos, hasta Malki está inquieto, no se aparta de mí, busca protección, ya un cuerpo de hombre, guapo como su abuelo, ¡pero aún tan tierno!, a veces me acompaña a nuestro banco, Krito le habla, recuerdo cuando yo era la discípula, me admira cómo encaja con nosotros, no nos estorba, aunque desearíamos estar solos, otro miembro de un círculo secreto, el de nosotros dos, también entra Ahram aunque lo ignore, aunque su entrada sea mortal, cuatro seres tan distintos, trenzados por la vida en su tapiz, tejedora misteriosa, la vida incluida la muerte, ¡qué plenitud!, cada día siendo el último, lo siento como último, «es el último verano», lo repetía Vesterico lanzando su risa bárbara, risa de vientre, una oleada de risa arrollándolo todo, ni Uruk reía de ese modo, sólo sabe de la vida el moribundo, sólo de la salud el enfermo, aquellos días del lagarto recobrándome, sólo valora la libertad el prisionero, a Krito le excita nuestro riesgo tan próximo, la vida frontera de la muerte, sólo así tiene filo, el cuerpo lo sabe, tiene su fuerza propia, ¡cuántas veces decidía por mí en el burdel de Bizancio!, un cliente comprándome y tomándome, jadeando sobre mí y yo indiferente, de pronto mi cuerpo se excitaba, mi voluntad negándose a seguirle, pero mi cuerpo vencía, compartía el estallido final de su jinete, yo me sentía violada, pero nada que hacer: el cuerpo era más fuerte, no tenía nada que ver con el amor, mi amor por Ahram y Krito, vosotros me invadís toda, me arrebatáis a los dos tiempos supremos, primero el deseo, el saboreo anticipado, los tanteos amorosos, el encandilamiento demorado, negarse a la carne ya enardecida, estarse abrazando sin tocarse aún, y luego el otro tiempo, la ascensión hasta el fuego, la gloria del abismo, el oleaje, la anegación carnal, el vivir absoluto, y en medio de esos tiempos el placer, tiempos de Krito y Ahram, ¡qué diferentes y qué hermanados!, qué capaces de darme lo que esperé al nacerme, hasta encontrarles sólo amé precursores, Ahram no lo es de Krito, ambos únicos, son ramas bifurcadas, razas distintas, ambos en lo más alto y lo más hondo, y Krito enamorado de Ahram, lo inesperado que no me sorprendió, ¿cómo Ahram no adivinó?, ¿cómo no tomó ese amor?, quizás porque son únicos, porque Krito es señor en otra esfera, absurdos miedos de Krito, ¿se hubiera decidido hacia mí sin el tiempo del lagarto?, fue preciso sentirse rey a la sombra de la torre, en el jardín salvaje, ¿y yo misma, me hubiese decidido?, porque sólo entonces vi claro, comprendí mi vacío, supe ponerle un nombre, él tardó más en ver, la sabiduría del hombre está en las ideas, la de la mujer en los sentidos, en la piel, en la carne que acierta sin razones, no nos perdemos por vericuetos, no nos desorientamos en los corredores, la vida es un laberinto inmenso, mucha gente se queda donde nace, en el patio, en un cuarto, pero hay miles de habitaciones, y sectores en ruinas, sótanos y azoteas, puertecitas medio ocultas, y un dios en cada estancia, muchos y todos el mismo, el anhelo del hombre, y hay que conocer lo esencial, no nos alientan esperanzas sino el esfuerzo mismo, sostener la vida que nos gasta y nos mantiene, vivir es tiempo en marcha, incluso el tiempo del lagarto, Eulodia se pregunta por qué me arreglo tanto, no puede contenerse, «¿es que vamos a salir?», la tranquilizo, voy solamente al banco de los delfines, a darle a Krito la gran sorpresa, su brazalete en mi brazo, la diosa me lo ha devuelto, es su bendición, su aprobación de todo, yo no esperaba tanto cuando bajé a la cueva, adoré la imagen, le pedí el regreso de Ahram, que no me lo quitara, de pronto la mar me atrajo, el sol de la mañana cabrilleando las aguas, recordé mis paisajes submarinos, la movible red de luz que penetraba, sus jugueteos entre las algas, me desnudé y lancé a la mar, las conocidas rocas me parecieron otras, un corpulento mero se acercó a contemplarme, su ojo protuberante, su boca abriéndose y cerrándose, era viejo, algo desescamado ya, se movía despacio, se me ocurrió preguntarle si ha visto sirenas todavía, los peces no nos transmiten pensamientos, pero captan los nuestros, como en tierra el perro los del amo, solamente el delfín logra expresarse, sólo él nos hablaba a las sirenas, movió el mero la cola negando, se fue tras unos sargos, entonces me atrajo aquella luz, el sol penetraba hasta un claro arenoso, vi un cangrejo alzando algo en su pinza, un objeto redondo, me acerqué, el cangrejo dobló hacia mí sus ojos, ¡alzaba el brazalete!, el que arrojé a la mar nueve años atrás, increíble, allí estaba, se me agotaba el aire, justo cogerlo y remontar, me llevé al cangrejo prendido de su pinza, acabó abriéndola y volvió a hundirse, a flote ya aún no podía creérmelo, el brazalete en mi mano, Ahram me lo prohibió rechazando así a Krito, la diosa me lo devolvía entregándome a Krito, eso es lo que ha ocurrido, la diosa nos aprueba, ya todo está en sus manos y ahora estoy segura, imposible dudar, Ahram comprenderá o no, hará de nosotros lo que quiera, pero la verdad es la vida, la lealtad debida es a la vida.

—¿Entonces, dónde está Ahram? ¿Qué hace?

Krito interroga a Soferis y Artabo. Ambos acaban de examinar el nuevo mensaje llegado desde el Campo, con la firma del hombre de Artabo, dando cuenta de que no han vuelto a surgir problemas. Lo inquietante es que viene dirigido a Ahram, suponiéndole por tanto en Alejandría y añadiendo así inquietudes a la ignorancia de su paradero.

Por otra parte, y en respuesta a la petición de informes solicitados a diversos agentes de la región, el corresponsal sabeo en Maarib —un hombre importante, almacenador del incienso local para su envío a Alejandría— asegura no saber nada de Ahram, pero notifica el inexplicable ataque a una de sus caravanas por agresores indudablemente palmirenos, según un superviviente. Quizás el percance no tenga nada que ver con la desaparición del Navegante pero, en todo caso, ¿qué tienen que hacer en la región unos hombres de Palmira, atacando los bienes de su aliado? Según el informe no eran forajidos irresponsables sino hombres de guerra y Odenato tiene muy controlada la seguridad de la región.

Los tres amigos reunidos en el despacho de Soferis reflexionan inquietos, temiendo tener que resignarse ya a una desgraciada pérdida en la mar, pues un hombre tan notorio como Ahram no pasaría inadvertido en esa zona. Debaten la cuestión y acaban separándose sin concluir nada. Deberían hacer algo, pero ¿qué?

Krito se aleja pesaroso en dirección al banco de los delfines cuando, ya cercano, ve correr hacia él a una Glauka descompuesta y suelta sobre sus hombros la cabellera, pegado a su cuerpo la mojada túnica. Se alarma Krito temiendo algún accidente cerca de la cueva, donde últimamente pasa Glauka las mañanas buscando el recuerdo de Ahram y el alivio al bochornoso calor del verano en su apogeo. Pero el grito de Glauka anuncia algo muy distinto:

—¡Krito, corre! ¡Vamos a la Casa! ¡Ahram naufragó y está en peligro!

Krito, estupefacto, trata de saber algo más, mientras se apresura junto a ella. La explicación va surgiendo fragmentaria y desordenada.

—Bajé a la gruta, como siempre; estaba muy inquieta, de repente apareció un delfín, me extrañó tan cerca de la roca, ya sabes que rehúyen las aguas del puerto, saltó además torpemente, parecía herido, me dio pena y quise ayudarle, me lancé al agua y me acerqué, no huyó de mí, quería decirme algo, ya sabes que transmiten como las sirenas, estaba agotado, de nadar por un estrecho muy largo, con tierra siempre a cada lado y de aguas malas, sin darse cuenta se había metido por allí, tropezaba con embarcaciones, desde una de ellas le habían lanzado un arpón, lo llevaba clavado junto a la cola, se lo desprendí, ¡si hubieras visto su mirada de agradecimiento!

—Pero Ahram, ¿qué pasa con él?

—Te he contado todo eso para que me creas… Antes, en mares más calientes, el delfín había atravesado una tempestad, un navío capeaba también el temporal, cayó un hombre al agua y quedó flotando, se sostenía sólo con las piernas, o no sabía nadar o estaba empeñado, según el delfín, en sujetar un trozo de cuerda con sus manos atrás, no las separaba de la espalda… ¿Comprendes?, ¡el hombre estaba atado, Krito!, por eso no avanzaba en el agua, el delfín se compadeció, le fue empujando hacia una tierra, le dejó en la más cercana… ¿Te das cuenta? Ahram estaba amarrado y le habían arrojado así al agua o se había tirado él…

—¿Por qué había de ser Ahram? —interrumpe Krito, incrédulo.

—Es verdad, no te lo he dicho: por fuerza era él, sólo así me explico que el delfín se sorprendiera al ver en mi cuello la medalla, ésta, le intrigaba, ¿por qué le llamó tanto la atención?, es que el hombre del agua llevaba otra igual, esta mía es idéntica, ya sabes que me la regaló Ahram… ¡Es él!, ¿no me crees?, ¡tenemos que salvarle!… He retenido al delfín, le he pedido que no se aleje, recordará que le he librado del arpón, además le he dado carne de cangrejo, les encanta pero no pueden abrirlos, he mandado a Eulodia a traer mariscos, que arroje la carne a la mar, el delfín podrá guiarnos, he vivido con ellos…

Krito quisiera creerla pero es difícil, aún conociendo el pasado de Glauka. No duda del naufragio pero ¿por qué ha de ser Ahram?

—Cálmate, por favor. ¿Cómo puedes estar tan segura?

—Los delfines no engañan; sólo mienten los humanos… Ahram estará en un islote, por eso no ha dado noticias, si es que vive, en algún peñasco de donde no ha podido salir solo… ¡Y tiene que vivir, quiero que viva!

Mientras habla arrastra a Krito, entra en la Casa con él conduciéndole, entre los siervos y escribas atónitos, hasta el despacho de Soferis, donde todavía se encuentra Artabo. Ambos miran con asombro a la pareja, aguardando una explicación.

Lo peor es que ella no puede ofrecerles los motivos de su certeza: la información del delfín. No puede revelarles cómo su pasado de sirena le ha permitido obtenerla. Habla de una corazonada, como las que otras veces inspiraban sus anuncios de tormentas; alega haber sentido en la gruta como un mensaje de la diosa —cuya estatua allí conocen sus dos oyentes aún sin haberla visto nunca—, razona que si nadie sabe de Ahram en ninguna tierra es porque ha de buscársele por la mar… «¡Todo menos la inactividad!», acaba gritando exasperada.

Los hombres respetan su desolación, pero no se convencen, no pueden creer en tales arrebatos femeninos aunque los comprendan. Krito la apoya con razonamientos: ha pasado demasiado tiempo, no hay rastro en ninguna región posible, algo hay que hacer. Sugiere una muy discreta expedición que llegue por lo menos al reino de Kombo, último paradero conocido, y de paso costear islotes de un posible naufragio, pues ya lo más verosímil es un accidente en el mar. Esto último es lo que ellos piensan también, pero Artabo expone la dificultad de esa búsqueda pues conoce bien el mar Eritreo y su gran número de islotes y peñascos. Glauka alega además que ha visto un delfín junto a la cueva, sin duda un signo de la diosa porque nunca se acercan tanto al puerto, y en lo extraordinario del hecho han de convenir los dos hombres.

—La diosa le ha enviado a guiarnos —afirma categórica.

—¿Desde el mar Eritreo? ¿Cuándo se ha visto a un delfín en aguas dulces, por todo el canal y por el Nilo?

—Eso mismo demuestra que es un mensajero, cuando la diosa le ha hecho posible ese trayecto.

La miran incrédulos. La idea de que el dolor la vuelve loca flota en el ambiente. Glauka insiste en que el delfín les será propicio, como a tantos otros, según la creencia de las gentes de mar.

Krito la apoya con un solo argumento: serán culpables si dejan pasar más tiempo sin intentar nada. Redobla su elocuencia la ilusión de que sean Glauka y él quienes acaben salvando a Ahram a pesar de todos. Su oratoria y su hábito de persuadir le hacen muy convincente, ¿quién se negará a acudir en auxilio de Ahram?… Pero ¿cómo?, ¿adónde?, se lee en la expresión de los oyentes. Glauka acaba exigiendo:

—Bien, si no estamos de acuerdo, dadme un pequeño barco con un par de hombres. Iré yo sola a buscarle.

En ese instante aparece Malki, a quien han informado de la anormal entrada en la Casa de Glauka y Krito y acude asustado. El muchacho, sobre cuyo labio aflora ya el vello de su incipiente hombría, se alinea con Glauka apenas se entera de la situación: si ella zarpa la acompañará. Lo peor que puede pasar es que el viaje resulte inútil, pero no habrán abandonado a su abuelo. Los dos oyentes escépticos empiezan a sentirse culpables de inacción y el debate se endereza a favor desde ese momento. Se repasan los mensajes recibidos, se consideran las noticias y las posibilidades, se tiene en cuenta —aún sin valorar su significado ese informe sobre la extraña agresión palmirena… Viendo ceder las resistencias Glauka se vuelve arrolladora y ciñe con el brazo los hombros del muchacho, que la mira como refugiándose en una esperanza, pero al mismo tiempo como el hombre dispuesto a protegerla. Desde ese momento están ya todos de acuerdo.

Empiezan a planear los detalles. Muy contra su voluntad, Soferis habrá de permanecer en Alejandría. Artabo aportará al viaje su gran experiencia marinera. Por algún tiempo se discute la presencia de Glauka, pero ésta no cede: recuerda sus adivinaciones del clima y las aguas, insiste en el delfín, y advierte que se vestirá de hombre, con un turbante cubriendo sus cabellos, cortándolos si hiciera falta. Zarparán discretamente en un navío ligero, sólo con la tripulación indispensable, más dos hombres aguerridos, y con Glauka y Artabo embarcarán también Krito y Malki. En Alejandría se dirá que ella está enferma sin salir de la torre, como una recaída de su anterior y notoria dolencia, y Eulodia se encargará de mantener la ficción.

Desechan el Jemsu, demasiado conocido, y Artabo propone un buen velero disponible en Antiphrae, con poco calado para bordear aguas costeras. Un barco seguro y maniobrable que él ha utilizado para viajes rápidos, aunque no lo sea tanto como el Jemsu.

Al terminar la reunión Glauka y Krito regresan a la torre y bajan a la cueva con Malki, que la desconocía. El delfín tarda en aparecer, sumiéndoles en la inquietud, mientras explican a Malki su creencia de que es un enviado de la diosa. Esa idea arraiga en Malki cuando, al aparecer el animal, ve a Glauka nadar junto a él y ofrecerle carne de crustáceos traídos a la torre por Eulodia. El muchacho, fascinado, se entusiasma con la esperanza de recobrar a su abuelo en la aventura.

A la tarde del día siguiente llega el velero. Embarcan en él todo lo necesario. El delfín permanece en las inmediaciones de la embarcación, fondeada frente a la gruta, desde donde suben ellos a bordo al caer la noche. En la proa Glauka contempla una luna creciente. Malki se acerca a ella, seguido por Krito, que asegura:

—Creo en ti, Glauka. Traeremos a Ahram.

Piensa, mientras tanto: «Le encontraremos, sí. Y entonces seré yo quien no vuelva».

A sus espaldas chirrían las jarcias al izar las velas. Pronto una brisa favorable le impulsa hacia levante, para entrar en el brazo Canópico del delta, en cuyas aguas dulces avanza el delfín precediéndoles para asombro de los marineros, que así se convencen de ir guiados por la diosa de Glauka. Luego remontarán el Nilo y pasaran el mar Eritreo por el canal Ptolemaico, ese «estrecho muy largo» recorrido por el delfín anteriormente.

La luna brillaba en lo alto cuando llegaron a la altura de la isla Karu, donde duerme Bashir para siempre. «¡Ayúdame a encontrar a Ahram, tú que ahora ya comprendes!», invoca Glauka con fervor recordando aquella mirada buena.

A proa, más veloz que el barco, salta un trozo de ola, un lingote de luna, un prodigio de fuerza y elegancia, un delfín agilísimo.