17-CLIMA ENRARECIDO

Durante aquella noche y las venideras, Elliot no dejó de darle vueltas a lo que le había revelado Sheila. Pensaba y pensaba hasta que su cabeza casi echó humo. Le enfurecía saber que Tánatos había sido quien había arruinado su relación con Sheila. Conocedor de las debilidades de la inocente muchacha, con sus mentiras y sus malas artes, Tánatos la había embaucado. Había tejido una telaraña perfecta, en la que la presa era depositada en el centro de ésta. Para ello, había utilizado como cebo a Sheila… Ella, para no fallar, había decidido rodearse de aquellos que más le odiaban.

Prácticamente sin darse cuenta llegó el primer día de febrero. Era su cumpleaños. Por supuesto, Elliot no esperaba ninguna fiesta. Estaba en Blazeditch, lejos de su hogar y del de Úter —donde tuvo lugar la espléndida fiesta del año anterior—. Tampoco estaban Gifu, ni Merak, ni, evidentemente, sus padres. Sin embargo, cuando despertó aquel miércoles se llevó toda una sorpresa al ver su dormitorio plagado de regalos. Por un instante pensó que era el día de Navidad, idea que rápidamente descartó al otear los fríos muros de piedra que formaban su habitación.

Sin poder contenerse, se abalanzó sobre los paquetes. Había un inmenso pastel de fresas y moras que, sin duda, había preparado su madre con la ayuda de la señora Pobedy Elliot descubrió unos botellines de néctares Totalfruit. Había una nota, con la menuda letra de Gifu, que decía: «Este año va a pegar fuerte la combinación de melocotón y uva. ¡Deliciosa!». Merak le regaló un grueso libro titulado Mineralogía: un universo bajo tus pies, tan pesado que parecía que contuviese ejemplares de todas las piedras descritas en su interior. También encontró un pequeño paquete lleno de lo que parecían semillas. Junto a éste había una arrugada tarjeta de felicitación, firmada por el señor Humpow, en la que le aclaraba que era la comida favorita de su mascota. «Así lograrás dominarla mucho mejor.»

Elliot estaba tan emocionado que el tiempo se evaporó y estuvo a punto de llegar tarde a la lección de Heliohechizos. Llegó sin desayunar y su estómago no dejó de rugir en toda la mañana, lo que le impidió concentrarse (a él y a los demás) a la hora de practicar los ejercicios que les iba ordenando el maestro Robichaux. Durante la tarde, le sucedió todo lo contrario. La pasó entre risas con Susan, Eloise, Eric y Pinki, probablemente animados en exceso por los néctares Totalfruit que Elliot había recibido de Gifu por su cumpleaños. Los muchachos dieron buena cuenta del pastel de la señora Tomclyde, y Elliot aprovechó para repasar todas las tarjetas de felicitación una vez más.

La alegría del muchacho se incrementó mucho más cuando Eloise le regaló un colgante con un hermoso escarabajo tallado.

—Se supone que es un amuleto de la suerte —le aclaró Eloise—, y a nadie le viene mal la suerte…

—Especialmente si es de la buena —puntualizó Eric, haciendo que Susan frunciese el entrecejo.

—¡Es fantástico! —exclamó Elliot apresurándose a ponérselo—. No tenías que haberme regalado nada. Está todo carísimo.

Y lo que decía era verdad. Desde que volvieran de vacaciones, los bazares de Blazeditch habían incrementado notoriamente los precios… y seguían subiendo. Los aprendices lo estaban notando de verdad. En realidad, sus bolsillos no se habían resentido mucho, ya que el problema era que los comerciantes pedían muchísimas más gemas de las que ellos podían ofrecer.

Precisamente por eso, los fines de semana comenzaron a hacerse aburridos. Sin siquiera poderse comprar un helado (por el que se llegaban a pedir hasta dos rubíes), lo único que podían hacer era callejear. Precisamente por este motivo, los muchachos disfrutaron tanto del pastel de cumpleaños de Elliot. Les supo a gloria.

El segundo sábado de febrero, volvieron a salir juntos por la capital. A las chicas les apetecía darse una vuelta por uno de los bazares.

—Aunque no compremos nada, mirar es divertido —dijeron, para animar a los dos muchachos.

Finalmente, optaron por el bazar del sur. Elliot sintió un pinchazo en el estómago, pues recordaba a la perfección la primera vez que lo visitó, junto a Sheila. Aún vislumbraba en su mente el constante desfilar de personas entre los pasillos, los estridentes gritos de los comerciantes para llamar la atención, los intensos regateos por hacerse con un bien, los aprendices disfrutando con sus golosinas… Sin embargo, aquella vez el bazar parecía muerto. A pesar de que era plena hora punta, cuando el negocio debía estar en plena ebullición, las callejuelas estaban prácticamente desiertas. Varios puestos permanecían cerrados «por falta de suministro», como rezaban varios letreros. Y en aquellos que aún se encontraban en activo, apenas había una persona o dos. Las lujosas y brillantes túnicas de seda que vestían eran un claro síntoma de la acaudalada posición que ostentaban. Y, aun así, se les veía sufrir a la hora de pagar.

Elliot pasó delante del puesto en el que se ofrecían alfombras persas voladoras y sintió pena por el mercader. Tenía el rostro desencajado. Al parecer, sólo había conseguido desprenderse de una alfombra y casi había tenido que regalarla. Resultaba evidente que, si la gente no disponía de piedras suficientes para comprar comida, lo último que necesitaban eran alfombras voladoras. Algo similar sucedía con el vendedor de lámparas maravillosas, quien se esmeraba en quitar el polvo y las telarañas de los objetos para que no se notase que llevaban mucho tiempo allí.

De pronto oyeron un bullicio a lo lejos que les llamó la atención. ¿Sería posible que quedase algún puesto con verdadera actividad? ¿Se regalaba algo en algún sitio? ¿Acaso sería comida? Los muchachos se dirigieron a pasos agigantados hacia el lugar del que procedía el griterío. No les costó mucho encontrar el susodicho puesto, pues era el único que presentaba movimiento de verdad aquel día. Frente a él se aglomeraba más de una veintena de personas. Visiblemente exaltados, gritaban sin cesar mientras agitaban sus brazos.

—El ambiente se está caldeando por segundos —apuntó Elliot cuando ya estuvieron bastante cerca.

—Será mejor que no nos acerquemos demasiado al tumulto —propuso Susan, con prudencia.

—¿Por qué gritarán tanto? ¿Qué ocurrirá? —preguntó Eloise.

—Fijaos en el puesto —indicó Eric, haciendo un ademán con la cabeza.

Los demás no tardaron en observar la peculiaridad de éste. Si bien es cierto que no la regalaban, la principal oferta de aquel espacio era la comida. Era, además, una tienda de alimentación variada, pues contaba con varios apartados. Por una parte, había verduras, frutas y hortalizas; por otra, estaban las carnes y las aves; finalmente, en un escondido rincón y escasa abundancia, el pescado.

—¡Es una vergüenza! —gritaba uno.

—Indignante… —decía otro, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Las cosechas en el sur han sido arrasadas —apuntó un tercero—. ¿Cómo pretenden que consigamos comida?

—¡Tenemos hijos que alimentar! —proclamaba una señora a los cuatro vientos.

Todos los presentes mostraban sus quejas abiertamente a los dos mercaderes que atendían el puesto. Al principio, Elliot pensó que las protestas eran justificadas, pues la calidad de los alimentos dejaba mucho que desear. Ni siquiera Úter hubiese sido capaz de camuflar con sus soberbias ilusiones la decadencia de aquellos productos. El mal olor flotaba en el ambiente y no engañaba a nadie.

Sin embargo, los habitantes de Blazeditch que allí se congregaban no parecían mostrar su disconformidad por aquello. El motivo era otro y se encontraba, precisamente, a espaldas de la pareja de vendedores. Allí, en perfecto estado de conservación, tenían amontonados varios cestos con excelentes alimentos. Sin embargo, los dependientes se negaban a proveer a sus clientes.

—Lo sentimos mucho —se justificaban—. Están reservados para Deyan Drawoc. No podemos hacer nada. De verdad que lo sentimos.

Ante aquellas palabras, la gente se encrespó aún más. Los muchachos, viendo que poco podían hacer allí, decidieron regresar a la escuela. En el camino de regreso, comentaron lo acaecido en el bazar.

—La situación parece cruda —señaló Eric.

—Creo que toda esa gente tiene derecho a protestar —intervino Susan, mientras caminaban por la avenida principal de la ciudad elemental—. Es muy egoísta la actitud del director Drawoc. El se queda con todos los alimentos en buen estado para gozar de sus comilonas, mientras que la gente se muere de hambre.

—Si los ciudadanos de Blazeditch están así, imaginaos lo que puede ser en el resto de las poblaciones del Fuego —aventuró Eloise—. Existe un grave problema, y el director Drawoc sólo se preocupa de que las casas estén perfectamente pintadas o de cambiar el nombre a una disciplina.

Un grito al otro lado de la avenida los sobresaltó:

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —exclamaba un anciano, que lanzaba desesperadamente unos rayos de fuego a un hombre enfundado en una túnica negra, con tan poca puntería que a punto estuvo de alcanzar a los muchachos.

Cualquier tipo de reacción por su parte fue inútil. El perseguido tenía preparada una alfombra voladora que le hizo perderse en la lejanía en cuestión de segundos. Resignado y sollozando, el anciano se apoyó sobre el tronco de una palmera.

Mientras, la gente murmuraba a su alrededor.

—La gente está cambiando. No se comporta como antes… —comentó una mujer en clara alusión al ladrón que se había dado a la fuga. Se acercó al anciano junto a una amiga que la acompañaba.

—Es cierto —corroboró la amiga—, el otro día se produjo una revuelta en las afueras y hay rumores de que la gente se reta en duelos al amanecer.

—Blazeditch ha dejado de ser un lugar seguro —afirmaba otro de los presentes.

Los muchachos se habían quedado anonadados con el triste espectáculo que acababan de presenciar. Justo entonces, un hombre que llevaba su túnica roja impoluta les dijo:

—Eh, jóvenes, deberíais regresar a la escuela antes de que anochezca. No es recomendable que andéis deambulando por aquí después de la caída del sol.

—Es lo más sensato —convino Elliot haciendo un mohín y dando media vuelta.

Los demás también siguieron sus pasos a buscar refugio en la pirámide. En cualquier caso, no podían dejar de preguntarse muchas cosas. ¿Qué estaba sucediendo en el mundo elemental? ¿Era tan grave la crisis del elemento Fuego? ¿Estarían allí seguros? ¿De qué manera podía afectar aquella inestabilidad a la escuela? ¿Tomaría alguna medida el director Drawoc?

La respuesta a la última pregunta no la obtuvieron, al menos, en lo que restaba de mes. Sin embargo, Elliot siguió aprovechando los momentos que pasaba a solas con Eric para recolectar comida del comedor y enviársela a Aureolus Pathfinder que, para indignación del joven Damboury, seguía oculto en el Oasis de Chrystal. Sin embargo, la tarea comenzó a resultar muy difícil a medida que los víveres comenzaron a escasear.

Por esta razón, la maestra Palma decidió que continuaría sus lecciones en el Oasis de Chrystal el último martes de febrero y en lo sucesivo. Al menos, allí los aprendices podrían comer cuantas bayas y frutas deseasen.

Elliot y Eric salieron en busca del antiguo representante del Fuego pero, como siempre, fue él quien los encontró primero. Como si del mismo Úter Slipherall se hubiese tratado, Aureolus Pathfinder pareció surgir de la nada. En realidad, llevaba un buen rato deseando dejarse ver, pero no lo iba a hacer mientras aquellas dos niñas siguieran los pasos de los muchachos.

El gran elemental los dirigió a uno de los muchos escondites que brindaba aquel oasis rebosante de vegetación. Para camuflarse mejor, aplicaron la técnica del camaleón, tiñendo sus túnicas de color verde. Aunque crecían jugosas bayas rojas de multitud de matorrales, ninguna tenía el tamaño de los aprendices. Era obvio que las túnicas del Fuego llamaban en exceso la atención.

—Me alegra veros de nuevo por aquí. Ya tenía ganas de hablar con vosotros —dijo el hechicero a modo de saludo—. Antes que nada, os agradezco que no hayáis dejado de enviar comida desde la última vez que nos vimos.

Los muchachos sonrieron. También eran conscientes de que en los últimos envíos las raciones habían sido bien escasas.

—Fue una buena idea que mandaras a tu loro con aquellos paquetes envueltos como ilusiones. Así no notaba nada…

—Señor… —dijo Elliot entonces.

—Dime, muchacho.

—No va a ser fácil conseguir más comida —informó el aprendiz. Acto seguido, comenzó a contarle los problemas que estaban surgiendo con el abastecimiento de alimentos y el estado de máxima tensión en que vivían los habitantes de Blazeditch.

—Tienes razón en que el hambre puede levantar a la gente —convino el hechicero—. Yo mismo he presenciado esas cosechas arrasadas. Las momias siguen cobrando poder y su presencia es cada vez mayor.

Los chicos miraron al hechicero con extrañeza.

—Que dijese que no podía intervenir no significaba que fuese a quedarme aquí sentado —aclaró éste—. Los martes he estado en el oasis por si aparecíais, pero el resto de los días procuraba moverme, siempre en el anonimato, para ver en qué estado se encontraban las principales ciudades del Fuego.

—¿Y vio algo? —preguntó Eric, alargando la mano para comerse una baya morada.

—Las rojas son mejores, para mi gusto —le aconsejó Aureolus Pathfinder—. Imagino que cuando haces esa pregunta te refieres a si aprecié algo extraño. —Eric asintió, ya con varias bayas rojas en su poder—. Efectivamente, la situación comienza a ser crítica. Hace cuatro días, un grupo de unas diez momias arrasaba unas plantaciones a muchos kilómetros de aquí.

—¿Usted las vio y no hizo nada? —Eric le dio un codazo en las costillas a su amigo.

—Sí, las he visto —completó el hechicero—. De hecho, creo que se están preparando para un asalto.

—¿Un asalto?

—Ésa es la impresión que me causó —confirmó—. Se están haciendo fuertes y, si no me equivoco, querrán tomar la capital.

—¿Se refiere a Blazeditch? —preguntó Eric, incrédulo.

—Ésa es la dirección que llevaban todas…

—Pero… ¿vio usted más? —inquirió Elliot.

Aureolus Pathfinder asintió.

—Anteayer, otro grupo. Estaban al norte.

—¿Y no hizo nada para…?

—¿Detenerlas? —El hechicero completó la frase de Eric, que no cesaba de insistir en ello—. Una vez más debo decirte que, por más que lo quiera y lo desee, no puedo intervenir. No puedo interferir… por el momento.

—¡Pero hay vidas en juego! —le espetó Eric.

—Lo sé y por ello estoy muy triste —aceptó.

Sus arrugas se pronunciaron más aún y los miró con rostro compungido. A Elliot le recordó a Magnus Gardelegen cuando el año anterior se preocupaba por su mujer.

—¿No hay ninguna forma de pararlas? —preguntó Elliot, como si estuviese dispuesto a intervenir.

Sin embargo, para decepción de los muchachos, el hechicero negó con la cabeza.

—Elliot, vosotros no podéis hacer nada en esta ocasión —respondió, conocedor de la valentía e iniciativa de los muchachos—. Las momias no se pueden derrotar con hechizos.

Los muchachos, especialmente Elliot, notaron que en Aureolus Pathfinder se había fraguado un cambio. Su antigua manera de ser los hubiese fulminado con la mirada y su carácter hubiese hecho explosión. Sin embargo, había conservado perfectamente la paciencia a la hora de brindar sus explicaciones y mostraba una actitud comprensiva con los muchachos.

—¿No? —Elliot no se creyó aquella afirmación—. Seguro que usted sabe alguno. Si nos enseñase…

—No, Elliot. Ni siquiera yo podría acabar con ellas —confesó con resignación—. Es cierto que podría utilizar magia para frenar su avance, pero eso significaría avisar a Tánatos de que estoy vivo. Recordad: nadie, salvo vosotros y las ninfas, sabe que estoy vivo.

—Pero, señor, si no se las puede detener…

—Eric, yo no he dicho que no se las pueda detener —corrigió el hechicero, entrecerrando los ojos. Sin duda, tenía un plan en mente—. Simplemente, nosotros no somos las personas adecuadas para hacerlo. Y ahora escuchadme bien.

—Pero…

Aquella mirada de Aureolus Pathfinder fue como la de los viejos tiempos y Eric se calló al instante.

—Escuchadme —dijo, esta vez en un tono más hosco—. Debéis darme vuestra palabra de que no haréis ninguna tontería y no iréis en busca de las momias. Ahora mismo, es responsabilidad de Deyan Drawoc. Él deberá dialogar con los miembros del Consejo y, puesto que atañe a su elemento, tomar las decisiones que estime convenientes.

»En cuanto a vosotros, a ser posible, quedaos en la escuela. Por el momento es vuestra máxima garantía. Allí estaréis seguros.

—Pero ¿y el resto de la gente?

Elliot conocía perfectamente la desidia del director Drawoc. Estaba convencido de que no diría una palabra a Gardelegen, Flessinga ni Pleseck y, desde luego, no iba a mover un dedo para resolver el problema de las momias. Si Deyan Drawoc ocultaba esta información a sus compañeros del Consejo y Aureolus Pathfinder permanecía oculto, los habitantes de Blazeditch…

—¿Me dais vuestra palabra? —pidió Aureolus Pathfinder al ver que Elliot se había quedado pensativo, con la mirada perdida.

Ambos muchachos asintieron a duras penas.

—Procurad no salir de la pirámide. Si lo hacéis, tened mucho cuidado. —Miró al cielo y añadió—: Debéis marcharos. La clase está terminando.

Llegó el primer fin de semana de marzo y Blazeditch se vio asolada por una impresionante tormenta de arena. Empezó el viernes al atardecer, con un soberbio incremento de la fuerza del viento. La arena comenzó a levantarse dificultando la visión y el caminar de los transeúntes. Sin embargo, a medida que las ráfagas de viento cobraban mayor intensidad, los habitantes de la capital del Fuego no tuvieron más remedio que refugiarse en sus hogares y Susan, Eloise, Eric y Elliot se vieron abocados a seguir la recomendación de Aureolus Pathfinder de no salir de la escuela. De hecho, la puerta principal fue cerrada a cal y canto.

Sin poder ausentarse de la escuela, se presentaba un fin de semana largo y aburrido. Los cuatro amigos aprovecharon la mañana del sábado para hacer una visita al señor Humpow en Refugio de Mascotas, y jugaron un rato con Pinki. Después del almuerzo, como la tormenta no tenía perspectivas de mejora, las chicas propusieron hincar el diente a las traducciones que les había mandado Lecturitis. Aquello no hizo mucha gracia a los muchachos, pero la verdad es que no tenían muchas más cosas que hacer.

—¿Y si ha sido Tánatos quien ha provocado esta tormenta? —sugirió Eric cuando llevaban ya más de media hora sentados y no lograba encontrar sentido alguno a aquellas runas.

—No digas tonterías —le espetó Susan sin levantar la mirada del texto—. Las tormentas del desierto son muy frecuentes. Lo raro es que no hayamos tenido ninguna hasta ahora, ¿no creéis?

—¿Y duran tanto? —preguntó Elliot, tratando de echarle un cable a su amigo. Si bien es cierto que Tánatos podía crear una y mil tormentas, ¿qué habría ganado con ella? Las momias no podrían caminar con esa ventisca, ¿o sí? ¿Sería una maniobra para mantenerlas ocultas durante unos días?

—No lo sé —respondió Susan una vez más, antes de volver a enfrascarse en su ejercicio—. La meteorología nunca se me dio bien.

Elliot comenzó a mordisquear su pluma dándole vueltas a la idea que acababa de comentar Eric. ¿Sería obra de Tánatos? De pronto, recordó que Aureolus Pathfinder les había revelado que todo apuntaba a que las momias se dirigían a la gran ciudad del elemento Fuego. ¿Debería advertírselo al director Drawoc? Aurelus Pathfinder no podía dar la cara, pero él sí. Si lograse infundir un poco de temor en el director, tal vez solicitaría ayuda al Consejo… Tenía que intentar hacer algo. Se sentía completamente inútil delante de aquellos documentos indescifrables. Decidido, se puso en pie de una manera tan brusca que sus amigos se quedaron mirándolo, atónitos.

—¿Se puede saber qué te sucede? —preguntó Eric, frunciendo el ceño.

—Nada, nada. Tengo que estirar un poco las piernas —mintió Elliot con descaro.

—Bueno, ya somos dos —repuso Eric, que conocía aquella mirada a la perfección. Elliot tramaba algo.

—De eso nada —le indicó Susan—. No has avanzado nada en tu traducción —le reprochó—. Por lo menos Elliot ya ha hecho tres párrafos…

—No te preocupes, Eric, de verdad —le tranquilizó Elliot—. Tan sólo tardaré cinco minutos. No quiero perder el hilo de la traducción, ahora que estaba lanzado —concluyó, guiñándole un ojo. Acto seguido, abandonó la estancia.

Pese a todos los corredores y cámaras que debía atravesar, Elliot aún recordaba dónde se encontraba el despacho del director Drawoc. Se dirigió allí sin titubeo alguno, haciendo uso, incluso, de un par de pasadizos secretos. Al llegar, golpeó la puerta con firmeza.

Como era de esperar, el director se encontraba allí. Junto a su enorme mesa de escritorio había un carrito de similar tamaño repleto de frutas exóticas. Precisamente cuando Elliot apareció por la puerta, el director sostenía en sus manos un racimo de gruesas y jugosas uvas.

—¡Elliot! ¡Qué alegría verte por aquí! —exclamó, invitándole a pasar—. ¿Te apetece tomar algo? Esta fruta está deliciosa…

De buena gana el muchacho habría tomado un cesto y lo habría bajado al comedor a la hora de la cena, para compartirlo con todos los aprendices de la escuela. No obstante, hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Bien, como prefieras… En fin, ¿qué te trae por aquí? ¿Alguna aventura más que me quieras contar?

Elliot estuvo tentado de decirle que sí, que se había adentrado en aquella pirámide subterránea y había estado a punto de ser hecho papilla por una horda de momias. No temía ninguna represalia por parte del director, pues sabía que era muy blando y no le castigaría. En cualquier caso, prefirió ser más comedido.

—He oído rumores… —Fue todo lo que dijo.

—¿Rumores? —Deyan Drawoc dejó de masticar por un instante. Con la boca llena aún, preguntó—: ¿A qué te refieres?

—La gente está muy nerviosa y asustada… Se comenta que las momias vienen de camino a Blazeditch y arrasan cuantos cultivos encuentran a su paso.

El director lo miró fijamente unos instantes y, para sorpresa de Elliot, estalló en una sonora carcajada.

—¿En serio? ¿Se comenta eso? —preguntó sin poder contener la risa—. Qué imaginación tiene la gente. ¿Y qué opinas tú al respecto?

Elliot no esperaba aquella pregunta.

—Ejem… Yo creo que tienen razón —contestó, bajo la atenta mirada del director—. Aquel hombre que llegó a la escuela antes de Navidad… —De pronto le había venido a la cabeza la anécdota de Eric. Sí, aquello era una prueba palpable.

—Oh, ¿le viste? —Deyan Drawoc hizo una pausa, poniendo expresión de lástima—. Pobre hombre. Llegó deshidratado y no sabía lo que decía.

—Pero…

—No, muchacho, no hay de qué preocuparse.

—Pero ¿y si fuese verdad?

El silencio invadió la estancia.

—¿En serio crees que las momias osarían invadir Blazeditch? ¿Por casualidad te has parado a pensar cuántos elementales viven en la ciudad?

Elliot se encogió de hombros. Recordaba perfectamente las palabras de Aureolus Pathfinder: «Las momias no se pueden derrotar con hechizos», «Ni siquiera yo podría acabar con ellas».

—Somos muchos más, hijo —dijo en tono despreocupado—. Como te digo, no hay de qué preocuparse.

Sin embargo, Elliot no estaba de acuerdo. Había que estar preocupados… y mucho. Su esfuerzo había sido en vano. Deyan Drawoc jamás daría la cara ante el Consejo de los Elementales. Cabizbajo, regresó con sus amigos y se enfrascó en la traducción, que fue incapaz de completar.

El lunes también permanecieron cerradas las puertas de la escuela. La sesión de Astronomía de aquel día fue de estudio, pues la luna se encontraba en fase creciente. En cualquier caso, a los alumnos les costó mucho concentrarse en los planisferios. Llevaban tanto tiempo encerrados en la pirámide que más de uno comenzaba a sentir claustrofobia.

Salvo por el incremento de las temperaturas, nadie se hubiese percatado de la llegada de la primavera. Así como en Hiddenwood los árboles y las plantas florecían, los jardines se mostraban espléndidos y los pájaros piaban radiantes de felicidad, en Blazeditch todo seguía rodeado de aquel cansino color dorado. Mucho más después de la terrible tormenta que había asolado la ciudad durante una semana entera. De hecho, cuando volvió la calma, la mayoría de los habitantes de la capital tuvieron que valerse de la magia para desenterrar sus hogares.

Los días que siguieron a la tormenta parecieron calmar los ánimos de los habitantes de Blazeditch, pues estuvieron ocupados en tareas de limpieza. Sin embargo, aquello fue un espejismo. Tan pronto la ciudad recobró su habitual hermosura, las revueltas volvieron, incluso, con más brío. Comenzaron a sucederse un día sí y otro también. Y lo que era peor, se programaban concentraciones diarias a los pies de la escuela de Blazeditch, donde residía Deyan Drawoc.

Hasta los maestros se quejaron al director para que tomase alguna medida, pues sus aprendices no podían concentrarse debidamente. Con tanto ruido, realizar las traducciones de Lecturitis se hacía difícil, pero practicar los Heliohechizos de Robichaux era poco menos que imposible.

Las manifestaciones crecían día a día y los gritos iban en aumento. La indignación de los habitantes de Blazeditch se plasmaba no sólo en sus cánticos («Drawoc, glotón, eres un gordinflón» o «Nosotros como espigas y Drawoc todo barriga»), sino también en las múltiples pancartas que la gente había confeccionado para tal circunstancia. Las había con pinturas que cambiaban de color (se volvían más rojas cuanto más crecía la indignación), grabadas a fuego, con pinturas fluorescentes (para cuando se hacía de noche) e incluso pancartas que gritaban a viva voz su contenido escrito.

Pese a las críticas de la multitud y las desesperadas peticiones de sus maestros, Deyan Drawoc hacía oídos sordos a todo comentario que tuviese como referencia las momias. Sencillamente, no quería saber nada.

—Llegará un día en que la ciudadanía se dé cuenta de que sus quejas no tienen razón de ser y todo volverá a la normalidad —decía obstinadamente, cada vez que alguien le preguntaba.

Pasaron las semanas, tediosas e insoportables. Las lecciones avanzaban a duras penas, aunque desgraciadamente empezaban a acostumbrarse al griterío exterior. La pirámide permaneció cerrada a cal y canto, como una prisión, mientras duraban las revueltas. Esta medida la había adoptado el propio director Drawoc «para no poner en peligro la integridad física de los aprendices», aunque todo el mundo sabía que el pellejo que quería salvar era el suyo.

La situación era insostenible y Elliot había decidido que, cuando tuviese la primera oportunidad, se escurriría por el espejo de la escuela en dirección al Claustro Magno de Hiddenwood. Se personaría ante Cloris Pleseck y le informaría de cuanto había acontecido en el reino del Fuego. No obstante, el vigésimo segundo día de abril, domingo, todo dio un vuelco. El alboroto había durado hasta altas horas de la madrugada y la mayoría de los aprendices tardaron mucho tiempo en coger el sueño. Sin embargo, aquel domingo amaneció con una calma asombrosa. Nadie gritaba en los alrededores de la escuela, las pancartas habían sido abandonadas de cualquier forma a la entrada… Incluso el viento se había tomado la molestia de comenzar a cubrirlas de arena, tratando de hacer olvidar el conflicto que tanto había turbado a los elementales del Fuego durante los últimos meses.

Deyan Drawoc amaneció tan radiante como el propio día. Por norma desayunaba en su despacho, donde gozaba de una mayor intimidad y podía comer cuanto quisiese sin que nadie le pusiera mala cara, pero aquel día hizo una excepción. Quería jactarse ante toda la escuela, especialmente ante sus maestros, de que tenía razón.

—La paz y la tranquilidad han llegado, tal como yo vaticinaba —insistía una y otra vez—. Ya sabía yo que estaba en lo cierto.

Nadie le felicitó por ello, pero sí se mostraban sorprendidos. ¿Sería posible que sus palabras fueran ciertas? ¿Se habrían equivocado con sus descalificaciones y sus críticas hacia el director?

—Quién sabe, tal vez sea una persona más válida de lo que nos imaginamos —comentó Susan durante el desayuno. Elliot lo negaba una y otra vez.

—No, no y no. Tiene que haber otra explicación. Los problemas no se resuelven sin mover un dedo.

—A veces sí, nunca se sabe —apuntó Eloise, aunque rápidamente añadió—: Pero reconozco que es un poco extraño.

—Yo también lo creo —opinó Eric—. Anoche no había quien pegase ojo… ¿y ahora está todo solucionado? No me lo creo. Aquí hay gato encerrado.

—Bueno, no negaréis que la gente se ha marchado y ya nadie protesta —insistió Susan.

—Sí, pero… ¿por qué?

La respuesta a aquella pregunta irrumpió en el comedor a la carrera. La proclamaban a los cuatro vientos dos aprendices de cuarto que no habían podido esperar un segundo más y habían salido de la escuela a primera hora de la mañana. Sus palabras les sentaron a los que allí se encontraban como si les hubiese sacudido un potente terremoto.

—¡Un ejército de momias se aproxima a Blazeditch! —exclamaron—. ¡Está a un par de jornadas de aquí!

Inmediatamente los murmullos inundaron el comedor. Aquella afirmación suscitó todo tipo de comentarios, nervios, ansiedad y muchos otros sentimientos entre los presentes. El único que no pareció reaccionar ante la noticia fue Deyan Drawoc. Se había quedado inmóvil y pálido como una estatua de mármol blanco, y así permaneció durante un par de minutos. Ambos aprendices hubieron de sacudirle en los hombros para que volviese en sí. Sin embargo, cuando lo hizo, se puso en pie. Aún seguía como una pared de cal. Sin previo aviso y, ante el asombro de todos, inició el camino hacia la puerta sin pronunciar una sola palabra. Al menos algo coherente, pues todo lo que decía lo hacía para sus adentros, en inconexos murmullos.

—Nadie me avisó… Catástrofe… Así no se puede seguir… Soluciones… ¿Momias?

Sus palabras se perdieron por el corredor cuando abandonó la estancia. Entonces, el nerviosismo de los aprendices se transformó en pánico. Los muchachos se pusieron en pie, vociferando y pidiendo ayuda.

—¡Vamos a morir! —se oyó en uno de los laterales.

—¡SILENCIO! —La voz de Iceheart resonó en el comedor. Cayó sobre los aprendices como un jarro de agua helada y los enmudeció al instante—. Ante todo, mantened la calma.

Al desaparecer Deyan Drawoc del comedor, Iceheart se apresuró a tomar las riendas. No se molestó en comprobar dónde se había metido el director. Pese a la gravedad de las noticias anunciadas, se la notaba satisfecha por verse al frente de la escuela de Blazeditch una vez más. Acto seguido, comenzó a impartir una serie de órdenes. Los aprendices deberían regresar a sus respectivas salas, mientras que los maestros se reunirían en el despacho de profesores.

—¿No crees que lo mejor sería reunirse en el despacho del director? —preguntó Eric una vez se hallaron en la sala de chicos.

—¿Tú te fiarías de él? —respondió Elliot—. ¿Has visto la cara que tenía al abandonar el comedor?

—Sí, parecía que le hubiesen dado un plato de setas venenosas …

Los rumores suscitados entre los aprendices eran de todo tipo, pero si algo daban por sentado era que todos regresarían a sus escuelas de origen en las próximas horas. Tal como estaban las cosas, quién sabe si incluso les enviarían directamente a sus hogares. Por eso, cuando a la hora de la cena Iceheart les confirmó que al día siguiente habría clase con total normalidad, ninguno de los presentes dio crédito a lo que habían oído.

—¿Cómo es posible que haya clase? —se preguntaban los aprendices en corrillos.

—¿Por qué no está el director Drawoc? —decían otros, extrañados al no ver la imponente figura del director en aquel momento de crisis.

Mientras los muchachos eran llamados a la calma por segunda vez aquel día, surgieron nuevos rumores. Unos decían que las momias arrasarían todo cuanto estuviese a su alcance, escuela incluida, pues cada una poseía la fuerza de un centenar de hombres. Otros comentaban que si Tánatos se alzaba con el poder, una sombra ocultaría el sol definitivamente lo que, a la larga, conllevaría la muerte de las plantas y toda forma de vida. Los más realistas, apostaban que Deyan Drawoc los había abandonado a su suerte. Su propio apellido lo delataba pues, leído del revés, era Coward. [En inglés, coward significa «cobarde». (N. del A.)]

Curiosamente, fue este rumor el que más rápidamente se propagó pasada la medianoche. Siguiendo las instrucciones de Iceheart, Assumpta Cassiopea había citado a sus alumnos para una sesión de observatorio la noche del domingo. Los aprendices, tan desconcentrados como en las sesiones de estudio, decidieron orientar sus telescopios hacia abajo y no hacia la bóveda celeste, como les ordenaba la maestra. Pese a la oscuridad de la noche, constataron que los rumores de que las momias se acercaban a la ciudad debían ser ciertos. A lo lejos, donde las dunas se perdían en el horizonte, se distinguían leves resplandores anaranjados que no podían ser provocados más que por el fuego.

Era tal su consternación que no se molestó en redactar una carta de dimisión. ¿Y admitir que se había equivocado? De ninguna manera. Tampoco tuvo la valentía de despedirse, ni de los aprendices ni de la gente que le había votado. Los muy desagradecidos seguro que le echaban en cara todo cuanto había hecho por ellos. No, lo mejor era desaparecer sin llamar la atención.

Y eso fue lo que hizo Deyan Drawoc.

Tras abandonar el comedor en un estado catatónico y balbuceando palabras inconexas, Drawoc se refugió inmediatamente en su despacho. Allí, se echó al gaznate un par de copas de vino que le hicieron recuperar rápidamente la cordura. Si Blazeditch iba a ser arrasada por las momias, no iba a ser con él dentro. Tenía que salir de allí… y cuanto antes, mejor.

Recogió sus escasas pertenencias a toda prisa y las envolvió en un rudimentario petate. Trató de aprovisionarse de cuanta comida pudo. En cuanto al vino… Era una verdadera lástima, pero no tenía más remedio que abandonarlo. No podía llevarlo consigo.

En cuanto lo tuvo todo dispuesto, insertó una llave dorada en uno de los armarios de su despacho. Allí guardaba una impresionante alfombra mágica persa, de bellísima factura, capaz de alcanzar los doscientos kilómetros por hora en nueve segundos y medio. La había conseguido a muy buen precio hacía escasamente un par de meses, aprovechándose de la delicada situación económica del comerciante.

Esperó hasta el anochecer. Cuando los corredores de la escuela estuvieron en silencio, aprovechó para salir a hurtadillas de su escondite y abandonó la pirámide sin hacer el menor ruido. La alfombra obedeció sus órdenes y puso rumbo al lugar más lejano que su mente podía imaginar. En pocos segundos, su silueta quedaba recortada en el rojizo horizonte. Precisamente, fue Eric quien lo avistó con su telescopio. Lo tenía enfocado en aquella dirección, cuando lo vio pasar fugazmente.

—¡Nos ha dejado! —dijo Eric, pagando su indignación con el planisferio que tenía a mano.

—¿Acaso te sorprende? —preguntó Elliot haciendo gala de una tranquilidad pasmosa.

—En realidad, no… —confesó Eric—. Simplemente me molesta que se haya tomado con tanta ligereza el cargo que casi le costó la vida a…

Con un brusco giro de su cabeza, miró a Elliot. Los dos pensaban exactamente lo mismo: si efectivamente Deyan Drawoc había abandonado Blazeditch, significaría que renunciaba a su cargo. En ese caso, ¡sería necesario un nuevo representante del Fuego!